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彡🕯️EP. 10

⇢ ˗ˏˋ 🪞┋CAPÍTULO DÍEZ ⊹.˚
« espejos del tiempo »

AQUELLA PRIMERA MAÑANA, Gysforth hizo unos huevos revueltos condimentados con hierbas que no podían sentirse más suaves y sabrosos en el paladar, y durante el resto de la jornada tuvo más de una oportunidad de demostrar que no mentía: sabía cocinar, y muy bien.

Solo salieron al atardecer, antes del té, para dar un largo paseo; el resto del tiempo lo pasaron entre la despensa y la cocina, preparando diversos platos. Se veía que a Gysforth le gustaba mucho cocinar, y Eloise se sorprendió a sí misma al descubrir cuánto disfrutaba ayudando como pinche, y hasta aprendió a hacer algunas recetas sencillas con las que pensaba asombrar algún día a sus cuñadas y a sus hermanas. ¡Incluso a Anthony, a Benedict y a Colin!

Al anochecer, mientras fregaban los platos, Eloise no pudo por menos que admitir que había sido un día estupendo. Todos y cada uno de sus minutos permanecerían en su memoria como algo único, aunque de lo que más había disfrutado había sido de la maravillosa sobremesa tras la cena, en la que habían compartido unos vasos de whisky y una charla amena y divertida.

Jamás se había sentido así, y a cada hora que pasaba estaba más y más... feliz.

¿Feliz? ¿En serio?

¿Estando como estaba, escondida por puro miedo?

Pero cómo evitarlo. Estaba como atrapada en aquel espacio mágico, ajeno al tiempo, y con el señor Gysforth, un hombre inteligente, rápido, amable y sumamente culto. Tenían visiones de la vida similares, aunque, por supuesto, en muchos detalles diferían.

Pero incluso eso resultaba estupendo, porque daba gusto hablar con él de cualquier cosa. Al igual que Benedict, Gysforth siempre respetaba sus opiniones. Podían no estar de acuerdo, aunque eso era lo de menos, ambos disfrutaban del desafío mental de exponer las propias ideas y valorar las ajenas.

¡Qué maravilla de hombre! De no ser porque se tenía prohibido cualquier planteamiento romántico en la vida, hubiese dicho que encarnaba todos los valores de su pareja ideal, el compañero con el que le hubiese gustado pasar el resto de sus días. Pero, por supuesto, en cuanto la idea se hacía demasiado obsesiva, la apartaba de un plumazo. No quería permitir que se convirtiera en una realidad.

Si deseaba escribir como y cuando quisiera, necesitaba seguir soltera, ser independiente. No podía entregar a nadie la opción de controlar cada segundo de su vida y de fiscalizar qué hacía o qué dejaba de hacer. Bastante tenía con su familia, lady Dangbury incluida; sospechaba que con un marido sería peor. Y siempre había contado con su futuro como solterona, para hacer cuanto quisiera.

No, no se complicaría así la vida. Quizá John Hendrix no lograra sobrevivir a lo sucedido, pero ella sí, sí que lo haría, y crearía otro alias algún día, otro nombre con el que seguiría escribiendo y al que cuidaría mejor de lo que había sabido cuidar este. Ahora tenía la experiencia y conocía bien la frustración de las consecuencias. Aunque, a decir verdad, muy frustrada no se sentía. Era... feliz.

¿Feliz? ¿Otra vez? ¿En serio?

Sí, en serio. Daba igual cuánto se lo recriminara. Allí estaba, fregando platos, y tan contenta.

—¿Cómo es que empezó a cocinar? —le preguntó, curiosa.

Gysforth rio entre dientes. —Por pura necesidad. En Nueva York, durante mi época de estudiante, era aprender a cocinar en condiciones o morirse de hambre. Vivía solo en un cuartucho y contaba con el dinero justo para sobrevivir. Además, tuve la suerte de que la hermana de uno de mis compañeros fuera cocinera en un restaurante cercano a la universidad. —Sonrió pensativo, contemplando el agua cubierta de jabón en la que restregaba la última olla casi como si pudiera ver en ella aquellos tiempos pasados—. Era una muchacha maravillosa, tuvo mucha paciencia conmigo.

Tal como lo dijo, Eloise intuyó que aquella mujer y él habían mantenido alguna relación ajena a lo culinario, pero ninguno de los dos se extendió en el tema. Él, porque seguro que pensaba que era algo privado; ella, porque sintió una comezón desconocida y desagradable, y no quería darle mayor vuelta al asunto.

No, no debía dejarse llevar.

Gysforth y ella estaban intimando mucho y rápido, algo normal en sus circunstancias, pero peligroso. En esa pequeña burbuja en la que vivían, podían confundir las cosas.
Por eso, hasta sintió algo de alivio cuando se separaron para retirarse a sus dormitorios, situados en extremos casi opuestos de la casita.

Bueno, ella se retiró. Como la noche anterior, Gysforth salió con la excusa de estirar las piernas, aunque Eloise estaba convencida de que intentaba asegurarse de que no había nadie merodeando por allí. Tampoco le dijo nada esa vez, pero saber que estaba alerta la tranquilizaba y le provocaba una emoción diferente, profunda.

Se durmió, feliz y tranquila, arrullada por el sonido de sus pasos.

El segundo día, después de desayunar, cuando Eloise se sentó en un banquito cercano a la losa dorada para leer un rato, Gysforth se acercó para invitarla a dar un paseo en barca. Llevaba una cesta en la mano. Ella arqueó una ceja.

—¿En barca?

—Sí. Hay una en la caseta del muelle. Le he echado un vistazo y está muy bien cuidada. —Eloise no pudo reprimir una sonrisa—. Hace mucho que no remo, desde la universidad, pero sería divertido. He hecho limonada y unos emparedados, podríamos comerlos en algún sitio, río arriba o abajo, como más le guste.

—Qué... Qué plan encantador. —Se levantó—. Muy bien, vamos. Pero le advierto que es una barca peligrosa.

—¿Peligrosa? No me lo ha parecido. Parece bien firme.

Ella no dijo nada. Más tarde, lo observó mientras cogía los remos con evidente soltura y enfilaba la barca hacia el centro del río. Hacía una mañana maravillosa, con un cielo muy azul y un sol resplandeciente. Ruth suspiró con deleite. Siempre había adorado la primavera y, en esos momentos, no imaginaba poder sentirse más en paz o más feliz.

—Desde aquí, la casa es más hermosa todavía. —Le oyó decir.

—Sí. Es cierto —asintió, pasando la mirada por el paisaje de la orilla—. Sophie, mi cuñada, siempre dice que parece una casita de los elfos. A mí me encanta. Vengo poco, pero me encanta.

—¿Y por qué viene poco?

Ella dudó. —Supongo que porque, como ya le dije, sigo dolida. Por culpa de mi abuelo no me traían y ahora es una propiedad más de cuantas tiene mi hermano. —Se encogió de hombros—. Por eso, siempre he tenido la sensación de no pertenecer a este sitio. Que, de algún modo, siempre estoy a la sombra de Anthony. Una eterna invitada.

—Lo siento mucho. —Ella asintió—. Quizá debería hablar de todo eso con su hermano. Seguro que podría confortarla.

Eloise contempló los destellos del sol sobre la superficie del agua. —Sí, quizá lo haga. Y quizá algún día me quede por fin a vivir aquí, escondida por siempre. Mandaré los artículos por correo y pasearé con mis perros.

Él sonrió y agitó la cabeza. —No es mala idea. Sobre todo porque, si se queda aquí, tendrá que escribir ficción o dedicarse a hablar... no sé, de la naturaleza. Los peces del río, los pájaros, los tipos de árboles... Temas poco peligrosos, sin correteos por Whitechapel. —Ella bufó—. Nadie intentará matarla por ello. Aunque creo que lo echará tanto de menos que durará poco aquí.

—Ja. Muy gracioso. —Contempló el río unos minutos—. Pero puede que tenga razón. Quizá es verdad que esa sensación de peligro es... adictiva.

Él la miró con afecto. —Está usted loca. Espero que con esto haya terminado todo.

—¿Me está preguntando si dejaré descansar a Hendrix?

—Sí, me gustaría saber qué planes tiene al respecto.

Eloise todavía se sentía irritada por aquello, pero trató de disimular. Se encogió de hombros.

—Lo cierto es que aún no sé cómo solucionar lo de que se haya atribuido mi personaje. Pero lo que sí sé es que no voy a dejar de escribir, señor Gysforth. Con ese nombre o con otro. No voy a permitir que el mundo que me ha tocado en suerte me imponga una existencia que no deseo. No voy a ser una mujer sin opinión, incluso sin mente, con la única meta de hacer cómoda la vida de algún hombre. No voy a ser una dama decorativa cuya única preocupación sea alardear del rango de su esposo o de vestidos nuevos en las fiestas. Mi meta no será la de tener hijos y buscar para ellos el matrimonio más ventajoso posible. Me niego a ello.

Zack se mostró pensativo unos segundos. —No, yo tampoco quiero eso.

—¿No quiere ser una dama decorativa?

Él se echó a reír. —En mi caso, un caballero decorativo, supongo. Aunque le aseguro que, si alguna vez tengo hijos, trataré de que todos ellos consigan casarse por amor.

—¿En serio? —Lo miró con simpatía—. ¿No le parece superficial y egoísta, regirse por el corazón en vez de por la conveniencia de la familia?

—Desde luego que no.

Eloise sonrió. —Mi padre, Edmund, opinaba igual. Siempre nos ha animado a todos a casarnos por amor.

—Es un hombre inteligente. La prueba está en que eligió a lady Bridgerton.

Ella asintió con aprobación y clavó su mirada una vez más en el paisaje, admirando la vista reflejándose en el caudal de agua limpia.

—¿De verdad quiere que nos tuteemos? —preguntó de pronto él. ¿Se había ruborizado? Eloise lo miró sorprendida—. Para hacer del matrimonio... lo siento, no recuerdo el apellido.

—Fanning. Harold y Florence Fanning.

—Eso. Es todo muy poco...

—Convencional. Es el término que busca.

—Cierto, sí. Lo es. —Siguió remando unos segundos en silencio antes de continuar—: Pero trataré de participar en su pequeña triquiñuela. Eso, si no consigo convencerla de que se quede en casa, que sería lo más sensato.

Eloise sonrió. No pensaba perderse aquella salida por nada del mundo.

—Pocas veces he sido sensata en la vida, mi querido Harold.

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