
𝟏𝟎| 𝙲𝚊𝚖𝚒𝚗𝚘 𝚊𝚕 𝚊𝚋𝚒𝚜𝚖𝚘
El motor rugía con fuerza constante mientras el coche negro atravesaba la autopista secundaria, dejando atrás los límites de la ciudad. El cielo nocturno se teñía de un azul profundo, sin estrellas visibles. Solo las luces opacas de las farolas y el reflejo de los neones lejanos iluminaban tenuemente el interior del vehículo.
Gustav conducía con precisión, su rostro serio, concentrado, los nudillos marcados por la tensión. Mantenía ambas manos firmes al volante, los ojos fijos en el camino, pero podía sentir la atmósfera asfixiante que se respiraba en los asientos traseros.
Detrás de él, reinaba el silencio.
Bill estaba sentado con la espalda pegada al respaldo, una pierna cruzada, y un pañuelo negro envuelto en su antebrazo derecho. Lo deslizaba con cuidado, limpiando la sangre que aún manchaba su piel. Había varias marcas de uñas... arañazos profundos. Algunas líneas rojas frescas, otras apenas abiertas, pero ardientes. Su mandíbula estaba apretada, y su expresión seguía endurecida desde el momento en que Yuri lo abofeteó. Aún no hablaba. No había dicho una sola palabra desde que subieron al coche.
A su lado, Yuri iba sentada contra la puerta.
Lo más lejos posible de él.
Sus ojos permanecían fijos en la ventana, pero no veía el paisaje. Solo su reflejo: una chica con el cabello rosa alborotado, ojeras marcadas y una chaqueta prestada que le quedaba grande. Las manos le temblaban sobre las rodillas, y las uñas estaban sucias, quebradas... como si representaran todo lo que había perdido en menos de una semana.
El silencio pesaba.
Era sofocante. Hasta que Gustav habló, rompiéndolo con una voz seca:
Gustav: Georg y Tom se adelantaron. Ya están en el circuito. Preparan las apuestas.
Bill no reaccionó.
Solo siguió frotándose el brazo con el pañuelo, con una lentitud inquietante. El borde de su lengua rozó el piercing de su labio inferior. La mirada seguía clavada al frente, pero no veía la carretera. Veía el momento en que Yuri lo golpeó. La chispa en sus ojos. El desafío. Y luego... la súplica. La sumisión.
Un torbellino de emociones giraba dentro de él, en silencio.
Gustav: ¿Te duele? —murmuró Gustav, mirando por el retrovisor hacia Bill.
Bill levantó los ojos apenas. La sonrisa que se dibujó en sus labios fue amarga, torcida.
Bill: He tenido cosas peores... pero no esperaba que esa cría tuviera garras.
Yuri apretó los puños no dijo nada. Ni una palabra. Quería desaparecer.
Bill giró lentamente el rostro hacia ella, como si acabara de recordar su presencia. Sus ojos la recorrieron sin pudor, sin prisa, deteniéndose en su cuello, en su mejilla marcada, en la línea temblorosa de su mentón.
Bill: ¿Sabes qué es lo que más me molesta, muñeca? —dijo en voz baja, casi como un susurro venenoso— No que me hayas arañado. Ni que me abofetearas. Eso lo hacen las niñas asustadas. Me molesta que... por un segundo, creí que habías entendido.
Yuri lo miró, aterrada.
— ¿Entendido qué?
Bill se inclinó ligeramente, acercándose a ella con lentitud, pero sin tocarla.
Bill: Que esto no es un juego —su voz ahora era áspera— Que aquí no hay buenos ni malos. Solo hay dueños... y hay pertenencias.
Ella retrocedió más, empujándose contra la puerta, sintiendo el frío del metal en la espalda.
— No soy tuya... —susurró con rabia contenida.
Bill sonrió pero no una sonrisa alegre. Sino una expresión oscura, torcida, que helaba la sangre.
Bill: No todavía —dijo simplemente, y volvió a recostarse en su asiento como si nada— Pero todo llega. Todo cae. Todo se quiebra.
Gustav carraspeó incómodo desde el frente.
Gustav: Cinco minutos más. Hay retenes falsos en la entrada. Las cámaras están cubiertas, y los autos ya están alineados.
Bill: Perfecto —respondió Bill con frialdad.
Sacó de su chaqueta una cajetilla de cigarrillos y encendió uno con una calada larga. El humo llenó el interior del vehículo, mezclándose con el silencio espeso.
Yuri cerró los ojos.
Sintió cómo su pecho se cerraba, cómo el aire se volvía más pesado. Quiso abrir la puerta y saltar. Quiso correr sin mirar atrás. Pero no podía.
. . .
Las ruedas del coche se detuvieron frente a una vieja bodega abandonada transformada en el epicentro de una noche ilegal. Faros potentes iluminaban la pista improvisada. El asfalto agrietado estaba decorado con marcas de pintura, luces de bengala y fogatas improvisadas donde algunos hombres bebían, fumaban y reían como animales hambrientos. Sonaba música estridente, una mezcla de techno y beats industriales que vibraban en el aire como una amenaza constante.
Al bajar del vehículo, Bill Kaulitz no necesitó que nadie lo anunciara.
Su sola presencia alteró el ambiente como una carga eléctrica. Cada paso que daba era firme, seguro, arrogante. Fumaba como si el mundo entero fuera solo un escenario para su dominio.
A su lado, Gustav caminaba serio, silencioso y detrás, Yuri.
Ella bajó del auto por obligación. Su ropa oscura entallada, las botas de plataforma, y el maquillaje que otra mujer le había aplicado a la fuerza esa tarde hacían que su cuerpo gritara sensualidad, pero sus ojos... sus ojos la delataban. Miraba todo como si fuera un animal arrojado a una jaula de leones. El cabello rosa algo revuelto, las mejillas aún rojas por la tensión, y el brillo apagado en la mirada revelaban que no estaba allí por elección.
Muchos voltearon a verlos y no solo por el coche rojo que rugía como una bestia detrás de ellos.
Sino porque Bill Kaulitz era un espectáculo.
Liu: ¡Kaulitz! —exclamó una voz potente, masculina, cargada de entusiasmo.
El asiático, alto, trajeado, de expresión firme y dientes blancos perfectos, se acercó con los brazos abiertos. Era uno de los capos de la red que había contratado a Tokio Hotel para el secuestro de las mujeres. Aunque sonreía, sus ojos estaban llenos de cálculo.
Liu: Wow... te ves impresionante. Como siempre —dijo, estrechando la mano de Bill con fuerza.
Bill respondió con una sonrisa ladina, los labios apenas curvados.
Bill: Tú sabes que me gusta hacer entradas memorables.
El asiático desvió la mirada hacia Yuri. La recorrió con descaro de pies a cabeza.
Liu: ¿Y ella? ¿Una de las piezas ya seleccionadas?
Antes de que Yuri pudiera siquiera retroceder, Bill colocó una mano sobre su espalda, presionándola ligeramente hacia adelante. Era una caricia disfrazada de amenaza.
Bill: Nadie importante —respondió con frialdad— Solo irá al lado mío en la carrera. No se preocupe.
El hombre alzó las cejas, sorprendido, pero soltó una risa seca.
Liu: A tiempo y ya con la compañera de carrera... sigues sorprendiéndome, Kaulitz.
Bill: Lo mío es romper expectativas.
Bill le guiñó un ojo, y ambos caminaron a través del caos organizado.
Pasaron por un grupo de mecánicos, por chicas en ropa diminuta que tomaban fotos con los corredores, por los autos lujosos que brillaban como joyas mortales bajo la luz artificial. Hombres apostaban sumas de dinero con gritos, golpes de mano y risas sucias. Había olor a gasolina, sudor, humo y adrenalina.
Bill: Ese —dijo Bill, señalando su auto.
Un coche rojo cereza, brillante, con luces negras como ojos de lobo. El motor estaba encendido, ronroneando bajo el capó como una bestia viva. Las puertas aún cerradas, la pintura reluciente. Una obra de arte... para un asesino elegante.
Liu: Suerte, Bill —dijo el asiático, ya alejándose para revisar otras apuestas.
Bill se volteó lentamente, sonriendo con ese aire arrogante que siempre lo envolvía.
Bill: No la necesito.
Mientras él soltaba el cigarro, Gustav ya empujaba con disimulo a Yuri hacia el lado del copiloto. Ella intentó resistirse, retrocediendo.
— No quiero... ¡no quiero subir ahí! —dijo con un hilo de voz.
Gustav: No es una opción —respondió Gustav entre dientes, empujándola.
Yuri cayó sobre el asiento, el cuerpo tenso, las manos temblando. Sintió el calor del cuero del asiento, el olor a gasolina y perfume costoso. La puerta se cerró con un golpe seco.
Bill dio una última calada a su cigarro, lo arrojó al suelo y entró al vehículo por el lado del conductor. Se sentó, colocó ambas manos en el volante y estiró el cuello hacia un lado, haciendo crujir los huesos.
Bill: ¿Nerviosa? —preguntó, sin mirarla.
Yuri no respondió.
Su mirada estaba fija en el parabrisas. No quería ver nada. Ni a él. Ni a lo que venía.
Bill: Vas a ver algo hermoso esta noche —murmuró Bill— La velocidad tiene una forma muy particular de recordarte que estás viva... justo antes de querer morir.
El rugido de los motores retumbó como un trueno en la noche. Las luces de neón parpadeaban sobre los vehículos que, alineados en la línea de salida, vibraban como bestias hambrientas a punto de desatarse. La cuenta regresiva resonó como latidos intensos de un corazón al borde del colapso.
3... 2... 1...
Los autos se dispararon como proyectiles en una pista improvisada entre callejones industriales, polvo y humo alzándose en su estela. Bill sonrió con la misma calma con la que un depredador caza: confiado, letal, y absolutamente encantado por el peligro.
Su auto rojo brillaba como sangre viva bajo las farolas apagadas. El rugido del motor era una sinfonía para él. Con una mano en el volante y la otra ajustando los cambios, su cuerpo se movía con la precisión de quien no solo domina el auto, sino que lo siente como una extensión de sí mismo.
A su lado, Yuri apretaba el borde del asiento con las uñas clavadas en la tapicería, los nudillos blancos, la mirada fija en el frente mientras el mundo se convertía en una mancha borrosa de luces y sombras.
— ¡¿Estás loco?! —gritó por encima del rugido del motor.
Bill soltó una risa oscura, sin apartar la vista de la carretera.
Bill: Un poco, sí... Pero eso lo hace más divertido.
En una curva cerrada, tomó el freno de mano, giró el volante con fuerza y el coche derrapó con elegancia, dejando marcas negras sobre el pavimento. El chillido de los neumáticos desgarraba el silencio. Otros vehículos los seguían, unos más agresivos, otros apenas manteniéndose al día.
Uno se acercó peligrosamente al costado izquierdo. Yuri lo vio por la ventana y gritó, pero Bill solo giró el volante con una precisión cruel, empujando su coche contra el otro, forzando una colisión leve.
El auto rival perdió el control y chocó contra un contenedor. Fuego y chispas llenaron el aire. Yuri se cubrió la cara, pero Bill no se inmutó.
Bill: Uno menos, —murmuró con una sonrisa torcida, mientras se limpiaba la sangre seca del brazo con una servilleta grasosa. El arañazo de Yuri ardía, pero no más que la euforia que lo recorría de pies a cabeza.
Yuri se giró hacia él, con el cabello rosa desordenado por el viento que entraba a través de la ventanilla apenas bajada.
— ¿Por qué me trajiste aquí? ¿Qué mierda estás intentando demostrar?
Bill entrecerró los ojos. Por un segundo, su sonrisa desapareció. Luego volvió, aún más siniestra.
Bill: Que no puedes escapar de mí. Que incluso en el caos, estás mejor a mi lado que huyendo. —Y luego, burlón— Y porque me gusta el sonido que haces cuando estás asustada.
Aceleró de nuevo, esquivando una pila de neumáticos que otro auto derribó en medio de la pista. Gustav les avisaba por radio que Tom iba a la cabeza, pero Bill no parecía preocupado.
— ¿Crees que ganarás? —preguntó Yuri, sin poder evitarlo.
Bill: Yo no compito para ganar. Compito para recordarles quién soy.
Subieron una pendiente y el auto se deslizó levemente al aterrizar del otro lado como un misil rojo. El volante tembló en sus manos, pero él no perdió el control.
Entonces, al girar otra esquina, apareció una barricada improvisada con tambores y un grupo de personas saltando y aplaudiendo a un costado. La ruta se dividía en dos caminos: uno recto pero angosto, el otro en espiral por un puente semi destruido.
— ¡Por ahí no, Bill! —gritó Yuri al ver el puente.
Bill: Exactamente por ahí. —Y giró a la izquierda con una maniobra suicida.
El coche comenzó a subir por el puente. A su alrededor, autos evitaban esa ruta. Solo dos más lo siguieron. Cada tabla del puente crujía bajo el peso del coche. Algunas estaban rotas. Una rueda resbaló. Yuri soltó un grito ahogado. Bill, sin inmutarse, mordía su labio inferior, concentrado.
Y entonces... el salto.
El puente terminaba con una distancia de tres metros al siguiente tramo. El auto voló. Yuri sintió que el corazón se le detenía. Por un segundo solo existió el cielo nocturno, las luces, y el sonido del motor rugiendo en el aire.
El auto aterrizó. El chasis raspó el asfalto con una lluvia de chispas, pero continuaron avanzando.
— ¡Estás loco! ¡¡Podríamos haber muerto!! —chilló Yuri.
Bill volvió la cara, el cabello revuelto, el rostro brillante de sudor y furia viva.
Bill: Pero no lo hicimos. Porque cuando estás conmigo, la muerte se aburre.
Pero antes de que pudiera seguir hablando un auto llego a toda velocidad.
—¡Cuidado!—Grito Yuri pero era tarde, el mundo dio vueltas. Literalmente.
El auto de Bill giraba violentamente, como una peonza descontrolada. Metal contra metal, el rechinar desgarrador de la carrocería arañando el asfalto. El cinturón de seguridad apretaba con fuerza el pecho de Yuri mientras su cabeza golpeaba con fuerza contra el costado.
Todo quedó en silencio. Humo. Vidrios rotos. La alarma del auto sonando intermitente. Un zumbido agudo le reventaba los oídos. Yuri no se movía. Su cuerpo estaba inerte, los ojos entrecerrados, la sangre bajándole por la frente. En ese limbo entre la conciencia y la oscuridad, recordó...
Su madre, cantándole de niña mientras le acariciaba el cabello rosado con dedos suaves y tibios. Kyle, riendo mientras la subía en sus hombros en el parque una sensación de calor, de hogar, de pertenencia... Todo lo que ya no existía.
Entonces, una presión brutal en el pecho.
Gustav: ¡Vamos! ¡¡Despierta, maldita sea!! —gritó Gustav, con la voz temblando, golpeándole el pecho una vez más.
Yuri abrió los ojos de golpe, jadeando como si regresara de la muerte. Se incorporó de golpe, tosiendo, con las manos temblorosas buscando apoyo.
Gustav: T-Tranquila... ya estás bien —dijo Gustav, visiblemente aliviado— Te desmayaste. El cinturón evitó que salieras volando.
Ella parpadeó, confundida. La vista aún borrosa, los oídos zumbando. Entonces escuchó a lo lejos las voces de Tom y Georg ayudando a Bill a salir del auto, sacudiéndose el polvo.
Bill cojeaba, con sangre bajándole por la ceja y el brazo dislocado. Pero estaba vivo. Maldito, endemoniadamente vivo. Gruñía como una fiera, furioso... no por el accidente, sino por ella.
Bill: ¡¿Qué mierda hiciste, idiota?! —gritó mirando hacia el coche siniestrado, su mirada clavada como cuchillas en Yuri.
Gustav se puso delante de ella, en una defensa automática.
Gustav: ¡Cálmate, Bill! ¡Fue Dominic! ¡Ese bastardo te embistió a propósito!
Pero Bill no escuchaba razones. Su rostro, manchado de sangre y sudor, se contorsionaba en pura rabia.
Bill: ¡Iba ganando! ¡Iba controlando todo, y entonces la princesa abre su maldita boca para distraerme!
— ¡Te estaba salvando, imbécil! —gritó Yuri, con la voz ronca, aferrándose al asiento destruido mientras intentaba salir— ¡Te salvé el culo!
—Bill: Yo no necesito que nadie me salve! ¡Mucho menos tú!
Se acercó con pasos torpes pero amenazantes, el brazo colgándole parcialmente, los ojos encendidos.
Georg: ¡Bill, retrocede! —ordenó Georg, sujetándolo del hombro con fuerza— ¡Estás herido, joder!
Bill: ¡Suéltame! —rugió.
Tom apareció detrás, con la chaqueta empapada en sudor y humo, y lo tomó por el otro lado. Entre los dos lo apartaron antes de que pudiera alcanzar a Yuri.
Gustav ayudó a la chica a salir del coche siniestrado, su cuerpo cubierto de rasguños, el maquillaje corrido por el llanto y el sudor.
Yuri no podía dejar de temblar.
Las luces, la gente corriendo, el caos alrededor... todo era un infierno cinematográfico. Pero lo peor no era el auto en llamas ni el dolor físico. Era la mirada de Bill, como si la odiara más de lo que jamás la había deseado.
Bill: Esto no se va a quedar así —escupió él, antes de que Tom lo empujara hacia atrás.
Yuri tragó saliva, el corazón martillándole el pecho.
— ¿Y qué más podrías hacerme que ya no me hayas hecho?
Gustav la tomó del brazo, llevándola hacia una de las camionetas alejadas del lugar. El frío de la noche comenzaba a colarse, mordiendo la piel rota. Mientras caminaba, volteó la cabeza para mirar por última vez a Bill.
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