
𝟎𝟕| 𝙴𝚕 𝚊𝚖𝚊𝚗𝚎𝚌𝚎𝚛 𝚗𝚘 𝚝𝚛𝚊𝚓𝚘 𝚙𝚊𝚣
La habitación estaba envuelta en penumbra.
Solo la luna, tímida y pálida, se colaba entre las rendijas de las persianas metálicas. El lugar olía a tabaco, cuero y perfume caro. En la cama amplia, Bill dormía de lado, su cabello revuelto sobre la almohada, con la sábana apenas cubriéndole la cintura. Su rostro, ahora relajado, contrastaba brutalmente con el monstruo que había explotado horas antes. En la misma cama, a unos metros, Tom roncaba suavemente, aún vestido a medias, con marcas de lápiz labial en el cuello y las muñecas.
Yuri seguía ahí. Tirada en el suelo, contra la pared.
El frío la había envuelto desde hacía horas, colándose entre las finas tiras de encaje de su camisón. Su piel se había erizado y sus labios estaban amoratados. Pero no pensaba moverse. No se atrevía. Ni siquiera para buscar una manta, ni siquiera para levantarse y alejarse de la corriente helada que venía del piso de mármol.
No quería acercarse a ellos. Ni siquiera lo pensaba. Prefería morirse de hipotermia antes que compartir calor con esos dos demonios.
Sus piernas temblaban. El collar metálico le pesaba más que nunca. La cadena colgaba con un tintineo sutil cada vez que se estremecía. El silencio era asfixiante, roto únicamente por el sonido de su respiración agitada y uno que otro murmullo inconsciente de los Kaulitz al dormir.
En algún punto de la madrugada, Yuri pensó en su madre.
Se imaginó a Kyle despertando en casa, dándose cuenta de que ella nunca volvió. Mirando el reloj. Llamando. Saliendo a la calle desesperada. Y su mamá... su mamá quizás ya la necesitaba. Quizás se había levantado con fiebre. Quizás había preguntado por ella en medio de un delirio.
El nudo en su garganta fue insoportable.
Tapó su rostro con ambas manos y lloró en silencio. No quería hacer ruido. No quería que la escucharan. El menor sonido podía traer consecuencias. Bill no dormía profundamente. Podía levantarse. Podía volver a gritar. A usar esa mirada suya que cortaba la piel como cuchillas.
¿Cuánto tiempo más iba a sobrevivir aquí?
Apretó los ojos, obligándose a dejar de llorar. Tenía que ser fuerte. Tenía que encontrar una salida. Recordar cada pasillo. Cada rostro. Cada voz. Tenía que resistir. Porque si no lo hacía... esos hombres acabarían con lo poco que quedaba de ella.
La puerta de la habitación seguía cerrada. Las cámaras parpadeaban en rojo, vigilantes, colocadas en las esquinas altas del cuarto. Aunque Bill y Tom durmieran, alguien más podía estar viéndola. El asiático, Gustav, Georg... o quizás más. Hombres sin alma, hombres que la habían marcado como parte del botín.
Yuri se acurrucó más en sí misma, llevando las rodillas al pecho.
Los minutos pasaban lentos. El tiempo parecía detenido en esa habitación decorada como un palacio depravado. Las paredes de terciopelo rojo. El espejo gigante frente a la cama. Las botellas vacías. Las esposas sueltas sobre el buró.
Era el infierno.
A las cuatro y media de la madrugada, Tom se giró en la cama y murmuró algo en alemán. Bill soltó un suspiro profundo, aún dormido. Yuri se estremeció. Se mantuvo quieta. Fingió dormir. Ojalá pudiera desaparecer. Fundirse con las sombras.
Pero no desapareció.
Siguió ahí. Helada. Temblorosa. Pero viva.
El amanecer llegó sin gloria.
Un rayo de sol dorado se filtró por las persianas metálicas, dibujando líneas de luz en el suelo frío donde Yuri aún permanecía encogida. Apenas podía mover los dedos. Sus articulaciones dolían, la piel de sus rodillas estaba enrojecida y sus músculos rígidos por la tensión y el frío. No había dormido. Solo parpadeado por momentos entre el miedo y el agotamiento.
El silencio absoluto fue reemplazado lentamente por los sonidos del mundo despertando: un auto alejándose a lo lejos, una puerta que se abría en otro pasillo, las cámaras girando con un zumbido apenas perceptible.
Bill fue el primero en moverse.
Se incorporó lentamente, sin abrir los ojos aún. Su cabello negro enredado, su torso desnudo lleno de tatuajes, la sábana cayendo por su cintura. Se frotó el rostro con ambas manos y soltó un bostezo largo, antes de tomar su celular de la mesita. Revisó algo. Y entonces, sin mirar aún a Yuri, murmuró:
Bill: Estás despierta, ¿verdad?
Su voz era ronca, grave, su tono adormilado. Pero aun así, no dejaba espacio a mentiras.
Yuri no respondió. No hizo ruido.
Bill: Te vi moverte. No te hagas la muerta —añadió sin mirarla aún.
Entonces, del otro lado de la cama, Tom también despertó. Su cabello trenzado estaba suelto, sus ojos aún pesados. Se sentó despacio y soltó una risa gutural mientras estiraba los brazos.
Tom: Mierda... ¿Qué hora es?
Bill: Pasadas las seis —respondió Bill, mientras se levantaba y caminaba descalzo por la habitación— Hoy hay que mandar a veinte más.
Yuri se encogió más contra la pared al verlo caminar hacia el armario.
Bill no parecía humano al amanecer. Parecía un depredador al que la noche apenas había recargado.
Tom: ¿Y la chica? —preguntó Tom, mirando hacia donde Yuri estaba.
Bill se detuvo. Se giró apenas y la observó. Sus ojos oscuros, intensos, se fijaron en ella. Por un instante, solo hubo silencio.
Bill: No es como las otras —dijo con voz baja.
Tom bufó.
Tom: ¿Ya empezaste con tus mierdas románticas? —bromeó, levantándose para ir al baño— No te encariñes con tus juguetes, hermano. Siempre terminas destruyéndolos más de la cuenta.
Yuri se tensó al escuchar eso. Apretó los labios. Las palabras "destruyéndolos más de la cuenta" le retumbaron como un eco cruel.
Bill caminó hasta la mesa donde había una cafetera. Sirvió una taza humeante y se la llevó a los labios, sin dejar de mirarla.
Bill: ¿Tienes hambre?
Ella no respondió. Lo miró con recelo. Su voz ya no sonaba somnolienta. Sonaba interesada. Como si estuviera disfrutando el pequeño juego.
Bill: Podría traerte algo de comer. Un abrigo. O... podría dejarte aquí, tirada como un perro. Tú eliges.
Yuri apretó los dientes.
— Quiero irme —susurró. Apenas audible.
Bill la escuchó.
Bill: ¿Irte? —repitió, divertido— ¿Adónde? ¿Con tu mamá moribunda? ¿Con tu amiguita Kyle?
Ella alzó la mirada al escucharlo mencionar sus nombres. Sus ojos ardían de rabia, pero también de terror. ¿Cómo sabía tanto?
Bill: No tienes escapatoria, Yuri. Lo único que puedes decidir es... qué tan fácil o difícil será esto para ti.
Tom salió del baño secándose las manos con una toalla.
Tom: ¿Aún no le pones el chip? —le preguntó a Bill.
Bill: No.
Tom: Hazlo. Hoy. Si se escapa, el asiático no va a estar contento.
Yuri tragó saliva.
— ¿Chip?
Bill se acercó con lentitud. Se agachó frente a ella. Sus guantes negros, impecables, descansaron sobre sus rodillas. Sonrió con una calma escalofriante.
Bill: Un rastreador, muñeca. Bajo la piel. Cerca de la nuca. Como en los perros. Así sabremos siempre dónde estás —le susurró con esa voz grave que parecía acariciar y cortar al mismo tiempo— ¿Ves? Aquí nadie se pierde.
Yuri giró la cabeza, conteniendo un grito.
Bill se incorporó.
Bill: Hoy empezarás tu educación. Pronto aprenderás a no gritar, a no llorar, a obedecer. Y si lo haces bien... quizás me apiade de ti y mande dinero a tu madre para que no muera como un perro en su cama.
Tom lo miró de reojo mientras se vestía.
Tom: Siempre fuiste el más retorcido de los dos.
Bill: ¿Y tú el más puto, no? —le contestó Bill con una media sonrisa.
Tom se rió y ambos salieron por la puerta, cerrándola tras ellos.
Yuri se quedó sola. El sol ahora inundaba parte del cuarto. La habitación de pesadilla parecía aún más absurda bajo la claridad. Como si la oscuridad no fuera solo física, sino permanente. Algo en su pecho se rompía más con cada amanecer.
Y sin embargo, algo en ella seguía latiendo.
Porque a pesar de todo, no estaba dispuesta a rendirse. No aún.
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