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彡🕯️EP. 1

⇢ ˗ˏˋ 🪞┋CAPÍTULO UNO ⊹.˚
« el misterio de la carta »

TODO EL MUNDO DECÍA que Eloise Bridgerton, tenía unos ojos maravillosos. Rodeados de larguísimas pestañas oscuras, eran grandes y bonitos, ligeramente rasgados en los extremos. Su color también llamaba la atención, puesto que eran como el cielo en un día despejado, un azul claro y sereno que recordaba al océano en calma. A veces brillaban como zafiros radiantes, otras veces parecían reflejar la suavidad del algodón disperso en el horizonte.

Según se rumoreaba, habían encandilado a más de un caballero en sus muchas temporadas vividas, aunque ella no había prestado atención a ninguno. Pero lo más llamativo de aquellos ojos soberbios era el modo en que lograba girarlos en sus cuencas, cuando se sentía molesta o desconcertada.

Uno de esos momentos como el que estaba viviendo.

—¿Cómo que no puedes asistir a la entrega de premios? —preguntó a George, secretario personal de su hermano mayor, el vizconde Bridgerton, y su aliado más leal en los últimos años.

Una de sus dondellas, Katya, también lo era, desde que descubrió sus andanzas y la amenazó con avisar a su hermano Anthony si no la llevaba en sus salidas. Desde entonces, se había convertido en su sombra y no se despegaba de ella.

Katya lo hacía a regañadientes, porque no le quedaba otro remedio. Pero George, muy por el contrario, la ayudaba porque pensaba, por completo, que era una injusticia que una mujer no pudiera escribir de un modo profesional en un periódico, si así lo deseaba. Y Eloise lo agradecía y lo quería por ello.

Todo el mundo pensaba que George y ella tenían un asunto amoroso, algo clandestino que ninguno de los dos se había molestado en aclarar. A Eloise le divertía enormemente la situación, pero no se reía con ello ni sacaba el tema si podía evitarlo, porque sabía que George se sentía muy preocupado por las posibles consecuencias. Perder su empleo como secretario de Anthony o ser vituperado por sus demás hermanos eran sus dos mayores terrores. Pero era un hombre maravilloso y se mantenía firme en su promesa de ayudarla.

Al menos hasta esa noche.

—¡George! —siguió Eloise—. ¡No puedes fallarnos! ¡Sir Arian ya te consiguió la documentación falsa! ¡Y todo el mundo espera la presencia de John Hendrix!

«John Hendrix» era el nombre seudónimo bajo el que escribía Eloise, que contaba con dos grandes maldiciones, a falta de una: ser mujer y ser hermana del vizconde Bridgerton, cabeza de una de las familias mejor posicionadas en el escaño social.

La primera quizá pudiera solventarse con el seudónimo masculino, pero sin tener que ocultarse. Sería una curiosidad en su entorno social, el centro de los chismorreos, y ya podría olvidarse de cualquier boda del gusto de lady Bridgerton, su madre, que llevaba años, temporada tras temporada, esforzándose por concertarle un buen matrimonio.

Solo pensar en la cara que pondría se le helaba la sangre en las venas. Soportar su filípica sería, sin duda, una experiencia aterradora. La segunda maldición sí que no tenía remedio. Si admitía su identidad ante cualquier editor, si publicaba sus investigaciones y opiniones de cara al público, de inmediato empezarían a utilizarla para apoyar o para atacar a su hermano Anthony, uno de los lores más importantes de su época y miembro muy activo del Parlamento.

Todo comentario que hiciese, sobre cualquier tema y en cualquier sentido, sería visto con lupa, para ver qué podían sacar para hacer daño a Anthony. Ni loca permitiría algo así. No, no podía darse a conocer de ninguna manera. Pero no podía dejar de escribir artículos como el que había ganado el recién creado Premio de Prensa Hightower. 

Edmund Hightower había sido un periodista y editor que había dedicado toda su vida a la protección y expansión de la cultura, un pionero en todos los sentidos. Fue uno de los primeros empleados del primer periódico diario de Inglaterra y posiblemente del mundo, un joven reportero en los inicios de The Times, en 1785, y también había sido uno de los primeros en publicar los artículos sobre «Bajolondres» que Eloise había escrito bajo el nombre de Hendrix.

Aquella investigación, tomada a burla por muchos que la habían tildado de «fantasiosa» al principio, solo porque no sabían de lo que hablaban, había impresionado al viejo editor, que hizo que llevasen a George a su despacho, cuando se presentó para la segunda entrega.

—¿Es usted Hendrix? —le había preguntado sin rodeos. Como George ya iba preparado, se había limitado a negar con la cabeza, sin perder el temple.

—No, señor. Y tampoco quiero decirle mi nombre real. Llámeme Roger. Solo tengo la misión de entregar los artículos.

Hightower había puesto mala cara.

—Quiero ver a Hendrix.

—Eso va a ser imposible. Comprenda que mi jefe es muy celoso de su identidad, por el riesgo que corre al investigar estos asuntos. Por eso, tengo órdenes de decirle que, si se niega a publicar, lo llevaremos a otro periódico. Seguro que usted, con su experiencia, lo entiende.

—Ah, demonios... —Hightower había leído un par de párrafos de la nueva entrega—. ¿Está loco? No puedo negarme a publicarlo. Mi olfato me dice que aquí hay algo grande, la mayor historia de toda mi carrera. Si no es usted Hendrix, dígale que tenga mucho cuidado. Dudo que lo dicho en estos artículos quede sin respuesta por parte del «Rey en la noche».

Como la entrevista parecía haber terminado, George se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo en el último momento.

—¿Cree usted que existe ese hombre?

—¿Quién? ¿El «Rey en la noche»? Sí. Sin duda. Y hasta apostaría por un nombre en concreto, de estar con nosotros el señor Hendrix. A usted solo le diré que pienso que es alguien con mucho poder. Pero no tanto como cree él.

—¿No tanto como cree? ¿A qué se refiere?

—Oh... —había vacilado, como buscando las palabras—. A que, en otros tiempos, hasta los más grandes imperios se tambaleaban y caían con facilidad. Ahora, el peso de la historia los ha dotado de mejores cimientos.

—No le entiendo.

—No importa. Además, son solo conjeturas, conclusiones que saco de cosas que escucho por ahí y detalles que veo. Soy viejo, mi joven amigo, y he sido periodista por más de treinta años. —Había agitado los papeles de Hendrix—. Aquí hay una gran historia. Espero que todos vivamos para verla publicada al completo.

Ese deseo no se había cumplido, pensó Eloise, con tristeza. Según había podido leerse en los titulares de los periódicos más prestigiosos, Hightower había sufrido un ataque, una apoplejía, en su casa de Pilgrim Street, dos semanas atrás. Su ama de llaves lo había encontrado muerto en el despacho, caído de bruces sobre los artículos que estaba revisando.

Una gran muerte para un editor, había dicho el obituario del The Times, y Eloise no podía estar más de acuerdo.

—Lo lamento, milady, no puedo ir —insistió George, devolviéndola a la realidad, al momento presente. Eloise parpadeó y por primera vez se dio cuenta de que estaba algo pálido. En realidad, bastante pálido, corrigió, con un tachón en su mente, al estilo de los que salpicaban sus borradores—. Mi padre ha muerto.

—¿Qué? —Ella se quedó con la boca abierta. Oyó el llamador de la puerta, pero no le hizo mayor caso. Pobre George. Qué poca consideración había mostrado, qué desconsiderada había sido... Cuando por fin pudo reaccionar se puso en pie y fue hacia él—. ¡Oh, Dios! Perdóname, perdóname, George. ¡Por supuesto que no puedes ir, perdona!

—No se preocupe, milady. Le juro que lamento mucho no poder ayudarla una vez más con esto, pero debo partir de inmediato para Portsmouth. Mi tía y mi hermana me necesitan. El funeral será en dos días.

—Por supuesto. Ojalá pudiera acompañarte y estar a tu lado en un momento como este.

Él abrió mucho los ojos. —Milady, nunca osaría...

—Bobadas. ¿Acaso crees que no eres lo bastante digno o algo así? Te recuerdo que tu padre salvó la vida de mi abuelo en Waterloo. Dos veces. —Aunque ella nunca se llevó bien con el «General», como solían llamar ella y sus hermanas a su difunto abuelo, no podía evitar sentirse agradecida. Hasta la Corona se lo recompensó con el título de baronet—. Y tú me has apoyado por completo en estos años, George. Sin ti, John Hendrix no existiría. Tú y yo somos sus padres. —El joven se ruborizó ante lo escandaloso de la idea, pero sonrió—. Por supuesto que hubiese querido estar contigo en el funeral. Eres mi amigo.

Lo abrazó. Notó su incomodidad, porque George no solo era tímido, era también muy respetuoso con las distancias sociales. Pero no le importó. Al contrario, apretó más todavía, intentando transmitirle todo su cariño. Poco a poco, sintió que iba cediendo, hasta que también la envolvió en sus brazos con fuerza.

—¿Interrumpimos algo? —Se oyó de pronto.

Eloise soltó a George de inmediato. Él hizo lo mismo y retrocedió estirándose la pechera de la chaqueta con gesto nervioso.

En el umbral de la puerta de la salita estaban su madre, y su vieja amiga, la imponente lady Danbury. Ambas los miraban con expresiones de absoluta censura.

—Por supuesto que no, lady Danbury —afirmó George, casi tartamudeando. Eloise frunció el ceño.

—En realidad, sí, y les rogaría que cambiasen de actitud de inmediato. Ha fallecido el padre de George.

Violet Bridgerton arqueó una ceja.—Oh. ¿Sir... eh... Robert? —Al menos acertó tras el titubeo, y la noticia hasta consiguió ablandar las líneas de su rostro. Miró con pena a George—. Lo lamento mucho, señor Markham, le doy mi más sentido pésame. Solo coincidí con su padre brevemente, hace años, cuando el nombramiento de baronet, pero fue un gran hombre y jamás olvidaré que salvó la vida de mi suegro.

—Dos veces —incidió de nuevo Eloise. ¿Por qué todo el mundo parecía olvidarlo? Ella lo consideraba un detalle bastante relevante.

Violet asintió. —Sí, eso tengo entendido. Lo lamento.

—Y yo, joven —se apuntó lady Danbury, como siempre.

—Gracias, miladies —replicó George, y la miró a ella—. Señorita Eloise, va a tener que disculparme. He dejado una nota en el escritorio de lord Bridgerton, explicando la situación, pero les agradecería que le informaran cuanto antes, por si tarda en verla. Debo partir de inmediato.

—No te preocupes, George —replicó ella con amabilidad—. Creo que Anthony estará esta noche en el baile. Se lo diré, por si todavía no la ha visto.

—Muchas gracias. Si me disculpan... —Se inclinó ante ellas, que cabecearon con elegancia, y se dirigió a la puerta. Eloise sintió uno de sus impulsos irrefrenables.

—¡Sir George! —lo llamó. Él se detuvo en seco y la miró con sorpresa—. Quería ser la primera en llamarte así. Ahora eres baronet.

George sonrió. —Gracias, milady.

—¡Cómo se te ocurre hacer eso, Eloise! —exclamó su madre, escandalizada, cuando se quedaron solas—. Sabes tan bien como yo que no es correcto usar el título antes del funeral de su padre.

—¡Oh, qué terrible error! —Eloise se llevó una mano a la mejilla—. Si ustedes no lo cuentan por ahí, yo tampoco lo haré.

Su madre apretó los labios. —Sabes que no me gusta eso que llamas sentido del humor, niña. En fin, ¿dónde están tus hermanas? ¿Están listas?

La respuesta habitual era «no». Eloise sí que solo necesitaba coger la capa. Estaba terminando de arreglarse cuando recibió el aviso de la llegada de George y había dado por concluido el tormento. Total, pensaba esconderse, como hacía siempre, ¿a qué perder más el tiempo con el recogido de rizos o la elección de joyas?

Pero sus hermanas seguían en el dormitorio de Daphne, discutiendo sobre lazos y adornos de cabello, algo en lo que podían malgastar varias eternidades, si se lo permitían. Su madre, lady Danbury y ella tuvieron que esperar todavía media hora antes de verlas bajar por la gran escalera de mármol de Bridgerton House.

Encantadoras, eso sí.

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