chapter one. new neighbor.
capítulo uno. vecino nuevo | 𝖔ne or 𝖙wo?
📍RESEDA, CALIFORNIA.
Apartamento 4. Hora: 8:23 a. m.
EL OLOR A HUEVO FRITO Y TOCINO INUNDABA TODA LA COCINA... o más bien todo el pequeño apartamento. Ambas opciones funcionaban. Coraline sacudió ligeramente el sartén y bajó la llama, esperando que no se quemara. No quería repetir lo de hace tres años; la gran marca negra en la pared seguía ahí como recordatorio de su inexperiencia culinaria.
Dejó la cocina por un momento y caminó hacia una de las tres habitaciones del apartamento. Tocó la puerta con insistencia, soltando un suspiro al prepararse para lo que venía.
—¡Oliver, abre la puerta! ¡Necesito ir al trabajo! —gritó mientras golpeaba el piso con el pie, frustrada pero resignada. Conocía demasiado bien la pesadez de su hermano para levantarse por las mañanas—. ¡Y saca toda la basura que tienes ahí antes de que la casa apeste a ti!
Casi al instante, la puerta se abrió. Oliver, con su mata de rizos desordenada y ojos entrecerrados, apareció frente a ella. Todavía tenía rastros de baba en la barbilla, y el sueño parecía aferrarse a su cuerpo como un ancla.
—Déjame decirte que yo siempre huelo bien —murmuró, claramente ofendido, mientras se frotaba los ojos. El mal olor mañanero lo desmintió al instante. Coraline hizo una mueca y retrocedió un paso, llevándose una mano a la nariz.
—Agh, Oli... —se quejó, asqueada.
Entró al cuarto y lo primero que vio fue el caos: ropa limpia y sucia esparcida por el suelo, paquetes vacíos de comida acumulados en una esquina, y, para su horror, un par de prendas que reconoció como suyas.
—¡¿Por qué hay ropa mía aquí?! —gimió exasperada, llevándose una mano a la frente.
Oliver intentó ignorarla mientras volvía a su cama con la esperanza de dormir cinco minutos más. Sin embargo, el tono autoritario de su hermana lo detuvo en seco.
—Oliver Pierce —El uso de su nombre completo siempre era una señal de peligro. Se giró lentamente, sonriendo de forma nerviosa. Coraline cruzó los brazos y lo señaló con un dedo —. Tienes diez minutos para sacar toda la basura, organizar esta pocilga y, por amor de Dios, ¡báñate!
Oliver se cuadró en una pose militar.
—¡Sí, mamá! —Coraline alzó una ceja —. ¿Sí, señora? —corrigió con cautela, ganándose un rodar de ojos de su hermana.
De vuelta en la cocina, agradeció en silencio que el desayuno no se había quemado. Soltó un suspiro al dejar caer la cabeza sobre la encimera. Otro día, las mismas responsabilidades. Había tantas cosas por hacer y tan poco tiempo. Se enderezó rápidamente, sacudiendo esos pensamientos. Los sentimientos negativos no la ayudarían a avanzar. Si quería algo, tendría que trabajar por ello.
Cuando regresó para inspeccionar el cuarto de Oliver, encontró que la ropa ya estaba organizada en dos montones y la basura en una bolsa al lado de la puerta. Coraline asintió, satisfecha.
Antes de salir, dejó las últimas instrucciones mientras recogía la bolsa de basura.
—Para el almuerzo, calienta la cena de anoche. Está en el refrigerador. Regresaré tarde. Lava la ropa sucia... y, otra vez, ¡báñate, puerco!
Oliver soltó una carcajada.
—¡También te amo! —gritó con la boca llena de tocino.
De camino a los contenedores de basura, Coraline vio a dos de sus vecinos. Johnny Lawrence, el hombre que siempre parecía estar al borde de un colapso o una resaca, y un chico moreno que le resultó desconocido. Su mirada se detuvo un segundo en los frenillos del chico, encontrándolos... curiosos.
Cuando pasó junto a ellos, alcanzó a escuchar parte de su conversación.
—Genial. Más inmigrantes —dijo Johnny, con su característico sarcasmo.
El chico respondió con una voz baja, casi resignada:
—De hecho, somos de Riverside.
Coraline no pudo evitar soltar una risa discreta mientras pasaba por su lado, llamando la atención del más joven. Miguel Díaz, recién llegado al vecindario, notó a la chica por primera vez. Se quedó mirándola de reojo, preguntándose quién era.
—En fin, quería saber si tenía problemas con la presión del agua porque el fregadero está raro... —Miguel se interrumpió al ver cómo Coraline y Johnny arrojaban su basura en cualquier contenedor sin preocuparse por clasificarla. Frunció ligeramente el ceño antes de añadir: —Las botellas van en el azul, por cierto.
Johnny cerró la tapa del contenedor con un golpe fuerte, claramente irritado, mientras Coraline, apoyada con calma en el borde del contenedor, cruzaba los brazos con una expresión que mezclaba diversión y desafío.
—Escucha, menudo —empezó Johnny, lanzándole una mirada rápida a Miguel antes de centrar su atención en Coraline. Ella se quedó a su lado, curiosa por lo que el rubio diría esta vez—. Llevo más de diez años viviendo en este basurero.
—Dieciséis, para ser exactos —intervino Coraline con un ligero movimiento de su mano. Su tono era neutral, pero sus ojos brillaban con un toque de humor.
Ambos hombres la miraron, Johnny con un gesto molesto y Miguel con visible interés. Cuando este último pareció estar a punto de preguntar algo, Johnny continuó como si nada.
—Sí, no me importa —se encogió de hombros, ignorando la interrupción de Coraline—. La tubería no sirve, la fuente apesta, y lo único bueno de este lugar es que no tengo que hablar con nadie —miró a Miguel por última vez antes de girarse hacia su auto—. Ha sido un placer.
Coraline observó cómo Johnny se alejaba con su característico mal humor, sin molestarse en disimular una pequeña sonrisa. Después de años viviendo allí, se había acostumbrado al sarcasmo del hombre, al punto de encontrarlo casi entretenido. Miguel, por su parte, se quedó en silencio, claramente inseguro de cómo responder. Miró a Coraline, quien seguía apoyada en el contenedor, relajada.
—Supongo que... bueno, que tenga un buen día —dijo al fin, algo torpe.
Coraline soltó una risa breve y se giró hacia él.
—No te lo tomes personal —respondió, encogiéndose de hombros con naturalidad—. Es así con todos.
Miguel asintió, relajándose un poco al ver la sonrisa en su rostro.
—Soy Miguel Díaz —se presentó, extendiendo una mano hacia ella. Coraline lo miró con curiosidad, ladeando ligeramente la cabeza, un gesto que Miguel no pudo evitar encontrar encantador—. Me acabo de mudar con mi familia. Espero que podamos ser amigos.
Ella aceptó su mano, notando el contraste entre la calidez de su piel y la frialdad de la suya. Una vez más, se recordó que debía arreglar la calefacción.
—Bienvenido, Miguel. Soy Coraline Pierce —dijo, con una sonrisa amable. Pero al echar un vistazo a su reloj, se dio cuenta de la hora—. Me encantaría seguir charlando, pero tengo que irme. ¡Un gusto conocerte!
Se giró rápidamente y comenzó a caminar a paso acelerado hacia su trabajo, agradeciendo en silencio que no estuviera demasiado lejos.
—¡Espero que podamos ser amigos! —gritó Miguel desde la distancia, su voz cargada de optimismo.
Coraline se rió y, sin voltear, le respondió en un tono alegre:
—¡Tal vez!
Miguel se quedó parado unos segundos, viendo cómo se alejaba. Involuntariamente, dejó escapar un suspiro acompañado de una pequeña sonrisa.
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