
𝟎𝟔| 𝙹𝚞𝚐𝚞𝚎𝚝𝚎 𝚍𝚎 𝚞𝚗 𝚖𝚘𝚗𝚜𝚝𝚛𝚞𝚘
Segundos después de que Bill la dejara sola, con el brazo adolorido y el corazón palpitando por el miedo, Yuri apenas tuvo tiempo de respirar antes de que la puerta de su celda se abriera de golpe.
Dos hombres altos, vestidos de negro, entraron sin decir una palabra. Uno de ellos le sujetó ambos brazos con brutalidad mientras el otro le colocaba una venda sobre los ojos. Yuri gritó, pataleó, suplicó, pero no fue escuchada. El miedo se le metió en los huesos como un frío que no podía sacudirse.
— ¡Déjenme! ¡Por favor! ¡Tengo una madre enferma! —gritaba entre sollozos.
No hubo respuesta.
Fue arrastrada por los pasillos como si no fuera más que un cuerpo, sin nombre, sin historia, sin valor. La llevaron a una habitación desconocida, donde el aire olía a perfume caro y una frialdad clínica. Cuando le quitaron la venda, estaba rodeada de mujeres maquilladoras, estilistas y otras que no dijeron una sola palabra. Solo trabajaban.
La desvistieron a la fuerza. La ducharon sin delicadeza. Le cortaron las uñas, la vistieron con un camisón de encaje blanco que parecía demasiado frágil para proteger algo. Después, alguien colocó en su cuello un collar de cadena gruesa, como si fuera un maldito perro. Cuando trató de quitárselo, le dieron una descarga. Pequeña, pero suficiente para que gritara.
Una de las mujeres le pintó los labios de un rosa pálido. Otra le rizó el cabello y aunque su cabello seguía siendo rosado en tonos pastel, una peluca rubia fue colocada sobre su cabeza con una naturalidad inquietante.
— No. No, por favor... —suplicaba Yuri, apenas en un susurro, con lágrimas corriendo por su rostro.
Nadie respondió.
Luego entró Georg, sin expresión alguna. La sujetó con fuerza del brazo y, con un leve tirón de la cadena, la obligó a caminar. En cada paso, Yuri sentía que la dignidad se le iba cayendo, gota a gota.
— ¿A dónde me llevan...? —preguntó, pero su voz fue tragada por el silencio.
Georg no contestó. Solo la condujo por un pasillo amplio, tapizado en negro con luces tenues en rojo. Como si cruzaran las puertas del infierno.
Frente a la última habitación, Georg se detuvo. Tom los esperaba apoyado contra la pared, con sus gafas oscuras y un cigarro encendido entre los labios.
Georg: ¿Estás seguro de esto? —preguntó Georg.
Tom asintió con los ojos fijos en la puerta cerrada
Tom: Sí. Bill ya decidió. Esta no va al camión. No será parte del lote. Se la queda.
Georg tragó saliva.
Georg: ¿Qué es peor? —murmuró casi con lástima— Ser prostituida o ser el maldito juguete de Bill Kaulitz...
Tom no respondió. Tiró el cigarro al suelo y lo pisó con su bota.
Georg asintió con la cabeza y soltó la cadena que sujetaba a Yuri. La dejó frente a la puerta, como si se tratara de una ofrenda. No pasó un segundo más antes de que la puerta se abriera lentamente desde adentro.
Bill estaba allí.
Descalzo. Sin camiseta. Solo llevaba pantalones de cuero negro. La luz roja del cuarto bañaba su piel pálida y hacía que sus piercings brillasen como cuchillas. Sus ojos, delineados en negro, la escanearon de pies a cabeza con una lentitud escalofriante.
Yuri temblaba.
Bill: Entra —dijo él, con voz baja y sedosa.
Ella dio un paso atrás, pero la cadena en su cuello fue tironeada desde adentro. Bill la había tomado como quien atrae a un animal asustado. La hizo caer de rodillas al entrar. Cerró la puerta tras ella con un clic suave.
La habitación era amplia, con paredes cubiertas de espejos, un gran sofá de terciopelo, cortinas oscuras y una cama inmensa al fondo. Cada detalle estaba hecho para controlar. Para impresionar. Para atrapar.
Bill caminó en círculos a su alrededor. Como un depredador curioso.
Bill: Así que... Yuri Song Moon —dijo, saboreando cada sílaba como si fuera un platillo exótico— Veintiún años. Una madre enferma y una amiga que cree que eres como una hermana.
Ella no dijo nada. Solo lo miró, aterrada, con los ojos grandes, llenos de lágrimas contenidas.
Él se agachó hasta quedar a su altura.
Bill: ¿Sabes por qué estás aquí? —le preguntó.
— No... —susurró.
Bill: Estás aquí porque me gustas. Porque en ese maldito almacén, fuiste la única que no me miró con codicia, ni con miedo. Solo con fastidio. Me ignoraste y eso... me dolió. Y me encantó.
Ella giró el rostro. No quería oírlo. Pero Bill la sujetó del mentón con los dedos cubiertos por los guantes negros.
Bill: ¿Sabes qué es lo más divertido? Que puedes llorar todo lo que quieras, pero nadie va a venir por ti. No hay héroes en este lugar, Yuri. Solo hay monstruos. Y tú... tú vas a ser mi muñeca favorita.
Le soltó el mentón con un empujón suave, casi cariñoso.
Bill: Ponte cómoda. Esto apenas comienza.
Yuri tembló. Sabía, con cada parte de su cuerpo, que lo que venía no sería un infierno cualquiera. Ser parte de las sesenta era condena. Pero ser de Bill Kaulitz... era una sentencia que ni siquiera el diablo se atrevía a dictar.
Yuri no sabía cuánto tiempo había pasado desde que entró en esa habitación.
Sentada en una esquina, con las piernas recogidas y la cadena del collar todavía colgando de su cuello, solo podía escuchar su propia respiración, entrecortada, y el zumbido de los focos que alumbraban el cuarto como si nunca fuera a oscurecer.
Bill había desaparecido unos minutos, y eso solo aumentaba su ansiedad. El monstruo no estaba, pero su presencia seguía impregnándolo todo: el olor de su perfume, el rastro de sus pasos en la alfombra, la sombra de su voz repitiéndose como un eco dentro de su cabeza: "Vas a ser mi muñeca favorita."
Cuando la puerta se abrió otra vez, ella se encogió instintivamente. Pero no hubo gritos. No hubo arrastres.
Solo entró él, con una copa de vino en una mano y una caja pequeña en la otra.
Bill: Tranquila —dijo, cerrando la puerta con un suave clic.— No voy a tocarte. Aún.
Yuri tragó saliva, sus manos temblaban sobre sus piernas. Lo miró como quien observa a un depredador, sabiendo que moverse podía desencadenar algo mucho peor.
Bill caminó despacio, como si disfrutara cada paso. Se sentó en una butaca frente a ella, con las piernas cruzadas, relajado. Tomó un sorbo de vino antes de hablar.
Bill: ¿Tu madre...? Se llama Moon Hae- Jin, ¿cierto?
Yuri alzó la vista de golpe. Sus ojos se abrieron con un destello de pánico.
— ¿Cómo sabes...?
Bill: Sé muchas cosas. Sé que padece una enfermedad degenerativa, que cada mes necesitas tres empleos para costear su tratamiento. Sé que tu amiga Kyle llegó hoy a tu casa a cuidarla. Sé que vives en un apartamento húmedo en el distrito más barato, que odias el té verde y que lloras en silencio en los baños del asilo.
Cada palabra era como una daga.
Yuri se estremeció.
— ¿Qué... qué quieres de mí? —preguntó en un hilo de voz.
Bill dejó la copa a un lado. Se inclinó hacia ella con calma felina, como si le hablara a una criatura frágil.
Bill: Quiero que dejes de resistirte. Que entiendas que esto no es una cárcel... si tú no quieres que lo sea.
Sacó la caja pequeña que llevaba y la abrió. Dentro había un celular, una llave USB y un fajo de billetes grueso, envuelto en una banda elástica negra.
Bill: ¿Ves esto? —preguntó él, con una sonrisa torcida— Aquí tengo toda la información médica de tu madre. Su tratamiento completo. Cuentas, clínicas, transferencias, lo que necesita para sobrevivir... y más. Con un solo mensaje mío, puedo hacer que todo esté cubierto por el resto del año. O... puedo cortar cada línea de ayuda, cada proveedor, cada pastilla.
Yuri sintió que el mundo se hundía bajo sus pies. Llevó una mano a su boca, negando con la cabeza.
— No... no puedes...
Bill: ¿No puedo? —Bill se rió suavemente, como si se divirtiera con su ingenuidad— Ya lo estoy haciendo.
Ella rompió en llanto. Las lágrimas le caían como lluvia sin control. Se tapó la cara, odiando lo que estaba escuchando. Odiando lo que estaba empezando a pensar.
Bill se levantó y caminó hacia ella. Se arrodilló frente a su cuerpo tembloroso y le quitó la mano del rostro con una dulzura que solo hacía todo peor.
Bill: Mírame.
Ella obedeció. No sabía si por miedo o por un intento desesperado de apelar a su humanidad.
Bill: Tienes dos opciones, Yuri Song Moon. Puedes seguir llorando en esta esquina, seguir gritándome que no, seguir resistiéndote... y yo puedo romperte lentamente. O puedes escucharme. Cooperar. Dejar que te cuide... a mi manera.
— ¿Cuidarme? —espetó ella entre sollozos— ¿Eso es lo que tú llamas esto?
Bill no se inmutó.
Bill: Todo en esta vida es un trato, Yuri, y yo te estoy ofreciendo uno. Si haces lo que te digo, si te comportas... si me das lo que necesito, te prometo que tu madre vivirá tranquila. Que Kyle no se enterará de nada. Que incluso podrías verlas... si me convences de que puedo confiar en ti.
Yuri estaba rota. No podía dejar de llorar. Su voz se quebró cuando dijo.
— ¿Y si no quiero que me toques?
Bill la observó unos segundos en silencio. Se incorporó, caminó hacia la cama y se sentó con elegancia felina.
Bill: No me interesa forzarte —dijo finalmente, como si fuese cierto— Me gusta cuando las cosas se dan solas... Pero si decides no darme nada, no tendrás nada a cambio. Ni visitas. Ni medicina. Ni paz.
Yuri sintió que se ahogaba.
Estaba atrapada en una jaula, pero no de barrotes... sino de elecciones imposibles. ¿Salvar a su madre? ¿Mantener a Kyle a salvo? ¿A cambio de qué? ¿De su cuerpo? ¿De su alma?
Bill chasqueó los dedos. Se encendió un suave hilo musical en la habitación. Una canción suave. Francesa. Contradictoria con la tensión en el aire.
Bill: Piénsalo bien —dijo él, mientras volvía a tomar su copa de vino— Estaré aquí toda la noche. Puedes acercarte... o seguir en esa esquina. Pero cada segundo que pasa... tu madre empeora.
La música seguía sonando.
Era una melodía suave, melancólica, como si el infierno quisiera disfrazarse de poesía. Bill estaba recostado sobre la cama, mirando el techo, completamente relajado... como si no tuviera a una chica encadenada a pocos metros, como si no le acabara de ofrecer un trato que sabía que la rompería por dentro.
Pero Yuri... Yuri no pensaba quedarse esperando.
La rabia le hervía en la sangre.
Cada palabra que él había dicho horas antes seguía golpeando su pecho: "Puedes acercarte... o seguir en esa esquina. Pero cada segundo que pasa... tu madre empeora."
No, no iba a caer tan fácil.
Esperó. Fingió dormitar. Fingió que se rendía y cuando Bill finalmente cerró los ojos, el vaso aún a medio vaciar sobre la mesa, ella lo intentó.
Con manos temblorosas, forzó la cadena del collar que la ataba a la pared. No sabía cómo, pero logró zafarla del gancho de seguridad. Estaba libre. Al menos por segundos.
Caminó de puntillas, descalza, hacia la puerta.
La habitación estaba en penumbras.
Solo necesitaba salir. Escapar. Encontrar un pasillo, una ventana, algo.
Extendió la mano hacia la cerradura, buscando el picaporte... pero en ese instante:
Bill: ¿Adónde carajo crees que vas?
La voz la atravesó como un balazo. Se volteó con el corazón acelerado.
Bill ya no estaba en la cama.
Estaba de pie, en medio de la habitación, con el torso desnudo, sus tatuajes brillando a medias por la luz tenue, y su arma apuntando directamente hacia ella.
Un arma real. Negra. Con un silenciador. Fría. Mortal.
Yuri no se movió. No respiró.
Bill: ¿Querías jugar a ser lista, Yuri? —murmuró él, caminando hacia ella con una calma aterradora— ¿Querías huir? ¿Y luego qué? ¿Gritar? ¿Pedir ayuda? ¿Sabes cuántas puertas hay entre esta habitación y la salida? ¿Cuántos hombres armados te habrían disparado antes de llegar siquiera a la escalera?
Ella retrocedió, sintiendo que la piel se le congelaba.
— P-por favor...
Bill: ¡Cállate! —gritó él, su voz estallando como una bomba. Golpeó la pared con la mano libre, justo al lado de su cabeza— ¿Tú crees que puedes desafiarme? ¿Después de todo lo que te he dado?
— ¿Darme? ¡Me secuestraste!
Bill: ¡Te salvé! —rugió, apuntándole de nuevo con el arma— ¡Estabas muriendo en esa vida de mierda! ¡Trabajando como una esclava por una madre que ni siquiera va a vivir un año más! ¡Yo te doy propósito! ¡Te doy poder! ¡Y tú me das una patada en la cara!
La pistola temblaba en su mano. Sus ojos, negros, reflejaban algo enfermo, trastornado, pero... también dolido. Como si el rechazo la hubiese herido en un lugar que nadie debía tocar.
Yuri sollozaba. Estaba contra la pared. No tenía salida.
— P-por favor, Bill... no lo hagas. No me mates...
Él se detuvo.
Bajó la pistola lentamente... solo para levantarla de nuevo y apuntar, esta vez, a su propio rostro.
Bill: ¿Crees que soy un monstruo? —susurró, sonriendo de lado, la lengua asomando con el piercing plateado brillando bajo la luz— Tal vez lo soy. Pero los monstruos también saben amar. Y yo... yo podría amarte, si dejaras de pelear conmigo.
Yuri cerró los ojos. Las lágrimas le empapaban las mejillas.
Bill bajó el arma por fin. La dejó caer sobre la cama con un suspiro exasperado, como si controlar su rabia fuera un esfuerzo sobrehumano.
Bill: Te voy a enseñar a obedecer, Yuri. A no gritar. A no correr. A confiar... aunque te cueste la maldita cordura.
Se acercó de nuevo y la empujó contra la pared. No con violencia desmedida, sino con la fuerza exacta para inmovilizarla.
Bill: Esta vez, te perdono. Porque soy generoso —murmuró cerca de su oído— Pero si lo vuelves a intentar... no será tu madre quien pague. Será Kyle. ¿Entiendes?
Yuri no podía hablar. Solo asintió, tragándose los gritos que amenazaban con salir.
Bill la soltó. Volvió a su cama. Tomó un cigarro, lo encendió con lentitud, y entre el humo y la oscuridad, murmuró.
Bill: Dulces sueños, muñeca.
Ella se dejó caer al suelo. Hecha pedazos. Apretando el collar contra su cuello como si pudiera quitárselo. Como si fuera posible despertar de esa pesadilla.
Pero no lo era. Ese era su nuevo mundo.
Y el demonio... tenía su nombre en la punta de la lengua.
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