
⁷━𝐘𝐎𝐔 𝐊𝐍𝐎𝐖 𝐍𝐎𝐓𝐇𝐈𝐍𝐆
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CAPÍTULO SIETE
𝘕𝘰 𝘴𝘢𝘣𝘦𝘴 𝘯𝘢𝘥𝘢
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(POR FAVOR VOTA Y COMENTA)
EL SOL ACABABA de salir cuando se levantó de la cama y buscó a tientas las zapatillas. Evelyn Underfell empezó a vestirse todavía somnolienta, con la cabeza concentrada en el productivo día que se le venía encima. Era Sábado, y eso significaba que era día de empezar la habitual jornada de trabajo en la plaza. No era ningún misterio que la familia ya no necesitaba machacarse la espalda para salir adelante. De eso ya se encargaba su hija Mélode, que se había preocupado por cubrir las necesidades básicas de la familia desde su victoria en los Juegos. Pero su madre —terca como ella sola— se rehusaba utilizar las monedas de su hija por la humildad que se esforzaba por mantener.
No le gustaba la caridad. De padre mercader, a Evelyn le inculcaron el valor de ganarse la vida a como diera lugar. No existía recompensa sin dolor, sudor y lágrimas.
Apoyada sobre la cama de matrimonio, se abrochó las viejas botas de cuero desgastadas mientras su esposo descansaba arrebujado entre las sábanas. El pelo castaño —cada día menos notorio sobre la piel— estaba despeinado cuando Evelyn le plantó un beso en los labios. Su esposo emitió un ronroneo y rodó entre las mantas.
Bajó las escaleras con cuidado de no tropezarse y repasó su lista mental de tareas. Primero iría a la lonja como hacía todas las semanas para comprar marisco y verduras frescas. Con el transcurso de los años conocía a los proveedores, y Marlo —un viejo lobo de mar— se encargaba de darle las mejores piezas debido a la amistad que los unía desde hacía un lustro. Después seguiría la venta en la plaza, seguido de una interminable sesión de negocios y la posterior recogida de la carpa de los Unferfell. Por último, pero no por menos especial, estaba el viaje a la doma de su hija Mélode, en la aldea de los vencedores.
Habiendo transcurrido dos días desde la cosecha, el distrito retomaba la vieja rutina cotidiana de siempre. Trabajo, trabajo y más trabajo.
Para cuando salió de su doma —con el cielo apenas iluminado por las primeras luces del alba— solo unas pocas personas se dejaron ver por las calles. Trabajadores del puerto, comerciantes que levantaban las persianas de sus establecimientos y agentes de la paz; que no cesaban en patrullar las callejuelas ante el incremento de vandalismos y violencia que cernían al distrito. Evelyn Underfell fue saludando a todos los rostros conocidos que se encontraba, incluyendo al de algunos agentes que le devolvieron los saludos y le entregaron una sonrisa, borrando del semblante cualquier rastro de arrugas o muecas de cansancio.
Antes de su llegada a la lonja —un camino al que llegaba a base de atajos—atravesó el callejón que daba a la estación y observó los camiones que los agentes de la paz conducían repletos de cargas y alimentos.
Por lo general el tren solía arribar al distrito al principio de cada mes, importando materiales de otros distritos que los mozos de carga transportaban en los camiones para su posterior comercialización. La mitad de todos aquellos suministros solían ir a parar al mercado instaurado en la plaza, donde los tenderos compraban y después lo vendían por el doble de precio; el resto lo almacenaban en un sótano en el Edificio de justicia.
Los productos más caros —artículos de lujo del uno o carne y carbón de los distritos de la periferia— se reservaban exclusivamente para unos pocos privilegiados, entre los que se encontraban las familias adineradas, funcionarios del distrito o los agentes de la paz.
Pese a ello siempre había algún contrabandista en el mercado negro que ajustaba los precios para la gente común y corriente. Evelyn solía comprar allí ropas y telas venidas del ocho, todas a un precio asequible y generoso. Por desgracia, o por suerte —depende de como se mirase— la ubicación del lugar se guardaba con mucho cuidado y sólo unos pocos afortunados sabían de su existencia. Consistía en un pequeño mercado escondido casi a las afueras del centro, en una vieja sección llena de fábricas abandonadas cercanas al puerto.
Marlo la esperaba junto al muelle uno con varias cajas de pescado, fruta y verdura fresca. Resoplaba un poco, pero al verla ensanchó los labios y la abrazó amistosamente. Era un hombre regordete, con la nariz achaparrada y el pecho peludo tostado por las continuas horas bajo el Sol.
—¡Ah, empezaba a impacientarme! Lo prometido es deuda, corazón, aquí tienes el cargamento y a mis dos chavales para ayudarte con el traslado —se giró la Sanna* que llevaba sobre la cabeza y señaló con su mondadientes a los dos jóvenes que le acompañaban; sus hijos Delph y Nemo.
Evelyn le restó importancia, alegando que solo le bastaría una carretilla para llevarse las cajas. Marlo se encogió de hombros —y aunque insistió en ayudarla llevándola en su furgoneta—la señora Underfell se volvió a negar en rotundo. Le echó un vistazo al marisco y plasmó una sonrisa burlona.
—Espero que este marisco sea de calidad —le espetó con los ojos entrecerrados.
Marlo carcajeó con la barriga sobresaliéndole de la camisa.
—¡El mejor marisco que puedas encontrar! Siempre me porto bien con mis mejores clientes. Parece mentira que me conozcas.
—¡Por eso mismo te lo digo, grandullón! No me fio ni un pelo de esa cabeza hueca que tienes.
Los dos compartieron risas y sellaron el intercambio con un apretón de manos y una bolsa con monedas.
—Ten mucho cuidado, últimamente estos dichosos agentes de la paz quieren pasarse de listos y han incautado a algunos nada más salir. Ándate con ojo, no estamos como para desperdiciar material. ¡Me alegro de verte!
—Lo mismo te digo. ¡Saludos a tu mujer!
El Sol brillaba despiadado en lo más alto del cielo cuando llegó a la plaza, dibujando ondulaciones de calor alrededor de las primeras carpas desplegadas, y llenando el ambiente del lugar con un asfixiante sofoco.
Los comerciantes acababan de levantar los tenderetes y desplegar sus tiendas. Sacando a relucir el nuevo cargamento semanal y alzando la voz para atraer a la primera clientela de la mañana. Evelyn llegó a la plaza con la camisa pegada por el sudor, así que compró un poco de agua fría y se unió a la jadeante muchedumbre.
Los olores y el bullicio empezaron a hacerse más notorios conforme la plaza se fue llenando con el movimiento de la mañana. Allí uno podría encontrar de todo; desde las exóticas especias de los distritos nueve y once, hasta ganado proveniente del diez, exquisitas piezas de cerámicas del uno y todo tipo de papel del siete. A veces, cuando los trenes venían con el doble de provisiones, la plaza entera se llenaba con interminables filas de puestos, tiendas y carpas.
En el mercado todos la conocían.
Evelyn Underfell era una mujer de negocios, una amante del comercio que disfrutaba regateando con los tenderos por los productos que ofrecían. El mérito había sido de su padre, que la introdujo al mundo del comercio siendo una cría y le heredó el humilde negocio familiar a su muerte.
Su fama —dejando de lado la importancia de ser madre de una Vencedora— fue creciendo con popularidad en los últimos años. Había quienes la llamaban "Evelyn la negociadora" y otros como "La mujer de los negocios" y al final, incluso ella misma hizo suyos sus apodos.
Los últimos años intentó que su hija Mélode siguiera con la vieja tradición —sobretodo porque a ella empezaba a pasarle factura la edad— pero su primogénita nunca mostró interés en ello. Fue su hermana pequeña Margaret, la que mostró un poco más de iniciativa y le prestaba ayuda en el mostrador de vez en cuando, poniendo consigo todo el empeño.
Evelyn sabía sin lugar a dudas quién de las dos había salido a quien de entre ella y su marido. Margaret era igual de testaruda, cabezota y competitiva que ella misma. Terminó sacudiendo la cabeza para deshacerse de sus pensamientos, y se fue abriéndose camino con saludos y exclamaciones locuaces:
—¡Me alegro de verte, estás maravillosa!
—¡A mí no me engañas, eso es una peluca!
—¡Si lo ves, dile que la próxima vez le voy a dar un buen sopapo!
No pudo evitar detenerse en algunos tenderetes para observar telas, artículos decorativos o piezas de orfebrería. Compró un poco de todo —la tentación fue irresistible — y acudió hasta el espacio reservado para la carpa de los Underfell sin más preámbulos. En la lejanía, pudo reconocer las hebras rojizas del cabello de su hija ondeando en el aire. El inconfundible sello de las mujeres de su familia.
Margaret hizo un intercambio de monedas con una mujer de pelo canoso y dirigió sus orbes azules hacía ella. Amagó con salir por la tabla y acudir en su ayuda, pero Evelyn le indicó con un gesto de mano que no hacía falta.
—Madre —la llamó.
—¿He llegado muy tarde?
Su secundogénita no supo bien qué responder, pero terminó negando con la cabeza.
—Apenas son las nueve. Es sabido por todos que hasta las diez no vienen ni las gaviotas —rio en voz baja, agarrando las cajas una por una y dejándolas sobre el mostrador.
Desempaquetaron con avidez y extendieron las bandejas con el marisco, la fruta y las verduras a lo largo del mostrador; colocándolas con sumo cuidado y esparciendo todo el contenido en las tablas metálicas. Los clientes no tardaron mucho en acudir en masa bajo los pliegues de la tienda.
La carpa de los Underfell era famosa —y una de las más reconocidas— debido al gran extenso cartel de artículos con el que contaban; razón por la cual se habían convertido en uno de los puestos que más ganancias recaudaban. Todo se debía a la amplia gama de objetos decorativos con la que Evelyn negociaba a diario. Algunos objetos provenían del Capitolio y era traídos por Mélode durante sus visitas a la Capital —nunca entraba en detalles, pero todos suponían que el motivo era mucho más oscuro de lo que ella admitía— y el resto de piezas fabricados artesanalmente entre las hábiles manos de su señora madre y las suyas.
Siempre trabajaba duro confeccionando conchas y caracolas para crear collares, cuadros y otras baratijas. Donovan —el coordinador jefe de eventos— quedó muy satisfecho con la iniciativa, y las recomendó expresamente a los compradores con los bolsillos más generosos.
Pero el éxito de algunos constaba del fracaso de otros, lo que generó que al menos un pequeño sector de los mercaderes sintieran recelo de ellas. Un recelo que se pagaba a un precio muy alto, casi peligroso.
Y de esta misma manera, llegó el primer pájaro carroñero de la mañana.
—¡Oh, Evelyn! ¿Qué tal? ¿Iniciando otra productiva venta por lo que veo, no?
La señora Underfell arrugó el entrecejo y observó el semblante burlón de Cheryl Dolan. Su archi competidora y más acérrima enemistad. La mujer se cruzó de brazos batiendo sus espesas pestañas negras e inspeccionó con aburrimiento la mercancía.
—¿Vas a comprar algo, Cheryl? ¿O has venido sólo para tocar los mejillones?
La mujer exageró una mueca de desconcierto y se colocó una mano en el pecho, fingiendo sentirse ofendida.
—¡Pero Evelyn! ¿A qué viene esa grosería? Cualquiera diría que no me soportas —sonrió.
De hecho no la soportaba. Casi nadie lo hacía porque era una insufrible de la cabeza a los pies. Siempre aguardando la mas mínima oportunidad para salirse con la suya.
Conforme los clientes fueron llegando, se hizo a un lado para permitirles el paso pero sin borrar del semblante la burla y la envidia. La señora Underfell decidió ignorarla y apartó la mirada mientras atendía a unos compradores. Ante la negativa de la contraria, a Cheryl no le quedó más remedio que aproximarse hacia el pescado del mostrador y taparse la nariz para expresar la repulsión que sintió.
Volvió a hablar, rezumando veneno.
—Quería comprar algo para cenar esta noche, pero está lubina no me convence del todo. Tiene mal aspecto. ¿Es fresca o la cogiste del agua así? —esbozó una mueca aprensiva.
Evelyn terminó resoplando exasperada.
—Mis disculpas ante todo, señora Dolan. Si no le gusta lo que vendemos será mejor que se marche. Hay más clientes esperando y está obstaculizando la entrada —le pidió en un tono más cordial su hija.
Evelyn trató de disfrutar de la sonrisa torcida que manifestó su rostro. La mujer se encogió de hombros y dirigió su mirada al suelo, decepcionada.
—Sí, será mejor que me vaya. No soporto el olor a pescado podrido. ¡Mucha suerte con las ventas de hoy, vais a necesitarla! —canturreó.
La señora Underfell hizo todo el acoplo de fuerza que pudo reunir para no salir detrás suya y golpearla. En su lugar, agarró el hacha de cocina y se focalizó en liberar toda la furia cortando una lubina en filetes, ganándose algunas miradas de pánico.
—Madre, no le hagas caso. Solo intenta provocarnos —adujo su hija, rotunda.
Pese a ello, Evelyn trató de deshacerse de sus pensamientos y abandonar la idea del asesinato. Corrió para seguir atendiendo a una anciana de pelo ensortijado mientras se imaginaba a Cheryl Dolan siendo troceada y convertida en palitos de merluza.
El resto del día las ventas fueron como la sal, aunque siguió haciendo un calor bochornoso. Los agentes de la paz como siempre fueron los mejores clientes. Algunos patrullaban el mercado con la excusa de la vigilancia: paseaban por los diversos tenderetes, mantenían discretas conversaciones con los tenderos y se refrescaban con bolsas de hielos —sus uniformes los hacían sudar en exceso. Pagaban el doble de bien y la mayoría se esforzaba por ser educados y amables.
En general, el ambiente del mercado —aunque pesado y agobiante— brillaba por la cordialidad y los buenos ánimos.
Su habitual mejor compradora era una joven chica que se unió a los agentes el pasado Verano. Su nombre era Diana y aunque joven —no aparentaba más de veinticinco— era una mujer de armas tomar. Mantenía el pelo negro a la altura del hombro y sus manos acariciaban la escasa orfebrería marina que Evelyn mostraba a la disposición.
En tanto Margaret atendía a otros clientes, la señora Underfell se deslizó frente a ella con una sonrisa pegada a los labios. Apoyó los codos sobre la tabla y se inclinó para agasajarla.
—Ese colgante en especial es muy bonito. Simboliza la fuerza y el coraje —señaló al colgante con punta de tridente.
La agente de la paz levantó la mirada y le hizo entrega de una diminuta sonrisa.
—Hoy no he venido a comprar, señora Underfell, pero me preguntaba si podría guardarme este collar para otra ocasión en que si pueda pagarle. Ayer perdí la mitad del sueldo apostando al poker, una larga historia—se lamentó, avergonzada.
Los orbes de Evelyn brillaron con un aura festiva.
—¡Bobadas, por ser tú puedes quedártelo! Siempre se puede hacer la lista gorda, no te preocupes.
La mujer le hizo entrega de una sonrisa cortés y relajó el rostro.
—¡Ay! Es usted demasiado amable, muchas gracias —se limitó a responder con amabilidad.
Evelyn le proporcionó una pequeña bolsa de plástico donde guardarla y se lo entregó. En el último instante no pudo evitar percatarse de la mirada que otro agente de la paz le dedicó a la chica.
—¿Sabes? Creo que te ha salido un admirador, ese muchacho no te quita la vista de encima.
Focalizaron su atención en un hombre más o menos de su misma edad que estaba a varios metros bajo el sol abrasador. Tenía el pelo negro, los ojos verdes y una belleza envidiable. El sonrojo invadió las mejillas de Diana, que guardó con torpeza la bolsita en un bolsillo.
—¡No diga tonterías, señora Underfell! No se nos permite entablar relaciones o tener hijos mientras operamos en el cuerpo —se atropelló con sus palabras, nerviosa.
Evelyn ahogó una carcajada y chasqueó la lengua en un gesto burlón.
—Por supuesto, entiendo.
La mujer hizo un gesto amistoso como despedida y se alejó portando la bolsita con la vista al frente, tratando por todos los medios de no volver la vista hacia al mencionado.
—Que tenga un gran día, señora Underfell.
Con el ocaso del atardecer, el Sol se posicionó bajo el horizonte tiñendo el cielo con una paleta rosada de tonos. Las últimas carpas y puestos cerraron y los comerciantes recogieron sus pertenencias entre suspiros pesarosos.
Evelyn había insistido en quedarse para terminar de recoger, pero su hija Margaret —en compañía de su novio— le instaron a que se marchara. Lo cierto era que estaba tan cansada que apenas tuvo fuerzas para negarse, así que los despidió y puso rumbo a la aldea de los vencedores.
Entre las manos llevaba el regalo de cumpleaños de Mélode, una preciosa cajita de música artesanal que sujetaba con mucha delicadeza. No sabía bien que día volvería su hija de los juegos —esperaba que lo hiciera más animada— pero en apenas unos días sería su cumpleaños. Esperaba el día de su regreso ansiosa.
Veintidós años. Su hija ya era toda una mujer.
La idea de la caja de música se la dio su madre y su hermana. En primera instancia pensó en regalarle un cuadro o un presente más conmemorativo, pero su madre —vieja pero sabia— alegó que aquello era una gran tontería.
—Cuando yo cumplí los veintidós tu padre me regaló una adorable cajita de música, ¡dichoso sea! Es sabido por todos que la música espanta las malas energias. Hazme caso, niña. Soy vieja y sé de lo que hablo —articuló con su voz quejumbrosa.
Su hermana secundó su respuesta:
—No intentes discutir con mamá, es una lucha perdida. ¿Qué tal si pruebas a hacerle caso? Seguro que a Mélode le hará ilusión.
Pero fue su sobrina Annie la que ayudó más:
—¡Yo creo que es un regalo perfecto, tía Evelyn! Me apuesto las caracolas a que le gustará un montón.
Así que ahí estaba, portando un souvenir para su hija. Le avergonzaba el hecho de no haber sabido que comprarle, teniendo en cuenta que estábamos hablando de su primogénita y su más preciada hija. Solo esperaba haber acertado con el regalo; no era muy buena haciéndolos.
Evelyn atravesó el umbral de la entrada —que estaba vacío— y se internó entre los jardines de la aldea sumergida entre sus inquietudes. Subió los escalones que daban al porche de la casa y agarró la llave que su hija solía esconder bajo el felpudo. Llevaba más de un año sin pisar la doma, así que estaba hecha un pequeño manojo de nervios, temerosa de lo que pudiera encontrarse.
Cuando entró, encendió la luz de la entrada y cerró la puerta con mucho cuidado.
Había silencio, más de lo habitual, así que se tomó la molestia de vagar por las inmediaciones y los pasillos de la mansión a su libre albedrío. Subió las escaleras del ático y entró con mucho cuidado a la habitación de su hija, descubriendo que la cama estaba deshecha y desordenada. Antes de irse alisó los pliegues y arrugas de la colcha y sacudió la almohada. Depositó su regalo en una de las mesitas de noche y volvió a bajar las escaleras con parsimonia, supervisando todo cuánto pudo.
Entonces le vio, de pie muy serio frente a la puerta.
—¡Evelyn! ¿A qué tengo el placer de esta visita tan inesperada? —no era una pregunta.
Tenía el pelo negro revuelto y una camisa de tirantillas blanca manchada. Los ojos verdes estaban ligeramente enrojecidos y las piernas desnudas. Agradeció que llevara puesta la ropa interior. Por el resto tuvo que hacer un esfuerzo por no esbozar una mueca de asco.
—Hola, Dorian —dijo sin esforzarse por sonar amable, saboreando las sílabas de su nombre con aversión.
Antes había sido un joven atractivo y apuesto, un joven labrado que se vestía por los pies, pero ahora... Ahora lo consideraba menos que un cerdo, sucio y maloliente.
—Mélode no está —indicó el contrario, para sorpresa de nadie. Evelyn quiso dar un paso hacia la puerta, pero no se apartó del camino.
Se permitió respirar con seguridad, para que la situación no tomara tintes dramáticos.
—Lo sé. He venido para dejarle mi regalo de cumpleaños. A todo esto, ¿sabes que és la semana que viene? —Guardó silencio, como si no le importara—. No, claro ¿cómo ibas a saberlo? Seguro que estarás más ocupado bebiendo como un borracho.
Dorian se restregó la cara y carcajeó.
—Usted siempre tan amable. Me rompe el corazón.
—De ser por mí, te rompería otra cosa. Eso para empezar —le escupió, roja de furia.
Dorian volvió a reír, indiferente.
Aunque su hija nunca se lo hubiera contado, no ignoraba los rastros de moratones que se esforzaba por esconder frente a todos. Y todavía menos; los rumores que circulaban.
—Tu no mereces a mí hija, y el día en el que se de cuenta; te echará como al perro cobarde que eres. Me muero por ver cómo huyes con el rabo entre las piernas.
A pesar de las palabras que había pronunciado, el contrario no pareció ofendido en lo absoluto. Parecía hacerle gracia la situación.
—La cuestión es, querida suegra. ¿Cómo voy a correr con el rabo entre las piernas si su hija no me lo suelta? Le doy tanto placer que siempre me pide más y más, ¡debería escucharla gemir!
Silencio absoluto. A Evelyn se le heló la sangre mientras repetía dentro de su cabeza las palabras. La furia burbujeó con tal fuerza que le dieron ganas de echarse a llorar. ¡No, más que eso! Deseaba verlo hecho polvo, golpearlo. ¿Cómo podía hablar así de su hija? ¡Sucio bastardo!
El silencio se fue alargando, y Dorian se palpó el bulto de la entrepierna disfrutando del daño que sus palabras le habían causado. No era una persona. Mucho menos un perro. ¡Era un gusano que se arrastraba por el lodo!
Con la mano firme y la mirada descompuesta, Evelyn alzó la palma derecha y lo abofeteó. El estallido contra la carne retumbó entre las paredes.
—No sé cuándo, ni cómo, ni quién. Pero te aseguro, ¡y te prometo! Que algún día pagarás con lágrimas todo el daño que le estás ocasionando a mi hija. ¡Aunque tenga que hacerlo yo por mi propia cuenta!
Esta vez sus palabras —y su posterior furia— lograron que Dorian perdiera un poco la compostura. Sus ojos relampaguearon con la furia de mil Soles y comprimió el rostro.
—¡Tu hija no es ninguna santa, Evelyn, es la puta del Capitolio, es sabido por todos! ¿Sabes que es para un hombre ver cómo su chica se prostituye como una maldita ramera? ¡Me ha deshonrado! —la saliva le salpicó el rostro, pero no se dejó amedrentar por sus gritos.
—No sabes nada, Dorian. Pero yo misma te haré saber lo que significa ser deshonrado. ¡No pienso permitir que hables de mi niña cómo a una vulgar buscona!
Lo hizo a un lado de un empujón y abrió la puerta de un golpe seco. Cerró los puños tan fuerte que logró clavarse las uñas y dejarse marcas de media luna sobre la carne.
Ni siquiera le dió el gusto de verla llorar.
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ACLARACIONES
—Sanna: Es un tipo de gorra muy parecida a la boina que se usa en el Distrito 4. Es una prenda hecha a base de lana sintética, alargada y con forma triangular que cuenta con dos pequeños pliegues de tela que caen por detrás.
¡Hola, bienvenidos todos!
Hablemos claro; hacía falta que alguien pusiera a Dorian donde se merece ¡Y Evelyn Underfell ha devorado! jajajaja. No sabéis la satisfacción que he sentido escribiendo la escena en casa de Mélode con Dorian y la señora Underfell, es que es imposible no amar a esta mujer <<<3
Respecto al Capítulo, si, 3638 palabras, me importa un rábano que se tarde una hora en leer, la próxima vez traéis las palomitas y os preparaís mejor (◠‿◕) Me hubiera gustado publicarlo ayer (Los domingos es el día que actualizo) pero es que dos días antes me puse a revisar y revisar y había cosas y detalles que no me terminaban de convencer y al final decidí cambiar esto por lo otro, y releyendo una y otra vez. Estoy muy satisfecho con el resultado, creo que me ha quedado muy bien, así que no pienso comerme más la cabeza con él. Espero que os haya gustado. A mí en lo personal me encanta narrar desde el punto de vista de Evelyn Underfell, una mujer de armas tomar, una superviviente y una mujer que no se achanta ante nadie (Que se lo digan al pobre de Dorian XD) y todavía nos quedan 2 capítulos más narrados por ella, así que todos Happy Happy.
¿Qué os ha aparecido el capítulo? ¿Os ha gustado? ¿Cómo estáis viendo la trama por el momento? Ya sabéis que me gustaría recibir todo el feedback posible; me estoy esforzando mucho y quiero que está historia no se quede a medias por desmotivación, así que todos apoyar o al menos dejadme algún comentario ◉‿◉
¡Y eso es todo por hoy, nos vemos!
17/7/23
©Demeter_crnx
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