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彡🕯️EP. 12

⇢ ˗ˏˋ 🪞┋CAPÍTULO DOCE ⊹.˚
« el refugio en las ruinas »

—¡OH, DIOS MÍO! —exclamó Eloise, dándose la vuelta bruscamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Andreas alarmado.

—¡Lady Chastity!

—¿Quién?

—¡La condesa viuda de Glassen! ¡Y su hijo, el conde actual! Ahí, junto a la iglesia.

Andreas miró con disimulo. —Ah, sí. —Puso mala cara, pero también se encogió de hombros con resignación—. Por cierto, recuerdo que lady Bridgerton quería que bailases con él. ¿Lo consiguió?

—Sí, claro que sí. Como bien sabes, nadie puede oponerse a sus designios —suspiró—. Creo que es un último intento desesperado de casarme.

Él arqueó una ceja, pero omitió el tema.

—¿Y qué hacen aquí?

Eloise trató de hacer memoria.  —Mientras bailábamos me dijo que iban a estar unos días en el campo, visitando a su tía. Supongo que lady Prudence vive por aquí cerca.

—Ah, es verdad, algo comentaron lady Bridgerton y lady Dangbury en sus continuos intentos de apartarte de mí.

Ella chasqueó la lengua contra los dientes. —También es mala suerte cruzarnos con ellos aquí, con lo grande que es la campiña inglesa. Ocupa casi toda la maldita Inglaterra.

Eso lo hizo sonreír. —Bueno, no importa. Creo que no nos han visto. Vamos a deslizarnos por...

—¡Señor Gysforth! ¡Señor Gysforth! —Se oyó, pronunciado con la voz chillona de lady Chastity—. ¡Oh, querido, qué ilusión, pero si es el señor Gysforth! ¿Y no es aquella la señorita Eloise Bridgerton?

—¡Oh, maldición! —La empujó hacia un grupito de mujeres locales que estaban discutiendo por unas frutas—. Que no te vea la cara. Sigue, métete por la calle y espera al otro lado. Iré en cuanto pueda.

Eloise se sintió mal por dejarlo allí, pero al fin y al cabo él era un hombre, y no lo despellejarían en un altar de rumores al rojo vivo.

Obedeció, caminó la distancia hasta la calle, la recorrió al completo y esperó al otro lado, cerca de donde dos hombres estaban empezando a cargar un carro de forraje.

Casi habían terminado cuando Andreas se reunió con ella.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó, nerviosa.

Él hizo una mueca de circunstancias. —Creo que he conseguido convencerlos de que no eras tú, sino otra, una mujer casada con la que tengo una aventura.

—¡Por Dios, Andreas! —Lo miró con horror—. ¿Qué has hecho? ¿Otra vez vas a asumir mis culpas?

—No creas que me importa. Solo por ver la cara que han puesto ha merecido la pena. Pero ¿ves? Por esto no quería que vinieras. Sí que son tus culpas, sí.

—No seas injusto. ¡Ha sido una casualidad! Lamentable, por cierto. ¿Cómo iba a imaginar que iba a encontrarme con conocidos en un lugar tan remoto? Que yo sepa, ni aparece en los mapas. ¿Y justo esta mañana? Cualquier otro día de nuestras vidas, esos dos no estarían ahí. Pero... ha tenido que ser hoy. Mi maldita suerte, está claro.

—Ay, Eloise... Como dijo Voltaire: «Lo que llamamos casualidad no es ni puede ser sino la causa ignorada de un efecto desconocido». —Ignoró el bufido que lanzó ella—. Y, a estas alturas, ya deberías saber que en la vida puede pasar cualquier cosa, y en cualquier momento, pero siempre hay una razón última para que ocurra.

Eloise frunció el ceño. —No sé si enfadarme más por la regañina o por la idea de que me consideras inapropiadamente mayor.

Andreas lanzó una carcajada. —Anda, vamos. Ya solucionaremos eso, si surgen problemas. Ahora tenemos otros más urgentes. —Señaló hacia las afueras del pueblo—. Por lo que me han dicho en el puesto de quesos, la herrería tiene que estar por ahí.

No se equivocaba. Encontraron el pequeño edificio de piedra y madera a las afueras de la zona, en un lugar despejado de árboles y cercano al río, justo en el lado opuesto al que quedaba Aubrey Hall. Cuando llegaron, había varios caballos en el exterior del edificio, del que salía el repiqueteo constante del metal al ser golpeado.

Su sonido fue lo que los guio hasta allí sin mayor problema. El viento había ido aumentando de intensidad en los últimos minutos, y, poco antes de llegar, el bosque se estremeció ante una ráfaga especialmente intensa. Andreas se detuvo en la última línea de árboles, antes de salir a terreno despejado, donde ya serían vistos desde la herrería. Miró a su alrededor muy concentrado.

—¿Qué ocurre? —preguntó Eloise.

—Nada, que creo que va a cambiar el tiempo, espero que no nos caiga una tormenta antes de llegar a casa.

Qué íntimo sonó aquel «a casa». Qué bien la hizo sentir. Pero de lo que habló fue de la tormenta.

—¿Llover? —El sol brillaba en un cielo azul sin mácula—. ¿Tú crees?

—Sí. Mira. Eso tiene muy mala pinta. —Señaló hacia el norte. Allí, en los límites del horizonte, se estaban asomando gruesas nubes de un gris sucio y amedrentador. Eloise las miró sorprendida. Minutos antes no estaban. ¿De dónde habían salido? Las estaba trayendo el viento, claro—. Por eso, lo mejor es solventar esto cuanto antes. —La miró de reojo—. ¿Seguimos con el plan de los Fanning?

—Sí, desde luego. —No tenía sentido dejarlo solo porque quizá la hubieran reconocido. Dudaba de que la soberbia lady Chastity o el tonto pagado de sí mismo de su hijo compartieran más que un par de palabras con los lugareños, y eso solo si tenían que darles alguna orden—. Ahora que has aprendido a tutearme, sería una pena no llevarlo a cabo.

Él rio, aunque dejó de hacerlo al verla temblar.

—¿Tienes frío?

—Un poco... Es el viento, resulta molesto, y diría que va bajando la temperatura.

—Sí, eso me temo. Toma. —Se quitó el abrigo y se lo pasó—. Insisto —dijo, al ver que iba a protestar—. Mi chaqueta ya es lo bastante recia, no lo necesito. —Hizo amago de avanzar, pero, en el último momento, la tomó de la mano y la miró a los ojos. Eloise se sobresaltó—. Vamos allá, Florie.

Ella sonrió apenas, no fue capaz de decir nada. No tenía sentido hablarle de la emoción intensa que la había embargado al sentir el calor que guardaba su abrigo, o el chispazo que había experimentado con el contacto de su mano, aquella conmoción electrizante que había recorrido todo su cuerpo.

¿Qué le pasaba con Andreas Gysforth? ¿Por qué, cuando estaba a su lado, no dejaba de sentirse ligera como una pluma, casi feliz, diría? Y era plenamente consciente de que, en cualquier otro caso, hubiese preferido quedarse en Aubrey Hall revisando los textos de su viejo escritorio, retocando o escribiendo otros, pero había querido seguir con él, hacer aquella salida y montar la parodia del matrimonio Fanning.

¿Cuándo empezó todo? ¿En Brooks's? ¿Tras su llegada a Aubrey Hall? No, en realidad, la semilla de aquel sentimiento había estado desde el principio, cuando lo conoció en la fiesta de los duques de Kent. Ni allí, en medio de la trifulca que tuvieron, pudo negarse que lo encontraba muy atractivo y que admiraba su estilo a la hora de escribir, pese a las tonterías a las que lo dedicaba. Ahora, que ya sabía las razones de semejantes artículos, su reconocimiento era mayor todavía.

El herrero estaba trabajando bajo un techado de piedra construido con el apoyo de su casa, en un lateral. Era grande, fuerte y barbudo, tal como cualquiera hubiese imaginado golpeaba una herradura en un yunque, con una parsimonia que hacía pensar en fuerza, pero también en control. Eloise estuvo segura de que aquel hombre llevaba toda una vida haciendo exactamente eso, y que podía seguir haciéndolo mientras existieran bosque, río y mundo.

El viento avivaba por momentos el fuego de la forja y hacía bailar las chispas. Sentado en un tocón de árbol convertido en banqueta, un muchacho menudo engrasaba con aire aburrido una silla de montar que mantenía afirmada sobre una rodilla.

—Buenos días —dijo Andreas, en tono alegre. El herrero inclinó la cabeza y masculló lo que podía ser un saludo en respuesta. Andreas no se mostró impresionado—. Venimos de parte de lord Bridgerton. Estamos buscando a Todd.

—¡Soy yo! —replicó el muchacho, poniéndose en pie. Era poco más alto que un niño de doce años, aunque seguro que tenía ya los veinte, si no más.

Su rostro se había iluminado por el entusiasmo, justo al contrario del de su padre, que por fin dijo algo inteligible:

—El chico tiene labores.

—Eh, sí, comprendo. Pero tengo que enviar una carta para lord Bridgerton, en Londres. Es muy urgente. Él me habló de Todd y me dijo que, para mandarle mensajes, era lo más fiable.

—Puedo ir —afirmó el mencionado, con una sonrisa—. Padre, hoy apenas tengo tareas, y estaré de vuelta esta misma noche, para la cena.

—No podrás. Va a llover. Mucho. No deberías cabalgar a esa velocidad con lluvia, y menos en la oscuridad.

—Tendré cuidado, no se preocupe. Aunque... si lo veo mal volveré por la mañana. —El herrero no hizo señal alguna de haber oído eso. El chico tampoco pareció preocupado por ello—. Me llevo a Reina.

—¿Está bien herrada?

—Sí, señor. Puede comprobarlo si quiere mientras me organizo. Vengan por aquí —les dijo a ellos, tras escuchar un nuevo gruñido incomprensible de su padre. Los apartó del yunque, que no tardó en volver a repiquetear—. A mi padre no le gustan las tormentas, ni que cabalgue tan rápido ni que me aleje del pueblo, pero nunca se opone, y menos cuando es por lord Bridgerton. El vizconde siempre nos ha ayudado mucho. ¿Tiene ya escrito el mensaje?

—Sí, sí, por supuesto. —Andreas pareció recordar repentinamente la carta. La buscó en su chaqueta y se la entregó—. ¿Conoces Londres?

—Sí, señor. Tengo que ir a Bridgerton House, ¿no?

—Exacto.

—Así lo haré. —Empezó a colocar los pertrechos al caballo—. Partiré de inmediato. Mi padre tiene razón, va a ponerse a llover, para el almuerzo como muy tarde. Ustedes deberían volver a Aubrey Hall cuanto antes. Va a caer mucha agua, y será una noche difícil. Como le he dicho a él, si lo veo muy mal, me quedaré en Londres y vendré de madrugada. Pasaré por allí a darles la respuesta que sea.

—Muy bien —aceptó Andreas. Eloise se despidió con una sonrisa.

Todd tenía razón. Ni siquiera hubo que esperar a la hora del almuerzo. Ya de vuelta hacia Aubrey Hall empezó a caer la lluvia, primero algo suave, pero que no tardó en convertirse en una cortina más densa y persistente. Eran gotas gruesas y pesadas, que golpeaban el mundo con contundencia.

—¡Vamos, aprisa! —le dijo Andreas—. Cada vez hace más frío. ¡Si nos empapamos podemos pillar una pulmonía!

—¡Pues corre! —exclamó ella, iniciando la carrera—. ¡Sígueme!

—¡Tramposa! —Le oyó gritar, y Eloise se echó a reír.

Estaba exultante. ¿Por la tormenta? Seguro que sí, al menos en buena parte. La lluvia la empapaba y el aire vibraba a su alrededor, como cargado de electricidad. Había algo en él que la hacía sentir muy viva, muy consciente de cada detalle. Pero también sentía el corazón ligero por el mundo bello que la rodeaba, por estar con Andreas Gysforth, por tener ese tiempo para ellos solos, sin nadie más.

La carta para Anthony ya había partido. No tardaría en finalizar aquel asunto, haciendo innecesario el esconderse, el vivir en aquel espacio suspendido en el tiempo, y en algún momento tendría que admitir que no quería que eso ocurriese. Pero sería más tarde, mucho más tarde, en alguna otra oportunidad, cuando dejara de ser Florie y volviera a ocupar el incómodo puesto de la señorita Bridgerton.

En ese instante, solo corría bajo la tormenta perseguida por el hombre que le tenía arrebatado el corazón. Todo era perfecto. Lanzó gritos al sentirlo próximo, dando bandazos por la espesura empapada. Por suerte, era rápida y consiguió esquivarlo lo bastante como para llegar a las ruinas de una granja en la que había jugado con sus hermanos de pequeña.

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