
𝟎𝟒| 𝙻𝚊 𝚌𝚎𝚕𝚍𝚊 𝚍𝚎𝚕 𝚜𝚒𝚕𝚎𝚗𝚌𝚒𝚘
El sonido de los pasos de Gustav Schäfer fue lo único que se escuchó durante segundos que se sintieron eternos. Sus botas resonaban contra el concreto como martillazos. Caminaba con decisión, directo hacia Yuri, mientras ella aún intentaba comprender lo que acababa de presenciar.
Las otras chicas gritaron.
Una, dos, cinco... era como una ola de pánico colectiva.
—¡No! ¡Por favor, no se la lleven!
—¡Ayuda!
—¡Deténganse!
Gustav no dijo nada. Solo alzó el brazo y la sujetó con fuerza del codo.
Los dedos gruesos del hombre se cerraron como una tenaza en su piel, y Yuri no pudo evitar soltar un jadeo de dolor.
La arrastró sin piedad, ignorando sus súplicas ahogadas y los intentos débiles por liberarse. Las demás mujeres comenzaron a llorar más fuerte, muchas abrazadas entre sí. Se escuchó incluso el ruido de alguien vomitando.
Bill: ¡CALLENSE, PERRAS! —gritó Bill Kaulitz desde la puerta, con una furia desbordada en los ojos.
Su voz rebotó en las paredes como un trueno. Una de las chicas se desmayó.
Tom intervino de inmediato, poniendo una mano sobre el pecho de su hermano.
Tom: Ya, Bill. No sirve de nada si las matas del susto. Relájate.
Bill retrocedió, con la mandíbula apretada. Dio media vuelta y salió del cuarto. Tom lo siguió, cerrando la puerta con un ruido seco.
Yuri fue arrastrada a través de un pasillo estrecho y sin ventanas.
Las luces parpadeaban. La sensación era la de estar en un lugar sin tiempo, donde el aire era más pesado y las paredes más frías. Gustav no hablaba. No la miraba. Solo la llevaba como si fuera un objeto más de su inventario.
Al llegar a una celda aislada, la empujó adentro con fuerza.
Yuri cayó al suelo.
El golpe fue duro. El concreto helado quemó sus rodillas y sus manos. Contuvo el grito.
Quería llorar. Pero no lo haría frente a él. No les daría ese poder.
La celda era aún más espantosa que la anterior. Estaba sola. No tenía colchón ni manta. Solo una luz directa desde el techo y una cámara en la esquina superior.
Gustav cerró la reja tras ella y se cruzó de brazos.
Gustav: Nombre.
Yuri levantó la mirada, tragando saliva. Su voz salió baja, pero firme:
— Yuri. Yuri Song Moon.
Gustav sacó una pequeña libreta del bolsillo trasero.
Gustav: Edad.
— Veintiuno.
Gustav: ¿Familiares?
Hubo una pausa. Ella pensó en mentir. Decir que no tenía a nadie. Que nadie la buscaría. Que no valía la pena secuestrarla.
Pero entonces pensó en su madre, acostada en la cama con las manos frías y la sonrisa triste. En Kyle, su única amiga, la que cuidaba de su madre cuando ella no podía, la que la abrazaba en silencio cuando todo colapsaba.
— Mi madre... y una amiga. Kyle. Es como una hermana.
Gustav anotó sin expresión. Cerró la libreta.
Gustav: ¿Padre?
— Murió cuando yo tenía diez años —respondió, más rápido de lo que pensó.
Por primera vez, Gustav pareció reaccionar. No con compasión, sino con curiosidad contenida. Como si esa información tuviera alguna utilidad.
Gustav: ¿Estudiaste algo?
— No —mintió.
Gustav: ¿Tienes pareja?
— No.
El silencio se estiró.Gustav la miró con dureza. Sus ojos eran grises, opacos. No había empatía en ellos. Solo una eficiencia meticulosa, como si cada dato fuera una línea en un formulario, nada más.
Gustav: ¿Enfermedades?
— Ninguna. —Excepto el miedo, pensó.
Gustav: Bien —dijo, y se giró para irse.
Yuri no pudo evitarlo.
— ¿Por qué yo? —murmuró.
Gustav se detuvo.
Gustav: ¿Qué?
— ¿Por qué yo? ¿Por qué me eligieron?
Gustav se dio media vuelta y la observó como si evaluara si valía la pena responder.
Finalmente, habló.
Gustav: No fuiste especial. Solo estabas... disponible.
Las palabras la golpearon como una bofetada. Él se giró de nuevo, abrió la puerta y salió.
Antes de cerrarla, se detuvo una vez más.
Gustav: Duerme, Yuri Song Moon. Mañana empiezas una nueva vida.
Y cerró la reja con un ruido seco, el eco del metal prolongándose como el final de una sentencia.
Yuri no se movió.
Se quedó sentada en el piso, las piernas dobladas, los brazos alrededor de las rodillas. El frío se colaba por su ropa, pero no temblaba. Sus ojos miraban al frente, pero su mente ya no estaba allí.
Pensaba en su madre.
Pensaba en Kyle.
Pensaba en resistir.
Y pensaba, con una mezcla de miedo y rabia, en Bill Kaulitz.
Él la había elegido. Lo supo. Lo sintió. No era un número más para él.
Y eso... era lo que más la aterraba.
La habitación era amplia, pero opresiva. El aire olía a tabaco, cuero y metal caliente.
Bill estaba sentado con una pierna cruzada sobre la otra, el cigarrillo encendido entre los dedos, y los labios apenas separados por la tensión que cargaba su rostro. Llevaba una bata de satén negro abierta, el torso desnudo, pálido y tatuado, bañado por el tenue resplandor azulado de la pantalla frente a él.
El televisor mostraba una imagen fija: la celda de Yuri Song Moon.
Tom, a pocos metros, estaba recostado en el sofá de piel, completamente relajado. Llevaba una camiseta blanca y pantalones deportivos, con su celular en la mano, desplazando el dedo por la pantalla con indiferencia. La música del teléfono era apenas un susurro, pero suficiente para llenar los espacios entre el silencio y la tensión.
Bill: Llora —murmuró Bill, con un tono inexpresivo pero cargado de algo más profundo. Una especie de fascinación inquietante.
Tom no levantó la vista.
Tom: Todas lo hacen. Al principio.
Bill no respondió. Sus ojos estaban fijos en la pantalla, donde Yuri había puesto las manos sobre su cabeza, los dedos tensos, como si intentara sujetar los pensamientos que amenazaban con desbordarse. Sus hombros temblaban con un llanto silencioso. No se escuchaban sollozos. Solo la imagen muda de una mujer rota desde adentro.
Bill: Pero esta... —continuó Bill, más bajo, casi para sí mismo— esta no lloró cuando la saqué del grupo. No lloró cuando la llamé perra. No rogó.
Tom: Lo hará —dijo Tom, sin interés.
Bill apretó la mandíbula.
Bill: No es como las demás.
Tom: No lo es —admitió su hermano, esta vez dejando el teléfono a un lado y estirando las piernas— Pero igual va a terminar igual que todas. ¿O piensas jugar a salvarla?
Bill giró ligeramente el rostro, una sombra cruzando sus facciones. Su perfil era afilado, perfecto como el de una estatua antigua, pero cargado de oscuridad.
Bill: No seas idiota —respondió con frialdad— Solo estoy... estudiando.
Tom sonrió, sin ironía. Encendió un cigarro propio, lo encendió con el mechero dorado de Bill y se dejó caer más profundo en el sillón.
Tom: ¿Estudiando o deseando?
Bill no contestó. Volvió la mirada a la pantalla. Yuri se había acostado en posición fetal.
El cuerpo encogido, la cara oculta entre los brazos. Su cabello rosa se expandía como un lago silencioso sobre el suelo gris.
Tom suspiró.
Tom: No deberías encariñarte. Siempre te jode la cabeza.
Bill: ¿Encariñarme? —Bill soltó una risa seca— Por favor.
Tom: ¿Entonces qué? ¿Te vas a meter en esa celda y qué? ¿Darle una manta? ¿Una canción?
Bill se puso de pie con lentitud. Caminó hasta la pantalla, como si quisiera verla más de cerca.
Apoyó una mano sobre la mesa baja frente al televisor. Su otra mano alzó el cigarro, lo sostuvo en los labios, lo dejó consumir.
Bill: Ella me vio —dijo de pronto, muy serio.
Tom lo miró de reojo.
Tom: ¿Cuándo?
Bill: Antes del secuestro. En la tienda. Sabía que algo estaba mal, como si pudiera leerme.
Tom: Y no hiciste nada.
Bill: Exacto —Bill sonrió apenas— Y ahora está aquí.
El sonido de una puerta abriéndose al fondo interrumpió su momento. Ambos voltearon. Entraron Gustav y Georg, cubiertos de sudor y polvo. Gustav tiró un maletín con botellas de agua al suelo. Georg dejó un bolso con teléfonos y carteras encima del escritorio.
Tom: ¿Alguna nueva? —preguntó Tom.
Georg: Dos —respondió Georg— Pero una se nos escapó. Corrió hacia el río.
Tom: ¿La atraparon?
Gustav negó con la cabeza.
Gustav: No valía la pena arriesgarse. Ya tenemos treinta y tres.
Bill: Treinta y dos —corrigió Bill, sin mirar atrás— Una más y será treinta y tres.
Georg lo miró, confuso.
Georg: ¿Contaste mal?
Bill no respondió. Solo se giró y caminó hacia su cuarto, no sin antes lanzar una última mirada a la pantalla donde Yuri seguía encogida, inmóvil, como una estatua frágil bajo la mirada de un dios cruel.
Gustav y Georg se sirvieron vodka y salieron de nuevo sin más palabras. Tenían que seguir con la recolección. El tiempo apremiaba.
Tom se quedó solo frente al televisor.
Volvió a tomar su teléfono, pero ya no abrió ninguna red social.
En cambio, puso la cámara de Yuri en pantalla completa.
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