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𝟏𝟓 |

📍 Mónaco, Mónaco

—Margaret, ¡estás conduciendo en una pista de Fórmula 1...! —le dijo ansiosa su mejor amiga agarrándola del brazo, mientras la rubia reía.

Las calles de Mónaco eran simplemente preciosas aquel jueves de finales de junio por la tarde. Y si bien aquel pequeño país estaba extremadamente repleto de personas, y todo era un caos de gente, la idea de estar por primera vez en aquella icónica ciudad tan histórica, a punto de vivir el fin de semana más esperado de todos en el deporte automovilístico en el que trabajaba, Margaret estaba realmente emocionada.

—Relájate, Jude. No voy tan rápido —bromeó Margaret, todavía riendo, mientras paraba en un semáforo en rojo.

El viento jugaba con el cabello rubio de Margaret y el sol de Mónaco parecía iluminar todo con un resplandor dorado, dándole un aire de magia al lugar. Había algo liberador en conducir por esas calles, las mismas que en solo unas horas serían el escenario del Gran Premio. La rubia giró la cabeza para ver a su amiga, quien no paraba de agarrar el borde del asiento con nerviosismo.

—No puedo creer que estés disfrutando esto —bufó Jude—. Entre el tráfico y la gente, yo ya estaría desquiciada. Pero tú... parece que te sientes en casa.

Margaret sonrió de lado y, en el fondo, supo que había algo de verdad en esas palabras. Aquella ciudad, con todo su caos, su historia y su elegancia, la hacía sentirse extrañamente conectada. Había soñado por años ese momento, y sabía que algún día iba a cumplir su sueño de presenciar una carrera en aquel país. Sin embargo, nunca antes había experimentado una atmósfera como esa.

—Es como si todo estuviera en cámara lenta —dijo Margaret, mirando por la ventana el bullicio de a su alrededor—. Es... perfecto.

Jude soltó una carcajada nerviosa, observando a su amiga con una mezcla de asombro y resignación. La rubia aceleró suavemente cuando el semáforo cambió a verde, y la sensación de libertad volvió a invadir el vehículo.

—No puedo negar que es emocionante —continuó Jude, mirando los edificios antiguos mezclados con los más modernos, mientras la ciudad brillaba bajo el sol—. Pero no sé cómo logras estar tan tranquila cuando, además de todo esto, tienes que lidiar con la prensa, los pilotos, las estrategias...

Margaret dejó escapar una pequeña risa.

—Creo que ya me estoy acostumbrando —respondió, con una chispa de emoción en la voz—. No sé, este es mi sueño cumplido, voy a disfrutar este fin de semana como nunca.

Jude la miró con una mezcla de admiración y compasión.

—Okey, repasamos la agenda del fin de semana... —propuso su mejor amiga, tomando la tableta de la rubia en mano y desbloqueándola para buscar su itinerario—. El viernes tenemos el recorrido con el equipo después de las prácticas libres. También el sábado tenemos la clasificación con la llegada de los invitados especiales, el domingo más de lo mismo y... Por último, la recaudación para beneficencia a la noche en el Casino de Montecarlo. Ulala.

—Dios, el domingo será la mejor noche... —aseguró Margaret, ansiosa de que aquel día llegara.

—¿Qué es lo que iban a subastar?

—La pieza maestra de la subasta es un casco viejo del abuelo de Pierre, el que usó en la carrera que ganó su primer título mundial —contestó emocionada la rubia, ahora mirando a su amiga—. ¿La mejor parte? El hombre horrible no va a estar, así que no tengo que actuar como si la semana pasada no le hubiera gritado en la cara...

—Margaret Hundleton, ¿Qué hiciste?

Margaret soltó una risita nerviosa mientras seguía conduciendo, pero el rubor en sus mejillas la delató.

—No fue tan grave, Jude —dijo, encogiéndose de hombros—. Solo... necesitaba ponerlo en su lugar.

—¿Poner al mismísimo Pierre De Orleáns I en su lugar? —Jude la miró boquiabierta.

Estacionando el deportivo en uno de los parkings privados de la bahía, Margaret le contó el chisme a su mejor amiga mientras tomaban sus bolsos del mercho de la rubia y se dirigían por la costa al buque de Rodri. Al parecer, el piloto argentino realizaba una pequeña juntada entre amigos todos los jueves antes del fin de semana de carrera en Mónaco todos los años, y ellas tenían la suerte de ser invitadas aquel día por haberle caído lo suficientemente bien en Monza semanas atrás.

Jude miraba a su amiga sin poder contener la sonrisa, claramente disfrutando del relato. A medida que caminaban por la costa hacia el lujoso buque de Bustamante, el aire salado y el suave murmullo del mar creaban una atmósfera relajante, pero la conversación entre ambas estaba cargada de diversión.

—Eres mi heroína, Maggie —aseguró exageradamente Jude, colocándose las gafas de sol—. Enfrentarse al abuelo de Pierre de esa forma es solo para valientes.

Margaret rió con ganas ante el comentario de su amiga, pero negó con la cabeza mientras se acomodaba el vestido blanco que llevaba puesto.

—No fue tan heroico —replicó con modestia—. Es gracioso porque yo pensé que Pierre iba a ser el que exploté en esa cena y la que se descontroló fuí yo. Pero bueno, solo fue un momento de tensión... y tal vez un poco de arrogancia por mi parte.

—Bueno, a veces hace falta poner a los arrogantes en su lugar, ¿no? —Jude sonrió con picardía—. ¿Qué dijo el francés sufrido sobre el asunto?

—Lo estoy evitando desde entonces... —confesó un tanto avergonzada Maggie mientras se encogía de hombros y se colocaba sus lentes de sol.

—Pero ¿por qué?

—Nada en específico...

—¿Qué no me estás diciendo, Maggie?

—Nada realmente... —aseguró la rubia, provocando que su mejor amiga parara en seco y dejara de caminar—. Bueno, se comporta de manera extraña últimamente. ¿Feliz?

—¿Qué significa "de manera extraña"? —preguntó ahora Jude, cruzándose de brazos y alzando una ceja.

—Eso, que es extraño: me mira extraño, se acerca extraño. Es extraño.

Jude miró a Margaret ahora con una sonrisa pícara, sabiendo lo que significaba ello.

—¿Extraño cómo?

Margaret suspiró, impaciente, y apartó la mirada. No tenía ganas de seguir con esa conversación. No ahora.

—Extraño, Jude. Como si no supiera cómo hablarme o qué hacer, o sino, sabe perfectamente que quiere y trata de acercarse más de lo normal —respondió rápidamente, con un tono más seco de lo usual—. Pero no es lo que estás pensando, así que olvídalo.

Jude soltó una risa incrédula y se inclinó hacia Margaret, claramente disfrutando del malestar de su amiga.

—Maggie, por favor. Te conozco. No puedes engañarme. ¿De verdad no te afecta?

Margaret frunció el ceño y negó con la cabeza.

—No, Jude. No me afecta. Pierre es un compañero de trabajo y lo que pase entre nosotros es... profesional. Punto. —hizo un gesto con la mano como si estuviera despejando cualquier otra idea del aire—. Lo de las semanas pasadas fue incómodo, pero no significa nada más. No hay ningún sentimiento oculto ni nada de eso. Simplemente no soporto lo arrogante que puede ser a veces y lo tolero menos ahora con sus juegos psicológicos. Fin de la historia.

Jude la observó en silencio, su expresión era una mezcla de escepticismo y diversión. Sabía que Margaret siempre se mostraba firme en sus convicciones, pero también sabía leer entre líneas. Sin embargo, optó por no presionar más, al menos por el momento.

—Está bien, está bien —dijo, levantando las manos en señal de rendición—. Si tú lo dices.

Antes de siquiera poder defenderse, Margaret levantó la vista y divisó a Philip y Santiago caminando hacia ellas. Philip, con su sonrisa despreocupada y una inusual camisa arrugada de lino, llevaba las gafas de sol colgadas en el cuello de la camisa, mientras Santiago, un poco más serio y con la mirada suave, caminaba junto a él, vestido con un polo perfectamente planchado y una bermuda.

—La fiesta acaba de empezar... —murmuró Margaret sonriendo, dispuesta a disfrutar aquel día antes del fin de semana alocado y no dar más explicaciones.

Ambas caminaron hacia ellos, y cuando se cruzaron, Philip fue el primero en saludarlas, deteniéndose en seco con una gran sonrisa.

—¡Margaret! ¡Jude! —exclamó con entusiasmo—. ¡Qué sorpresa verlas por aquí! No esperaba que vinieran tan temprano. Aunque, claro, Rodri seguramente ya está tomando.

—Es Mónaco, Philip, hay que llegar temprano para disfrutar —respondió Margaret con una sonrisa—. ¿Listo para la carrera del fin de semana?

Philip se rascó la cabeza, fingiendo estar despreocupado.

—Listo, como siempre. Ya sabes, solo espero que esta vez el auto no me juegue una mala pasada —dijo con una risa.

—¿Y a mí no me vas a preguntar? —bromeó Montoya demandando atención, quien se cruzó de brazos haciéndose el ofendido, provocando que Margaret rodara los ojos.

—Ya sé que te irá bien a tí... —aseguró ahora la rubia, codeando a su compañero de equipo mientras caminaban hacia el barco.

Llegando ya al determinado super yate, Jude tomó del brazo de su mejor amiga sin poder creer que estaban a punto de tener una lujosa fiesta en el distrito de Montecarlo. Por el otro lado, Margaret tampoco podía creer lo que estaban a punto de vivir; pues, bajo el brillante sol de aquella rica ciudad, la nave navegante de Rodri Bustamante llamaba la atención del público por ser de color perla brillante y emitir un estruendoso ruido de música electrónica dentro.

—Bienvenidos a la nave de Bustamante —les sonrió Santiago a las chicas mientras subían a ella.

—Es demasiado... —dijo a lo bajo Jude, aun impresionada.

—Y espera a que estemos lejos del muelle, eso va a ser hermoso —aseguró Montoya.

—Bienvenidas oficialmente a Mónaco, chicas —añadió Philip con una sonrisa traviesa, subiendo justo detrás de ellas.

—¡Mis invitados de honor! —exclamó el piloto argentino en cuanto los notó salir por el pasillo para llegar a cubierta. Parado a un lado de los asientos, vestido también con una bermuda de playa y una remera blanca oversize, Rodri sostenía una cerveza de botella verde mientras sonreía de oreja a oreja—. ¿Cómo los trata la mejor ciudad del mundo?

Philip, sonriendo, se acercó a su amigo y lo abrazó vagamente mientras tomaba una cerveza de la mesa y lo incitaba a brindar. Santiago, por otro lado, prefirió un apretón de manos casual y se negó a empezar a beber aún.

—Es la primera vez de Maggie y Jude aquí —le confesó Montoya a Bustamante, provocando que este abriera los ojos y las mirara a ambas.

—¿Tengo el honor, entonces, de ser el anfitrión de su primera fiesta aquí?

Margaret le sonrió antes de acercarse y darle dos besos en la mejilla para saludarlo.

—No nos vamos a alocar demasiado, lo prometo—contestó la rubia, haciendo que el argentino bufara.

—Justo eso es lo que no les permito hacer hoy —aseguró ahora el dueño de aquel yate, sonriéndole a Jude antes de abrazarla para saludarle.

Rodri terminó su abrazo con Jude, quien aún se veía deslumbrada por el entorno. Los sonidos pulsantes del tech que sonaba envolvían la atmósfera, y el suave balanceo del yate parecía marcar el ritmo de la fiesta que apenas comenzaba. La energía era eléctrica, con el sol reflejándose en las aguas del Mediterráneo y las vibraciones de la música extendiéndose hasta el muelle.

—Mañana trabajamos, Rodrigo... —le recordó Santiago a su amigo, provocando que este le fulmine con la mirada.

—Si, bueno; nada que unos lentes de sol y una aspirina no puedan arreglar —remató el argentino y se sentó en el sofá donde antes estaba para darle un trago largo a su cerveza.

Philip soltó una carcajada y se sentó junto a su amigo, listo para acompañarlo en lo que sea que este deseara.

—¡Vamos, Montoya! —exclamó el piloto británico, llamando la atención del español, quien permanecía al lado de las chicas un tanto dudoso de la situación—. ¡Estamos frente al mar! —dijo, haciendo un gesto amplio con el brazo que abarcaba todo el resplandeciente yate, el mar azul y las colinas llenas de mansiones que los rodeaban—. Aquí, las reglas se escriben en arena, y las borramos con las olas. ¿O es que te estás poniendo viejo?

Santiago sonrió de lado, y Margaret lo vió dudar por primera vez.

—Rex va a matarme... —le susurró a la rubia.

—Yo te cubro —indicó la rubia, codeando a su compañero de equipo— Pero no te excedas...

Santiago soltó una risa contenida, visiblemente más relajado tras las palabras de Margaret. Mientras el sol seguía su lento descenso, bañando el yate en tonos dorados, la brisa marina parecía hacer que las tensiones del día se desvanecieran un poco más.

—Está bien, está bien. Un trago y luego me comporto —cedió Montoya, levantando una mano en señal de rendición antes de aceptar una cerveza que Rodri le ofrecía con una sonrisa traviesa y sentarse junto a él.

—Así me gusta —exclamó el piloto de Ferrari—. Por la mejor carrera del año, muchachos.

Margaret, quien hasta ahora había mantenido una expresión más controlada, no pudo evitar sonreír al ver a Santiago rendirse, quien finalmente se dejaba llevar por la atmósfera despreocupada del yate. Jude, a su lado, ya estaba charlando animadamente con Rodri, su nerviosismo inicial olvidado.

Tomando una de las cervezas sin alcohol de la cubitera que estaba en una pequeña mesa al costado, la rubia se sentó al lado de Philip y no tardaron en conversar animadamente sobre la semana de carrera.

—¿Has escuchado hablar de la chica que entró a Formula 2? —le preguntó el británico, quien se colocó los lentes de sol ya que los rayos alumbraban su rostro.

—¿La italiana pelirroja de la academia de Red Bull? —quiso asegurarse Margaret, mientras se colocaba protector solar en la cara y se relajaba en el asiento.

—Entró como reemplazo de un chico que se fracturó la pierna y ya ganó una de las dos carreras que corrió... —le contó Philip.

—¡Uff! —exclamó Margaret con una sonrisa de sorpresa, dejando la botella de cerveza en el portavasos—. Se llamaba Francesca, ¿no?

—Francesca Finocchiaro —interrumpió Maximus, apareciendo por la cubierta junto con Pierre y Cédric—. Si, maneja increíble. Compartimos simulador hace unas semanas.

—¡Hasta que llegan! —les reclamó Rodri, levantándose para saludar a sus amigos.

—¡No nos regañes, llegamos justo a tiempo! —respondió Cédric con una sonrisa divertida, dándole una palmada en la espalda a Rodrigo antes de sentarse en medio de Margaret y Philip. El británico bufo ante la torpeza de su amigo—. Recién salimos del paddock...

—Nosotras nos escapamos antes... —confesó Jude.

—¿Margaret yéndose del trabajo antes de lo previsto? —preguntó Pierre con una sonrisa ladeada, sentándose al lado de la castaña—. ¿Y cómo lograste convencerla de hacer eso?

Margaret rodó los ojos, apoyándose en el respaldo de su silla.

—Años de amistad y secretos que no revelaré para tu favor, De Orleáns —respondió la castaña con tono casual, mientras Maximus la saludaba y se sentaba junto a ella—. ¿Qué cuentan de nuevo?

—Van a sancionar a Cédric por no ir a la rueda de prensa de mañana —contó el piloto alemán tomando un trago de cerveza—. Pero seguramente sea solo una multa...

—¿Por qué no vas a participar? —preguntó intrigado Philip, dirigiéndose al segundo piloto de Ferrari.

—Estoy haciendo una protesta contra la FIA... —comentó Laurent, haciendo que sus amigos protesten y bufen.

—Aquí vamos de nuevo... —susurró resignado Rodri con su compañero de equipo.

—...y es que quieren agregar más fechas en países árabes y no me parece correcto. No podemos fingir que está bien correr en lugares donde las mujeres no pueden siquiera hablar —prosiguió con su discurso, pero Santiago lo interrumpió.

—Son culturas diferentes, Cédric. Tenemos que respetarlas...

Cédric frunció el ceño, claramente irritado por la interrupción de Montoya.

—No es cuestión de cultura, es cuestión de derechos humanos básicos —respondió, con su tono más firme de lo usual—. No puedo quedarme callado solo porque "es diferente".

Margaret lo miró con una mezcla de sorpresa y respeto, tomando nota del fuego que había detrás de las palabras del piloto. No era común que alguien del paddock hablara abiertamente de estas cosas, y mucho menos que lo hiciera con tanta pasión.

—A ver, entiendo tu punto, Cédric —dijo Philip, tratando de suavizar el ambiente—, pero sabes que estas decisiones no las tomamos nosotros. Es un negocio y los patrocinadores...

—Sí, claro, siempre los malditos patrocinadores —interrumpió Cédric, levantando una mano para detener a Philip—. Pero ¿en qué momento nos convertimos solo en "activos" para ellos? ¿No se supone que también somos personas con principios?

—Lo que dices tiene sentido, Ced, pero... ¿sabes que saltarte la rueda de prensa solo te va a traer problemas, ¿verdad? —le aseguró su compañero de equipo—. La FIA no va a cambiar su calendario porque un piloto se ausente.

Cédric lo miró con determinación.

—Tal vez no, pero alguien tiene que empezar a decir algo. No podemos seguir ignorando estos temas solo porque es más cómodo para todos.

—Yo te apoyo, amigo... —dijo Pierre, chocando botellas con el otro piloto asintiendo con la cabeza— Faltaré mañana contigo.

—¿Perdón? —reclamó Margaret, quien no había hablado hasta entonces—. Sigue soñando...

Los muchachos rieron por la situación, mientras soltaban monosílabas por las declaraciones de la directora de comunicación.

—No puedes obligarme a ir —aseguró el piloto francés, desafiando a su jefa divertidamente.

—Ay no... —susurró Santiago, sabiendo que se vendría una pelea entre los dos—. Por favor, aquí y ahora no.

—Haré de tu agenda un infierno si no cumples con la rueda de prensa de mañana... —lo amenazó la rubia, provocando que los demás se entusiasmaran por las declaraciones.

Pierre se cruzó de brazos, fingiendo un aire de despreocupación mientras la miraba con una sonrisa burlona.

—¿Eso es lo mejor que tienes, Margaret? ¿Amenazas con mi agenda?

—No te subestimes, De Orleáns, tengo más recursos —respondió Margaret, inclinándose un poco hacia él, sin perder su tono juguetón, pero con una chispa de desafío en los ojos—. Y créeme, no querrás descubrirlos.

Cédric, divertido por el intercambio, intervino mientras levantaba su botella en señal de paz.

—No te metas con ella, Pierre. Sabes que no es buena idea.

Rodri soltó una carcajada, levantando las manos en señal de rendición.

—Yo digo que la dejes ganar esta vez. No hay forma de salir ileso.

Pierre arqueó una ceja, claramente disfrutando el duelo verbal.

—Ah, ¿sí? ¿Qué tan peligrosa es? —bromeó, aunque en el fondo sabía que Margaret era más que capaz de cumplir su amenaza. Después de todo, había aprendido a no subestimarla.

—¿Quieres apostar? —replicó Margaret, alzando una ceja desafiante.

Pierre soltó una carcajada, levantando las manos en gesto de rendición.

—¡Está bien, está bien! No quiero convertirme en tu objetivo, Margaret. Haré lo que quieras —bromeó guiñando el ojo, aunque aún con esa chispa desafiante en los ojos.

Margaret, intrigada por el gesto, se cruzó de brazos.

—Cédric, me parece hermoso lo que estás por hacer. No dejes que los demás te lo impidan, pero no arrastres a mis pilotos en esto —dijo finalmente la rubia, relajada ahora—. Si quieres, luego hablamos de algunas cosas que podrías hacer estratégicamente para que sea mejor recibida la protesta. Obviamente, será un placer ayudarte en eso.

—Gracias, Maggie. Definitivamente te pediré ayuda.

—Y así es como Margaret siempre consigue lo que quiere —bromeó Philip, levantando su botella en un brindis improvisado, mientras todos se reían.

El ambiente en el yate se mantenía relajado mientras el sol empezaba a bajar, creando un suave resplandor dorado sobre el mar. Todos conversaban entre risas y bromas cuando, de repente, se sintió el motor del yate arrancar, indicando que estaban listos para salir de la bahía y adentrarse en el mar abierto.

Rodri levantó su cerveza al aire.

—¡Por el mejor fin de semana de carreras del año! —gritó con entusiasmo, provocando un coro de vítores.

Pero justo en ese momento, el teléfono de Margaret vibró en su bolso. Era Rex, enviándole audios sobre algunos ajustes de última hora para las entrevistas del domingo antes de la recaudación benéfica.

Margaret suspiró y se levantó, alejándose del grupo para responder.

—¿Trabajo en medio de una fiesta? —bromeó Philip, observando cómo ella se dirigía hacia la popa.

—Lo siento, chicos. Es mi jefe...

—Ve, cariño. Yo te cubro —aseguró Jude, guiñando un ojo y alzando una botella en su honor.

Margaret avanzó hasta la parte trasera del yate, donde el bullicio se desvanecía y solo el suave murmullo del agua y el viento acompañaban sus pensamientos. Se apoyó en la barandilla, su mirada perdida en la vastedad del mar, mientras escuchaba los audios de Rex con un semblante tenso. El peso de las responsabilidades siempre parecía alcanzarla, incluso en los momentos de aparente desconexión.

Justo cuando se disponía a responderle, un leve crujido en la madera del suelo le hizo saber que no estaba sola. Pierre se acercó en silencio, su presencia inconfundible a pesar del sigilo. Margaret no lo miró, pero lo sintió colocarse a su lado, su mirada también perdida en el horizonte.

—¿Ya estás organizando la carrera del próximo año? —preguntó con una sonrisa, algo que demostraba que se encontraba algo ebrio.

—Es Rex, está modificando algunas cosas...

El francés sufrido asintió, colocándose a su lado y recostándose en la barandilla también.

—Me debes una conversación... —dijo de repente, su voz grave rompiendo la frágil paz que se había instalado.

Margaret se tensó, apretando el teléfono en su mano. Sabía a lo que se refería, pero no tenía ninguna intención de reabrir esa incomodidad. No tenía ganas de hablar de Monza, menos de la cena con su familia.

—Pierre, no es el momento... —murmuró, sin apartar la vista de su teléfono mientras escribía unas cosas como respuesta a Forden.

—Es difícil que haya un momento si me evitas cada vez que me ves.

El viento fresco del mar acariciaba el rostro de Margaret, pero la atmósfera entre ella y Pierre se sentía cada vez más opresiva. Apretó los labios, sin despegar la vista del teléfono. Podía sentir el peso de su mirada, esa mezcla de frustración y algo más profundo flotando entre ambos, pero nunca lo había admitido en voz alta o permitido pensar en ello lo suficiente.

—No te estoy evitando —dijo finalmente, con un tono plano, casi mecánico, mientras continuaba tecleando con rapidez.

Pierre la observó en silencio por un momento, sus ojos buscando una fisura en los ojos claros de la rubia.

Con un movimiento decidido, Pierre extendió la mano y le tomó suavemente el mentón, obligándola a levantar la cabeza y apartar la mirada del móvil. El contacto fue tan inesperado, tan íntimo, que Margaret se quedó completamente inmóvil, sus ojos grandes y sorprendidos clavándose en los de él.

Margaret estaba atónita. El toque de Pierre era suave, pero firme. Sus dedos apenas rozaban su piel, pero el gesto la desarmaba completamente. Sentía como si el aire se hubiera escapado de sus pulmones, incapaz de procesar lo que estaba ocurriendo.

El silencio entre ellos parecía eterno, con Margaret aún paralizada por el toque de Pierre. El mundo entero se había desvanecido, dejándolos solo a ellos dos, el mar, y la tensión palpable que los envolvía. Sin embargo, antes de que pudiera siquiera procesar lo que sentía, su teléfono volvió a vibrar, interrumpiendo bruscamente el momento.

Era Rex.

La realidad la golpeó como un balde de agua fría, y de inmediato, Margaret se apartó de Pierre con torpeza, el corazón desbocado. Tragó saliva, intentando controlar sus emociones mientras miraba la pantalla del móvil.

—Rex, sí, dime...—dijo rápidamente, evitando la mirada de Pierre y dándole la espalda para contestar la llamada. Dio unos pasos hacia el otro extremo de la popa, buscando recuperar la compostura.

La conversación giraba en torno a cambios para las entrevistas del domingo, pero su mente no estaba ahí. Sentía la mirada de Pierre aún clavada en su espalda, una presencia que era imposible de ignorar. El calor del momento anterior seguía colgando en el aire, enredándose con sus pensamientos, haciendo que cada palabra con Rex se sintiera más pesada.

De repente, Pierre, incapaz de contenerse, se acercó nuevamente por detrás. Margaret no lo notó hasta que sintió el suave tacto de una de sus manos en su cintura y el roce de sus labios en su hombro descubierto. El contacto la dejó completamente aturdida, su cuerpo se tensó instantáneamente. Un escalofrío recorrió su piel, y la mezcla de sorpresa y nerviosismo la hizo reaccionar de manera instintiva.

—¡Pierre! —susurró con urgencia, tratando de mantener la compostura mientras seguía hablando con Rex.

Pero en su intento de alejarse rápidamente, hizo un movimiento torpe, y el teléfono se le escurrió de las manos. Fue un segundo eterno en el que lo vio caer en cámara lenta, directo hacia el agua, hasta que finalmente desapareció bajo la superficie con un suave chapoteo.

—¡No! —exclamó Margaret, acercándose a la barandilla mientras se sacaba rápidamente los zapatos.

—¿Pero qué...? —y antes de que el piloto pudiera siquiera preguntar qué era lo que estaba por hacer su acompañante, Margaret se tiró rápidamente al agua, sumergiéndose hábilmente esperando que el teléfono no se encontrara ya en el fondo.

Pierre observó atónito cómo Margaret, sin pensarlo dos veces, se lanzaba al agua con una agilidad que no esperaba ver de alguien con su elegancia usual. La escena, surrealista y completamente inesperada, lo dejó sin palabras. Apenas logró pronunciar algo cuando vio a Margaret sumergirse.

—¡Margaret! —gritó, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Es solo un teléfono! ¡Por el amor de Dios!

Mientras tanto, desde la cubierta del yate, Philip, Maximus y Jude, que hasta ahora habían estado distraídos con la música y las bebidas, se giraron al escuchar el chapoteo.

—¿Margaret? —preguntó Jude, corriendo hacia la barandilla, viendo a su amiga zambullida en el mar—. ¿Se ha tirado al agua? ¿Qué demonios pasó?

Pierre, con una expresión a medio camino entre el asombro y la risa, se acercó a la barandilla.
—¡Se le cayó el teléfono! —explicó, aún sin poder creerlo.

Philip soltó una carcajada tan fuerte que casi derrama su cerveza.
—¡¿Se tiró por el teléfono?! —exclamó, doblándose de la risa—. ¡Dios, esto es oro puro!

Margaret emergió de nuevo, completamente empapada, pero con las manos completamente vacías. La expresión de resignación en su rostro era inconfundible mientras flotaba en el agua, mirando hacia la cubierta.

—¡No lo encuentro! —gritó frustrada, agitando los brazos.

—¡Obviamente! —respondió Jude, intentando contener la risa mientras Maximus le lanzaba una toalla—. ¡Debe estar en el fondo del Mediterráneo ahora!

—¡No me importa! ¡Tenía toda mi agenda y las notas de Rex ahí! —protestó Margaret, mientras nadaba de regreso al yate, subiendo por unas escalerillas que estaban puestas.

Cuando finalmente subió de nuevo a la cubierta, empapada de pies a cabeza, su cabello chorreando agua y la respiración agitada, todos la miraban en un incómodo silencio. Pierre, sin poder aguantarse, soltó una carcajada antes de cubrirse la boca, lo que hizo que Jude y Philip se unieran a la risa.

—Esto... no es gracioso —murmuró Margaret, envuelta en una toalla mientras trataba de mantener su dignidad—. ¡Esto es tu maldita culpa, Pierre!

—¡Es un poco gracioso! —dijo Philip entre risas—. ¿Te tiraste al agua por un teléfono? ¡Eso es dedicación, chica!

Pierre, todavía riendo, se acercó a ella.

—Margaret, por favor, ya lo perdimos. Es solo un teléfono. Ya le contaré a Rex que se ha hundido heroicamente por salvar la temporada...

Margaret lo fulminó con la mirada, y se fue del lugar, dispuesta a secarse en el sanitario del yate y odiar toda la vida al piloto francés con el que compartía equipo. Empapada y furiosa, se marchó con pasos decididos hacia el baño del yate, dejando un rastro de agua a su paso. A cada paso, sentía la mirada de sus compañeros clavada en su espalda, y podía escuchar las risitas contenidas que todavía resonaban en la cubierta. Su cabeza hervía de frustración, y aunque sabía que el teléfono ya estaba perdido, lo que más le irritaba era la insólita y ridícula situación en la que había terminado gracias a Pierre.

Aquella mañana del viernes, Margaret notó que estaba extremadamente ansiosa. De hecho, estaba más nerviosa de lo normal.

—Por favor, un par de jugadas y ya... —le suplicó a Jude, quien estaba medio dormida aún en la cama.

—Estoy cansada, Maggie.

—Y yo necesito sacarme los nervios con ejercicio. Por favor, juguemos un rato...

Dentro de la mente de la rubia, una buena forma de evadir sus problemas era jugando algo de tenis antes de ir al paddock. Sin embargo, convencer a su amiga esa mañana era extremadamente complicado, sobre todo porque Jude no era una persona muy madrugadora los fines de semana.

Jude gruñó bajo las sábanas, negándose a abrir los ojos. Margaret, sin darse por vencida, se sentó en el borde de la cama con una mirada suplicante, sus dedos jugueteando nerviosamente con los pliegues de su camiseta deportiva.

—Solo 30 minutos —insistió Margaret, intentando sonar más persuasiva—. Un par de pelotas y después nos vamos directo al paddock. Te prometo que te invito el mejor café de tu vida.

Jude se removió un poco, todavía entre el sueño y la realidad, pero finalmente abrió un ojo, mirándola con escepticismo.

—¿El mejor café de mi vida? —repitió con voz rasposa—. Eso suena a trampa.

Margaret dejó escapar una risa suave, sabiendo que estaba a punto de ganarse su pequeña batalla.

—El mejor de todo Montecarlo —añadió con una sonrisa inocente, levantando las cejas para darle énfasis.

Jude suspiró y, con un esfuerzo monumental, se levantó lentamente de la cama, estirando los brazos perezosamente. El cabello revuelto le cubría la cara, y su expresión dejaba claro que no estaba emocionada por la idea, pero tampoco podía resistirse a los encantos de su amiga.

—Está bien, pero más te vale que sea buen café —murmuró mientras se dirigía al baño—. Si me voy a levantar de esta cama, que al menos valga la pena.

Margaret sonrió triunfante. Sabía que Jude la acompañaría a regañadientes, pero en cuanto ambas estuvieran en la cancha, su amiga se relajaría. El tenis era una excusa perfecta para liberar la ansiedad que la estaba devorando por dentro, y Margaret lo necesitaba desesperadamente ese día.

Mientras se preparaba, no podía evitar pensar en lo que le esperaba en el paddock más tarde. Tenía que verse con Pierre, y sabía que ya no podía evitarlo sin darle la razón de que estaba evitándolo. Jugar tenis, aunque fuera solo por un rato, le daría la claridad que tanto necesitaba antes de enfrentarse a él.

—Estás pensando en él, ¿verdad? —la voz de Jude la sacó de sus pensamientos mientras se ataba las zapatillas—. Pierre.

Margaret levantó la vista, sorprendida por lo directa que había sido su amiga.

—No —respondió rápidamente, pero Jude alzó una ceja, incrédula.

—Claro, y yo soy la reina de Inglaterra.

Margaret soltó un suspiro y se llevó una mano al cabello, nerviosa.

—Solo... Necesito despejarme antes de hoy —admitió, mirando a Jude con una expresión de frustración.

Jude se levantó de un salto, más despierta ahora que nunca, y se acercó a Margaret, dándole una palmadita en el hombro.

—Entonces juguemos, Maggie. Sacúdete esos nervios. Y luego... enfrentamos a Pierre y sus comportamientos "extraños".

Margaret rodó los ojos, pero asintió, agradecida. No sabía cómo se resolvería el día, pero al menos tenía a Jude a su lado. Con raquetas en mano que alquilaron de los depósitos del hotel y una promesa de café en el aire, estaban listas para liberar un poco de tensión antes de enfrentar lo que Mónaco les tenía reservado.

Sin embargo, luego de calentar un rato, cuando el juego se puso intenso, Jude comenzó a quejarse.

—Quiero vomitar, Maggie...

—No exageres, apenas llevamos unos minutos —reclamó la rubia golpeando con la raqueta uno de los pases de Jude.

—Quiero desayunar, porfis...

Margaret dejó escapar una risita, deteniéndose en seco en medio de la cancha. Miró a Jude con una mezcla de resignación, pero al mismo tiempo, sabía que su amiga había hecho un esfuerzo por acompañarla esa mañana, y aunque apenas habían comenzado a jugar, no quería forzarla más.

—Está bien, ya te ganaste tu desayuno —dijo Margaret, dejando caer la raqueta y caminando hacia el centro de la cancha—. Vamos a tomar ese café que te prometí.

Jude dejó escapar un suspiro de alivio, bajando los brazos y apoyándose en la raqueta como si fuera un bastón.

—¡Gracias! Pensé que nunca me lo ibas a permitir. Mis habilidades de tenista están oxidadas.

Ambas rieron y se dispusieron a juntar las cosas que habían alquilado del club privado del hotel, hasta que una voz grave interrumpió la atención de ambas.

—¿Ya se van? —preguntó Pierre, deteniéndose frente a ellas con las manos en los bolsillos. El francés sufrido llevaba puesto el atuendo perfecto para jugar. El corazón de Margaret dió un vuelco al reconocer aquella voz, quien se dirigía hacia ellas con una sonrisa divertida.

—Estábamos a punto de irnos a desayunar —respondió Jude antes de que Margaret pudiera decir algo—. No soy muy fan del deporte matutino, ¿sabes?

Pierre soltó una risa suave y asintió comprensivamente.

—Se suponía que iba a jugar con Darell, pero ya no contesta mis mensajes... —confesó el piloto, pasando una mano por su cabello un tanto frustrado.

—Deberían jugar juntos —sugirió Jude y la joven volvió a ver a su mejor amiga, quien la asesinó con la mirada en cuanto hicieron contacto visual—. Yo ya me iba, pero Maggie aún tiene ganas de entrenar.

Sonriendo por la propuesta, mirando hacia un lado, Pierre se imaginó que sería muy divertida su mañana si la rubia aceptaba su compañía, considerando que las cosas habían quedado en una posición bastante frágil el día de ayer.

Margaret sintió un calor subirle al rostro mientras miraba a Jude con una expresión mezcla de sorpresa y desaprobación. Sin embargo, su amiga la ignoró por completo, recogiendo sus cosas rápidamente como si no hubiera notado la incomodidad en el ambiente.

—Claro, ¿por qué no? —dijo Pierre con una sonrisa traviesa, mirando a Margaret directamente a los ojos—. Un par de juegos antes del desayuno no me vendrían nada mal.

—No, yo ya me iba —aseguró rápido la rubia, dirigiéndose a sus cosas para juntarlas.

—¿Qué tanto miedo me tienes? Prometo no morder —bromeó el piloto, buscando provocarla. Pues ahora Pierre tenía una nueva afición, y era hacerla enojar.

Margaret se detuvo un momento, las manos temblando ligeramente mientras intentaba meter la raqueta en su funda. Sabía que aceptar significaría enfrentar esa tensión que había estado tratando de evitar desde su última discusión. Miró a Pierre, quien la observaba con esa mirada juguetona que tanto la exasperaba, pero también notó una chispa de curiosidad en sus ojos, como si quisiera entender lo que realmente estaba pasando por su mente.

Jude, que ya se había puesto su chaqueta, la miró con una sonrisa cómplice antes de hablar.
—Vamos, Maggie. ¿No decías que querías entrenar? Es el plan perfecto. —Le guiñó un ojo y luego le dirigió una rápida mirada a Pierre—. Diviértanse. Me voy a por ese café.

La rubia sabía que podía con ello. Enfrentar la situación era inevitable, pero sabía que podía hacerlo de manera profesional sin perder la paciencia. Era una cuestión de intentarlo.

—Está bien, lo haré —dijo al fin, más para ella misma que para Pierre. Sacando su raqueta nuevamente de la funda, Margaret lo miró unos segundos y a Pierre le quedó en claro que iban a jugar, pero bajo los términos de ella—. Juguemos.

Mientras Jude se retiraba completamente divertida y maliciosa por lo que había logrado, juro que luego se disculparía con su amiga aun cuando no tenía realmente nada que lamentar.

El partido de tenis comenzó en un silencio tenso, cargado con la misma energía que había estado flotando entre ellos desde antes de pisar la cancha. Margaret no quería hablarle, y Pierre, siempre sabiendo cómo medir el humor de su compañera, decidió que no la provocaría... al menos no hasta que ella le diera un motivo.

Los primeros puntos fueron claramente para Margaret, sus saques implacables le daban una ventaja temprana. Pierre, algo fuera de ritmo al principio, se limitaba a observar cómo ella se movía con una agilidad que no esperaba. Pero una vez que entró en calor, la situación cambió. En cuestión de minutos, la ventaja de Margaret desapareció, y la partida se tornó en una verdadera batalla de fuerza y estrategia. Margaret estaba a un punto de ganar el primer set, peleando por cada punto con la misma intensidad que ponían en sus carreras.

—Buena defensa —dijo Pierre entre respiros, su sonrisa ladeada asomándose, aunque aún respetuoso del silencio entre ellos.

Margaret no se dejó impresionar.

—Cállate y juega.

Pierre arqueó una ceja, divertido por la respuesta.

—¿Ya no me hablas como personas civilizadas?

—No —respondió cortante, agitada por el esfuerzo mientras se preparaba para su siguiente saque.

La pelota voló por el aire, y en un intercambio rápido, Margaret lanzó un golpe que apenas rozó la línea de la cancha. Con un giro rápido, se giró hacia Pierre, dándole la victoria del primer set con una sonrisa de triunfo.

—Cayó adentro —dijo con satisfacción, secándose la frente.

Pierre, con el ceño fruncido, no estaba tan convencido.

—¿Estás ciega? ¡Eso fue afuera!

Margaret rodó los ojos.

—No estoy ciega. Vi perfectamente cómo cayó dentro. No seas mal perdedor, De Orléans.

Pierre dio un paso al frente, sin soltar la raqueta, mirándola con una mezcla de incredulidad y desafío.

—Margaret, fue fuera. No estoy bromeando.

—¿Me crees estúpida o qué? —replicó ella, acercándose lo suficiente para que sus miradas chocaran como espadas—. La pelota entró. Gané el set.

Pierre no pudo evitar sonreír, aunque su competitividad seguía encendida.

—Claro que lo harías. Siempre tan segura de ti misma, ¿eh?

Margaret le devolvió la mirada, entrecerrando los ojos.

—Solo cuando tengo razón... y en este caso, la tengo.

—Sé buena perdedora y acepta que el primer set no terminó —dijo Pierre con una sonrisa ladeada, esa que siempre lograba sacarla de quicio.

—Dios, convivir contigo es un infierno —espetó Margaret, recogiendo su raqueta y metiéndola en su bolso de golpe—. No tengo por qué soportarte fuera del trabajo.

Pierre, sin dejar de sonreír, se cruzó de brazos.

—¿En serio me vas a abandonar? Ni siquiera puedes terminar un set.

Margaret lo ignoró, caminando a toda prisa hacia el almacén del club. Sabía que Pierre la seguiría, porque, claro, no podía dejar de provocarla ni un segundo. Y ahí estaba, efectivamente, a unos pasos detrás de ella. Mientras abría un casillero para devolver las cosas prestadas, sentía su presencia como un peso en la espalda, irritante e ineludible.

—Deja de seguirme, Pierre. No quiero tu presencia —dijo con los dientes apretados, guardando las pelotas de tenis con movimientos rápidos y bruscos.

—Ahora sabes lo que se siente que te sigan sin quererlo —respondió él burlón, imitando sus gestos y guardando también sus cosas en el casillero contiguo.

El suspiro que salió de los labios de Margaret fue largo y lleno de frustración. Se giró hacia él, su mirada encendida de pura rabia.

—Desde que te conozco, lo único que intento es ayudarte. Y lo único que has hecho tú es arruinarme la vida.

Pierre alzó una ceja, divertido por su intensidad.

—Estás siendo extremadamente dramática.

—Este trabajo es lo que catapultará mi carrera —continuó ella, ignorando su comentario—. No voy a dejar que me lo hagas más difícil.

Pierre soltó una pequeña risa, esa risa que siempre la ponía al borde del abismo.

—¿Y yo soy el niño que no sabe jugar a las cartas? —replicó con ironía—. Llevas apenas meses en este trabajo y ya parece que se te está cayendo el cabello de tanto estrés.

La burla fue la gota que colmó el vaso. Sin pensarlo, Margaret levantó la mano para abofetearlo, un reflejo de pura rabia, como la última vez que había estado a solas con él en un ascensor. Pero esta vez, Pierre estaba preparado. Con la velocidad y precisión de un piloto, atrapó su muñeca en el aire antes de que pudiera alcanzarlo. Sus ojos se encontraron en una batalla de miradas cargadas de desafío.

—Eres un idiota...

—¿Otra vez? —preguntó Pierre en un tono bajo, sus dedos firmes alrededor de su muñeca, pero sin apretar—. ¿De verdad quieres hacer esto de nuevo?

El corazón de Margaret latía con fuerza, sus mejillas enrojecidas, no solo por el esfuerzo físico del partido, sino por la rabia que le hervía en la sangre. La tensión entre ambos era palpable, y por un instante, el espacio entre ellos se volvió insoportablemente estrecho.

—No sé de qué estás hablando... —susurró, su voz temblando, no solo de enojo, sino de algo más que no quería admitir.

Y sin dejar de poder sonreír y sin poder contenerse más, Pierre la estiró del brazo, atrayéndola hacia él con una firmeza que hizo que el aire entre ambos desapareciera, y sin pensarlo, la besó.

Lo que había comenzado como un impulso, un capricho, un momento de provocación, se transformó en algo mucho más profundo y devastador de lo que Pierre jamás habría anticipado. En el instante en que sus labios rozaron los de Margaret, algo dentro de él se rompió y, al mismo tiempo, se encendió. El beso, que había imaginado sería una simple diversión, se convirtió en su caída, un descenso vertiginoso hacia el caos de sus propios sentimientos.

Los segundos se volvieron eternos, y el peso de lo que acababa de hacer lo golpeó con una fuerza implacable cuando sintió las manos de Margaret en su pecho, empujándolo con un gesto rápido y decidido. Sus ojos se abrieron de golpe, y lo que encontró frente a él no fue la reacción juguetona que había esperado. Margaret lo miraba, pero no con furia ni desprecio. Estaba completamente confundida, atrapada entre la sorpresa y algo más oscuro, algo que Pierre no pudo ignorar.

Al principio, Margaret lo atribuyó a una de sus típicas provocaciones, otra manera más en la que Pierre intentaba desarmarla, reducirla a su juego como tantas veces lo había hecho. Pero algo era diferente. Los ojos de Pierre, usualmente llenos de esa chispa burlona, estaban ahora más oscuros, brillando con una intensidad que nunca antes había visto.

Ella sabía que debía detener esto. Debería empujarlo de nuevo, decirle algo hiriente y terminar el momento. Pero en lugar de eso, lo único que pudo sentir fue el calor que le recorría el cuerpo, el peso del deseo en cada fibra de su ser. Quería detenerlo, pero quería más que nunca continuar. Y esa contradicción la consumía.

El arrepentimiento pasó como un susurro en el fondo de su mente, pero fue ahogado por la fuerza de su impulso. En un movimiento casi automático, como si su cuerpo actuara por voluntad propia, Margaret deslizó las manos desde su pecho hasta la nuca de Pierre, sus dedos enredándose en su cabello rizado mientras lo atraía de vuelta hacia sus labios.

El segundo beso fue mucho más desesperado, más crudo. Ambos se lanzaron el uno hacia el otro con una intensidad que rozaba el caos, chocando sus cuerpos como si intentaran deshacerse de toda la distancia que había existido entre ellos hasta ahora. Los labios de Pierre se movían con una urgencia que reflejaba la lucha interna que ambos estaban viviendo, y Margaret, perdiendo completamente el control de la situación, dejó que una de sus manos se deslizara sobre el pecho descubierto de Pierre, su piel caliente bajo el tejido de su camiseta de corte en V.

Pierre, completamente consumido por el momento, abandonó sus labios y dejó un rastro de besos que descendían lentamente por su cuello, como si cada centímetro de su piel fuera un nuevo descubrimiento. Margaret echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos mientras sus respiraciones se entrelazaban en ese instante de pura necesidad.

—Esto está realmente mal, Pierre —aseguró la joven con los ojos aún cerrados disfrutando cada tacto.

—Dices mí nombre así de nuevo, y te arranco la ropa —respondió alejándose de su cuello solo para poder contemplar cómo la joven temblaba sobre sus brazos.

La volvió a besar con un poco más de fervor, mientras la tomaba de las manos y entrelazaba sus dedos con los de ella. Lo que sentía en esos momentos era realmente muy similar a lo que experimentaba cuando conducía un auto a 350 km/h en una recta; era realmente adrenalina pura.

El ruido de las puertas del depósito abriéndose y las risas y pasos de personas entrando fue lo que hizo que ambos se sobresaltaran, separándose abruptamente como si hubieran sido electrocutados. Margaret sintió que el mundo a su alrededor volvía a girar con una velocidad aterradora, y el momento que habían compartido se desvaneció como un sueño fugaz. La realidad la golpeó con fuerza.

Margaret volvió a tierra cuando recordó donde estaba y con quién. Pues, las voces que escuchaba en la entrada eran conocidas porque estaban en un hotel con todo el equipo, y la joven sabía además que en media hora debían estar trasladándose al circuito para poder trabajar.

Rápido lo miró a Pierre sin saber muy bien cómo afrontar la situación, y cuando menos espero, ya estaba saliendo por la puerta trasera del almacén, corriendo hasta el hotel para poder cambiarse, ignorando por completo los llamados del piloto francés.

Una vez en la habitación, la rubia corrió al baño y se quitó la ropa lo antes posible para ducharse necesariamente con agua fría. Y no pudo dejar de sentirse realmente estúpida por haber disfrutado de un beso con la persona más detestable que había conocido en su vida.

VOLVI

COMO LES COMENTABA EN IG, ESTOY TRABAJANDO Y ESTUDIANDO MUCHO ULTIMAMENTE :C POR LO QUE ANDARÉ MEDIO INACTIVA HASTA DICIEMBRE.

PERO VOY A TRATAR DE ESCRIBIR OBVIO

SOBRE TODO PORQUE LLEGAMOS A MI PARTE FAVORITA DE LA HISTORIA JUJUU

ASI QUE TRATARE DE TRAERLES LA OTRA PARTE QUE TRAE #DRAMA ESTOS DÍAS

O MEJOR...

10 LIKES Y LO SUBO EH!

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