彡🕯️EP. 2
⇢ ˗ˏˋ 🪞┋CAPÍTULO DOS ⊹.˚
« ¿un alma gemela para eloise? »
LAS HERMANAS BRIDGERTON eran famosas en la alta sociedad londinense. Daphne, la mayor, tenía siempre una mirada más risueña, más inocente y cariñosa; parecía haber llegado al mundo para amarlo al completo y a su manera, con sus pequeñas excentricidades.
Francesca, por el contrario, era reservada, inteligente, perspicaz e inquisitiva. Aunque su corazón también era grande y generoso, no estaba tan abierto. De hecho, en él solo entraba la gente que aprendía a amar, si llegaban a ganárselo. Pero, una vez estaba allí, mostraba una lealtad sin límites. Esa noche, mientras subían al coche que las conduciría a la fiesta de los duques de Kent, Eloise consideró con preocupación que se la veía algo apagada.
Su relación con lord Basset, era de conocimiento público desde hacía ya más de un año, y Daphne sabía que estaban planteándose pedir a Anthony, el cabeza de familia, su aprobación para organizar una boda a pocos meses vista, quizá a finales de otoño. Hasta el momento no se había opuesto al cortejo, pero tampoco lo había alentado, y las pocas veces que sus hermanas habían intentado sacar el tema, lo había esquivado con rapidez.
Kate, vizcondeza Bridgerton, su esposa y buena aliada de sus cuñadas, también había intentado influir para que Anthony se mostrase flexible, pero incluso con ella procuraba mantener la reserva, y eso que no había hombre más enamorado en el mundo.
¿Que demonios estaría pasando entre Basset y su familia?
A Eloise le hubiese gustado saberlo, pero bastante tenía con sus propias investigaciones sobre el «Rey en la noche», ese hombre que había conseguido unificar la delincuencia de los peores barrios de Londres en algo que se había dado en llamar «Bajolondres». Podía parecer absurdo, pero el hecho de que hubiese alguien capaz de aunar así semejantes fuerzas caóticas resultaba preocupante, sobre todo en un mundo donde la Guardia carecía casi por completo de medios y de preparación.
¿Que no era algo que pudiese afectar a la estabilidad del imperio? Cierto, al menos en principio. Pero era como tener unos cimientos horadados por cientos de túneles de ratas. Implicaba una inseguridad total para los ciudadanos, y una osadía enorme por parte de quien estuviese organizando todo aquello.
Eloise tenía grandes esperanzas de poder identificar algún día a aquel «Rey en la noche». Para ello, colaboraba desde hacía tiempo con un investigador excelente, sir Arian Creepingbear, gracias al cual John Hendrix había hecho muchos avances y escrito estupendos artículos, como el que habían premiado. «Oscuras enseñanzas en la Academia Wellington House», se titulaba.
No estaba muy orgullosa de semejante comienzo, le sonaba algo truculento, pero no se le había ocurrido nada mejor. Además, lo que importaba era el contenido, lo que mostraba, la información que había captado la atención en todo Londres. Resultaba espeluznante cómo aquella gran organización utilizaba centros como ese para captar jovencitos e irlos insertando en su telaraña de delincuencia.
Y estaba muy bien documentado. Creepingbear había hecho su labor, como siempre, pero buena parte del artículo provenía de una entrevista que había hecho la propia Eloise a un joven que había estudiado en esa academia. Se llamaba Charles Dickens, y lo había conocido tras una de sus acciones más arriesgadas, cuando se coló por su cuenta en el centro para buscar alguna prueba de sus sospechas.
La esposa de de uno de los amigos de Anthony, también estaba aquel día, llegó por casualidad en el último momento, y Dickens las ayudó a escapar a toda prisa. Apenas pudieron hablar. Por suerte, le dio su dirección y pudo contactarlo más tarde. En esos momentos, el joven trabajaba para unos abogados, y cuando estaba en la academia no existía todavía «Bajolondres», ni el «Rey en la noche», pero sí supo darle información de cómo era la vida en esos sitios y en las propias calles, y le suministró contactos con los que pudo trabajar...
—¿Me has oído, Eloise?
La joven parpadeó, saliendo de sus pensamientos. El coche estaba ya llegando a su destino, se oía el eco lejano de la música de la fiesta de los duques de Kent. En el asiento de enfrente, su hermana Daphne la miraba con una ceja arqueada.
—¿Eh? No, perdona. ¿Qué decías?
—Que recuerdes que hoy quiero presentarte al señor Gysforth. Espera un poco antes de desaparecer.
—¿Gysforth?
—Sí. —Daphne miró al cielo, suplicando paciencia—. Andreas Gysforth. El que escribe...
—Sí, lo sé. Esos artículos ridículos en The Times.
—¡Oh, vamos, no seas mala! No coinciden nunca, y creo que pueden ser almas gemelas. ¡Te salió como pareja en la fiesta de los Cowpper, hace unos años! ¿Acaso puede hablar más alto y más claro el destino?
Eso era cierto. Los Cowpper eran demasiado ricos y estaban demasiado sumidos en el tedio, en opinión de Eloise. Por eso, se volcaban en la tarea de ofrecer cada año un baile que fuese el más recordado de la temporada. Tanto sus decoraciones, siempre basadas en un motivo inspirador, hasta las grandes mesas del refrigerio que se instalaban en una sala lateral, desbordaban lujo y abundancia.
Aunque si lograban destacar por algo era sobre todo por sus entretenimientos. Los juegos de los Cowpper, que a juicio de algunos muchas veces rozaban lo escandaloso, eran los más esperados por los jóvenes de la alta sociedad y la base de todo su éxito.
Unas veces organizaban bailes de máscaras en las que se tenía que encontrar una pareja en concreto en base a pequeñas pistas; en dos ocasiones, organizaron pequeñas escenas de teatro, de índole amorosa, que tenían que interpretarse con quienes decidiera el azar...
Cada vez que pensaba en aquellos entretenimientos, Eloise no podía por menos que girar los ojos en las cuencas. Y eso que ella era una de las más tontas de cuantas habían participado en las tonterías de los Cowpper. Todavía guardaba el papelito que mencionaba Daphne, el que le había tocado en uno de los sorteos, un par de años atrás, cuando los nombres de todos los jóvenes varones asistentes fueron anotados y metidos en un recipiente.
De allí, las jovencitas fueron sacando cada cual el suyo, que designaba su pareja inicial de baile.
Y ella había sacado el nombre de Andreas Gysforth.
Entonces no tenía ni idea de quién era, y había optado por lo de siempre: esconderse de inmediato. En una mansión, por muy llena que estuviese, siempre había rincones donde una joven poco interesada en alternar podía dejar pasar las horas con un platito de dulces y una copa de champán, pensando tramas o tomando notas en una libreta convenientemente oculta en las enaguas del vestido de fiesta.
Solo después había sabido que Gysforth era periodista, y nada más ni nada menos que en su venerado The Times. Solo por eso ya le hubiera encantado poder charlar con él, pero perdió la ocasión. Y en el tiempo transcurrido no habían coincidido en ninguna fiesta, pese a que su familia había hecho buena amistad con él.
Para ser exactos, de haberlo deseado, hacía mucho que hubiese hecho que sus hermanas o sus cuñadas se lo presentasen. Pero, tras leer lo que escribía, perdió interés. Seguía concediendo tiempo a sus artículos, pero solo porque se estudiaba el ejemplar de The Times entero cada mañana. Además, no podía negarlo, le gustaba su estilo; el problema estaba en que, por lo general, Gysforth escribía de cosas que le interesaban poco o nada.
Eventos sociales en su mayoría, crónicas de fiestas, estrenos teatrales o exposiciones en galerías.
Kate, su cuñada, le comentó en cierta ocasión que, al ser sobrino del marqués de Pemberton, y su heredero al título, lo mandaban a todas las fiestas.
—Algo que a él no le agrada nada en absoluto, me consta —había admitido Kate, riendo.
De eso, Eloise no estaba tan segura. Los textos de Gysforth estaban llenos de detalles, lo que indicaba que, o era un gran profesional, o disfrutaba haciéndolos, y se inclinaba por lo último. Por eso, cuando decidió contactar con The Times para ofrecerles su primer artículo como John Hendrix, había escogido dirigirse directamente a Hightower, pese a que no tenía un contacto tan cercano con él.
Hightower sí que era un periodista de verdad, de los que jamás habían permitido que lo obligasen a vagabundear de fiesta en fiesta como un auténtico lechuguino. ¡Por Dios, qué espanto de pérdida de tiempo y de talento! Definitivamente, el mundo estaba muy mal hecho. Que a ella no le permitieran ejercer de periodista y que quien podía hacerlo se dedicara a semejantes bobadas la enojaba mucho.
—Eloise no va a desaparecer hoy, pero no será por el señor Gysforth—dijo de pronto su madre, y la miró con intención—. El hijo de lady Chastity acaba de regresar de su viaje al continente. —Por si su expresión no era lo bastante clara para mostrar lo que pensaba al respecto, añadió—: No sé qué se le había perdido allí, pero, bueno... El caso es que ha vuelto y ahora es el séptimo conde de Glassen. Tiene veintiocho años y está reflexionando sobre quién será su condesa.
—¡Oh! Es una excelente oportunidad, querida Eloise —la animó su hermana Francesca.
—Lo dudo —replicó ella—. Recuerdo perfectamente a lord Jason Howards. Era un joven soberbio, alguien con una opinión desmesurada sobre sí mismo y sin mayor consideración por los demás, y no creo que haya cambiado por ser ahora conde de Glassen.
Su madre frunció el ceño. —Oh, vamos, niña, no puedes rechazar siempre de plano a todos los posibles pretendientes que recabo para ti. El conde de Glassen lleva dos años fuera de Inglaterra. Eso no lo habrá hecho mejorar, bien sabe Dios que habrá ocurrido todo lo contrario, pero seguro que estará desorientado y aturdido por lo que haya tenido que vivir en esas tierras lejanas y poco civilizadas. Aprovecha y asegura tu posición. Conviértelo en el hombre que tú deseas que sea. Y rápido —añadió—. Según tengo entendido, lady Chastity y él se van mañana al campo, a visitar a la hermana de la dama, lady Prudence, que está enferma. ¡Tienes que aprovechar esta misma noche para convencerlo de que inicie un cortejo!
—Eso es. Es un hombre muy rico y muy bien posicionado. Alguien ideal para ti, querida —dijo Francesca.
—¡Pero si ya saben que eso no me...!
—Harás el favor de bailar con él y darle una oportunidad —la cortó su madre, con la severidad de una sentencia—. No hagas que me enfade, jovencita.
Eloise giró los ojos en las órbitas, haciendo reír a sus hermanas, y miró por la ventanilla.
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