
2 | Día Dos
—Cuando pienso en la muerte, lo primero que me viene a la cabeza es la palabra descanso.
El paciente ahogó un suspiro. Me pegué lo más que pude a la mesa. Hablaba bajo; necesitaba escucharle bien.
—Siempre lo he visto así —continuó—. Morir es la única forma posible de escapar de este mundo en el que no le importo a nadie.
—¿Cómo sabes que no les importas?
—Porque no me escuchan —aclaró—. Nadie me tiene en cuenta aunque, por otra parte, también lo entiendo. Soy un fracaso y... —Escondió el rostro entre las manos—. No soy capaz... —Rompió a llorar—. De ser útil...
Le alargué un pañuelo de papel procedente de la enorme caja que había encontrado en el cajón.
—Perdón. —Tomó dos, entre hipos—. No me gusta ponerme así.
—No te precupes. Desahógate. Tómate tu tiempo.
El joven me observó, dubitativo, hasta que asentí con la cabeza y entonces dio rienda suelta a su dolorosa pena. No le interrumpí. Era mejor que se liberara a sus anchas.
Nombre: Kim Eo Woo.
Aproveché para indagar en su historial clínico.
Edad: 20 años.
Diagnóstico: Trastorno límite de personalidad (TLP). En seguimiento en consultas.
Motivo de ingreso: intento autolítico mediante ahorcamiento ayer al mediodía. Su madre le descubrió, ya colgado de la lámpara del techo del salón, y le sostuvo por los pies mientras su padre se apresuraba a trepar por la escalera que el propio Su No había usado y quitarle la cuerda.
Madre mía; qué forma tan tremenda de terminar con todo. Encima su familia lo había visto. Estarían bastante afectados.
Antecedentes personales: acude a las consultas de forma irregular. Suele abandonar la terapia cuando se siente mejor.
Antecedentes familiares: no refiere.
Evolución: El paciente acepta el ingreso. Pasa la noche en la Unidad de Observación y en la reunión matinal se decide su traslado a cama normal por buena conducta.
Aparté la vista del monitor. Eo Woo había dejado de llorar y me miraba con el pelo oscuro revuelto, el pañuelo retorcido entre las manos y las marcas de la cuerda recorriéndole el cuello como un collar grabado a fuego.
—Tengo una duda —le hice saber—. Cuando te refieres a que nadie te quiere, entiendo que es porque realmente ni una sola persona a lo largo de tu vida te ha mostrado aprecio.
—Bueno... —titubeó—. Mis padres sí. También tengo dos amigos.
—Entonces no es nadie. Ellos son alguien.
Su expresión pensativa me dio a entender que mi pequeño intento de reestructuración cognitiva, la técnica más usada en terapia, podría funcionar si le dedicaba tiempo.
—Yo diría más bien que algunas personas te quieren y otras no —remarqué.
—Sí. —Se revolvió en la silla, masticando lo que le acababa de decir—. Es verdad.
—Y, ¿crees que está mal? ¿Todo el mundo te debería querer?
—No, claro que no.
—Por supuesto. —Jugueteé con la tapa del bolígrafo—. Además, creo que eso nos pasa a todos. ¿Estoy en lo cierto?
—Lo estás.
Un atisbo de satisfacción me embargó al escucharle. Era inteligente. Podía mejorar.
—Entonces, ¿por qué la idea te agobia al punto de querer atentar contra tu vida?
—En realidad ese no ha sido el motivo.
¿Ah, no? Solté el bolígrafo, en suspenso.
—Antes de ayer estuve en Daegu —expuso, en un hilo de voz—. Uno de mis amigos vive allí y a veces me invita. Insisto que en ese momento me encontraba bien y... —Sus ojos almendrados buscaron, llorosos, los míos—. Tampoco había bebido así que... La cosa fue que...
Buscó mi mano a través de la mesa, agobiado. Se la sostuve.
—Escuché cómo mataban a alguien.
—¿Qué? —La información me dejó tan impactado que me trabé—. ¿Cómo escuchar? ¿Qué escuchaste?
—El vecino de la puerta de al lado solía hacer fiestas —continuó—. Tenía cerca de cincuenta y tantos años y una prometida con la que se iba a casar pero en su piso entraba y salía de todo.
Como te he comentado, acostumbro a visitar mucho a mi amigo de modo que soportar los ruidos que producían sus desfases en drogas, alcohol y prostitución era habitual. Sin embargo, aquella tarde fue diferente porque la música dejó paso a una fuerte discusión. Creo que estaba con alguien de su familia. Antes, a eso de las seis, habíamos salido a comprar kimchi y en el ascensor nos habíamos topado con uno de los hijos de su futura mujer.
—¿Qué aspecto tenía? —No pude reprimir la curiosidad—. ¿Cómo era?
—Joven, bien parecido y de aspecto serio. —Se llevó la mano al cabello—. Llevaba el pelo castaño oscuro y vestía unos jeans rotos y una camisa de botones blanca que tenía pinta de ser muy cara.
La imagen del paciente recién llegado me vino a la cabeza. La descripción coincidía. La fecha del homicidio también. ¿Podría ser? Rayos; claro que sí. Pero, entonces, ¿los dos estaban ingresados en el mismo lugar? ¿Y si se encontraban? ¿Eo Woo le reconocería? ¿El acusado lo notaría y se sentiría amenazado? Ay, madre mía. Era una situación demasiado arriesgada como para asumirla sin más.
—Después de un rato, se hizo un silencio sepulcral. —El paciente, ajeno a mi alarma, prosiguió—. No fue hasta las dos de la madrugada cuando me despertaron otra vez los ruidos pero esta vez sonaba como cuando en una carnicería preparan carne para guisar y rompen los huesos de la pieza. —Se estremeció—. Al día siguiente supe por las noticias que ese señor había sido asesinado y que yo, quizás, podría haber hecho algo para evitarlo.
Tragué saliva, intentado disimular que lo que me decía no me había dejado de piedra.
—Para mí ya era un reto valorar el mundo como algo que mereciera la pena —finalizó—. Imagínate ahora.
—¿Se lo has contado a alguien?
—No.
Genial. Ahora era cuando me tocaba luchar entre mantener la confidencialidad de la consulta o comunicarle a las autoridades la información.
—No te preocupes —me escuché decir—. Ya veremos qué...
El sonido del teléfono me distrajo.
—Si no te importa, me gustaría dejarlo por hoy. —Eo Woo se restregó la cara con otro pañuelo, se levantó y se inclinó en una respetuosa despedida—. Necesito despejarme.
Apenas me dio tiempo a murmurar un "de acuerdo". El tono enojado al otro lado de la línea al descolgar me obligó a retirar la atención de aquel pobre chico y ponerla en la realidad de mi vida como residente.
—¡Jimin! —Dark Ho, el jefe de planta, me dedicó un bufido—. ¿Qué haces charloteando con pacientes que no te corresponden? ¿No sabes que tenemos un tiempo límite para enviar el psicodiagnóstico al juzgado? ¡Necesito esa maldita evaluación para que ese criminal se largue de mi unidad! ¡Es un peligro para el resto de enfermos y para el personal!
—Yo también soy parte del personal y, sin embargo, quieres que me exponga —objeté—. Para evaluarle me tengo que quedar a solas con él.
—Le han puesto otra inyección así que ahora no hay riesgo —me informó—. Solo deja la puerta abierta para que la policía le controle desde fuera.
La idea me produjo una intensa ansiedad. Ya de por sí había pasado mala noche, desasosegado ante la imagen de intestinos y vísceras desperdigados por el suelo de un pasillo en penumbra. Incluso había soñado con cuerpos desmembrados y eso que me había negado a ver las fotos del homicidio que se guardaban en la carpeta de su historia.
—Vas a aprender mucho con este caso. —El jefe insistió—. Muy pocas personas tiene la oportunidad de valorar algo así.
¿Aprender? ¡Diablos! Si tan estupendo era, ¿por qué no lo hacía él y se investía de gloria ante la prensa? Yo no quería saber nada. Nada. No.
—Hazle las pruebas —ordenó—. Descarta esquizofrenia y los demás trastornos psicóticos. Mide su empatía. Extrae su perfil de personalidad.
Oh, ya, claro. Dicho así, sonaba súper sencillo. Súper sencillo si no se tratara de un descuartizador de seres humanos. No. Ni loco.
—No quiero —me opuse.
—Jimin...
—No.
—Ya he dado la orden.
Un momento, ¿qué?
—Ahora mismo le están llevado a tu despacho así que ponte a ello. —Sonó apremiante—. Recuerda que esto es Psiquiatría, no una guardería.
Y, sin más, me colgó.
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