
1 | Día Uno
Me detuve ante la entrada de la Unidad de Hospitalización de Psiquiatría, con la resignación pintada en la tez y el enorme juego de llaves que me había dado la jefa de servicio en la mano.
Me tocaba empezar ahí. Eso me había dicho, con expresión impenetrable, pese a que le había suplicado mil veces que me permitiera quedarme en cualquier otro sitio. La psicóloga titular llevaba meses de baja y no habían contratado a nadie en su lugar. No me parecía normal que un simple residente en formación como yo tuviera que trabajar con personas ingresadas sin supervisión pero, al parecer, a la dirección eso le traía sin cuidado.
—Tienes que ir. —La jefa se había mostrado inflexible—. Si no lo haces no vas a tener la formación completa. Te bajará la nota final.
Ya; lo entendía pero me seguía pareciendo fatal.
—Solo serán tres meses —añadió—. Trata de vincularte con algún psiquiatra que te ayude, te ocupas de unos cuantos casos y listo.
Ante eso solo me quedó suspirar. Pues nada; qué remedio. Allí estaba, con cara de tonto y, por descontado, nerviosísimo.
Introduje una, dos, tres llaves. No atiné. Analicé el resto. Separé las que me parecieron demasiado largas o pequeñas. Seguí probando. Al séptimo intento, di con la correcta y, por fin, me encontré ante el larguísimo pasillo de los despachos médicos, que lucía desierto y envuelto en un sepulcral silencio de lo más tétrico.
Avancé unos metros, con la respiración contenida. Las puertas y ventanas estaban bajo llave, la luz del techo era más brillante que la del resto del hospital y, al fondo, una puerta de cristal irrompible mostraba las estancias comunes de los pacientes. Alcancé a ver a varios, con sus pijamas verdes, deambulando sin rumbo.
—¿Jimin? —Suni, la jovial trabajadora social, que conocía de los desayunos en la cafetería, salió de uno de los depachos de la derecha—. ¡Jimin! —confirmó mi identidad—. ¡No sabes lo que me alegro de verte aquí! —Se me acercó, con una sonrisa de oreja a oreja—.¡Estábamos esperándote!
—¿Y eso?
—¿No te has enterado? —Mi interlocutora se inclinó sobre mi oído, como si fuera a contarme un secreto—. El hospital ha salido en las noticias. Se ha montado un revuelo tremendo.
La miré, sin comprender.
—Chico, ¿es que tu no ves la televisión?
La verdad, no. Cuando llegaba a casa solía dedicarme a estudiar, leer o escuchar música. Llevaba meses desconectado de la actualidad. Pero, claro, quedaba mal confesarle algo así a una compañera de trabajo.
—He estado ocupado —me excusé—. Aún tengo bastante ropa en casa de mis padres y varias cajas sin desempacar.
—Ah, claro, te estás mudando, es verdad —recordó—. No te preocupes, en un momento te pongo al día. —Carraspeó antes de proseguir—: Mira, lo que pasa es que ayer ingresó un psicópata de libro, de esos que casi no se ven, y todo el mundo está esperando a que se realice el psicodiagnóstico que lo confirme.
—¿Y quién se lo hará?
—Tu, ¿no? —Me señaló, como si fuera lo más evidente—. Eres el único psicólogo que tenemos.
Me eché a temblar por dentro. Vaya; aún ni aterrizaba y ya me habían asignado una tarea de lo más complicada. Menuda pesadilla me esperaba.
—No sé si deba hacerlo yo —dudé.
—Pues yo tampoco pero el juzgado ha especificado que lo que necesita es una evaluación psicológica.
Lo suponía. A los letrados les encantaba esgrimir la enfermedad mental como medio para la justificación de actos diversos. Solían agarrarse a esas etiquetas con uñas y dientes hasta que el estudio concluía el individuo en cuestión estaba plenas facultades y al juez no le quedaba otra que mandarle a prisión.
—¿Dónde está el delincuente? —me interesé—. Ya que me lo han encargado, antes de nada supongo que me tendré que presentar.
—Se encuentra en la Unidad de Observación. —Suni giró la llave que abría las estancias de los pacientes y me hizo un gesto con la mano para que la siguiera—. Ven, te llevo.
La unidad se dividía en dos áreas bien diferenciadas. Mi compañera me explicó que en la más grande, la de la izquierda, se encontraban los ingresos que no requerían supervisión. Ese grupo podía recibir visitas e incluso salir con alguien a pasear por las inmediaciones del hospital. Los otros casos, los que debían permanecer bajo vigilancia por gravedad o riesgo, conformaban las habitaciones del ala derecha, conocida como Unidad de Observación, una zona limitada a un solo pasillo con cinco camas y cámaras en todas las esquinas.
—¡Jimin! ¡Jimin! —Un joven de unos dieciocho años, con el cabello castaño y la expresión radiante, me salió al paso como una exhalación—. ¡Jimin, eres tu!
Le observé, atónito.
—¿Jung Kook? —le reconocí—. ¡No me digas que has ingresado otra vez!
El joven sonrió, claramente encantado, antes de darse una vuelta completa para que admirara su pijama.
—No me lo muestres —suspiré—. No es motivo de orgullo.
—Lo sé, lo sé, lo sé. ¡Lo sé pero no me importa!
Me devolvió una mirada ilusionada, demasiado feliz, y lo comprendí al instante.
—Has dejado la medicación.
—No te enfades —contestó—. Es que esas pastillas no me dejaban pensar bien. En cambio, ahora... —Dio un salto—. ¡Ahora tengo muchas ideas! —exclamó—. ¿Sabes que he diseñado las vías del tren que conectarán Corea con Japón por debajo del agua? ¡Yo, yo, yo! ¡Lo he hecho yo!
Me crucé de brazos. Parecía tener un delirio de grandeza.
—Seguro que has dejado de dormir y también de comer —desvié el tema—. Ya sabes que hacer eso te lleva directo a la recaída.
—¡Pero es que no necesito dormir! —objetó—. ¡Tengo mucho que preparar y el sueño es una pérdida de tiempo! —Se echó a reír, eufórico, con las pupilas rebosantes de energía—. ¡También he hecho un cine de tres pantallas simultáneas, con asientos reclinables que dan masaje y te abastecen de palomitas! Tengo muchos dibujos, ¿quieres verlos? ¡Te los enseño!
La mente se me fue al momento en el que le había conocido, hacía ya casi un año, en las consultas externas, tan estable y normal que me había resultado increíble asumir que realmente tuviera Trastorno Bipolar Tipo I. Sin embargo, viéndolo ahora, el diagnóstico era más que evidente. Estaba en fase maníaca.
—¡Tienes que venir a mi habitación! —Tiró de mí—. ¡Solo tu vas a comprender la importancia de mis ideas! ¡Y quiero que me digas lo que te parecen porque he trabajado mucho en ellas! ¡Muchísimo con el ísimo!
—Me encantaría pero resulta que ahora no puedo. —Apoyé la mano en su hombro.—Tengo que ir a ver a otro paciente. —Arrugó la nariz de modo que sonreí—. Pero mañana podemos hablar.
—¿Mañana vas a venir?
Asentí.
—¡Mañana! ¡Vale! ¡Mañana! —accedió sin problema—. ¡Qué bien que vayas a ser otra vez mi psicólogo! ¡Otra vez juntos, como en las consultas! ¡Como en las bodas!
No pude evitar reírme. Menuda asociación libre acababa de hacer.
—¡Juntos en la salud y en la enfermedad! —continuó relatando—. Pero yo no estoy tan mal, ¿eh? ¡No estoy mal!
—No he dicho que lo estés —contesté—. Pasa un buen día.
Retomé el camino a la Unidad de Observación bajo el sonido de sus gritos exaltados.
—¡Tengo la cabeza mejor que nunca, Jimin! ¡Clara, clara! Claridad, clarita... ¡Ay! ¡Qué buen nombre es el de Clara! ¡Tenía una amiga en México que se llamaba Clara!
No solo tenía delirios de grandeza sino también fuga de ideas. Su cerebro era un colador de pensamientos. Estaría bien trabajar con él; quizás lograra frenarle un poco.
—Venimos a echarle un vistazo al nuevo. —Suni se adelantó al control de enfermería—. ¿Se encuentra en condiciones?
—Sí. —La auxiliar abrió el cuaderno de incidencias y revisó las anotaciones—. Está despierto y sin medicación —leyó—. Ha estado tranquilo de modo que no ha precisado contención química. —Levantó la vista—. Su habitación es la que custodia el policía.
Nos señaló la puerta del fondo. Frente a ella, un oficial sentado en una banqueta trasteaba con gesto de aburrimiento mortal su teléfono. Parpadeé, cada vez más confuso. ¿Pero qué rayos hacía un agente en la planta?
—¿Qué ha hecho?
Dirigí una mueca interrogante a Suni pero no me escuchó, tan concentrada estaba en asomar la nariz por la ventana de la puerta.
—Mira, ahí le tenemos —murmuró—. Parece inofensivo. Si no supiera lo que sé creo que hasta me gustaría pero cada vez que lo pienso se me revuelven las tripas.
Atisbé por el lateral. El sujeto en cuestión era un joven no mucho mayor que yo, con la tez blanca y un cabello oscuro como el azabache que le caía desordenadamente sobre la frente y que permanecía sentado en la cama, con la más pura expresión de la desolación y las muñecas y los tobillos atados con correas. ¡Con correas! ¡Si la contención física ya nunca se usaba! ¿Cómo era posible que se la hubieran puesto?
Me pegué al cristal. Su mirada se cruzó con la mía. Se incorporó. Me aparté.
—No, espera... No te vayas... Por favor... —le escuché—. ¡Por favor! ¡Sácame de aquí! —Su súplica me marcó lo suficiente como para volver a acercarme—. ¿Por qué? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué es lo que he hecho? ¿Qué?
¿No sabía lo que le había pasado? Qué raro. No recordaba ningún trastorno mental que cursara con amnesia, menos aún la psicopatía.
—Oye... —Agitó el pomo de la puerta—. Dime qué es lo que he hecho. Dime por qué han pedido una evaluación forense. Dime por qué tengo que estar atado. ¡Dímelo! ¡Dímelo!
—Pero qué cara más dura tienes, Yoon Gi. —El policía, a mi espalda, le dirigió una mirada de profunda repulsión—. Te atreves a continuar con el numerito de loco y a fingir que no recuerdas nada.
—¡Pero es que no me acuerdo!
—Sí, ya, ya. —El hombre siguió escupiendo disconformidad—. No te preocupes, que dentro de nada saldrás de aquí, irás a prisión y, con suerte, los otros condenados se ocuparán de ti como mereces.
El aludido pegó un golpe a la ventana que no vi venir. Di un bote de la impresión.
—¿Qué mierdas estás insinuando? —siseó.
—Que eres un hijo de puta que merece morir.
Aquellas desafortunadas palabras provocaron que el chico, tras unos segundo en aparente shock, se lanzara como un loco rabioso contra la puerta, con la intención de derribarla.
—Suni... —Busqué a mi compañera, que había retrocedido y observaba la escena con gesto de pavor—. ¿Por qué lo tienen en estas lamentables condiciones?
—Te dije que era un psicópata —me respondió sin apartar los ojos de la habitación.
Los golpes se sucedieron cada vez más fuertes. Tres enfermeros se apresuraron a abrir. La curiosidad me pudo de modo que me aproximé. Vi cómo le sujetaban a la fuerza entre dos mientras el tercero le obligaba a estirar el brazo para ponerle una inyección de Risperidona.
—Así lo arregláis todo —masculló él, aún forcejeando—. Sois vosotros los que merecéis morir. ¡Lo merecéis, malditos hijos de perra! ¡Lo merecéis!
Madre mía; le habían puesto nervioso.
—¡Cabrones! —siguió vociferando—. ¡Yo me ocuparé de vosotros! ¡Yo! ¡De todos! ¡Os mataré, lo juro!
No pude seguir mirando porque entonces el policía me apartó y me obligó a abandonar el lugar con destemplanzas. Desde luego, vaya tipejo. Él tenía la culpa. El paciente podía ser todo lo que fuera pero a mí me parecía que solo estaba agobiado por la ausencia de información. Tenía derecho a que alguien le explicara las cosas.
—No te vayas a poner justiciero. —Mi compañera me leyó el pensamiento—. Cuando sepas lo que ha hecho entenderás la reacción del oficial y te tomarás la amenaza que nos ha dedicado mucho más en serio de lo que ahora lo haces.
La miré, impaciente.
—Escucha... —La explicación me llegó en un hilo de voz—. En la madrugada de ayer ese chico se metió en casa de su padrastro y... —Cogió aire—. Le descuartizó.
El corazón se me detuvo.
—Le asfixió mientras dormía, arrastró el cuerpo al pasillo y después lo hizo pedazos con un hacha —amplió—. Pero no fue a lo bestia, no. Parece que se deleitó sacándole los intestinos y las vísceras en el proceso. Le vació entero.
N/A: Bueno, aquí arrancamos de forma oficial la historia. ¿Qué les pareció el capitulo? Me encantaría leer sus opiniones. ¿Les emocionan esto temas tanto como a mí?
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