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𝟣.𝟢 𝖺 𝗉𝗅𝖺𝖼𝖾 𝗈𝗎𝗍 𝗈𝖿 𝗍𝗂𝗆𝖾

El amanecer de un nuevo día había llegado, y afuera las primeras aves comenzaban a sonar casi tímidamente, celebrando así con su canto el haber podido sobrevivir otra noche en la cruel naturaleza.

La luz del sol iluminaba la habitación de la joven, la cuál había movido su cama estratégicamente para evitar que los primeros rayos de la mañana iluminaran su rostro; aún así no hubo necesidad del molesto sonido del despertador ya que ella solía estar despierta apenas el sol abrazaba las verdes praderas que rodeaban su hogar.

Afuera la tecnología había alcanzado niveles impresionantes; los humanos se encontraban en el auge de su propio progreso, las ciudades más importantes del mundo habían sido transformadas en futuristas metrópolis dónde se vendía la falsa imagen de una vida perfecta... pero ella estaba muy lejos de aquellas mentiras que trataban de venderle. Italia era el país que la había visto crecer; había sido encontrada de pequeña en medio de varias plantas silvestres. Muchos teorizaban que, sea quién sea su madre, la había abandonado allí para dejarla morir al ver que ella era una variante, pero la joven de piel morena y cabello rosado era mucho más fuerte de lo que muchos creían y había logrado sobrevivir sin aquella persona que la rechazó.

Ahora llevaba una vida tranquila en Sicilia, una isla que había sido enriquecida a lo largo de los años con una abundante cultura e interminable historia. En una ciudad llamada Agrigento era donde su hogar se encontraba, en la zona portuaria de este lugar se encontraba una gran casa, con espacio suficiente para albergar a una docena de personas y un terreno tan extenso que gran parte de este se encontraba totalmente descubierto. No habían otras casas en varios kilómetros a la redonda pero aquello no era lo más interesante que ese lugar tenía para mostrar, al menos no para ella.

La parte trasera de aquél hogar daba de frente al Mar Mediterráneo, aquél cuyas aguas cristalinas parecían perderse en el lejano horizonte, mezclando sus etéreos colores con el inigualable celeste del cielo. Su habitación no tenía una buena vista del mar, ya que esta se encontraba en uno de los laterales de la casa, pero aún así ella disfrutaba a la perfección del inconfundible aroma salado que se colaba por su ventana cada mañana.

Se levantó de su cama para estirarse como lo hacía todos los días, mientras que se encaminaba al baño para prepararse; una de las desventajas de vivir en una casa tan antigua como lo era aquella era que habían muchas habitaciones, pero no tantos baños. Solía ser una de las primeras en levantarse para así no tener que esperar para utilizar alguno de los baños que estaban repartidos en la casa, para luego comenzar con sus labores como era debido.

Su mañana comenzó yendo hacia donde se encontraban las gallinas, aprovechando esa caminata para sentir el rocío del césped entre sus descalzos dedos. Se había tomado su tiempo para recoger todos los huevos frescos y luego alimentar a las gallinas. Algo que adoraba de ese lugar era la forma en la que parecía haberse quedado en el tiempo, el lugar se encontraba tan alejado del más mínimo rastro de civilización que debían de acudir a métodos más antigüos para poder abastecerse.

—Creo que Noodle está enferma otra vez. —anunció entrando a la cocina y dejando los huevos sobre la mesa.— Deberíamos llamar al veterinario.

Cortando varias rodajas de pan se encontraba Morgan Harrison, un hombre que rondaba los cincuenta años y había escapado de Londres en sus veintes para comenzar un nuevo hogar en Italia. Los años parecían haber pasado gentilmente sobre las líneas de expresión que se dibujaban en su calmado rostro, lo cual parecía poco creíble considerando el infierno que había pasado en su juventud.

En esas oscuras épocas los humanos, tan aterrados de aquellas personas con poderes, se dedicaron a acosar a todos aquellos que tenían habilidades extraordinarias, dando una sangrienta cacería a esa raza denominadacomo "variantes" hasta el punto en el que se consideraron casi extintos.

Las variantes ahora vivían en las sombras, eran muy pocos los que tenían el valor de admitir públicamente su naturaleza, era por eso que alrededor del mundo habían numerosos santuarios para esta raza, y ella tenía la suerte de encontrarse viviendo en uno de ellos.

—Llamaré al veterinario por la tarde Rose, pero antes tengo un trabajo para ustedes.

"Rose" era el nombre que se le había proporcionado a la joven, ya que al encontrarla siendo una simple bebé todo lo que tocaba parecía florecer, un don que se había desvanecido con los años.

—Apenas los gemelos se despierten les diré que nos esperas en tu despacho. —comentó ella, ayudando a preparar el desayuno para los más jóvenes, aquellos que habían sido llevados allí para aprender a convivir con sus propios dones antes de volver a la sociedad.

El hombre se fue de allí luego de despedirse, dejando a Rose sola con el agua calentándose en el fuego. Desde que tenía uso de memoria ella había aceptado ser la mano derecha de Morgan Harrison, éste era un hombre benevolente al que ella admiraba, pero detrás de esa fachada había una persona con un gran sentido del liderazgo, el cuál tenía una misión personal que estaba llevando a cabo hace décadas: recuperar las reliquias de su propia raza.

Él tenía la teoría de que los homo-deus provenían de una raza más fuerte que había existido milenios atrás, y sostenía que aquellas reliquias que hoy en día eran expuestas en museos o vendidas por millones de euros eran simplemente parte de la historia de su gente, y creía firmemente que al juntar todas estas reliquias podría entender mejor el origen de su propia descendencia. Rose creía que su motivación era muy noble, y ella más que nadie anhelaba saber su orígen, fue por eso que a lo largo de los años ayudó a Harrison a recuperar numerosos de estos elementos de las manos de museos o coleccionistas.

Mientras ella desayunaba aparecieron los gemelos, dos chicos que rondaban los veinte años al igual que ella. Estos eran altos y delgados, solían ir juntos a todos lados ya que sus poderes se potenciaban cuando estaban cerca, y a pesar de su lúgubre y oscuro aspecto ellos eran los amigos más cercanos que Rose tenía.

Fabrizio y Domenico Theos eran dos jóvenes que a primera vista generaban cierto rechazo, probablemente debido a sus pálidos rostros y marcadas ojeras, o la forma en la que sus miradas eran capaces de desquiciar a alguien, pero detrás de esa apariencia se encontraban dos jóvenes a los que Rose les confiaría sus vidas.

—El señor Harrison nos está esperando. —avisó la joven, quién esperó pacientemente hasta que ambos terminaran de preparar sus desayunos— Es urgente.

Oyó simultáneamente dos quejidos, ya que ninguno de ellos había sido capaz de probar bocado de aquella abundante comida que se habían preparado.

—¿No podías esperar a que terminaramos de comer? —cuestionó Fabrizio, el cuál era tan idéntico a su hermano que no había forma de diferenciarlos físicamente.

—Claro que no. Ésta es mí venganza por hacerme limpiar los platos sucios anoche. —ella se encaminó a la oficina del mayor, esperando que los gemelos la siguieran.

Como ella se lo esperaba, estos tomaron varios platos e iban consumiendo el contenido de estos en el camino. La oficina del mayor se situaba en la otra punta del lugar, no sería una caminata larga pero les daría tiempo a los jóvenes para terminar su comida. Al llegar a la oficina los tres entraron sin tocar la puerta, era una mala costumbre de ellos pero aún así lo hacían desde que tenían uso de memoria.

Los tres quedaron sin habla al ver un antiguo elemento sobre la mesa, esta parecía un martillo antiguo separado en dos piezas. Este estaba apoyado sobre una tela de seda para evitar cualquier deterioro y a simple vista parecía un objeto que eones atrás pudo haber tenido mucho valor.

—He conseguido esto en una subasta anoche. —rompió el silencio aquél hombre de tez oscura.— Y he oído que esta noche llegará una nueva exposición al museo de la ciudad, su objeto principal será la famosa caja de Pandora… es ahí donde tendrán que entrar ustedes.

—Este es el martillo de Hefesto ¿No es así? —preguntó Domenico, pasando su dedo sobre el corroído mango de madera.— Vaya, yo logré desbloquearlo en God Of War.

—En efecto, lo es. —el orgullo en la voz de Harrison era más que notorio, desde siempre él había visto sus logros como los logros de toda su especie, era eso lo que lo alentaba a luchar por un futuro en el que ya nadie tuviera que esconderse, ni mucho menos avergonzarse.

—Cuando anochezca irrumpiremos en el museo. —aseguró Rose, quedándose e  silencio al posar su curiosa mirada sobre el martillo.

De repente era como si todo lo que la rodeaba quedara en silencio, y una fuerte energía fuera emitida de aquella herramienta dividida a la mitad. La mujer comenzó a acercarse lentamente hacia este martillo y sus tres acompañantes, al ver cómo era que ella actuaba, simplemente se quedaron atrás.

—Esta herramienta estaba destinada a forjar y arreglar cualquier objeto. —murmuró, más que nada para sí misma— Pero ahora la que necesita ser reparada es ella.

Uno de los gemelos dio un paso adelante para detener a Rose apenas vio que ella había tomado el mango del arma, pero Harrison puso una mano en el pecho de este y negó con la cabeza, indicándole que le diera el espacio que necesitaba.

La energía parecía temblar dentro de esa herramienta mientras que con su otra mano tomaba la otra mitad de esta. Lentamente intentó unir aquellas dos piezas, era como si una voz dentro suyo le gritara que eso era lo correcto así que simplemente hizo caso a su instinto.

Pero, apenas ambas partes se tocaron entre sí, un estruendo sonó y una explosión hizo que todos fueran disparados hacia atrás, era como si la herramienta hubiera recuperado todo su poder, generando una onda expansiva que alborotó todo lo que estaba dentro de la oficina.

Rose nunca había sentido una energía así, sabía que lo que sea que hubiera desatado era más grande de lo que esperaba, incluso algunos escombros estaban cayendo del techo debido a la forma en la que este martillo había despedido aquella energía.

Ninguno de los cuatro parecía saber que había sucedido, pero si de algo estaba segura Rose, era que eso sólo era el principio, y cosas más grandes vendrían si tan solo aprendían a leer aquellas señales.

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