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» Capitulo 30

En algún lugar de aquella ciudad, entre las sombras de una habitación dónde el sol jamás había caído, había una chica.

Su mirada miel estaba perdida entre las telarañas del techo, su mente yacía ida en la música ambigua que se derramaba en aquel lugar y su corazón, su corazón no latía.

Nunca lo había hecho.

Le Manoir Blight era su hogar, siempre lo había sido, y sin embargo...

Emira bostezó de aburrimiento, mostrando sus colmillos y deteniendo la música mientras se dejaba caer en el inquietante y placentero silencio que reinaba ahí. Tomó una botella, una de las últimas que tenían, y la abrió sintiéndose un poco culpable. La sustancia dulce y pura se deslizó por su boca, manchando con dos hilos rojos su pálida piel, que se derramaron en las comisuras de sus labios hasta gotear en el suelo.

Solo era cuestión de tiempo, ella lo sabía muy bien, para que su vida, ésta vida, se acabará. Podía sentirlo en aquel lugar dónde debería latir su corazón.

–Pero mi lord, le digo que...– protestó una voz, seguida de resonantes pasos que la hicieron salir de su estado de inmersión, y gruñendo, se limpió la boca.

–Solo, no me interesa ¿Si?– replicó su hermano, entrando a la habitación, aquella que alguna vez fué una vinoteca, y que ahora sólo era una vieja bodega polvosa y desbaratada.

La chica de ojos verdes gruñó audiblemente y tomó a Edric de la chaqueta, obligándolo a mirarla.

–¿Qué está pasando?– exclamó Emi al verlos, cruzándose de brazos y alzando una ceja.

–Sucede…– explicó Viney, soltando agresivamente a Edric –… que Alissa se suicidó– dijo ésta.

Emi sintió como el frío se asentaba en sus huesos y el enojo mezclado con impotencia se peleaban en su cabeza.

–¿Qué?– jadeó.

–Fui a dejarles comida a las chicas y la encontré con las venas abiertas. Todo es un desastre. Y los demás se niegan a decir que sucedió y yo…–.

–Y tú, eres una incompetente– cortó Edric, mirando la botella vacía que su hermana había dejado caer al piso. –Las dos lo son–.

Las emociones de Emi palpitaron y la hirieron por dentro, pero no las dejó salir; ella respiró.

–Viney, ve a limpiar el desastre, por favor– pidió ella con toda la poca calma que tenía.

–Enseguida– obedeció la vampira, saliendo de la habitación.

–Si tanto te escucha, podrías pedirle que deje de ponerles nombres inventados a las mortales– siseó Edric. –Se encariña demasiado con ellos–.

–Oh tal vez tú podrías dejar de ser un estúpido todo el tiempo y ayudarla un poco. Es la tercera este mes, Edric, nos estamos quedando sin reservas– le devolvió ella, temiendo por lo que sentía, por aquello que le decía que todo terminaría.

–Oh ¿en serio? Lo dice la chica que acaba con una botella entera cada semana– le reclamó él.

–¿Te estás escuchando siquiera? ¡Soy la única que sale a cazar!– le recordó Emi.

–¡Bien!– gritó el vampiro, gruñendo, –ve y caza algo bueno, y no solo tomes sangre para ti–.

Emira lo observó un instante, y sonrió. Una sonrisa que dolía y marchitaba, y que estaba al borde de la insania.

–Te traeré una humana, si es lo que quieres– le dijo Emi, –pero recuerda que yo no soy Amity, y lo que haga o no, no es tú problema– recalcó, y salió de la habitación, llevándose consigo su dolor, aquel que desprendían sus ojos y nadie podía ver.

Ella caminó, enojada y sin rumbo, por las calles oscuras de la ciudad, sumida en sus pensamientos, distraída.

«Si Amity no fuera una traidora», pensó Emi, «se encargaría de ésto».

No es que fuese mejor cazadora que ella, no, sino que era mucho más paciente y selectiva.

«Y sus presas no son potenciales suicidas».

Emira giró una esquina y buscó con su mirada a alguien, quién sea, pero sus ojos miel se toparon con nada. Aquellas calles estaban desiertas, sin una sola alma que tomar.

Tal vez debió mirar detrás de ella, tal vez debió correr en ese instante.

Siguió caminando por tres calles más, sin encontrar a nadie, repasando en su mente las notas de los periódicos que hacía leído hacía poco: “Misteriosos sesinatos y desapariciones”, “Tres chicas muertas han sido encontradas en la calle Belevel”, “Zona norte, la pesado nocturna”.

Los humanos, volubles y asustadizos, ya no salían de sus casas en la oscuridad, y para ella, cazar era casi imposible.

Todo era su culpa, ciertamente, por dejar que Edric se hiciera cargo y dejará estelas de sangre tras él.

Siguió caminando por aquellas calles vacías hasta que la sensación de ser observada, como una aguja filosamente rozando su piel, la hizo detenerse.

Miró a su alrededor y, antes de que pudiera saber que estaba pasando, su cuerpo entero fue empujado hacia un callejón oscuro, su espalda chocó con fuerza contra la pared de ladrillos y su cuello quedó al filo de una fría daga de plata.

Había una chica feroz, salvaje y letal sobre ella.

–Blight– exclamó una voz gélida, que la hizo estremecer de temor y embelesarce al mismo tiempo, –por el rompimiento de las reglas de la corona vampirica, y el asesinato de más de cincuenta chicas humanas, Edric Blight, estás arrestado– exclamó.

Emi la miró, en silencio, sin emitir ni comprender nada.

«Creé que soy mi hermano».

–Esto es un error– susurró después de un instante, intentando alejar el ácido metal que rozaba su piel, lastimándola.

La chica, que destilaba un aroma embriagante a sangre y especias, la jaló hacia ella, sin dejar de presionar la daga contra su cuerpo, y la sacó de la oscuridad hacia la calle, dispuesta a llevarla con ella quién sabía dónde.

Emi sabía que si intentaba correr, está chica no dudaría en clavarle aquella daga en el pecho.

Pero cuándo la luz de la luna cayó sobre ellas, iluminándolas, Emira dejó de luchar, cautivada por los ojos plateados que le devolvieron la mirada bajo aquel halo de pálido cabello rubio.

La chica en cambio, sustituyó su expresión de furia por una de sorpresa y confusión, y sin darse cuenta, debilitó su agarré sobre la vampira de cabello oscuro.

Y Emi pudo correr, pudo huir, y no lo hizo.

Viridiana Reed recobró su compostura y tomó a la vampira como su rehén, presionando aquel filo cruel entre sus costillas y llevándosela consigo.

Emi nunca luchó.

Ella ya sabía que todo terminaría, lo había sabido siempre.

Año 1714

Una chica entró por las puertas del cementerio al anochecer sin dejar una sola huella, y se arrastró con su vestido blanco sobre las lápidas grises y frías, como un fantasma entre los mausoleos silenciosos, con la luna en el cielo como su único testigo.

Llegó a la tumba que buscaba y, arrojando las flores a un lado, se dejó caer sobre la lápida de piedra fría, mirando hacía las estrellas.

–Leí una historia– susurró ella a la noche, –que decía que hay almas que están destinadas a reencontrarse, y lo harán, en su siguiente vida– dijo, abriendo una botella de vino y tomando un largo trago que quemó su garganta y entibió su pecho.

El silencio no le respondió.

–Pero ya estoy muerta, ¿No es así?– preguntó, tomando un puñado de tierra entre sus manos, aquella recién removida junto a la tumba de su amada. –Yo estoy muerta y ésta será mi última vida– susurró, dejando que las lágrimas que se derramaban de sus ojos se mezclaran con el frío de la noche.

Su corazón, que había dejado de latir hacía décadas, dolió como nunca había dolido antes.

–Y aún así, te esperaré mi amor– sollozó aquella joven, jadeando. –Seguiré aquí y te esperaré, aunque pasen siglos y regreses con otro nombre, con otro rostro. Aunque no recuerdes quién soy y tenga que volver a enamorarte… yo te estaré esperando, Elowyn…– le prometió ella, mientras su voz se quebraba y su llanto inundaba la noche, sus lágrimas cayendo sobre la lápida fría y su rostro manchandose de tierra.

–Te lo prometo, mi amor– susurró la vampiresa a la tierra, la noche y a ella. –Te lo prometo–.

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