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⁹ ━ 𝐖𝐇𝐀𝐓 𝐖𝐀𝐒 𝐌𝐘 𝐒𝐈𝐍?

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CAPÍTULO NUEVE

¿𝘊𝘶á𝘭 𝘧𝘶𝘦 𝘮𝘪 𝘱𝘦𝘤𝘢𝘥𝘰?

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(POR FAVOR VOTA Y COMENTA)

LOS VISITANTES ENTRABAN como un río multicolor por las puertas automáticas del museo, emitiendo murmullos y suspiros pesarosos. La fila llegaba hasta la esquina de la avenida, flanqueada por el sofocante sol que se alzaba en el cielo calentándolo todo con un disco dorado. Para hacerle frente al calor y a la escasa sombra, algunas personas habían decidido usar parasoles y abanicos de los que refugiarse de la insolación.
Pero a Johanna —que contaba con una tarjeta de acreditación que le abría cualquier puerta— solo le bastó subir la escalinata de mármol y para que la dejaran entrar.

Los guardias le ofrecieron una torpe reverencia y se adentró sin más demora en el museo de Historia nacional de Panem. La castaña entró con un gruñido poco amistoso, ataviada en un ridículo traje ceñido de terciopelo y una ridícula peluca rubia para no ser reconocida por la gente del Capitolio. Unas gafas de Sol y unos tacones verdes guisantes repleto de pequeñas lentejuelas complementaban el disfraz.

A pesar de sus obligaciones como mentora —y por ende, responsable de los tributos del distrito— Pliny le había aconsejado, sugerido sutilmente, tomarse el día libre para que pudiera estar más descansada, mientras que él y el escolta del Capitolio se encargaban de preparar a los tributos para las entrevistas con Caesar Flickerman. La sugerencia no había sido bien recibida por una Johanna que cuestionó las dotes de su compañero con suspicacia.

Pliny era un descerebrado y no ayudaba que aquel año les hubieran tocado dos chicos enclenques y débiles, tan ignorantes como cenutrios. Así que se tragó el orgullo y aceptó la petición de su compañero con aburrimiento. No pensaba esforzarse en vano. Si de verdad Pliny deseaba ganarse su respeto, —un logro que no cualquiera conseguía— que lo intentara tratando de hacer algo con aquellos dos tributos torpes.

Suficiente había hecho Johanna siendo amable y cordial con los patrocinadores. Tanto, que cuando volvieron al centro de entrenamiento, se sintió asqueada por las sonrisas y las palabras amables que dedicó. Para colmo, a pesar de su gran intento, lo máximo que había logrado conseguir fue un: "sopesaremos tu oferta" de dos ancianos carcamales y patéticos que, sin duda, no lo harían.  Todos estaban demasiado ocupados comentando el once que le habían otorgado a la chica en llamas del Distrito 12. Johanna podía jurar que empezaba a hartarse de que todos nombrasen a esa idiota de la periferia cada minuto del día, en cada conversación, en cada momento.

Y la discusión que tuvo con Pliny por la mañana no mejoró las cosas:

«—Johanna, ¿no te das cuenta de que los patrocinadores te rehuyen? »

La castaña, lejos de sentir ofensa, batió sus largas y espesas pestañas y lo observó con aburrimiento.

«—Bueno, no es de extrañar. Está claro que soy la única aquí con el valor de decir lo que piensa. Ahora, si me disculpas, voy a ir a meterme con los mentores del Distrito 2».

Pliny zarandeó el cabello entre negro y castaño, y cuadró la mandíbula sin dar el brazo a torcer.

«—Haz lo que te plazca, como siempre —le expresó de mala gana—. No te tomes la molestia de aparecer luego. Isidoro y yo nos ocuparemos de los tributos para ayudarlos con las entrevistas —hizo una pausa larga, temeroso—. Maple y Tellus me han pedido expresamente que te mantuviera ajena al asunto. No se sienten cómodos contigo. ¡Les das miedo!»

Tributos chiflados, ¿cómo tenían la osadía de faltarle el respeto de aquella forma? Cuando volviera al centro de entrenamiento se encargaría de darles una buena tunda.

«—¿Miedo? ¡Pero si soy la persona más alegre, comprensiva y tolerante que existe! —se quejó».

Su compañero al parecer opinaba lo contrario, porque no pareció muy convencido de su respuesta.

«—Lo que tú quieras, pero mientras tanto, intenta no meterte en problemas. Bastante revuelo causaste ya durante la cosecha».

Johanna lo vio alejarse con el ceño fruncido. ¿Y decía llamarse un hombre? ¿Cómo podía decirle cosas tan crueles a una delicada flor cómo Johanna Mason? A él también le daría una buena tunda para enseñarle cómo tratar a una dama. ¡Qué falta de modales!

De modo que, una hora más tarde, una vez reunido el valor suficiente, se echó a las calles del Capitolio y acabó frente al museo de Historia nacional sin mucho más que hacer.

Debía admitir que no le fue fácil abrirse paso entre los cientos de ciudadanos que abarrotaban el camino. Por suerte nadie la reconoció. No tenía muchos ánimos para ser amable con ningún memo de pacotilla.

Dentro del museo se aseguró de hacer su entrada lo más llamativa y altiva posible —como requería una estrella de su nombre— y disfrutó ignorando las miradas que recibió del personal de la entrada. Le gustaba sentirse una chica inalcanzable, hermosa, temida pero también admirada, una reina entre reyes. Aunque no le importaba lo que pensaran de ella, se aseguraba disfrutar de las reacciones que solía causar. Era feliz siendo vanidosa y egocéntrica, y los hombres la devoraban con lascivia cuando tenían la menor oportunidad.

Envuelta entre sus propios pensamientos narcisistas, Johanna se paseó con gráciles movimientos de cadera disfrutando de la atención que todos le prestaban, conteniendo sus ganas de escandalizar a los presentes y hacer ligeros contoneos con su cuerpo para no pasar desapercibida. Sus ojos observaban —pesarosos— las decoraciones y las obras expuestas restándole valor, como si no fueran más que trozos de piedra, cera y madera inútiles. Sus muecas fueron un despliegue más de fanfarronería frente al orgullo del Capitolio.

La estancia contaba con una amplia gama de exposiciones. Representaciones a escala real de mutaciones utilizadas durante los Juegos (peces con formas humanoides, roedores gigantes, reptiles con alas y felinos que lanzaban dardos por un tejido retráctil que les rodeaba el cuello) hasta las fascinantes criaturas del acuario; peces de todos los colores y formas que variaban desde gigantes a microscópicos, pasando de feroces a intimidantes.

Recorrió grandes salones repletos de cuadros, esculturas y maravillas que una vez pertenecieron al Mundo antiguo, mientras bebía y comía de los platos que los avox ofrecían a los presentes. Por último, terminó en el gran salón de los Vencedores: una recóndita sala que cubría por lo menos una parcela de bosque. Contaba con setenta y tres gigantes estatuas bañadas en bronce, que representaban a cada uno de los ganadores del Capitolio.

A los pies de cada estatua —al igual que la vieja escultura de mármol del Edificio de patrocinio— habían colocado una pequeña placa conmemorativa. No contaba con muchos detalles en realidad, más que el nombre del vencedor, su apodo y su número de distrito. La estatua de la castaña era la antepenúltima colocada en un altar, recorriendo el final de un pequeño círculo y portando un hacha ensangrentada. Johanna Mason, la tributo que engañó a Panem.

Le parecía una descripción mediocre, carente de emoción y dinamismo. Aunque pensándolo bien, no podía exigir más en un Capitolista. Suficiente tenían ya con sus vidas insulsas y patéticas. Demasiado preocupados por elegir un nuevo color de pelo, traje o arreglo estético.

Todos conocían su historia en el país, incluso aquellos que vivían bajo las piedras. Se había convertido en una de las vencedoras más famosas y populares, más no muy queridas debido a su destilante orgullo. Era temida y admirada, y las malas lenguas rumoreaban oscuros secretos en su nombre, como el trágico final de su familia o su deteriorado estado mental a lo largo de los años.

Se decía que si eras prudente procurabas evitarla por tu bien, y que razón tenían esos pobres cobardes.

Su estrategia en los Juegos fue sencilla: Presentarse ante todos como una idiota llorica incapaz de agarrar un cuchillo. En su estancia en el Capitolio procuró llorar en momentos cumbres: en el desfile de tributos, el primer día de los entrenamientos o durante su entrevista con Caesar Flickerman. Había obtenido una de las peores puntuaciones privadas y en los Juegos permaneció escondida la mayor parte del tiempo que pudo. Al final pareció funcionar, porque nadie se preocupó en prestarle atención hasta que solo quedaron ella y los profesionales. Nadie se había tomado la molestia de darle importancia. Todos la subestimaron y menospreciaron. 

Pero como decía un viejo dicho de su distrito; las mejores nueces crecen en los árboles más altos.

Las crónicas del Capitolio relatan que fue una de las finales más sangrientas de los últimos veinte años. Cuatro profesionales armados hasta los dientes, fuertes y más grandes que ella, no fueron rivales para alguien que se pasó la mayor parte del tiempo llorando. Cuando la batalla comenzó, la sangre salpicó las zonas más recónditas de las cámaras y los profesionales terminaron rogando clemencia.

Esa tarde todos contuvieron el aliento. Incluso los muertos.

A su alrededor se fue congregando bastante gente. Formaban pequeños grupos que susurraban impresionados al seguir como cachorros a una guía que iba explicando el trasfondo de las exposiciones. Todos parecían ensimismados por los detalles de los relatos y las historias, incapaces de despegar la mirada de la mujer. Johanna se acercó con pasos cautelosos y agudizó el oído.

La mujer encargada de la guía turística era igual de joven que ella, con un traje estampado en agua marina y el pelo rosado ahuecado con adornos plateados. Alzó una ceja cuando la vio incorporarse al grupo, pero rodó los ojos y continuó la explicación gesticulando con las manos. Se habían detenido frente a la estatua de cera de un hombre uniformado, a juzgar por el aspecto, de un militar. Aparentaba unos cuarenta años, con ojos grises casi traslúcidos y el pelo rubio oscuro casi rapado.

—Durante los días dorados de Panem, el Capitolio se encargaba de suministrar todos los artículos provenientes de los distritos para su posterior reparto. Como nación, nos enorgullecemos de nuestra generosidad y benevolencia; un símbolo de fuerza que nos ayuda a permanecer unidos. Sin embargo, no todos compartían está visión idealizada del Capitolio.—La mujer hizo girar su cintura y señaló a la estatua del hombre, plasmando una mueca de horror en el semblante—. El hombre que ven a mis espaldas es Seamus Alabaster Slynt. El Tirano de Oriente, general de las fuerzas del Presidente Ravinstill y posterior líder del Distrito 13.

Los presentes farfullaron y murmuraron en voz baja, mientras la mujer saboreaba con gusto las reacciones obtenidas por los presentes. Johanna —en cambio— se mostró impasible e impertérrita ante la noticia.

—Seamus Slynt gobernó el distrito durante los Días oscuros, y a él se le atribuyó gran parte de la destrucción y oscuridad que asoló a nuestra nación en los tres años venideros que duró la guerra. Caído en batalla en un bombardeo rutinario sobre las Rocosas, este hombre consiguió que los trece distritos traicionaran el honor y la honra del Capitolio para alzarse en armas y sembrar el miedo. El resultado, por el contrario, fue lejano del pretendido, y fueron derrotados posteriormente. Con la derrota, el trece fue barrido por las bombas de nuestros valerosos soldados y se impusieron los Juegos del Hambre, como recordatorio de que "cómo nación, jurábamos no cometer los mismos errores del pasado que con tanto dolor casi nos llevó a nuestra propia destrucción. Siempre unidos, siempre fuertes. Panem hoy. Panem mañana. Panem siempre"

Se oyeron vítores, aplausos y algún que otro sollozo de emoción, pero la castaña se mostró ajena al discurso. La anciana decrépita que estaba a su lado arrugó el rostro y se aproximó a escasos centímetros de su oído.

—¡Parece un monstruo, qué horror! Los distritos jamás serán iguales a nosotros.

Los orbes de Johanna relampagueaban y la confrontó con sorna.

—Sí, ellos por lo menos parecen humanos. No payasos de circo.

La anciana enmudeció.

Los dos ayudantes del Capitolio abrieron las puertas macizas y le señalaron el camino sin más intercambio de palabras. Mélode se limitó a seguirlos temblando como una hoja al viento. En su intento de apaciguar los nervios, dirigió la mirada hasta la alfombra de terciopelo roja con bordados dorados que recorría la estancia y se clavó las uñas.

No todos los días una tenía el placer de ser llevada hasta la Mansión presidencial. ¡Qué honor!

Sus acompañantes, dos hombres con otro a la cabeza uniformados en negro y con ligeros retoques estéticos, se negaban a contestar a las pocas preguntas que ella hacía. Cualquier toma de conversación fue en vano. Empezaba a ponerla de los nervios toda aquella situación. ¿Había hecho algo malo? ¿A dónde la llevaban? ¿Qué hacía allí? Empezó a sentirse mareada y le dio vueltas a la idea de sentarse.

Cruzaron pasillos interminables, pasaron por habitaciones cerradas con puertas de pino, fresno y abedul, dejaron atrás un jardín repleto de rosales y se detuvieron frente a otra puerta tallada en madera pulida con decoraciones doradas. Dos de los hombres se quedaron de espaldas contra ella, y un tercero le dio un empujoncito sobre el hombro para instar a que entrase.

—Entre sin llamar, la está esperando.

El urgente tono de voz que había utilizado le sirvió de premisa a sus conjeturas.

Deslizó la mano temerosa sobre la superficie seca de la puerta y entró sin perder demasiado tiempo. El anciano de cabello rizado arqueó las cejas en una pequeña mueca amable, pero Mélode no se permitió relajar los hombros. Cerró la puerta con mucha delicadeza, como si temiera despertar a una bestia con su ruido, y se volvió hacía él con el mentón alzado.

—Presidente Snow, que sorpresa tan agradable. —El hombre frunció un poco los labios pero terminó sonriendo.

—Esperaba con deseo volver a verla, mi dulce señorita Underfell. ¿Por qué no toma asiento y se pone cómoda? Mucho me temo que su visita será prolongada.

Mélode prefería quedarse de pie, pero como los segundos fueron pasando y no añadió nada más, terminó por tomar asiento. La atmósfera de la habitación estaba colmada por el aroma de la sangre y las rosas, una perversa combinación. Frente a ella, sobre la mesa, descansaba una pequeña bandeja con pastas y leche recién hechos.

—Supongo que no me ha hecho llamar para tomar pastas,  ¿no? —Temió ser tan directa, teniendo en cuenta la gran cantidad de maldades de las que aquel hombre era responsable. Conocía los rumores que Finnick le había contado. Rumores malévolos y oscuros.

El anciano no pareció inmutarse. Recostado muy recto sobre su sillón y con una pequeña burla educada sobre los pliegues del rostro, la observó en silencio disfrutando de su aparente incomodidad.

—No, desde luego que no. —Su negativa logró apaciguarla internamente—. Me temo que el asunto va a distar mucho de ser apacible y jocoso, ¿pero qué sería un buen anfitrión sin agasajar antes a su invitada? La Reina roja de Panem.

Siempre había odiado aquel nombre. No era ninguna Reina, y mucho menos le agradaba el tono empleado. Le empezaron a temblar las manos.

—Solo dígame qué hacer y yo lo haré. Siempre he sabido cumplir con la parte de nuestro trato, ¿no? —Coriolanus Snow sonrió.

—Por desgracia, señorita Underfell, la palabra "siempre" es una terminación que nunca me ha gustado utilizar. Nada dura eternamente. Todas las cosas tienen una fecha de caducidad establecida. Depende de nosotros hacerla cumplir a rajatabla, ¿qué opina usted?

¿Qué opinaba ella? Melode opinaba que de tener un cuchillo allí mismo lo usaría para ponerle fin. Porque, ¿que más podía perder? Snow le había quitado casi todo ... Exceptuando a su familia. La pelirroja se encogió de hombros con los ojos puestos sobre el anciano.

—Algunas personas, malas lenguas sin duda, ponen en duda su condición mental y dicen no sentirse cómodas en su presencia. Por supuesto son falacias, pero nadie pasó por alto el numerito que montó el año pasado. ¿Usted lo ha olvidado?

¿Olvidar? ¿Como iba a hacerlo? Incluso en el distrito 4 ponían en tela de juicio su condición mental. Ante su silencio, el anciano asintió complacido.

—Eso me parecía a mí. Sería una gran lástima privar a buenas personas de conocerla, después de lo querida que se ha vuelto junto a su homólogo, Finnick Odair. Temo que no sepa lo peligrosos que son los impulsos ni las las consecuencias de sus actos ... ¿verdad? No desearía tener que recordárselos.

Volvió a temblar, presa del pánico y la angustia que le oprimían el pecho. Sólo quería marcharse y huir y escapar. ¡Oh mejor! Saltar sobre su cuello y acabar con todo de una vez por todas. Pero aunque la tentación era gigante, ahogó sus deseos en el mar azul de sus ojos de serpiente.

—No volverá a ocurrir, se lo prometo.

El presidente Snow asintió poco convencido. Se recostó sobre el sillón y le dedicó una mirada larga llena de promesas fugaces.

—Las promesas por desgracia se las lleva el viento. No quisiera tener que llegar a males mayores, mi querida señorita Underfell. Creo suponer que no entiende lo imprescindible que se ha vuelto para todos nosotros, aquí en el Capitolio. Le otorgaré una oportunidad más, depende de usted saber aprovecharla. Hasta entonces, le deseo suerte.

La pelirroja se levantó con un leve asentimiento y se encaminó de vuelta hasta la puerta, pero en el último momento se detuvo.

—¿Hasta cuándo deberé saldar mi deuda con el Capítolio? —preguntó al filo de las lágrimas.

Uno de los rizos blancos del hombre se agitó en el aire cuando se inclinó hacia delante.

—Hasta que yo lo vea conveniente —Las palabras del presidente fueron punzantes y provocaron un daño irreparable que difícilmente tenían cura.

Mélode se dio la vuelta muy despacio, haciendo girar sus talones, y depositó sus ojos con frialdad sobre los suyos. Ojos de serpiente.

—¿Cuál fue mi pecado, señor Snow? ¿Ganar los Juegos o nacer en los distritos?

El presidente se inclinó ligeramente sobre la mesa y le hizo entrega de una sonrisa pérfida, maliciosa. El rostro convertido en una afilada advertencia.

—Ay mi querida señorita Underfell. Desde que se presentó voluntaria en lugar de su adorable prima, se convirtió usted en una ficha más de ajedrez en el tablero del Capitolio. No tiene escapatoria, el espectáculo debe continuar.

Por perverso que sonara, disfrutó cuando la primera lágrima le recorrió la mejilla izquierda.

¡HOLAAAAA!

Bien vamos a ver, porque aunque el capítulo ha sido cortito hay mucho que comentar. Antes de nada, esta semana he actualizado un poco más tarde porque llevo 2 semanas que no estoy escribiendo mucho y he retrasado la último revisión prepublicación.  El capítulo estaba escrito desde hace 4 semanas, sólo me faltaba pulirlo un poco más. Y bueno, para el capítulo 10 y 11 va a venir un golpe para el shipp del Melodair, espero que sepáis apreciar el pequeño toque de drama y tensión que les he puesto JEJEJEJE🌚🔥

Ahora respecto al Capítulo de hoy:

Lo primero AAAAMO escribir sobre Johanna, más todavía siendo cruel con los habitantes del Capitolio. Es que disfruto tanto del humor de Johanna que ajañajjdjkz me he reído un par de veces con sus escenas. Aquí somos #Johannalovers y no me hago responsable de todo sentimiento amoroso respecto a hachas locas Mason. Os dije que en Revenge nuestra niña guapa iba a tener mucho protagonismo, aunque en este Acto apenas tiene 2 o 3 puntos de vista. Su verdadero protagonismo lo vamos a ver sobre todo con los Actos II y III, así que id preparandoos porque vamos a explorar a fondo su personaje.

En cuánto Mélode y el Presidente Snow AHHHG que odio más insano me causa este hombre, aunque eso no quita que me guste su personalidad burlona, inteligente y astuta. Me hubiera gustado alargar su conversación con Mélode (Creo que los diálogos me han quedado maravillosos) pero como os he dicho, estoy empezando a escribir menos y prefería dejarlo así, cortito y conciso. Para dejar el drama más notorio que nunca viene mal.

¿Os ha gustado el capítulo? ¿Qué esperáis que pase con Mélode? ¿Cómo estáis viendo la trama por ahora? ¿Os está encantando?

¡Os voy a estar leyendo, que me animáis un montón cada vez que os veo comentando!

1/8/23

© Deméter_crnx

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