
𝟎𝟗| 𝙴𝚕 𝚙𝚊𝚌𝚝𝚘 𝚍𝚎𝚕 𝚛𝚎𝚢
El vapor aún flotaba en el aire. La puerta estaba a punto de cerrarse tras Bill Kaulitz cuando su voz temblorosa, rota pero cargada de algo nuevo —desesperación, miedo, quizás un gramo de esperanza envenenada— lo detuvo.
— Espera... —susurró Yuri desde la tina, apretando la toalla contra su pecho, temblando, sus labios aún morados de frío— ¿Qué... qué quieres a cambio?
Bill se quedó quieto un segundo, su silueta apenas delineada por la luz tenue del pasillo. Luego la puerta volvió a abrirse lentamente con un chirrido lento, macabro.
Sus botas resonaron sobre las baldosas húmedas mientras se acercaba. Sus ojos oscuros se clavaron en los de ella, y su sonrisa torcida, venenosa, apareció de nuevo.
Bill: ¿A cambio? —repitió con voz ronca, con ese tono casi burlón que la hacía sentir como si el suelo bajo ella se abriera— Qué linda forma de preguntar.
Se agachó, quedando a su altura. El cabello oscuro de Bill caía por un lado de su rostro, enmarcando esos ojos penetrantes que no parpadeaban. El brillo que tenían no era de ternura... era hambre. Pura, cruda y aterradora.
Bill: Quiero muchas cosas, Yuri Song Moon —murmuró, pasando la yema enguantada de un dedo por su mejilla húmeda, como si marcara territorio— Tu cuerpo... para usarlo como me plazca. Tu alma... para moldearla a mi antojo. Tu virginidad... porque me gusta lo que nadie ha tocado. Y tu aliento... cada maldito suspiro que des, quiero que sea por mí. Por miedo... por placer... por dolor. Me da igual.
Yuri se quedó sin palabras.
El aire pareció desaparecer de la habitación.
Sus lágrimas corrían por sus mejillas como ríos silenciosos.
Pero no apartó la mirada.
Él inclinó la cabeza ligeramente, divertido por su osadía, por su resistencia débil, como si aún creyera que podía ganarle en su propio infierno.
Bill: ¿Todavía crees que tienes opción? —susurró él, con voz sedosa— Esto no es un trato, amor. Esto es una advertencia disfrazada de cortesía.
Ella apretó los dientes, tragando saliva con dificultad.
— ¿Y si digo que no?
Bill se echó a reír. Una risa oscura, áspera, llena de desdén.
Bill: Entonces, voy por Kyle. —Se inclinó, murmurándole al oído— Y luego, por tu madre.
Yuri soltó un jadeo ahogado.
Bill se enderezó con lentitud, deleitándose en el silencio que dejó tras esas palabras.
Bill: Pero si cooperas, muñeca —añadió con suavidad venenosa—, quizás me sienta... generoso. Tal vez tengas un baño todos los días. Tal vez hable con el doctor que atiende a tu madre. Tal vez no le rompa el cuello a tu amiga.
Se dirigió a la puerta, esta vez sin prisa. Pero antes de salir, volvió a mirarla por encima del hombro.
Bill: Decídelo pronto. Yo soy paciente... pero mis impulsos no lo son.
La puerta se cerró.
El eco de sus palabras quedó suspendido como el humo de su cigarro.
. . .
El celular vibró sobre la mesita de noche.
Bill lo tomó sin cambiar de expresión. Aún llevaba la camisa húmeda por el vapor del baño, y sus guantes descansaban al borde de la cama, como serpientes dormidas. En la pantalla apareció un nombre codificado: "Dragón".
Respondió sin entusiasmo, apoyando la espalda en el respaldo de la cama y cruzando una pierna sobre la otra.
Bill: ¿Qué quieres? —murmuró en alemán, sabiendo que su interlocutor entendía.
Del otro lado de la línea, una voz masculina, grave y con marcado acento asiático, sonó con una sonrisa implícita:
??: Quiero felicitarte, Kaulitz. Veintiocho mujeres esta semana. En tres días. Y por lo que me dijeron tus hombres, la cifra se va a completar antes de lo acordado. Eres... eficiente.
Bill sonrió de lado, mirando sus propias uñas, como si las palabras de aquel hombre no fueran más que una obviedad.
Bill: Cumplo lo que prometo. Siempre.
??; Eso ya lo sé. Por eso quiero invitarte esta noche —dijo el asiático— Un socio mío organiza una carrera en las afueras, en el circuito de Daecheon. Será algo privado. Vehículos caros. Dinero sucio. Adrenalina. Te gustará.
Bill guardó silencio por un momento.
Sus ojos viajaron hasta la puerta del baño, aún entreabierta. El vapor todavía salía como un suspiro lento. Yuri seguía adentro. No se escuchaban movimientos. Sigue escondiéndose de mí..., pensó, con una media sonrisa torcida. Perfecto.
Bill: Acepto —respondió al fin— Pero con una condición.
??: ¿Cuál?
Bill: Yo compito.
Del otro lado, el silencio duró apenas tres segundos. Luego, una risa seca.
??: Kaulitz, tú no necesitas demostrar nada.
Bill: No es por demostrar —replicó Bill, su voz ahora con un filo peligroso— Es por divertirme. Si el premio es alto, me interesa. Solo asegúrate de que el circuito esté a la altura.
??:Hecho. Pero si tú compites, todos apostarán por ti.
Bill: Mejor para mí. —Y colgó sin despedirse.
Bill dejó el teléfono a un lado y se levantó. Fue hasta la cómoda, sacó su chaqueta negra con el logo en la espalda —una calavera con alas y la palabra "Inferno" bordada en rojo— y se la colocó con precisión. Sus movimientos eran felinos, calculados, como si la violencia estuviera a milímetros de explotar en cada uno de ellos.
Abrió la puerta, y su mirada volvió a posarse en el baño.
No dijo nada.
No le importaba si Yuri salía o no.
Se iba a acostumbrar... o se iba a romper.
Marcó otro número en su celular y esta vez sí habló en voz más alta.
Bill: Gustav, arma todo. Esta noche salimos. Avísale a Georg, a Tom y a los chóferes. Quiero mis dos autos listos. Y el maletín negro. Con el contenido completo.
Gustav: ¿Vamos armados?
Bill: Por supuesto —respondió con tono aburrido— Siempre se necesita un plan B. No olvides las máscaras, y dile a Tom que esta vez no puede ir borracho.
Gustav: Hecho.
Colgó.
Luego se acercó al espejo grande de la habitación y encendió un cigarro. Se quedó observando su reflejo durante largos segundos. El humo subía en espirales lentas.
Era un dios en un infierno que él mismo había construido.
Con el cuerpo de mujeres rotas.
Con las carreras clandestinas y la sangre de enemigos.
Con el control absoluto de todo lo que tocaba.
Yuri seguía siendo una pieza nueva. Que aún no encajaba. Que aún no se doblaba del todo.
Pero lo haría, porque todo en la vida de Bill Kaulitz —todo— se terminaba rindiendo a sus pies.
Con el cigarro entre los labios, abrió un cajón y sacó una llave pequeña. Se la metió en el bolsillo interior de la chaqueta. El eco de sus botas aún resonaba en los pasillos cuando Bill decidió hacer una última parada antes de salir. No por obligación. Ni por necesidad.
Sino porque su mente no podía dejar de pensar en ella... en cómo reaccionaría, en si seguiría llorando, en si finalmente había entendido que no había escapatoria. En ese estado de sumisión, de vulnerabilidad, de quiebre.
Empujó la puerta sin golpear. El sonido de las bisagras fue seco.
Yuri se encontraba de pie, junto a la cama. Vestía la ropa que alguien —alguna mujer cómplice, o quizás una de las chicas ya quebradas— le había dejado sobre una silla. Un pantalón de cuero ajustado, una blusa corta y entallada de tela oscura, sin mangas, que dejaba ver parte de su espalda vendada por la herida reciente del chip. El cabello rosa caía en mechones sobre su rostro.
Cuando lo vio entrar, el miedo la invadió como una sombra densa. Se tensó por completo.
Bill: Nos vamos —dijo Bill con voz seca, tomando su brazo sin previo aviso.
— ¡Suéltame! —gritó Yuri, con la voz quebrada, dándole un manotazo para liberarse.
Pero fue más allá.
Por un instante... por un impulso que cruzó la línea de la desesperación... lo abofeteó.
Un golpe directo en la mejilla.
El silencio que siguió fue absoluto. Como si incluso las cámaras se hubieran detenido.
Bill quedó estático. La marca de su mano apenas visible, pero presente.
Sus ojos... cambiaron. Yuri supo en ese instante que había cometido un error.
Uno grave.
Antes de que pudiera reaccionar, él ya la tenía tomada del cuello con una sola mano.
Su fuerza era brutal. El aire abandonó los pulmones de Yuri de inmediato. Sus pies se despegaron apenas del suelo mientras su cuerpo se arqueaba por reflejo.
Bill: Escúchame, perra —escupió él, sus ojos inyectados de furia contenida— Harás lo que yo diga... cuando yo lo diga... y como yo lo diga.
Sacó el arma de su chaqueta con la otra mano y la acercó al abdomen de ella, presionándola contra la tela del pantalón.
Bill: ¿O prefieres un pase libre?
Yuri apenas podía respirar.
El cañón del arma helaba su piel, incluso a través de la ropa.
Bill: ¿Quieres ir con tu madre al otro mundo esta noche, Song Moon? ¿O prefieres vivir un día más para verla agonizar lentamente?
Los ojos de Yuri se llenaron de lágrimas. Sollozaba sin hacer ruido. La garganta apretada. Sus uñas arañaban el brazo de él tratando de liberarse, pero era inútil.
Bill bajó lentamente la pistola y la soltó.
Ella cayó al suelo con un jadeo ahogado, tosiendo, llevándose las manos al cuello enrojecido.
Bill: Aprende algo de esto —murmuró él, agachándose para quedar a su altura— Aquí no se te permite soñar con libertad. Ni siquiera con dignidad. Eres mía, ¿entiendes?
Ella lo miró con los ojos empapados. Ni siquiera asintió. Estaba rota.
Bill se incorporó con lentitud y, mientras guardaba el arma, chasqueó los dedos hacia la puerta.
Gustav entró con una chaqueta en las manos. Miró a Yuri en el suelo, y luego a Bill, sin atreverse a decir nada.
Bill: Póntela —ordenó Bill— Vamos a una carrera. Vas a aprender cómo se gana poder de verdad. Y cómo lo pierden... los que me desafían.
Yuri temblaba.
Pero, con manos torpes y la voz apagada por el miedo, se levantó lentamente y obedeció.
Porque en ese mundo... negarse era un lujo que ya no podía permitirse.
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