
Prólogo
https://youtu.be/sEkPMOVHt7Y
La oficial Marianne Walker estaba agotada. Sus codos descansaban pesadamente sobre el escritorio de la estación, y sus ojos repasaban por décima vez el informe que tenía frente a ella. Dos nombres escritos con tinta negra: Kayle Thompson, 18 años. Garret Moore, 19 años. Ambos estudiantes del instituto Saint Leon. Mismo año. Mismo círculo social. Misma fecha de desaparición. Mismo final macabro.
—Mamá, iré a casa de Nova. ¿Estarás bien? —la voz de su hija Hanna interrumpió el silencio de la noche.
Walker alzó la mirada. Su rostro, cansado por días sin dormir bien, se suavizó apenas al ver a su hija parada en el umbral de su oficina, mochila al hombro.
—Sí, cielo. No te preocupes por mí. Solo... no regreses tarde, ¿sí? Ya sabes lo que está pasando.
—Lo sé. Te amo —respondió Hanna con una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora.
—También te amo.
El sonido de la puerta principal al cerrarse resonó en la estación vacía. Entonces volvió a mirar las fotos en el expediente. Las imágenes no se parecían a ningún caso que hubiera investigado en sus veinte años como policía.
Los cuerpos fueron hallados la noche anterior, flotando en la orilla del lago Blackwater. Ambos presentaban un patrón de muerte anómalo: las venas marcadas de un negro tan oscuro que parecían entintadas a fuego bajo la piel. Los ojos... simplemente no estaban. Y desde sus bocas abiertas, un líquido viscoso y negro como petróleo había fluido, manchando la superficie del agua y la ropa que llevaban puesta.
Walker tragó saliva. No tenía pruebas, pero una idea se repetía en su cabeza como un eco venenoso: desde que los gemelos Kaulitz llegaron hace un año, este pueblo ya no era el mismo.
. . .
La morgue del condado era un lugar tan frío como el silencio que la envolvía. Walker entró pasadas las nueve de la noche. Saludó con un gesto al joven encargado, un interno con ojeras marcadas y mirada vacía.
—¿Qué me cuentas? —preguntó ella, abrochándose los guantes de látex.
—Tienes cinco minutos. Estoy por cerrar el lugar —respondió él, sin molestarse en mirarla a los ojos. Luego se marchó por un pasillo lateral.
Walker se acercó a las dos mesas de acero donde los cuerpos de Kayle y Garret descansaban, cubiertos con sábanas hasta el pecho. Tomó su libreta y comenzó a tomar apuntes. Había marcas nuevas que no había visto en los reportes iniciales: símbolos apenas visibles en los brazos de Kayle, como cicatrices hechas con agujas finísimas. En Garret, las uñas estaban completamente negras, como si hubieran sido sumergidas en tinta.
Estaba por guardar su libreta cuando ocurrió.
Un movimiento. Fugaz. Sutil. Apenas una contracción.
El ojo izquierdo de Garret... se movió.
Walker se congeló. Lo miró durante varios segundos, su respiración suspendida, los latidos golpeándole las sienes. Pero el cuerpo permanecía inerte, muerto, sin ojos en las cuencas. Sacudió la cabeza. "Fatiga", pensó. "Alucinación momentánea". Guardó la libreta, se quitó los guantes y salió de la sala, encontrándose con el interno a punto de cerrar.
—¿Algo nuevo? —preguntó él con voz monótona.
—Eso es información confidencial. Guarda todo y que tengas buena noche —dijo la oficial, forzando una sonrisa profesional antes de desaparecer por la puerta.
El chico soltó un suspiro. No le gustaba quedarse solo en la morgue, pero tenía que guardar los cuerpos antes de irse. Se acercó a la mesa de Kayle y, con movimientos rápidos, empujó el cuerpo hacia la cámara frigorífica. Luego se giró hacia la otra mesa.
Y se detuvo en seco.
La cabeza de Garret lo estaba mirando.
No. Eso no era posible. El cadáver había estado mirando hacia el techo. Las cuencas vacías ahora parecían fijas en él.
—¿Qué carajo...? —susurró.
Un temblor le recorrió la espalda mientras empujaba el cuerpo con nerviosismo. Abrió el cajón metálico, lo metió como pudo y lo cerró con un chirrido.
Estaba por marcharse cuando un sonido sordo le heló la sangre.
Goteo.
Volteó lentamente. Una gota espesa y negra le cayó sobre el hombro desde el techo.
Alzó la mirada.
Y lo vio.
Un chico de rastas rubias, piel demasiado pálida y ojos vacíos lo observaba desde el techo, suspendido como una sombra demoníaca. No parpadeaba. No respiraba. No era humano.
El interno gritó. Pero el sonido se perdió en la oscuridad cuando algo cayó sobre él.
Minutos después, el cuerpo del chico yacía inerte sobre el suelo frío, en la misma posición en la que encontró a los otros dos.
Venas negras.
Sin ojos.
Y el mismo líquido viscoso saliendo de su boca.
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