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Capítulo 2








Capítulo 2






El día había llegado, el día que había anticipado con temor.

Me encontraba en el interior de mi habitación, sintiendo cómo el peso de la responsabilidad se cernía sobre mí, aplastante y tangible. Mis sirvientas habían terminado de prepararme pero el corsé que llevaba solo dificultaba mi respiración.

¿Era esto realmente lo correcto? La posibilidad de retroceder, de renunciar a esta misión peligrosa, parpadeaba en mi mente como una luz intermitente. Sin embargo, rápidamente rechacé esos pensamientos.

Esto no era solo una prueba personal: era un sacrificio necesario por Yetune, por nuestra gente y por la paz del planeta.

Con el corazón acelerado, salí al exterior del palacio.

El aire fresco me golpeó con intensidad. Delante de mí, una multitud de gente se había reunido para despedirme, sus rostros reflejaban una gama de emociones: esperanza, tristeza, orgullo y, en algunos casos, angustia.

Sentí una punzada de culpa al verlos, sabiendo que mi partida los llenaba de más incertidumbre. Pero también sentí una oleada de responsabilidad: esta gente confiaba en mí para asegurar su futuro.

Mi mirada se fijó primero en la nave que me llevaría a Coruscant. Su estructura elegante y aerodinámica brillaba bajo el sol matutino, y el escudo de Yetune destacaba en su superficie. Me di cuenta de lo lejos que estaría de casa una vez que atravesara la atmósfera, alejada de todo lo que conocía y amaba.

Frente a la nave, estaban las figuras de mi familia. A la izquierda estaba la reina, con una expresión inmutable, y el príncipe Altair, quien parecía estar luchando con una marea de emociones internas. A la derecha, mis padres, ver sus rostros sólidos hizo que se me erizara la piel en cuanto posaron sus ojos sobre mí.

Vacilé un momento, pero luego, con un esfuerzo consciente, levanté la barbilla y avancé hacia la reina consorte sin titubear. Me incliné ante ella, como dictaba la tradición, sintiendo el peso de su fría mirada sobre mí.

La Reina Aganne me observó con una indiferencia que siempre me había desconcertado, su expresión impasible era como una máscara tallada en mármol. Después de un tenso momento, asintió ligeramente, un gesto que apenas reconocía mi presencia.

Reuniendo mi coraje, le formulé la pregunta tradicional. — ¿Cuál es su mensaje para mí, majestad?

La comisura de su labio superior se alzó levemente, pero no podía distinguir la sombra de una sonrisa en ella.

— Lo diré más adelante —respondió Agnne con voz gélida y desprovista de emoción, dejándome aturdida—, pero me temo que no estarás para escucharlo.

Fruncí el ceño.

— ¿A qué se refiere?

Aganne me lanzó una mirada mezclada de amargura y decepción.

— Oh, querida… —su tono estaba teñido de una burla seca–. El mensaje será dado en tu funeral. No hay manera de sobrevivas a las garras del Imperio.

Sus palabras cayeron como un balde de agua helada, llenando el aire con un frío que no tenía nada que ver con el clima.

Sentí que mi garganta se cerraba y el mundo a mi alrededor parecía detenerse. La certeza en sus palabras, la falta total de esperanza o compasión, hizo que el temor que había estado manteniendo a raya se desbordara. Pero me obligué a mantener la compostura, a no mostrar debilidad. Levanté la cabeza con determinación, mirando a la reina directamente a los ojos, negándome a dejar que sus palabras me derrumbaran.

— Sé cuidarme muy bien, su majestad —repliqué respetuosamente—. Pero si mi destino es morir por salvar a mi pueblo, entonces moriré con ese honor.

La reina rodó los ojos, sin importar que cientos de personas la estuvieran observando a lo lejos.

— Fue una auténtica idiotez de tu parte ofrecerte a algo como esto —refutó, casi con una molestia demasiado personal—. Tenías la libertad de elegir tu vida, tu marido… —apretó los labios—, y ahora lo has arruinado. De todas las personas en la corte… pensé que tú podrías lograr lo que alguna vez yo deseé.

— ¿Lo que usted deseó? —Me sentí tonta preguntándole debido a las miradas exasperadas que me lanzaba pero la curiosidad me podía—. ¿De qué está hablando?

— Me obligaron a casarme con un rey enfermizo cuando era incluso más joven que tú —comenzó haciendo que mi cuerpo se tensara levemente—, me obligaron a dirigir un gobierno sin tener la menor idea de como hacerlo, me obligaron a tener un hijo que yo no deseaba —Aganne miró a Altair durante unos segundos. Mi primo estaba centrado en la estructura de la nave y agradecí que no nos estuviera escuchando—... y me obligaron a llevar una vida que jamás quise. Tú, en cambio, tenías la posibilidad de ser libre y te la has quitado a ti misma.

No podía creer lo que escuchaba.

Sabía que Aganne siempre había sido una figura rígida y distante, alguien que parecía llevar la corona con un desinterés palpable, pero escuchar la amarga verdad directamente de sus labios era impactante.

Nunca había imaginado que el motivo detrás de su apatía y su frialdad pudiera ser una vida impuesta, una existencia en la que nunca había tenido realmente una opción. Intenté encontrar algo de empatía dentro de mí, pero sus palabras seguían resonando, crudas y descarnadas. "Me obligaron a llevar una vida que jamás quise" había dicho, y por un momento, sentí una punzada de lástima.

Pero entonces, mis pensamientos volvieron a Altair, mi primo, que siempre había buscado la aprobación de una madre que, ahora entendía, nunca había querido tenerlo.

— Al menos podría haberse interesado un poco más en el príncipe durante su infancia —dije, mi voz temblando ligeramente.

Ella se rió, un sonido hueco y sin alegría, que resonó con amargura.

— Nunca he tenido un instinto maternal —respondió con desdén, y luego, dirigiendo una mirada cortante hacia mamá, añadió—... Al igual que tu madre.

Las palabras de Aganne me atravesaron como un cuchillo. Era una acusación tan directa como cruel.

— Mi madre siempre ha cuidado de mí —repliqué.

— ¿En serio aún crees eso, niña? Si realmente le importaras tanto, nunca te habría dejado ir a esta misión suicida —la sonrisa que me lanzó no era cruel, pero sí frívola y vacía—. Tu madre siempre antepondrá Yetune a ti, como todos los demás. La seguridad de otros siempre estará por encima de la tuya.

Me quedé en silencio, sin saber cómo responderle a eso.

¿Era verdad? ¿Era Yetune siempre la prioridad, incluso sobre su propia hija?

Reflexioné sobre cada momento, cada decisión que mi madre había tomado, y me di cuenta de que, en cada caso, el bienestar del planeta había sido lo primordial. No pude evitar sentir una punzada de duda, una sombra de inseguridad que se infiltró en mis pensamientos.

Yo amaba a mi planeta, pero amaba más a mi familia: mamá, papá, Altair, el tío Arcturus… Ellos me impulsaban a defender el honor de nuestra corona.

Sin decir una palabra más, le hice una reverencia manteniendo mi expresión neutral, aunque por dentro sintiera una mezcla de tristeza y confusión. Sabía que muchos nos observaban con curiosidad, esperando que las palabras de la reina hubieran sido de aliento, pero la realidad estaba lejos de ello.

Me giré hacia Altair, mi primo, y le hice una reverencia también, siguiendo el protocolo. — Alteza.

Sin embargo, antes de que pudiera volver a erguirme, el príncipe heredero se lanzó hacia mí, envolviéndome en un abrazo fuerte y cálido, ignorando por completo las normas de etiqueta. Sentí sus brazos alrededor mío, y por un momento, toda la rigidez y la compostura se desvanecieron. Devolví el abrazo, aunque con más delicadeza, sintiendo el peso de la despedida en cada latido de mi corazón.

— Eres la persona más valiente que conozco —murmuró Altair, su voz temblaba ligeramente de emoción—. Te echaré mucho de menos, Evren.

Nos separamos, pero nuestras manos se quedaron entrelazadas por un instante más. Miré a Altair a los ojos, viendo en ellos la misma mezcla de miedo y esperanza que sentía en mi interior.

Era extraño pensar que, mientras yo partía hacia lo desconocido, él se quedaba atrás para quedar en manos de un gobierno que, en teoría, debía liderar. Quise decirle que todo estaría bien, que haría un gran trabajo, pero las palabras se quedaron atascadas en mi garganta.

— Prométeme que te cuidarás —habló, suplicante.

Asentí, forzando una sonrisa para aliviar su preocupación.

— Lo haré, lo prometo.

Mientras nos despedíamos, sentí una punzada de culpa al dejar a Altair, un joven que, aunque noble de corazón, estaba atrapado en un papel para el cual nunca había sido preparado. Sabía que lo haría bien, que tenía el potencial para ser un gran líder, pero no pude evitar preocuparme por él, por cómo manejaría las presiones de la corona y el gobierno ahora que yo no podía apoyarlo de cerca.

Con esos pensamientos pesados en mi mente, me volví hacia mis padres. Cada paso hacia ellos era como un recordatorio de lo que estaba dejando atrás, de la vida que conocía y de las personas que amaba.

Me detuve frente a ellos, tomando un respiro profundo para armarme de valor para esta última despedida.

Mi padre fue el primero en adelantarse, su postura rígida y su rostro serio mientras me miraba con esos ojos azules que siempre habían sido un reflejo de seguridad para mí.

— Mis hombres te acompañarán hasta que te hayas instalado en el Palacio Imperial —habló, señalando el grupo de guardias reales que rodeaban la nave con firmeza.

Asentí, esperando que dijera algo más, tal vez una palabra de ánimo o un gesto de cariño. Pero él simplemente inclinó la cabeza en forma de despedida y dio un paso atrás.

La decepción me golpeó como una ola fría.

¿Eso era todo? ¿No habría palabras más personales? ¿Un abrazo? ¿Aunque fuera breve?

Me mordí el labio, tratando de ocultar mi desilusión. Sabía que mi padre no era el más expresivo, pero había esperado un momento más íntimo antes de partir.

Mi madre carraspeó, llamando mi atención.

Ella se acercó a mí con una expresión que intentaba ser serena, aunque noté la tensión en sus ojos. Con delicadeza, ajustó las hombreras de mi fina capa, un gesto que siempre había hecho cuando yo era niña, preparándome para eventos importantes.

— Estoy lista —le dije, tratando de infundir confianza en mi voz.

— Lo sé —respondió, su tono inusualmente suave. Luego, en un tono más autoritario, añadió—: Recuerda que debes comunicarte conmigo todas las semanas, y cuidar que nadie escuche la conversación. Infórmame de cada paso que des. Sé rápida en encontrar un matrimonio conveniente y ten cuidado con las trampas que el Emperador pueda tenderte.

Sus palabras eran mecánicas y calculadas, como las de un droide, enfocadas en el deber y la estrategia. Pero sentí un destello de miedo atravesarme. Los riesgos eran reales, y las advertencias de mi madre solo subrayaban lo peligroso de la misión.

Mamá pareció notar la sombra de temor en mi rostro y, por primera vez en mucho tiempo, vi como estiraba sus labios en una sonrisa de verdadero ánimo. Me acercó más a ella y depositó un beso suave en mi frente, un gesto que me sorprendió por su ternura.

— Confío en ti, Evren —murmuró por lo bajo—. Sé que me harás sentir orgullosa.

Me quedé quieta, absorbiendo cada palabra. Las frases de mi madre eran un bálsamo para mi corazón, un recordatorio de que, a pesar de todo, creía en mí. Sin embargo, no pude evitar recordar las palabras de Aganne, su fría afirmación de que mi madre siempre antepondría Yetune a mí. Intenté no dejar que esas palabras me afectaran, enfocándome en el momento presente, en el cariño y la confianza que ella me estaba mostrando. Asentí y con una última mirada a mis padres, me despedí de ellos dirigiéndome hacia la nave.

A cada paso, los vítores de la multitud se hacían más fuertes, el pueblo me estaba deseando suerte en la búsqueda de un marido… o quizás en sobrevivir. Mientras subía la rampa de la nave, giré una última vez para mirar a mi familia, grabando sus rostros en mi memoria.

La puerta de la nave se cerró detrás de mí, y con ella, se abrió un nuevo capítulo de mi vida.



【...】



El Palacio Imperial era un inmenso edificio situado en el Distrito Palaciego en Coruscant.

Estaba hecho de una roca gris-verdosa pulida y cristales reflectivos, el resplandor de la iluminación de paneles fosforescentes, esferas brillantes y las franjas de esencia electrolumínica, mantenían la estructura en medio de un chorro de luz resplandeciente. Parecía ser la mezcla de un castillo y una pirámide.

Los invitados estábamos hospedados en la Planta Presidencial de Invitados, parecía haber sido tallada a mano en madera de Fijisi.

El interior era inmenso, y parecía un laberinto interminable con la cantidad de puertas de acero que decoraban los pasillos, el número de salas y habitaciones sólo parecían crecer más y más. Pensé que si alguien se moría en una de ellas, tardarían meses en encontrarle, o quizás hasta un año. Tanto recorrido era simplemente abrumador y la frialdad del ambiente me hacía estremecer hasta la punta de los dedos de mis pies.

Por suerte no estaba sola para perderme: me acompañaba una hermosa twi'lek de piel rosada y ojos verdes; era alta, me sacaba dos cabezas, y tenía un par de tentáculos gruesos y largos que sobresalían de su cráneo hasta el centro de su espalda. Se llamaba Veyra y fue la encargada de recibirme nada más salir de mi nave, en las puertas del Palacio Imperial.

También se las había arreglado para espantar a los guardias de mi padre, aunque sabía que permanecían discretamente cerca del edificio en caso de alguna inconveniencia.

Decidí intentar iniciar una conversación para aliviar la tensión que sentía:

— Me perderé muy fácilmente por los pasillos del palacio —comenté a la ligera—, espero que se me otorgue un mapa como regalo de bienvenida —añadí con algo de humor, tratando de disipar la molesta incomodidad entre nosotras.

Veyra, sin mirarme a los ojos, respondió: — Habrá un grupo de stormtroopers acompañándola siempre que salga de sus aposentos, señora.

Sentí curiosidad del porqué no se atrevía a encontrar mi mirada, pero no dije nada al respecto y asentí con desgana.

No me gustaba la idea de ser perseguida por soldados de asalto imperiales a todas partes, pero sabía cuánto desconfiaba el Emperador de mí al ser parte del Gobierno de Yetune. La sensación de ser vigilada constantemente era sofocante, pero tendría que acostumbrarme a ello si quería cumplir mi misión.

Continuamos caminando en silencio, el eco de nuestros pasos resonando en los pasillos vacíos. No pude evitar preguntarme si Veyra era más que una simple acompañante: el emperador no dejaba cabos sueltos, y ella bien podría ser una espía encargada de reportar cada uno de mis movimientos. La idea me llenó de inquietud. Tendría que ser cautelosa y astuta, más de lo que jamás había sido.

Finalmente, llegamos a los aposentos que me habían asignado. Veyra se detuvo y se reverenció, lista para marcharse. Sin embargo, una intuición me hizo detenerla.

— Veyra, espera —mi voz la frenó de golpe, haciendo que se girara con cautela—. Vas a ser mi acompañante durante el tiempo que me quede aquí, ¿no? Me gustaría conocerte —le sonreí cortésmente, esperando que mi tono no sonara perspicaz—. ¿Por qué no pasas la tarde conmigo?

La twi'lek parecía sorprendida y algo resignada, pero no tuvo más remedio que acceder asintiendo y posicionándose a mis espaldas para que yo entrara primero.

Cuando entré a la habitación: me detuve en seco: era un espacio minimalista, con paredes blancas y negras, y una decoración casi inexistente. No había arte, no había calidez. Todo era frío y funcional, muy lejos de mis aposentos de ensueño en Yetune. En Yetune, mis habitaciones estaban llenas de colores cálidos, tapices bordados a mano y recuerdos de mi infancia. Aquí, no había nada que me recordara a casa.

Divisé una cama matrimonial blanca, con un mantón negro extendido cuidadosamente sobre el colchón. A los lados, había dos mesitas de noche, y a la izquierda se alzaba un enorme armario con las puertas abiertas, permitiéndome ver las perchas vacías del interior.

El contraste era desalentador. Miré a mi alrededor, sintiendo un nudo en el estómago. Tendría que adaptarme a este entorno hostil, alejado de mis gustos y preferencias. Me esforcé por no mostrar mi desagrado mientras fingía admirar los simples y aburridos muebles. Esta sería mi vida ahora, al menos por un tiempo, y tendría que adaptarme.

Me volví hacia Veyra, que estaba de pie junto a la puerta, observándome en silencio. Su expresión era impasible, pero algo en sus ojos me decía que entendía mi incomodidad. Decidí que, si iba a estar aquí, necesitaba empezar a conocer a las personas que me rodeaban, incluso si no podía confiar en ellas.

— Veyra —comencé suavemente, tratando de romper el hielo—, ¿cómo es la vida en el Palacio Imperial?

Veyra me miró por un momento antes de responder, su voz baja y cautelosa:

— Es un lugar de constantes vigilancias y
deberes. Todos aquí tienen un propósito, una función. No hay lugar para errores.

Asentí lentamente, digiriendo sus palabras. La twi'lek ni siquiera se había esforzado en darme una imagen agradable de cómo se vivía trabajando en el Imperio.

— ¿Qué hay del Emperador? —cuestioné, sentándome en la cama—. ¿Es amable? ¿Cómo os trata? ¿Sabes si podré reunirme con él pronto?

Veyra abrió ligeramente la boca para responderme pero la volvió a cerrar como si hubiera reflexionado rápidamente sobre ello. Indecisa, apartó la mirada a un lado y dejé de ver la apariencia de mujer firme que había logrado espantar a mis guardias.

— El Emperador es un hombre muy ocupado —habló, finalmente. Sus palabras parecían tan robóticas como las de mi madre antes de que yo partiera—. Solo tenemos la certeza de verlo cuando organiza los bailes y no sé nada de una reunión con usted al respecto, el servicio del palacio apenas se enteró de su llegada esta mañana.

Algo me sorprendió mucho más que lo último. — ¿Bailes?

La twi'lek asintió.

— Sí, señora. El Emperador suele organizar bailes al menos una vez al mes —me informó, entrelazando sus manos rosadas—, cómo el de esta noche. Se espera que usted también asista si no está muy cansada por el viaje.

Ah, bueno.

Mi intención había sido llegar, descansar, y más tarde reunir todo el coraje posible para hablar con el Emperador y hacerle saber mis intenciones: sonreírle a sus oficiales como una bonita princesa hasta lograr cazar alguno lo suficientemente tonto como para ser manipulado por mi madre pero también lo suficientemente poderoso como para quitar Yetune del punto de mira del Imperio. Nadie había dicho nada de bailar.

— ¿Bailes? —repetí atónita—. Quieres decir, ¿música, vestidos extravagantes, alcohol y…?

— Y cortejos —terminó Veyra por mí, asintiendo—. Si, señora. El Emperador fomenta las alianzas y el matrimonio de esta manera, es algo que particularmente… disfruta.

¿Cómo no? El Emperador Palpatine era un nabooiano, después de todo. Por supuesto que iba a disfrazar su placer por esta clase de eventos de la alta sociedad y hacerlo pasar por “actos de negociación”.

Agradecí que mis sirvientas se hubieran preocupado lo suficiente como para guardar en mi equipaje vestidos apropiados para una gala, debía causar buena impresión a los oficiales y ser una dama modesta solo estropearía las cosas.

— ¿Hay un código de vestimenta para el baile? —me atreví a preguntar, anticipando su respuesta.

Veyra asintió.

— No puede llevar un traje blanco al baile, señora.

Lo suponía: el Imperio odiaba el color blanco y solo los stormtroopers se daban el lujo de portarlo.

— ¿Y qué pasa con los representantes de Alderaan? —inquirí mencionando a nuestro planeta aliado, cuyo color significativo era ese.

Veyra apretó los labios con disconformidad. Sabía que estaba haciendo más preguntas de lo debido y que estaba profundizando en ellas. Me recordé a mí misma que todas las palabras de mi boca serían llevadas al Emperador y volví a recobrar mi compostura firme: no éramos los enemigos, así que no tenía porqué sospechar.

— Deben adaptarse a los códigos de vestimenta, señora —contestó la twi'lek—... de lo contrario serán expulsados inmediatamente o sancionados —concluyó antes de retroceder un paso hacia el umbral de la puerta—. Con su permiso, debo retirarme. Espero verla esta noche.

Le lancé una sonrisa forzada y asentí con suavidad. — Por supuesto, gracias por acompañarme.

Veyra inclinó la cabeza respetuosamente y se giró cerrando mi puerta tras ella. Mi sonrisa se borró y suspiré contemplando mi vacía y triste habitación. Inmediatamente extrañé mi palacio, a mis sirvientas, a mi primo, y a mis padres. Coruscant se podía comparar con la propia frialdad de Hoth.

La sensación de que estaba sola volvió a revolver mis tripas y un nudo se cerró en mi garganta. Estaba subiendo las escaleras que me llevaban a un futuro incierto, a un matrimonio con alguien que no conocía, y a una vida llena de cautela y recelo.

¿Debía llorar?

Mamá siempre decía que las lágrimas solo caían por los ojos de los débiles. Yo no quería ser débil, y mucho menos por un bajón emocional. Si ella había podido lidiar con un entrenamiento y una regencia a tan temprana edad entonces yo podría asumir las responsabilidades de casarme con el Imperio.

Me levanté de la cama para acercarme a las ligeramente empañadas ventanas de mi habitación: la vista daba a otra torre y me encontré tratando de mirar más allá de sus cristales. La mayoría de habitaciones parecían vacías hasta que dirigí mi mirada hacia el punto más alto de la torre.

Allí, había un cristal solitario, como si en esa planta no hubiera más que una habitación. Pensé que poniéndome de puntillas podría lograr mirar a través de ella, pero resoplé al darme cuenta de lo estúpida que me veía. Sin embargo, no pude evitar preguntarme quién se alojaba allí, ¿tal vez Palpatine?.

Sacudí la cabeza y me apresuré a sacar toda la ropa de mi equipaje para colocarla en el armario y escoger un vestido para el baile de hoy. Una pequeña sonrisa divertida se dibujó en mis labios al ver que el color blanco destacaba más que otros colores. A veces, mis sirvientas podían ser bastante… graciosas.

Aunque lo gracioso sería sin duda ver a los Altos Mandos del Imperio bailar esta noche por capricho del Emperador.

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