𝟏𝟖 |
📍 Mónaco, Mónaco
La atmósfera en el Circuito de Mónaco era electrizante. Los murmullos del público, las cámaras en cada rincón y el brillo inconfundible del principado envolvían el ambiente en una mezcla de glamour y tensión. La expectativa estaba al límite para Pierre, quien arrancaría desde la segunda posición en la primera línea de la parrilla. Con Mercedes buscando un histórico 1-2, el Gran Premio prometía ser inolvidable.
En la recta de salida, Pierre ajustaba los guantes mientras Margaret, a su lado, lo observaba prepararse.
—¿Listo? —le preguntó, su tono era una mezcla de profesionalismo y algo que solo ellos entendían.
Pierre suspiró, con una tranquilidad casi desconcertante.
—Más nervioso de lo normal —confesó, aunque su expresión no lo demostrara en absoluto—. Y tengo un dolor de estómago... demasiados dulces anoche.
Margaret reprimió una sonrisa, pero el recuerdo de la noche anterior, llena de risas y algo de caos, le arrancó un leve rubor. Rodó los ojos, más para distraerse que por desaprobación.
—Ya solté mi super frase o como sea que lo llames. Ahora, simplemente gana.
—Frase de la suerte —corrigió Pierre con una media sonrisa.
—Eso... —respondió, arqueando una ceja, incrédula.
Pierre la miró mientras ella hablaba, sus palabras convirtiéndose en un murmullo de fondo. Era en esos momentos de quietud previa al caos que lo asaltaba esa certeza que llevaba tiempo evadiendo: le gustaba Margaret. No de forma superficial, no solo por su belleza o su ingenio mordaz. Era la forma en que su presencia le devolvía calma incluso en el torbellino de presión que era su vida.
—No estoy loco. Vas a ver que gano por eso —reprochó el piloto francés mientras Margaret negaba con la cabeza, riendo por lo bajo.
—No puedo creer que creas en esas cosas.
Pierre se giró hacia ella, sus ojos brillando con una chispa de desafío.
—Eres mi amuleto de la suerte, Maggie.
Por un segundo, Margaret se quedó sin palabras, algo raro en ella.
—Entonces no arruines mi reputación —respondió inteligentemente la joven antes de dedicarle una última sonrisa cómplice y alejarse.
En cuanto la carrera comenzó, los nervios se fueron, las distracciones fueron dejadas de un lado, y el foco de atención de Pierre estaba en las luces del semáforo que aún no se encendían. Desde su monoplaza, esperando expectante, sabía que tenía que hacer una cosa; salir mejor posicionado en la primera curva para sacarle el primer puesto a Montoya.
En cuanto las luces del semáforo se apagaron, Pierre reaccionó con precisión quirúrgica. Sus reflejos, afinados tras años de entrenamiento y competencia, lo impulsaron hacia adelante con una salida impecable. El rugido de los motores a su alrededor era ensordecedor, pero en su mente todo estaba en silencio. Solo existía la primera curva y Santiago estaba delante de él.
Sin embargo, mientras se acercaba a Sainte Dévote, la curva crucial, algo en su interior se encendió, una chispa que iba más allá de la competencia. Ella estaría viendo esto. La idea no lo desconcentró; al contrario, lo motivó. Quería demostrarle que era capaz de alcanzar lo imposible, no por ego, sino porque en algún lugar de su corazón quería impresionarla.
La maniobra fue arriesgada: un amague por el interior antes de lanzarse por el exterior. El piloto español intentó cerrarle la puerta, pero Pierre ya había ganado el ángulo. Los neumáticos chirriaron, rozando el límite del agarre, pero cuando salió de la curva, su monoplaza estaba al frente.
—¡P1! —gritó Margaret desde el garaje, su voz una mezcla de sorpresa y emoción.
Pierre sonrió mientras ajustaba su concentración para el siguiente tramo. Había ganado la posición, pero quedaba toda la carrera por delante y quería hacerlo perfecto. No solo por los puntos o el equipo, sino porque sabía que, al final del día, tenía un compromiso con su amuleto de la suerte.
Pierre lideró con una determinación implacable durante las vueltas siguientes. Cada curva, cada aceleración y cada frenada eran ejecutadas con precisión, mientras el rugido del público se mezclaba con la sinfonía de los motores. Detrás de él, Montoya seguía presionando, pero Pierre mantenía la compostura, bloqueando cualquier intento de adelantamiento.
En la última vuelta, Santiago encontró una oportunidad en el túnel. Utilizando el rebufo, intentó adelantar a Pierre al llegar a la chicana, pero Pierre defendió su posición con maestría. La tensión era palpable, y cuando cruzaron la línea de meta, el margen fue mínimo.
—¡Victoria de Pierre De Orleáns! —anunció la radio, seguida de un estallido de alegría en los pits. Santiago llegó en P2, a tan solo tres décimas de su compañero de equipo.
Pierre dejó escapar un suspiro de alivio mientras disminuía la velocidad en la vuelta de honor. A pesar de la batalla, no podía evitar una sonrisa satisfecha. Era su primera victoria en Mónaco, y lo había hecho bajo cualquier los pronósticos.
—Buena carrera, muchachos... —dijo el francés por radio mientras saludaba al público con la mano al aire. Su tono era tranquilo, pero en su pecho aún latía la emoción del momento.
La voz de Rex, cargada de humor, rompió la solemnidad.
—Dice Margaret que todo esto se lo debes a su frase de la suerte.
Pierre soltó una carcajada breve, su mirada desviándose momentáneamente hacia el cielo despejado de Mónaco.
—Definitivamente, esto es por Maggie —respondió con una sinceridad que hizo sonreír a todos en el equipo.
Mientras bajaba la velocidad, ya podía imaginarla en el paddock, esperándolo con esa mezcla de profesionalismo y orgullo que solo ella tenía. En ese momento, mientras el público lo ovacionaba y el sol bañaba el principado, Pierre supo que esta victoria sería imposible de olvidar.
Para la noche, Margaret estaba en su habitación de hotel preparándose para la subasta benéfica con Jude. La expectativa en el aire era casi tangible, y cuando Margaret emergió del baño, el silencio de la habitación fue roto por un susurro cargado de asombro.
—No puede ser... —el susurro de Jude fue apenas audible, pero cargado de asombro, cuando Margaret emergió del baño. La transformación era imposible de ignorar.
El vestido, un exquisito diseño de alta costura, se aferraba a su figura con una precisión casi etérea. El tono azul profundo envolvía su cuerpo como un manto de misterio, un cielo nocturno en el que cada pequeña cuenta plateada relucía como estrellas capturando la luz a cada movimiento. La caída asimétrica del tejido, suave y fluida, sugería una elegancia que se desplegaba como una melodía, mientras la abertura en su pierna derecha exponía apenas la piel con un atrevimiento calculado, sin perder ni una pizca de sofisticación. El escote de un solo hombro desnudaba su clavícula de manera sutil pero magnética, como si revelara algo mucho más profundo de lo que cualquiera pudiera imaginar.
Los pendientes brillaban con una intensidad feroz, y el pequeño bolso de mano en tonos neutros añadía un contraste perfecto a la opulencia del conjunto, reflejando a la vez el poder enigmático que Margaret proyectaba. No era solo un vestido; era un escudo, una declaración de fuerza que la hacía inalcanzable, casi irreal.
—¿Te gusta? —preguntó Margaret, su voz baja, con esa mezcla de autoconfianza y vulnerabilidad que solo Jude podía reconocer.
Jude sintió un nudo en la garganta, su emoción abrumándola de manera inesperada.
—Maggie... —balbuceó, con los ojos brillando— creo que voy a llorar. Nunca en mi vida te he visto tan... tan... —se interrumpió, incapaz de encontrar las palabras—. Eres hermosa siempre, pero esta noche... amiga, esta noche es diferente.
Margaret mantuvo la mirada en Jude, pero algo en su expresión se endureció por un instante. Los cumplidos siempre la habían incomodado, sobre todo cuando venían de alguien que realmente la conocía. Sabía que esta noche no era solo sobre el vestido, ni sobre cómo lucía. Era algo más profundo, algo que Jude había intuido al verla así: radiante y, sin embargo, vulnerable. Porque esa noche, Margaret no solo sería vista, sino también evaluada, quizás incluso juzgada, en un escenario donde la apariencia no era más que el preludio de una batalla mucho más compleja.
—No exageres... —respondió Margaret, tratando de suavizar la intensidad de las palabras de su amiga con una sonrisa que no le llegaba a los ojos
Jude dio un paso hacia ella, agarrando sus manos con una firmeza inusual, como si sintiera la necesidad de anclarla a la realidad.
—Margaret —su voz sonó más seria, casi solemne—, no sé qué va a pasar esta noche, pero quiero que recuerdes una cosa: mereces estar ahí. Pase lo que pase, salga bien o salga mal, ya eres parte de este mundo y no necesitas demostrarle nada a nadie.
—Gracias, Jude —susurró Margaret, una sonrisa suave asomando en sus labios mientras envolvía a su amiga en un abrazo sincero—. Pierre tenía razón... el vestido sería único.
Al separarse, Jude la miró con una mezcla de afecto y burla en los ojos, como si estuviera a punto de cruzar una línea que sabía que haría incomodar a Margaret.
—Lo siento, amiga, pero el francés me está cayendo cada vez mejor.
Margaret rodó los ojos, aunque no pudo evitar que la sonrisa se mantuviera en su rostro. El mero hecho de que él hubiera tenido algo que ver con la elección del vestido para aquella noche le provocaba una mezcla de gratitud y frustración. No había sido fácil aceptar aquel regalo, pero, como siempre, Pierre había insistido, casi como si supiera que la elección de ese vestido iba más allá de lo estético, que sería un símbolo de algo más.
—No te emociones demasiado —replicó Margaret, fingiendo indiferencia—. Que te caiga bien no cambia las cosas. Sigue siendo él.
Jude la miró con una sonrisa traviesa.
—¿Y qué tiene de malo que sea él? —preguntó con un tono juguetón—. Quizás eso sea precisamente lo que te gusta tanto.
La rubia dejó escapar una risa ligera, intentando disimular el pinchazo que esas palabras provocaron en su interior. Sabía que Jude bromeaba, pero la verdad estaba mucho más cerca de lo que le gustaría admitir.
—¿No crees que es demasiado? —preguntó Margaret, mientras miraba su reflejo una vez más, sus manos recorriendo el delicado tejido del vestido. Había algo en la opulencia del diseño que la hacía sentir fuera de lugar, como si estuviera a punto de caminar en la cuerda floja.
Jude soltó una carcajada ligera, sacudiendo la cabeza mientras tomaba una copa de vino de la mesita.
—¿Demasiado? —repitió, como si fuera una idea absurda—. Por favor, serás recordada en esta ciudad por siempre cuando hagas tu aparición vestida así. Te lo juro, hace años que no veo un vestido tan increíble.
Margaret esbozó una sonrisa nerviosa, aún incapaz de sacudirse la sensación de que todo era un poco excesivo. No solo el vestido, sino la noche en sí, el evento, las personas que estarían ahí. Era como si todo estuviera construyéndose hacia un clímax que la asustaba, una montaña de expectativas que no estaba segura de poder escalar.
—Dios, Müller va a querer matarse cuando te vea. Vas a ser la razón de sus pesadillas el resto de su vida —aseguró Jude, mientras tomaba su bolso con una sonrisa traviesa, claramente disfrutando de la idea.
Margaret soltó una risa breve, pero no pudo evitar que sus ojos se nublaran un poco ante el pensamiento.
—Si Müller sobrevive esta noche sin un infarto, te invito a cenar —respondió, en un intento de aligerar la tensión que sentía—. Aunque, si te soy sincera, espero que le dé uno.
—Amiga, si lo logras, me apunto —bromeó Jude, pero algo en su tono revelaba que también entendía la importancia de lo que estaba por suceder—. Aunque, siendo realistas, el tipo tiene la piel más gruesa que un rinoceronte.
—Bueno, esta vez se enfrentará a algo más fuerte que su ego.
Margaret ajustó el bolso en su hombro, y en su mirada se podía ver el brillo de una determinación inquebrantable. Ya no era solo sobre impresionar o cumplir con las expectativas. Esta noche, de alguna manera, se sentía como una prueba de su carrera.
—¿Estás lista? —preguntó Jude, cambiando el tono a uno más serio, su mano en la puerta, preparada para salir.
Margaret respiró profundamente, intentando calmar el latido acelerado de su corazón. Sabía que no importaba cuán preparada estuviera, algo en el aire presagiaba lo inesperado. Pero era justo en esos momentos cuando brillaba más fuerte.
—Listísima —respondió con una sonrisa que ya no dejaba espacio para dudas.
Mientras la noche llegaba, Mónaco se encontraba más despierto que nunca. El casino de Montecarlo, siempre el gran protagonista de aquella ciudad, se encontraba repleto de guardias de seguridad atendiendo a los invitados de lujo que llegaban en aquellos increíbles autos de lujo que tanto fascinaban a los turistas siempre. Si de por si a las afueras del lugar todo se veía caótico entre los presentes y fotógrafos, la curiosidad de cómo habría quedado todo por dentro le estaba dando ansiedad a Margaret. Bajando de la camioneta de la empresa junto con Jude, ambas se despidieron del chofer asignado y caminaron hacia la entrada principal del casino mientras múltiples camarógrafos les seguían el paso y ellas posaban divertidamente.
Al entrar al lugar, nada podía verse de mejor manera. Con algunas mesas de poker distribuidas en la sala y varios modelos nuevos y exclusivos de la marca siendo exhibidos, los invitados festejaban con champagne a lo largo del salón. Presentes de la alta sociedad monegasca, socios e inversionistas de la marca y algunos aficionados con muchísimo dinero protagonizan la lista exclusiva de comensales que se encontraban festejando y esperando expectantes que comience el show.
No faltaba mucho para que sean las ocho, sin embargo aún quedaba tiempo para saludar a ciertos presentes y conocer a otros involucrados por cuestiones de trabajo.
—Me voy a la barra. Buena suerte, Maggie —se despide Jude, alejándose y sabiendo que su amiga estaría más que ocupada esa noche.
Margaret avanzó lentamente por el salón, sus pasos pausados mientras sus ojos recorrían cada detalle con orgullo. Había trabajado duro para que todo estuviera perfecto, y ver el resultado la llenaba de satisfacción. Sin embargo, su momento de contemplación se interrumpió cuando Rex la divisó entre la multitud y se dirigió hacia ella con prisa.
—Margaret, ven un segundo. Necesito preguntarte algo —le dijo su jefe un tanto exaltado tratando de mantener la calma mientras la apartaba de miradas curiosas. No fue hasta que ambos se encontraban en un rincón que este comenzó a hablar—. ¿Sabes dónde está Pierre?
Margaret frunció el ceño, desconcertada.
—No lo sé, debería estar aquí. Acabo de llegar.
—Tal vez se le ha hecho tarde... —murmuró Rex, antes de lanzarse al punto—. Él traía el casco para la subasta.
Margaret parpadeó, atónita.
—Espera, ¿Qué?
—Sí. Se suponía que lo entregaría más temprano, pero no ha llegado y no contesta mis llamadas desde la carrera.
—Ay, Dios... —exclamó Margaret, colocando sus manos sobre su estómago mientras trataba de mantener la compostura. Una ola de preocupación la invadió en todo el cuerpo, pensando que tal vez algo malo le había pasado a Pierre después de la carrera y nadie sabía nada sobre ello.
—No te exaltes todavía —le sugirió su jefe tomándola del hombro al notar su preocupación—. Puede ser un simple malentendido. Vamos a intentar localizarlo.
—Está bien, pero... manda a Santiago a buscarlo a su departamento. Tal vez le pasó algo.
Rex asintió, aunque intentó calmarla.
—Tranquila. Aún es temprano, tenemos margen para resolver esto.
Margaret suspiró, sin poder evitar la preocupación, pero asintió.
—De acuerdo.
—Ve con Sophie —añadió Rex, con un gesto hacia el otro extremo del salón—. Está con algunos inversionistas que quieren conocerte. Yo me encargo de esto.
Margaret asintió de nuevo, enderezando los hombros antes de dirigirse a cumplir con la tarea asignada, aunque su mente no podía dejar de pensar en Pierre y el casco que debía ser subastado en cuestión de minutos.
El casco azulado de franjas blancas y rojas era el original indumentario de el querido Pierre De Orleáns I, y justo aquel era el que llevaba puesto cuando este había ganado su primer campeonato mundial. Se suponía que tenían los permisos legítimos de subastar aquella pieza y papeles firmados con los abogados correspondientes, pero quien guardaba el casco era su querido nieto en su departamento; nieto que en estos momentos se encontraba desaparecido. Aquella pieza era el gran broche de oro en la subasta, la razón por la que muchas personas habían accedido a estar presentes aquel día.
Margaret se abrió paso entre los asistentes, esforzándose por mantener una expresión tranquila mientras sus pensamientos la traicionaban. El casco. El maldito casco. Su ausencia podría echar por tierra semanas de trabajo y planificación, y el peso de esa responsabilidad la oprimía. Sin embargo, debía cumplir con lo que Rex le había pedido. Profesional ante todo, se recordó mientras localizaba a Sophie.
Mientras tanto, Sophie impecablemente vestida en un traje de seda negro, estaba conversando animadamente con un pequeño grupo de personas que claramente no pasaban desapercibidas. Margaret reconoció a uno de ellos como un magnate del sector tecnológico, y otro le sonaba de las portadas de revistas financieras. La mujer de Rex la notó acercarse y, con una sonrisa cálida, extendió la mano para introducirla.
—Margaret, querida, ¡por fin! Ven, quiero presentarte a algunos de nuestros más importantes invitados —dijo Sophie, tomándola del brazo con una familiaridad que a Margaret siempre le sorprendía, aunque la relajaba un poco.
Margaret ofreció una sonrisa cortés mientras Sophie comenzaba las presentaciones. Cada apretón de manos venía acompañado de cumplidos por la organización del evento.
—La ambientación es simplemente magnífica. ¿Fuiste tú quien coordinó todo? —preguntó el magnate tecnológico, con un entusiasmo que dejó a Margaret ligeramente sorprendida.
—Así es —respondió Margaret, con una sonrisa modesta—. Aunque, por supuesto, fue un esfuerzo en equipo.
—Bueno, déjame decirte que he estado en muchas galas, y esta es, sin duda, de las más elegantes —intervino otro de los invitados, inclinándose ligeramente hacia ella—. Una mezcla perfecta de sofisticación y calidez.
Margaret agradeció los elogios con la naturalidad de quien está acostumbrada a recibirlos, pero su mente estaba a kilómetros de distancia.
¿Y si Pierre no aparecía?
¿Y si el casco nunca llegaba?
Cada minuto que pasaba sin noticias hacía que la idea de un simple malentendido pareciera cada vez menos probable.
Sophie, notando la leve rigidez en Margaret, tomó la palabra para distraer a los invitados con una anécdota graciosa sobre la logística del evento, lo que dio a la rubia un respiro. Aprovechó la pausa para sacar discretamente su teléfono y comprobar si había alguna novedad. Nada.
—Margaret, ¿estás bien? —le susurró Sophie en voz baja, acercándose lo suficiente para que los demás no escucharan.
—Sí, claro. Todo está bajo control —mintió, enderezándose y forzando otra sonrisa.
—Confío en ti, querida —replicó Sophie, apretando levemente su brazo antes de volver al grupo.
Pero Margaret sabía que todo dependía de encontrar a Pierre. Sin el casco, lo que había sido hasta ahora un evento exitoso podría convertirse en un desastre monumental. Y mientras los elogios seguían cayendo sobre ella, no podía evitar sentir cómo la tensión le recorría la espalda como un río helado.
—Margaret, cariño... —la llamá tocándole el hombro Müller, esperando que la joven se de vuelta para que le preste atención ya que la había estado llamando hace varios segundos—. Has hecho un increíble trabajo con esto.
—Andreas —dijo Margaret, recuperando rápidamente su postura profesional—. Gracias. Es un honor que lo notes. Se agradecen los elogios.
Él rió suavemente, un sonido que parecía calculado para transmitir cercanía.
—No seas modesta, cariño. Esto es obra tuya, y se nota en cada detalle.
Margaret forzó una sonrisa, consciente de las miradas de los invitados cercanos. No podía permitirse un desliz, no con Andreas Müller, el directivo estrella de Samsung Europa, quien además parecía disfrutar de la atención que su presencia generaba.
—Supongo que estás disfrutando de la velada —respondió Margaret con tono neutral, intentando desviar el foco.
—Mucho. Aunque sería más agradable si no estuvieras tan ocupada —dijo Andreas, inclinándose un poco hacia ella, su tono rebosante de falsa complicidad—. Te he estado buscando desde que llegué.
Margaret reprimió un suspiro. El hombre era incansable. Aunque su relación había quedado en el pasado, Andreas tenía una habilidad especial para aparecer en los momentos más inoportunos, como si el universo conspirara para recordarle sus errores.
—Lo siento, Andreas. Ya sabes cómo son estos eventos —respondió con una sonrisa medida—. Siempre hay algo que atender.
Él asintió, pero no pareció dispuesto a dejarla ir tan fácilmente.
—Mis socios han estado muy interesados estos días en cerrar el trato para el próximo año, si es que están dispuestos a negociar algunos términos a largo plazo —comentó Müller, sonriendo, provocando que las ganas de desvanecer de Margaret sean mucho más fuertes.
Ella sabía que si aquella noche quedaba en ridículo, sería imposible cerrar aquel trato, por lo que debía arreglar las cosas de inmediato para poder deshacerse de aquel hombre lo antes posible y dejar una marca en la escudería tan grande como para que nunca dudaran de sus capacidades.
—Estoy segura de que nuestros equipos encontrarán un camino que funcione para ambas partes —respondió Margaret, ajustando su tono a uno diplomático pero firme. No iba a darle el gusto de mostrar duda alguna—. Pero esta noche se trata de la subasta y de celebrar el éxito compartido. Estoy segura de que Rex y los abogados estarán encantados de discutir los términos cuando sea el momento.
Andreas arqueó una ceja, divertido por la manera en que Margaret mantenía su terreno.
—Siempre tan profesional, esa determinación que... nunca deja de sorprenderme.
Margaret apretó ligeramente la mandíbula, manteniendo su sonrisa. Andreas era hábil, eso no podía negarlo, pero ella no iba a caer en su juego. No esta vez.
—Gracias, Andreas. Y hablando de profesionalismo, tengo que seguir atendiendo a nuestros invitados —replicó la joven lo antes posible, sabiendo que era hora de solucionar el problema—. Fue un placer verte.
Sin dejarle tiempo a protestar, Margaret se movió rápidamente por el salón apartándose de todo aquel que pudiera interrumpirle y se dirigió directamente a la cocina para tener la privacidad que necesitaba para explotar.
La cocina estaba llena de movimiento, con chefs y camareros yendo y viniendo mientras preparaban los platos que serían servidos en la gala. Margaret apenas les prestó atención. Encontró un rincón apartado, junto a una mesa de acero inoxidable, donde se detuvo y sacó su teléfono.
Con dedos temblorosos de frustración, buscó el número de Pierre en su lista de contactos. Lo llamó de inmediato, el sonido de los tonos de llamada haciéndose cada vez más irritante con cada segundo que pasaba sin respuesta.
—Vamos, Pierre... contesta —murmuró entre dientes, mirando fijamente la pantalla como si con eso pudiera obligarlo a responder.
La llamada cayó al buzón de voz, y Margaret dejó escapar un gruñido ahogado. Sin pensarlo dos veces, lo llamó de nuevo. Esta vez, el teléfono apenas sonó una vez antes de que la misma fría grabación le indicara que dejara un mensaje.
—¡Eres increíble! —dijo en voz baja pero llena de irritación, antes de colgar nuevamente. A su alrededor, un par de cocineros levantaron la vista momentáneamente, pero al ver su expresión, decidieron no intervenir.
—¿Alguna noticia? —preguntó Rex, cruzándose de brazos y observándola con una mezcla de impaciencia y preocupación.
—Nada —admitió ella, aferrando su teléfono como si fuera su última esperanza—. Lo he llamado, pero sigue sin contestar. ¿Santiago ya fue a buscarlo a su departamento?
—Está en eso. Avisará apenas sepa algo —respondió Rex con un tono que intentaba ser tranquilizador, aunque la tensión en su mandíbula lo traicionaba.
Margaret tragó saliva, intentando no dejarse llevar por el pánico.
—¿Y si... le pasó algo? —su voz bajó, casi temiendo la posibilidad.
—Lo encontraremos —aseguró Rex, con una firmeza que intentaba sonar definitiva—. Tiene que estar en algún lugar de la ciudad.
Ella asintió, aunque la incertidumbre seguía pesando en sus hombros.
—¿Y la subasta? —preguntó Margaret, obligándose a pensar en la logística inmediata.
—Retrasemos quince minutos. Que empiecen con los otros artículos mientras tanto.
—Entendido.
Rex le lanzó una última mirada evaluadora antes de salir de la cocina, dejando a Margaret sola con sus pensamientos. Apenas se cerró la puerta, dejó escapar una maldición en voz baja, seguida de un suspiro agotado.
Desbloqueó su teléfono rápidamente y comenzó a escribir un mensaje.
Si no contestas en los próximos cinco minutos, voy a salir a buscarte personalmente. Y créeme, Pierre, no quieres que eso pase.
Suspiró, dejando caer los hombros, pero al mirar la puerta de la cocina, su mente empezó a girar. No podía quedarse de brazos cruzados. Si Pierre no aparecía, lo encontraría. Y si eso significaba movilizar a toda la ciudad, lo haría.
Los minutos pasaban, y la subasta estaba comenzando en el respectivo salón mientras Margaret trataba de mantener todo bajo control. Las primeras pujas eran buenas, tal y como se había esperado en el momento en que todo había sido planificado; sin embargo, todos estaban allí por el maldito casco desaparecido.
—¿Lo encontraste? —preguntó Margaret al teléfono cuando vio el nombre de Santiago en la pantalla de su celular nuevo.
—El portero dijo que no volvió a casa en todo el día, Maggie.
Margaret sintió que el suelo bajo sus pies tambaleaba mientras la voz de Santiago llegaba desde el otro lado de la línea.
—¿Cómo que no volvió a casa? —replicó, esforzándose por mantener la calma, aunque su tono traicionaba la creciente ansiedad que le apretaba el pecho.
—Eso dijo. Le pregunté si dejó algo para nosotros o si alguien lo vio salir, pero no tienen idea. Me dijeron que estuvo aquí anoche, pero desde entonces, nada —contestó Santiago, con una mezcla de frustración y preocupación en su voz.
Margaret cerró los ojos y se presionó el puente de la nariz, tratando de pensar con claridad.
—Perfecto —murmuró con ironía—. Ahora está oficialmente desaparecido.
—Mira, voy a seguir buscando. Tal vez pasó por el circuito o algo... no sé, podría haber dejado pistas en alguna parte —propuso Santiago, claramente sin muchas opciones, pero intentando tranquilizarla.
—Hazlo. Y, por favor, si lo encuentras, dile que voy a matarlo después de que la subasta termine —respondió Margaret, con un tono seco que no logró ocultar del todo su angustia.
Colgó antes de que Santiago pudiera replicar algo más, y por un momento se quedó paralizada en medio de la cocina, con el teléfono aún en la mano.
¿Qué demonios estaba pensando Pierre? ¿Por qué desaparecer justo en la noche más importante?
El bullicio en el salón principal le llegaba amortiguado, pero recordárselo solo aumentó su desesperación. Las personas estaban allí, expectantes, esperando el momento cumbre de la noche. El casco. Ese casco que no estaba.
Margaret se obligó a mantener la compostura, moviéndose con determinación a pesar de la tormenta interna que la azotaba. Su mente corría a mil por hora mientras regresaba a la sala principal, cada paso parecía un esfuerzo monumental. Localizó a Rex junto al escenario, rodeado de invitados que murmuraban con creciente inquietud, buscando respuestas sobre el destino de la pieza estrella.
—¿Qué pasa con el casco? —le susurró Rex en cuanto la vio acercarse, sus ojos entrecerrados reflejando una mezcla de frustración y alarma.
—Santiago no lo encontró —respondió Margaret con voz firme, aunque su pecho estaba lleno de ansiedad—. Pierre no ha estado en su departamento desde anoche.
Rex cerró los ojos por un breve instante, como si buscara fuerzas en un lugar remoto para no explotar. Finalmente, soltó un largo suspiro y se inclinó un poco hacia ella, bajando la voz aún más.
—Margaret... creo que esto no es un accidente —dijo con tono cargado de significado, lo que hizo que la rubia lo mirara con el ceño fruncido.
—¿Qué estás insinuando? —preguntó, sintiendo un nudo formarse en su estómago.
—Creo que Pierre está usando esto como una venganza contra su abuelo.
Las palabras cayeron como un balde de agua fría. Margaret abrió la boca para replicar, pero antes de poder procesar lo que Rex acababa de decir, un murmullo inquieto recorrió la sala. La atención de ambos se desvió hacia un grupo de invitados que revisaban sus teléfonos con expresión alarmada. Poco después, uno de los organizadores se acercó a Rex con el rostro pálido y un teléfono en la mano.
—Señor Forden, creo que debería ver esto —dijo, entregándole el dispositivo.
Rex tomó el teléfono y leyó rápidamente la noticia en pantalla. Su mandíbula se tensó mientras pasaba el aparato a Margaret. Ella lo tomó con manos temblorosas y leyó el titular: "El casco de Pierre De Orleáns I habría sido vendido esta mañana a un magnate ruso vinculado a casinos ilegales."
El impacto de las palabras la dejó sin aire por un momento. Margaret sintió que el suelo bajo sus pies tambaleaba mientras las piezas comenzaban a encajar en su mente. ¿Había sido esto realmente un acto deliberado de Pierre? Si era cierto, la reputación de la escudería estaba en juego, y con ello, todo lo que ella había trabajado para construir.
—Esto no puede estar pasando —murmuró, devolviendo el teléfono a Rex mientras apretaba los puños, esforzándose por no dejarse dominar por la indignación que hervía en su interior.
—Margaret, lo sabemos. Esto fue intencional —el tono de su jefe no tenía espacio para dudas, solo para una impaciencia fría que la hizo estremecerse.
Ella tragó con dificultad, sintiendo cómo la furia se mezclaba con un peso insoportable en el pecho.
Pierre había hecho esto.
Había saboteado todo el evento, no solo su trabajo, sino también el propósito de la gala benéfica. Todo por su absurda necesidad de desquitarse con su abuelo. La traición era tan grande que no sabía si quería gritar o llorar.
Los murmullos crecían entre los invitados. Algunas miradas fugaces comenzaron a dirigirse hacia ella, primero con curiosidad, luego con algo que parecía una mezcla de lástima y vergüenza. Uno de los asistentes, un magnate que había sido efusivo con sus elogios hacia ella al principio de la noche, ahora murmuraba algo al oído de su acompañante mientras la señalaba sutilmente. Margaret sintió el calor subirle al rostro.
—¿Es esto cierto? —preguntó una voz desde la multitud, lo suficientemente alta como para que varios asistentes se giraran hacia ella. Era uno de los coleccionistas más prominentes, un hombre de mirada dura que ahora sostenía una copa de champán como si fuera un arma. —¿El casco nunca estuvo aquí? ¿Esto es un fraude?
Cuando finalmente alzó la mirada, se dio cuenta de que muchos ya no trataban de disimular sus expresiones de desdén. Algunas risas secas se mezclaban con los comentarios sarcásticos. Una mujer mayor la miró con lástima y murmuró algo a su acompañante antes de alejarse, como si no quisiera que la asociaran con el desastre.
Eso no tenía arreglo. No había forma de recuperar la confianza de esos patrocinadores, de esos coleccionistas, ni de borrar el desastre que Pierre había provocado.
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