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❪ ⛓️‍💥 ❫ 050: Alicent.

FUEGO Y SANGRE
ACTO I: LA PRINCESA DRAGÓN

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CAPÍTULO L:
Rocío de Sangre












ALICENT AGUARDABA EL REGRESO DE RHAENYRA con una mezcla de anticipación y temor. Esperaba que el largo viaje por mar y la estancia en Dorne, con su clima árido, atenuaran el deslumbrante atractivo de su antigua amiga, cuya belleza seguía siendo tema de conversación en la corte incluso tras su partida. De igual manera, aguardaba que la noticia de que estaba esperando a su quinto vástago amargara el ánimo de la princesa heredera, quien en las últimas lunas no había enfrentado obstáculos en su camino hacia el trono. Pero fué Alicent quien se enfrentó a la decepción. Ni los meses de viaje ni el caluroso Dorne deterioraron la belleza de la princesa.

Al contrario, su estado de gravidez suavizó los rasgos afilados del rostro de Rhaenyra, otorgándoles cierta feminidad y encanto. El prominente vientre, que Rhaenyra abrazaba constantemente, provocaba ternura entre los cortesanos, al ver a la princesa tan florecida por la inminente maternidad. Además, la dedicación con la que retomó los asuntos del reino despertaba admiración tanto en la nobleza como en el pueblo llano.

No olvidó siquiera a los hijos de Alicent. A la luz del día, llevaba a Aegon consigo por las calles de la capital, donde, bajo el auspicio de la princesa Rhaenyra, se reconstruían edificios semi-derrumbados que amenazaban la seguridad de los ciudadanos. Con Helaena paseaba entre los senderos del jardín real, buscando mariposas y escarabajos que tanto deleitaban a la niña. Y con Aemond compartía susurros sobre el secreto de criar dragones; el huevo de su hijo mediano había eclosionado pocos días después de la partida de Rhaenyra, colmando de júbilo al niño. Tras tres lunas y media, la criatura ya tenía el tamaño de un gato grande y fue llevada a Pozo Dragón, para el gran descontento de Aemond, que no deseaba separarse ni un instante de su dragón.

Alicent, presa de una frustración que se reflejaba en sus ojos y se manifestaba en su nervioso hábito de morderse las uñas, miraba con impotencia cómo el cariño por Rhaenyra se arraigaba cada vez más en los corazones de sus hijos. Cada día que pasaba, el aprecio que Aegon, Helaena y Aemond profesaban hacia Rhaenyra se convertía en un puñal que se clavaba más hondo en el orgullo de Alicent. Lo que más la enloquecía era que no podía hacer nada al respecto, de la sensación de estar atrapada, de hallarse en una telaraña tejida por su propia incapacidad para competir con la astucia y la cercanía de Rhaenyra, siendo ella la madre. Pero, a pesar de ser una simple media hermana, Rhaenyra ya sabía más sobre sus hijos que ella misma.

«¿Qué puedo hacer al respecto? No sé comunicarme con dragones, no hablo valyrio, no entiendo qué encuentra mi hija de interesante en esos extraños insectos. Madre, ¿cómo puedo entender los corazones de mis hijos?», preguntaba Alicent a la silenciosa estatua de la Madre, que la miraba desde arriba con su rostro impasible. En su fuero interno, Alicent se debatía entre el deseo de proteger a sus hijos de lo que percibía como una amenaza y la resignación ante su propia impotencia para revertir una relación que ya parecía estar escrita en piedra.

Las cartas de elogió que Viserys recibía de todos los rincones de las Tierras de la Tormenta no mejoraban el estado de la reina. Junto con ellas, Viserys recibía propuestas de Rhaenyra para mejorar la condición de los vasallos de la casa real, y de inmediato, sin dudarlo, asignaba los fondos y recursos humanos necesarios para implementar los planes de su hija mayor. Donde un gobernante más sabio podría haber visto una amenaza a su autoridad y un abuso de poder por parte de la heredera, Viserys solo veía motivo de admiración, complaciendo todos los caprichos de Rhaenyra.

Incluso cuando las noticias llegaron a oídos de todos de que la visita de la princesa Rhaenyra a Bastión de Tormentas había culminado con la infortunada pérdida de dos dedos por parte de Lord Borros, su posición dentro de la corte permaneció incólume. Lejos de causar revuelo o escándalo, Alicent escuchaba a los señores y caballeros en la Fortaleza Roja reír con una mezcla de admiración y diversión, diciendo que el heredero de Lord Boremund hacía tiempo que necesitaba una buena lección. O séase, con su audaz proceder, la princesa había logrado no solo mantener su influencia, sino también ganarse el respeto y la complicidad de aquellos que consideraban que la justicia había sido servida, aunque de manera poco convencional.

Alicent dejó de entenderlo todo. La criaron inculcándole una única idea: «La mujer fue creada para servir». Primero sirve a los intereses de la familia de su padre, luego a los de la familia de su esposo. Una mujer recta, criada en la Fe de los Siete, se casa obedientemente con el hombre elegido por su padre y en matrimonio legítimo da a luz herederos para su esposo, tal como dicta la Estrella de Siete Puntas. Su propia madre vivió según estos preceptos, sus tías y primas vivieron siguiendo las leyes de los Siete, y Alicent misma obedeció las demandas de su padre, casándose con el viudo rey y dándole herederos varones que la fallecida reina Aemma no pudo darle.

Con justa razón, Alicent esperaba que sus esfuerzos fueran valorados. Que su padre comprendiera la suerte que tiene de tener a su hija. Que Viserys le demostrara... No, no amor, eso dejó de esperarlo poco después del matrimonio. Pero sí esperaba gratitud de su esposo por haberle dado cuatro hijos vivos y sanos, tres de los cuales eran varones. ¿Y qué obtuvo a cambio de todos sus sacrificios? Frialdad y abandono de su padre e indiferencia por parte de su esposo.

¿Y qué hacía Rhaenyra que debiera hacer una mujer de su estatus y posición? ¡Nada! Se comportaba de manera desafiante, manteniéndose firme en su decisión de rechazar a cada uno de los pretendientes que el Rey Viserys le proponía como futuro esposo. Esta conducta, que en cualquier otra dama de la corte habría suscitado reprimendas severas y consecuencias ineludibles, no producía en su caso más que un leve descontento en el rey, una molestia que Rhaenyra sabía apaciguar con habilidad. Siempre que Viserys, en un intento fútil de imponer su voluntad, mostraba signos de disgusto, Rhaenyra no titubeaba en recordarle sin recato alguno la muerte de su madre, un hecho que ella atribuía, con palabras medidas, a las decisiones de su padre.

Eso siempre funcionaba infaliblemente.

Este recordatorio, cargado de una verdad dolorosa, era suficiente para desarmar cualquier intento de reprimenda por parte del rey, quien quedaba atrapado entre el deber y el sentimiento de culpa por la muerte de la reina Aemma que lo devoraba, llevándolo a consentir todos los caprichos de su hija. Incluso los vergonzosos rumores sobre la inapropiada y antinatural relación entre Rhaenyra y Daemon se desvanecieron con el tiempo, como si hubieran sido meras sombras disipadas por la luz del día. Estas habladurías, que en su momento amenazaron con mancillar la reputación de la princesa y sumir a la corte en el escándalo, se esfumaron en el viento, relegadas al olvido como si jamás hubieran tenido fundamento.

Alicent, en su interior lleno de rencores ocultos, albergaba la mezquina esperanza de que el matrimonio de Rhaenyra con Laenor fuera tan frío y carente de cercanía como su matrimonio con el rey. Sin embargo, para su desdicha, Rhaenyra y Laenor irradiaban una felicidad que era imposible de ignorar, paseando con alegría por el castillo o caminando por Desembarco del Rey.

Después, la noticia de qué la Madre Divina había bendecido a Rhaenyra con la promesa de un nuevo heredero la elevó a nuevas alturas. Los señores de todo el continente se mostraban complacidos por la rapidez con que la princesa había concebido y por lo bien que avanzaba su gestación, ya que esto aseguraba la línea sucesoria del reino. Una vez que Rhaenyra contrajo matrimonio y se asentó, comenzando a tomar con seriedad sus responsabilidades como heredera al trono, el reino parecía haber olvidado que Viserys tenía otros cuatro hijos, quienes, en teoría, compartían el mismo derecho al Trono de Hierro que Rhaenyra. Y este entendimiento hizo que Alicent perdiera los estribos, refugiándose en la septa para murmurar sus maldiciones y temores.

«Madre misericordiosa, protege a mis hijos de la oscura sombra de la princesa, que amenaza con arrancarles sus corazones del pecho. Oh, Madre benevolente, te imploro, no permitas que mis ojos sean testigos de la fatal caída de mis hijos, ni que sus vidas se apaguen bajo la sombra del trono que ella ambiciona», rezaba Alicent, su voz un hilo susurrante en la soledad de la septa vacía, mientras contemplaba el rostro sereno de la diosa. Horas pasaban mientras ella derramaba su angustia y su desesperación en plegarias, buscando consuelo en el único refugio que le quedaba en un mundo que cada vez más parecía inclinarse a favor de su rival. Antes solo pedía protección. Pero cuando Rhaenyra anunció su descubrimiento de que estaba encinta, todo cambió.

«Pronto, Rhaenyra se convertirá en madre. Bien sabes cuán poderoso es el amor de una madre, ¿verdad, hija mía? Ahora dime, ¿cuánto tiempo crees que tolerará Rhaenyra que tus hijos se interpongan entre ella y el Trono de Hierro? ¿O entre su heredero y el dominio sobre los Siete Reinos? En el momento en que su hijo tome su primer aliento, ella comenzará a percibir cada respiración de tus hijos como una amenaza a sus aspiraciones», le advirtió Otto el mismo día en que Viserys anunció ante toda la corte el estado de su hija.

Ahora, en la soledad de la septa, Alicent implora a los Siete que el destino trajera infortunios a Rhaenyra. En esos momentos oscuros, se odiaba a sí misma, horrorizada por la crueldad que descubría en su propio corazón. Sin embargo, tragaba con obstinación la amarga bilis que subía a su garganta y, con una determinación desesperada, continuaba sus plegarias.

«Madre Divina, en tu infinita misericordia, te imploro que perdones a esta sierva perdida. Soy consciente de que mi alma está teñida de oscuridad y pecado, pero estoy dispuesta a enfrentar las llamas de los siete infiernos si ello asegura el bienestar de mis hijos. Que el vientre de Rhaenyra sea tan débil y estéril como lo fue el de su propia madre. Que sus hijos no vivan para tomar su primer aliento, para que yo no tema cada día que pasa por la vida de mis hijos. Oh, Madre, tú que otorgas la dulzura de la maternidad y también tienes el poder de quitarla, escucha mi súplica. No permitas que Rhaenyra se convierta en la madre de los niños que puedan llegar a ser una amenaza para los míos».

Después de estas oraciones, Alicent se sentía como si se hubiera revolcado en el fango. Era como si todas sus crueles palabras se hubieran adherido a su piel y cabello, envolviéndola en un manto de oscuridad y tristeza. Pasaba horas sumergida en la bañera tras esas visitas a la septa, intentando desesperadamente lavar esa capa repugnante, pero nada parecía aliviar su malestar. Se veía a sí misma tan malvada como consideraba a Rhaenyra. Incluso las escasas palabras de consuelo de su padre, en las que buscaba algo de tranquilidad, no lograban salvarla.

En ese estado fue como la encontró un día Larys Strong en el jardín. Ocurrió un par de días después de la partida de Rhaenyra hacia Dorne. Alicent se hallaba frente a un antiguo arciano, dispuesta a elevar sus plegarias incluso a los Antiguos Dioses de los salvajes norteños, cuando un movimiento furtivo en la penumbra de los arbustos captó su atención. Era el hijo menor de Lord Lyonel, un hombre que parecía estar en comunión con la sombra, observando con ojos curiosos.

━━Flores sorprendentes, ¿no es así, Majestad? ━━pregunta él, mientras acariciaba con suavidad los pétalos aterciopelados de una planta cuyas flores ardían en un escarlata brillante.

Alicent, al observar mejor la flor que tocaba entre sus dedos, recuerda que "Rocío de Sangre", era su nombre.

━━Son, efectivamente, muy hermosas ━━responde Alicent, sin entender adónde quería llegar el Strong.

━━Estas flores tienen una característica bastante singular. ¿Sabía que son las únicas flores en Poniente que no son polinizadas por abejas, sino por las especies de aves más pequeñas? ━━continua haciendo preguntas aparentemente triviales mientras dirigía su mirada hacia la reina.

Alicent tuvo que hacer un esfuerzo considerable para no encogerse bajo la fría mirada escrutadora de los ojos azules de Larys. Se sentía como una de las mariposas de Helaena, igualmente indefensa y vulnerable. El joven Strong no se parecía en nada a su sereno y digno padre, y mucho menos a su brillante hermano mayor, quien conquistaba todos los corazones femeninos en la corte. Su cojera hacía del bastón un compañero constante, dándole a su figura encorvada un aire similar al de las brujas malvadas de los cuentos que la septa le narraba antes de dormir. Sus ojos azules, del mismo tono que los de Ser Harwin, no brillaban con vida; más bien se asemejaban a los de un pez muerto. Esta comparación, que surgió en la mente de la reina, le provocó un escalofrío por la columna vertebral.

━━Lamentablemente, el maestre en Antigua no era muy versado en botánica, mi señor, así que mis conocimientos en esta área son muy escasos ━━Alicent sonrie nerviosamente, evitando encontrarse con la inquietante mirada del hombre.

━━Resulta que el estambre de los capullos del Rocío de Sangre es demasiado profundo para que las abejas comunes y otros insectos alcancen el centro y accedan al polen. Además, las inflorescencias de esta flor tienen, por así decirlo, dos verticilos: uno dentro del otro ━━Larys gira una de las flores hacia Alicent para que pudiera observar los pétalos cerrados en su interior━━. Esto es para asegurarse de que los pequeños roedores, que no son capaces de polinizar las flores, no puedan acceder al polen

━━Los dioses son sabios al crear una flor tan asombrosa ━━responde brevemente Alicent, tratando de poner fin a aquella inútil conversación.

━━Solo las flores femeninas poseen tal característica, mi reina ━━comenta Larys, mientras una leve sonrisa se dibujaba en sus labios, como si disfrutara de un secreto que solo él conocía━━. Incluso entre las flores, es importante que las damas sean resguardadas con mayor celo que los caballeros. Sin embargo, a veces, el rumbo natural de los eventos se trastoca. En esos momentos, las flores femeninas, al dejar de proteger su polen, abren sus pétalos, invitando a cualquier plaga que quiera darse un festín con su dulce néctar. La vida, al igual que la naturaleza, se rige por tales caprichos, ¿no lo cree?

Algo en la expresión de los ojos de Larys hizo pensar a Alicent. Recordó que estaba en la Fortaleza Roja, donde ninguna palabra se pronunciaba sin motivo. Desvió su atención hacia los capullos que la rodeaban, fijándose en un Rocío de Sangre que se había abierto completamente. Se acercó al arbusto, acariciando con ternura sus delicados pétalos, que brillaban bajo la luz del sol.

━━¿Y qué se hace con estas flores defectuosas, mi señor? ━━pregunta, consciente de que las palabras de Larys escondían un significado más sombrío.

━━Si no se arrancan a tiempo, infectan a todas las flores a su alrededor ━━responde él, su voz serena como un río que oculta corrientes traicioneras━━. Las plagas devoran primero las flores, luego los tallos, hasta que llegan a las raíces, destruyendo por completo el arbusto, Majestad.

Alicent, sintiendo la gravedad de sus palabras resonar en su mente, tocó los brillantes pétalos una última vez antes de apretar la flor en su mano y arrancarla despiadadamente. La admiración que brilló en los ojos del hombre hizo que la bilis se acumulase en su garganta una vez más, un sabor amargo que había aprendido a tolerar por costumbre. Sin embargo, la sonrisa que le dirigió a Larys Strong fue casi sincera.

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