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𝟎𝟓| 𝙴𝚕 𝚝𝚘𝚚𝚞𝚎 𝚍𝚎𝚕 𝚒𝚗𝚏𝚒𝚎𝚛𝚗𝚘

— ¡NECESITO VOLVER! ¡MI MADRE ESTÁ ENFERMA, CARAJO! ¡NO PUEDO DEJARLA SOLA! —la voz de Yuri se alzó por los pasillos grises como una explosión. Su garganta dolía, sus ojos ardían, y el temblor de su cuerpo era incontrolable. Golpeaba la puerta de metal de la celda con ambas manos, con desesperación animal, la piel enrojecida, los nudillos sangrantes.

Las demás mujeres de las celdas la observaban en silencio. Algunas ya habían pasado por ese punto de quiebre. Otras aún no. Era el primer grito honesto en mucho tiempo.

Las cámaras lo captaban todo.

En la suite privada del segundo piso, Tom abrochaba los botones de su pantalón mientras dos mujeres semidesnudas salían de su habitación riendo entre murmullos, con el maquillaje corrido y las marcas de su cuerpo aún frescas.

Tom: Cuarenta minutos —dijo con arrogancia, encendiendo un cigarro mientras caminaba hacia la sala común— Récord.

Al llegar, el grito le heló la sangre, no por compasión, sino por lo molesto que resultaba. Soltó una maldición por lo bajo y caminó hasta el televisor encajado en la pared. Cambió de cámara hasta que la encontró.

Yuri estaba de pie frente a la puerta, sus brazos golpeaban con una fuerza desesperada. Los mechones rosados caían desordenados sobre su rostro sudado, la camiseta que llevaba estaba desgarrada por uno de los costados. Su voz era desgarradora.

— ¡Kyle debe estar ahí! ¡No puedo dejarla sola! ¡¡HIJOS DE PUTA!! ¡¡NO TIENEN DERECHO!!

Tom: Qué fastidio... —masculló Tom, echando el humo por la nariz.

Desde el baño contiguo, se escucharon pasos. El vapor aún salía por la rendija de la puerta.

Bill salió envuelto en una toalla negra, el pecho tatuado goteando agua, los párpados pesados. Se secaba el cabello con una mano cuando se detuvo en seco al oír la voz desgarrada que brotaba del monitor.

Sus ojos —antes somnolientos— se abrieron por completo.

Bill: ¿Ella? —preguntó, sin despegar la vista de la pantalla.

Tom asintió con fastidio.

Tom: Sí. La rosadita. Se volvió loca.

Bill se acercó sin decir nada, mojando el suelo con cada paso. Frente al monitor, algo se tensó en su rostro. No era compasión. No era lástima. Era... interés. Como si estuviera viendo algo sagrado quebrarse en cámara lenta.

Tom: Dice que su madre está enferma —comentó Tom, dándole otra calada al cigarro— Típico. Ya sabes, trauma familiar, lo mismo de siempre.

Bill no respondió. Observaba.

Yuri cayó de rodillas al suelo. Apoyó la frente en el metal de la puerta. Respiraba con dificultad.

— Por favor... —susurró, ya sin voz—. Solo quiero regresar. Solo quiero... salvarla...

El silencio se hizo.

Tom apagó el cigarro en el cenicero con un gesto irritado.

Tom: Dame cinco minutos y la callo.

Pero Bill extendió una mano para detenerlo.

Bill: No.

Tom: ¿Qué? ¿Por qué no?

Bill ladeó la cabeza, fascinado. Sus labios se curvaron apenas. Como si algo precioso acabara de romperse ante sus ojos, revelando una joya en su interior.

Bill: Está empezando a romperse.

Tom: ¿Y eso es bueno?

Bill: Eso es perfecto.

Tom resopló.

TomL Sabía que ibas a hacerte ideas raras con esta.

Bill ignoró el comentario. Caminó hacia su armario, pero más lento esta vez. Abrió las puertas dobles. Dentro, una fila de camisas oscuras, abrigos de cuero y cadenas lo esperaba.

Mientras buscaba qué ponerse, murmuró:

Bill: Mañana. Tráela aquí mañana.

Tom alzó una ceja.

Tom: ¿A la habitación?

Bill: No. A la sala. Quiero verla de cerca. Quiero... —pausó, girando el rostro hacia la pantalla— ver hasta dónde puede doblarse antes de romperse del todo.

Tom caminó hacia el minibar, abrió una botella y la bebió directo del pico.

Tom: O hasta que te rompa a ti.

Bill sonrió con los ojos clavados en la imagen de Yuri, ahora arrodillada, con el rostro cubierto por sus manos. El eco de su llanto mudo seguía flotando en el aire, como una nota que se negaba a apagarse.

Bill: Que lo intente —susurró.

Tom: Sí, pronto te las enviamos —murmuró Tom al teléfono, caminando por el pasillo principal del piso superior. La señal era débil, pero la voz del socio asiático sonaba impaciente al otro lado de la línea.

El Kaulitz mayor miró su reloj. Treinta y cuatro mujeres. Faltaban veintiseis para completar la cifra pactada. La logística ya estaba organizada, solo faltaba seguir recolectando.

Tom: Cinco días más —dijo con seguridad, colgando sin esperar respuesta.

Al entrar al cuarto de monitoreo, encontró a su hermano sentado, con los codos sobre las rodillas, la mirada fija en la pantalla central donde Yuri aparecía sentada en el rincón de su celda, abrazando sus piernas.

Los ojos de Bill no parpadeaban.

Tom: ¿En serio sigues con eso? —bufó Tom— Te vas a volver loco antes de tenerla.

Bill: Ya estoy loco —murmuró Bill, sin apartar la vista.

Tom: No iba en serio, idiota.

Pero Bill se levantó de golpe. Su cuerpo alto y delgado parecía flotar mientras se dirigía hacia la puerta.

Tom: ¿A dónde vas?

Bill: No voy a esperar hasta mañana.

Tom: ¿Qué?

Bill: No me esperes despierto —fue todo lo que dijo antes de desaparecer por el pasillo.

El sonido de sus botas resonaba en los corredores subterráneos. Las luces de neón azul palidecían al verlo pasar. Vestía de negro, con una chaqueta entallada, guantes de cuero, y el cabello húmedo cayendo sobre su frente.

Su corazón latía rápido, pero no por nervios.

Era emoción. Era hambre.

Cruzó el pasillo de las celdas. Él no decía nada. Solo caminaba... hasta que se detuvo frente a la celda número 12.

Yuri estaba sentada en el suelo, la espalda contra la pared, los ojos hinchados por el llanto. Al oír los pasos, alzó la vista con miedo.

Por un segundo, su mente buscó lógica, una explicación. Tal vez él podía ayudarla. Tal vez no era como los otros. Tal vez...

La puerta de la celda se abrió con un chasquido.

Bill entró y la esperanza se deshizo.

Bill: Hola, muñeca —murmuró, la voz áspera, como un lobo que olfatea sangre nueva.

Yuri se puso de pie a trompicones. Estaba temblando.

Él se acercó sin prisa.

Bill: ¿Te acuerdas de mí?

— ¿Qué... qué quieres? —preguntó ella, su voz casi inaudible.

Él sonrió. Sus labios delgados se curvaron con una mueca cruel. Yuri vio entonces todos los detalles que no había percibido antes. El piercing en la ceja. El aro oscuro que colgaba de la nariz y cuando hablaba, ese destello metálico en la lengua: un piercing en forma de bala que se asomaba cuando pronunciaba la "r".

Bill: Quiero verte de cerca —susurró.

Y, sin darle tiempo a reaccionar, la tomó del brazo con una fuerza brutal.

Yuri gritó de dolor. El guante de cuero rozó su piel, pero ella no sintió su calor, solo presión. Como si una garra se cerrara sobre su carne.

— ¡Suéltame! ¡Me estás haciendo daño!

Bill: ¿En serio? —murmuró, con una sonrisa burlona— A mí me gusta pensar que duele lo justo.

Yuri trató de zafarse, pero él la empujó contra la pared. Su cuerpo no la tocó, pero su aliento sí. Sus ojos la exploraban como si fuera una escultura a punto de tallar.

Bill: Eres más bonita de lo que pareces cuando lloras en el suelo —dijo con sorna— Aunque verte llorar también tiene lo suyo.

— ¿Qué mierda te pasa?

Sus ojos se encontraron.

Bill frunció los labios. Su rostro se acercó un poco más.

Bill: ¿Sabes qué me pasa? Que no puedo dejar de mirarte desde que te trajimos. Cada grito, cada lágrima, cada vez que te abrazas como una niña... es fascinante. Quiero... quiero ver cómo se ve la ruina en ti, Yuri.

Ella tragó saliva.

— ¿Cómo sabes mi nombre?

Bill: Gustav. Anoche. Le gritas a cualquiera lo suficiente y termina hablando.

Yuri apartó la mirada, intentando controlar las lágrimas.

— Mi madre... ella está enferma...

Bill: Ya me enteré. Qué tragedia.

El sarcasmo le arañó el alma.

— ¡Eres un maldito enfermo!

Bill: Sí —dijo él, sin inmutarse— Y tú eres la pieza nueva del infierno. Bienvenida, cariño.

La soltó de golpe.

Yuri cayó de rodillas al suelo, respirando agitada.

Él se giró, dándole la espalda.

Bill: Vístete bien mañana —dijo antes de cruzar la puerta— Te llevaré al primer nivel.

Y sin más, cerró de un portazo.

Yuri se quedó sola, con el cuerpo ardiendo y las lágrimas deslizándose por su rostro. El lugar no solo olía a encierro.

Olía a Bill. Y eso era peor.


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