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Chapter 31: Los lobatos: dándose problemas.

Cuando me desperté, me di media vuelta entre los brazos del lobo para ocultarme de la luz grisácea que entraba por la ventana y pegué el rostro contra su pecho caliente. Solté un jadeo de placer y me froté un poco, aspirando con fuerza aquel adictivo y asqueroso olor a Yeonjun. Mis esperanzas de volverme inmune a la influencia de las feromonas ya hacía tiempo que se había muerto; así que, como un buen drogadicto, solo me limitaba a dejarme llevar por la necesidad y la autocomplacencia. Empecé con un par de besos, que se convirtieron en lametones húmedos en dirección a uno de los pezones del lobo. Oí un gruñido de excitación en alguna parte sobre mi cabeza y sentí la polla dura y húmeda de Yeonjun contra mi abdomen. Empujé al lobo para dejarle de cara al techo e ignoré sus intentos de acelerar el proceso, llegando a darle un manotazo para que dejara de empujarme la cabeza hacia su entrepierna. A veces el puto Yeonjun era un impaciente, intercalando gruñidos de enfado con gemiditos de lamento porque su concepto de los preliminares era solo empalmarse; pero a mí algunos días me gustaba disfrutar de su cuerpo, recorrerlo con las manos, frotarme la cara contra su abdomen o el vello púbico antes de llenarme la boca de jugo de lobo.

Cuando terminé con la boca completamente empapada y viscosa y el culo lleno de corrida, esperé a que desapareciera la inflamación y dejé a un Yeonjun muy complacido, dormido y roncando. Me fui al baño, me di una ducha rápida y salí desnudo para ponerme solo un pantalón corto y una camiseta sin mangas que dejaba al aire mis brazos tatuados. Ahora tenía unos bonitos cardenales nuevos alrededor del cuello y unos dolorosos mordiscos de heridas rojizas que era mejor no enseñar demasiado. No era que a mí me importara lo más mínimo, pero no quería aparecer por el trabajo con aquello y que mi nueva jefa creyera que me iban las cosas raras; ya era suficiente con mi peste a lobo y mi actitud cortante.

Puse una taza con hielo en la máquina de café y activé el botón antes de dirigirme a la nevera para llenar el enorme vaso de Yeonjun con leche fresca. Busqué un cigarro en mi cajetilla arrugada y chasqueé la lengua al comprobar que era el último. Me lo fumé al lado de la puerta de emergencia, con la espalda apoyada en la pared de ladrillos y la mirada puesta en la puerta corrediza de papel de arroz que el lobo había instalado. La barra de la cocina seguía a medio montar, pero Yeonjun había estado ocupado y no había tenido tiempo para terminarla. Al terminar, bebí el último trago de café frío y eché la colilla por la puerta antes de dirigirme de vuelta a la habitación

—Voy a comprar —anuncié en dirección a mi chaqueta para coger la cartera con el dinero y el móvil.

Yeonjun soltó un gruñido bajo como toda respuesta, con los ojos entornados y adormilados mientras se rascaba el abdomen. Un ventilador echaba aire sobre su cuerpo desnudo, removiendo aquel olor a sudor tan penetrante y denso por todo el cuarto. Entonces me asaltó la misma pregunta que me asaltaba siempre cuando le veía así: ¿Cómo era posible que hubiera terminado enamorado de aquel lobo apestoso? Chasqueé la lengua y negué con la cabeza. Solo era una más a la lista de grandes decisiones de mi vida, como dejar la escuela y empezar a drogarme.

Me acerqué a mi lobo y me despedí con una caricia de mejilla contra mejilla. Él ronroneó y sonrió antes de murmurar:

—Pásalo bien.

Murmuré una vaga respuesta y fui hacia la puerta, cogiendo las llaves antes de salir del apartamento y tomar una bocanada de aquel extraño aire limpio y liviano del exterior. Durante mi desayuno de café y sándwich, revisé mi cuenta bancaria y empecé a preocuparme un poco: lo que había conseguido acumular vendiendo el Olor a Macho estaban desapareciendo a una velocidad alarmante. Yeonjun seguía sin traer el dinero y los gastos continuaban siendo muy altos, empezando por la comida que le compraba cada día. Cuando volví a casa con las bolsas, fue lo primero que le pregunté.

—¿Todavía no has cobrado, Yeonjun?

El lobo bajó el volumen de la televisión y giró la cabeza para mirarme caminando hacia la cocina.

—No, a Yeonjun no le han dado su parte todavía. Yeonjun se la hubiera dado a Beom —respondió, terminando con aquella afirmación orgullosa y un poco enfadada, como si yo hubiera dudado de que el lobo se la fuera a quedar para él solo.

—¿Cuándo se la suelen dar? —insistí, sacando una bandeja repleta de carne con arroz y verdura picada que le llevé directamente a la mesa baja frente al sofá.

Yeonjun se incorporó, sentándose al borde con tan solo un fino pantalón corto de verano puesto.

—Alfa reparte ganancias de vez en cuando, no siempre. No todos los meses —me explicó antes de encogerse de hombros—. Machos de Manada no necesitan pagar muchas cosas.

—Pues yo sí necesito pagar muchas cosas —le aclaré, volviendo de la cocina con un cucharón y una botella de un litro de cerveza—. Así que dile a Seokjin que espabile.

Yeonjun me respondió con un gruñido de advertencia, uno corto y vago, porque no quería volver a discutir, solo quería recordarme que estaba pisando terreno peligroso. Lo ignoré, por supuesto, y me fui con un café y una cajetilla recién abierta al lado de la puerta de emergencias, sacando un cigarro directamente en los labios antes de encenderlo con el zippo plateado y echar el humo a un lado.

—¿Cómo hacen los demás compañeros para mantener el ritmo de gastos? —le pregunté con tono serio—. ¿De qué trabajan?

Tuve que esperar a que el lobo terminara de al menos masticar la palada de arroz con carne que se había metido en la boca como un animal mientras me miraba.

—No, compañeros no suelen trabajar —tragó y la nuez de su cuello ascendió y descendió antes de continuar diciendo—. No todos y no como Beom. Algunos compañeros trabajan para la Manada, pocos. Wheein, Sooyoung, Baekhyun... y Goeun, cuida de crías.

Lo dijo como si yo supiera quienes eran esas y lo que hacían, pero yo no conocía a nadie de la Manada que no fueran los solteros y Goeun, la omega del Alfa.

—¿Y qué hacen Wheein, Sooyoung y Baekhyun? —quise saber, llevándome el cigarro a los labios antes de darle una buena calada.

Yeonjun siguió comiendo y tratando de responderme al mismo tiempo, llevando a derramar algo de comida en el suelo al abrir la boca e intentar hablar. Entonces me miró con ojos asustados, porque sabía lo mucho que me molestaba que ensuciara el puto suelo por comer como un cerdo. Puse los ojos en blanco y negué con la cabeza.

—Termina primero la comida —ordené junto con un gesto de la mano, porque pedirle al lobo que hiciera dos cosas a la vez era demasiado complicado y su mente no daba para tanto.

Yo ya estaba sentado a su lado y mirando distraídamente la televisión cuando se metió la última cucharada de la bandeja familiar, bebió los últimos tragos de cerveza y eructó ruidosamente antes de echarse sobre el sofá con la barriga llena. Gruñó para que le prestara atención y le acariciara, suspirando con una sonrisa cuando lo hice y ronroneando hasta quedarse dormido. Cuando despertó una hora después, le repetí la misma pregunta.

—Wheein enseña a crías y lobatos. Baekhyun bueno con números, ayuda mucho a Alfa con dinero. Sooyoung sabe curar heridas, es... emh... mujer que cura...

—¿Médico?

—No, cura menos que eso.

—Enfermera.

—Sí. Sooyoung enfermera de Manada —sonrió y se acercó a mí para acariciarme el rostro.

—¿Todos los compañeros tienen estudios superiores? —pregunté con una cara seria y levemente asqueada que no pude, ni quise, reprimir—. ¿La Manada se va a la puta universidad a conseguir omegas o qué?

Yeonjun dejó de ronronear en mi mejilla y se separó un poco para mirarme.

—No. Cada Macho elige a su compañero. Yeonjun eligió a Beom.

—Ya... —murmuré un poco exasperado con todo aquello. No me había gustado descubrir que había omegas con conocimientos reales y útiles que yo no tenía. Compararme con ellos me estaba haciendo sentir algo inseguro, y eso era algo que yo odiaba muchísimo: sentirme menos que alguien—. ¿Y por qué me elegiste a mí, Yeonjun? —pregunté.

El lobo sonrió y me dio una rápida caricia de mejilla contra mejilla.

—Beom muy guapo, valiente, directo, fuerte y baila muy bien... —respondió sin dudarlo demasiado—. Rebelde... pero a Yeonjun gusta mucho eso... —y gruñó con excitación, inclinándose sobre mí para hundirme suavemente bajo su peso—. Beom hace que Yeonjun se moje mucho y se corra mucho...

Y, como si tuviera que demostrarlo, se sacó la polla del pantalón y empezó a frotarla contra mí, manchándome la camiseta de líquido caliente y viscoso. Chasqueé la lengua y cogí aire, pero yo también estaba excitado ahora y no quería irme con el calentón a trabajar; así que alargué la mano y besé al lobo hasta hundirle la lengua en la boca y hacerle gruñir más alto.

Tuve que salir a paso rápido del sofá cuando se terminó la inflamación, dándome una ducha rápida para limpiarme y cambiarme de ropa. Yeonjun ya me estaba esperando sentado al borde de la cama, con el mismo pantalón corto y una camiseta de asas blanca que dejaba su pecho al aire y la cadena plateada de la Manada. Me miró fijamente mientras me vestía, hasta que le hice una señal para que se levantara y me acompañara a la puerta. Llegué cinco minutos tarde, pero le di un tranquilo beso a Yeonjun como despedida y bajé del Jeep para cruzar la plaza donde estaba la furgoneta aparcada. Mi nueva jefa, cuyo nombre no recordaba ni me había molestado en aprenderme, me saludó con una sonrisa fina y se fue hacia la parte de las escaleras plegables para quitarse el ridículo sombrero de perrito caliente. No me dijo gran cosa, solo me deseó buena noche y se fue. Después de todo, yo solo era un empleado que tuvo que contratar por fuerza mayor y al que pagaba una mierda.

Subí al furgón y tiré el sombrero a un lado, en el suelo, cerca del taburete donde podía sentarme cuando no atendía a los clientes, y eso hice, hasta que una hora después recibí una inesperada visita que no vi, pero que sí pude oler. Levanté la cabeza hasta mirarles y tardé un buen par de segundos en preguntar:

—¿Y ustedes qué hacen aquí?

Los lobatos se pusieron un poco gallitos, levantando también la cabeza, con sus gestos de pandilleros de los bajos fondos y su ropa de adolescentes acalorados que no tenían miedo de enseñar demasiado. Parecían una jodida Boy Band de cinco adolescentes guapos, con buen cuerpo y muy mal gusto para vestirse. Y, entre ellos, estaba la estrella principal, Sunghoon, el puto lobato Alfa.

—Nos han dicho que había un mierdas que daba comida gratis por aquí —me respondió, acercándose para apoyar los brazos en la barra de bar metálica de la ventanilla—. ¿Crees que así vas a recuperar el respeto de la Manada? —resopló y negó con la cabeza—. Eso... apesta a desesperación, ¿no crees, Beomgyu? —y el resto de lobatos se rieron como si acabara de decir algo muy gracioso.

—Lo único que apesta aquí son ustedes —respondí tranquilamente mientras me ponía de pie, apoyando las manos en la misma barra y enfrentándome fijamente a los ojos oscuros de Sunghoon, solo él, porque era «el Alfa» de esa ridícula Manada de pajeros—. Solo te lo diré una vez, como me des problemas, te voy a joder la vida.

Sunghoon mantuvo mi mirada y puso una asquerosa y malvada sonrisa en los labios.

—No eres parte de la Manada —me recordó, como si con solo oír eso tuviera que echarme a llorar—. Y ahora no tienes a Yeonjun para protegerte, así solo eres el humano en el que se vacía los cojones y que le da de comer... nada más —terminó por encogerse de hombros, agitando su camisa fina, que llevaba totalmente abierta para dejar al aire su cuerpo atlético y cada vez más musculoso.

—Te lo he dicho ya, no necesito a Yeonjun para defenderme de una banda de niñatos que se creen alguien —le repetí, sin perder la calma ni el tono—. Ten mucho cuidado conmigo, Sunghoon...

—Uh... —murmuró, fingiendo estar impresionado—, qué miedo... —dejó que el resto de lobatos se rieran de mí un poco más y después cabeceó antes de ordenarme—: Danos toda la comida que haya en el furgón, y puede que nos vayamos sin hacerte daño.

No me moví, por supuesto, tampoco aparté la mirada de sus ojos ni respondí al momento. De ser cualquier otro, le habría pegado tal bofetada que le habría dejado tiritando en el suelo; el problema era que se trataba de lobatos de la Manada, pegarles solo me iba a complicar todavía más las cosas. Así que le dije:

—Si tienen hambre, les prepararé un par de hamburguesas y un par de perritos, como al resto de lobos. Si lo que quieres son problemas, Sunghoon, espero que estés preparado para lo peor.

El falso Alfa se rió y solo tuvo que hacer una señal con la mano para que el grupo de lobatos empezaran a golpear los carteles de la furgoneta, a agitarla e, incluso, entrar por la puerta lateral para tirar de mí y empezar a rebuscar por todas partes. No hice nada. Bajé de allí y me alejé un par de pasos mientras encendía un cigarro y miraba como los lobatos se reían, gritaban y hacían un desastre. Sacaron la comida del refrigerador y la pusieron a freírse, arrojándose bollos de pan e incluso salsas unos a otros. El único que no participaba era Sunghoon, que se había quedado con un brazo apoyado en la barra metálica, girado hacia mí y mirándome fijamente con una sonrisa prepotente en los labios. Se creía que había ganado. Estaba muy equivocado.

Tras quince minutos de ruido y jaleo, se llevaron todo el dinero de la caja registradora y toda la comida posible, alguna hecha y otra no, entre las manos o encima de una de las tablas del menú que habían arrancado del lateral de la furgoneta. Huyeron hacia el parque, aunque no creía que fueran tan gilipollas como para quedarse allí a comerla. Cuando desaparecieron, lo primero que hice fue llamar a mi jefa y dejarle un mensaje de voz diciendo que una banda de borrachos había destrozado y robado el furgón; solo para cubrirme las espaldas y que no creyera que aquello había sido mi culpa. Cinco minutos después, me llamó muy nerviosa y me dijo que ya había avisado a la policía y que se dirigía hacia allí. A los diez minutos llegó un auto patrulla y, cinco minutos después, ella. No me preguntó si yo estaba bien, solo me preguntó cuánto dinero se habían llevado y entonces fue directa hacia el furgón destrozado para cubrirse la boca con las manos y negar con la cabeza. La policía me hizo un par de preguntas, mirándome de arriba abajo sin ningún tipo de vergüenza y sospechando que, seguramente, aquellos «vándalos» debían ser un grupo criminal con el que yo estaba compinchado. Mi peste a lobo no mejoró demasiado su pobre opinión de mí.

—¿Los conocías? —me terminó preguntando uno de ellos, cruzándose de brazos sobre su abultada barriga—. A los atracadores. Eran... ¿viejos amigos?

—Sí. Trazamos un plan infalible para robar una furgoneta de comida para llevar —respondí con las manos en los bolsillos y una expresión calmada y aburrida—. Llevo una semana infiltrado y esta era la gran noche en la que poder cometer el atraco del siglo y llevarnos seis kilos de carne picada y ochenta dólares en efectivo. Me voy a retirar al Caribe y a vivir el resto de mi vida bebiendo coco a los pies de una playa tropical.

Mi respuesta les dejó con una expresión de desprecio que ya ni se esforzaron en ocultar. Por desgracia, insistieron en comprobar mis antecedentes y no dudaron en llevarme con ellos a comisaría para continuar el interrogatorio. No era la primera vez que me metían en una patrulla, solo la primera que no iba esposado. Abrieron las ventanillas y soltaron alguna que otra queja e insulto por lo bajo debido al Olor a Macho que yo despedía. Cuando llegamos a la comisaría, me hicieron ir un par de pasos por delante, pero vigilándome muy atentamente por si se me ocurría escapar. Podría haberlo hecho perfectamente, porque uno de ellos era un hombre de mediana edad con sobrepeso y el otro debía estar a punto de jubilarse; así que no hubieran podido perseguirme corriendo ni aunque su vida dependiera de ello. Pero, por supuesto, no hice algo tan estúpido. Por una vez, yo estaba allí voluntariamente y no había cometido ningún crimen. Cooperaría, respondería a sus mierdas de preguntas y después me iría directo a casa.

Los policías me guiaron por la comisaría, haciéndome sentarme en un pequeño banco de madera a un lado junto a lo que, a todas luces, era una puta a la que habían pillado infraganti en la calle. Me quedé mirando a los policías mientras hablaban con otro más joven, después uno de ellos se quedó escribiendo algo en su escritorio y el otro fue en busca de un detective. Se distinguían del resto porque normalmente iban en camisa blanca y corbata, no en uniforme, con la agarradera a los hombros para sostener la funda del arma reglamentaria. Para mi sorpresa, en esta ocasión se trataba de uno joven, bastante atractivo, de pelo moreno, cejas gruesas, rasgos fuertes y mirada intensa. Me observó desde la distancia y frunció levemente el ceño, haciendo una pregunta al policía a punto de jubilarse. Este le respondió, dirigiéndome una mirada nada discreta antes de entregarle una carpeta bastante gruesa: mi registro policial. El Detective Cachondo lo leyó un poco por encima, pasando un par de páginas antes de cerrarlo y hacer una señal al policía que le acompañaba, que se acercó a por mí y me dijo:

—Te llevaremos a la sala de interrogatorios, el detective quiere hacerte unas preguntas.

Me levanté del banco y le seguía hacia un pasillo al final de la sala llena de escritorios y agentes uniformados. Era de noche y no había mucho movimiento, la mayoría de ellos estaban sentados, charlando o tomando un café en la sala de descanso, a la espera de terminar su turno de trabajo o de recibir una llamada de emergencia y salir corriendo a «salvar el mundo» o alguna gilipollez así. El policía octogenario se detuvo frente a una puerta metálica y la abrió para mí, haciendo una señal para que entrara. Las salas de interrogatorios de verdad no se parecían en nada a esas de las películas, con una mesa central larga, una luz colgando en el techo para dar dramatismo y un espejo por el que te espiaban desde una sala contigua. Aquella sala de interrogatorios era un pequeño cuarto con paredes de un verde oscuro y un escritorio viejo que habían reciclado de la oficina y lo habían puesto allí. Había dos sillas con ruedas y respaldo ajustable, ambas también recicladas. Me senté en la que estaba cara a la mesa y saqué mi cajetilla de tabaco, porque en el centro había un cenicero de arcilla con varias colillas aplastadas y una buena montaña de ceniza.

—Espera aquí al detective —ordenó el policía, todavía desde la puerta.

—Podrías traerme un café solo —le sugerí antes de encenderme el cigarro y soltar el humo a un lado—. Ya que soy la víctima de un robo y he venido voluntariamente —le recordé, porque me daba la impresión de que se estaban olvidando de aquel pequeño detalle.

Al policía no le gustó aquello. Si yo era orgulloso y prepotente siendo un don nadie, solo había que imaginarse a alguien que tuviera una placa y el respaldo de la ley. Cerró la puerta sin decir nada y me dejó allí solo. Me recosté en la silla, que crujió bajo mi peso, y seguí fumando tranquilamente. Puede que no hubiera cristal espía, pero sí había cámaras de vídeo, así que me esforcé en mostrarme muy relajado y confiado hasta que al fin volvió a abrirse la puerta. El Detective Cachondo entró con la carpeta en una mano y dos cafés de máquina en la otra. Me miró a los ojos sin decir nada y se acercó para dejar los vasos con dibujos de granos de café en tonos marrones, uno delante de mí y otro a su lado, antes de sentarse.

—Buenas noches, Beomgyu, yo soy el detective Lemon, como la fruta —se presentó con un tono formal mientras abría mi expediente—. Has sido testigo de un atraco y vandalismo a una furgoneta de comida para llevar. Así que te hemos traído aquí para hacerte un par de preguntas al respecto.

Me incliné hacia delante y apoyé los brazos en la mesa, quitándome el cigarro de los labios para soltar el humo hacia el techo sin dejar de mirar al detective.

—Muy bien —murmuré—. Eran un grupo de borrachos que se pusieron tontos, me empezaron a amenazar y después me echaron del furgón para tirarse comida, robar el dinero y escapar —resumí—. ¿Qué más necesitas saber, Lemon como la fruta?

El detective dejó de pasar páginas del informe y se detuvo para mirarme por el borde superior de sus ojos azules. Levantó la cabeza, cerró la carpeta y entrelazó las manos sobre la mesa.

—Podrías empezar por explicarme por qué apestas a Hombre Lobo y tienes marcas de moratones en el cuello y las muñecas —dijo con tono serio.

—Porque me follo a un lobo —respondí tranquilamente—. ¿Eso es ilegal?

—No, no es ilegal, solo algo humillante y asqueroso.

—Oh... —comprendí, llevándome el cigarro a los labios y volviendo a recostarme. Al parecer, el Detective Cachondo era también un puto racista, y, seguramente, también un homófobo—. ¿Un lobo te ha robado a tu chica, Lemon? ¿Se la llevó al Celo y cuando volvió ya no quería saber nada de ti ni de tu polla? —ladeé la cabeza y puse una fingida expresión de pena—. ¿Por eso te has quitado la alianza de boda?

El detective apretó las manos, tratando de ocultar la línea más pálida que había al final de su dedo anular, allí donde había tenido un anillo hasta hacía poco tiempo.

—Con tus antecedentes y tu peste a lobo, podría encontrar cualquier excusa tonta para dejarte en el calabozo con una bonita fianza, así que será mejor que vigiles tus palabras, Beomgyu.

Asentí un par de veces y eché la ceniza del cigarro sobre el cenicero antes de darle un sorbo al café amargo, caliente y asqueroso.

—Amenazarme y tratarme como un criminal es una gran forma de hacerme cooperar, ¿te enseñaron eso en la academia de detectives, Lemon? —le pregunté.

—Te trato como un criminal porque eres un criminal —respondió, dando un par de toques con el dedo índice a mi carpeta policial.

—Era un criminal —le corregí, terminándome mi última calada del cigarro antes de apagarlo contra el cenicero—. Ahora estoy reformado, soy un hombre nuevo y he dejado mi vida delictiva atrás para formar parte de la clase baja trabajadora de esta ciudad.

—Lo dudo mucho, Beomgyu, nadie que venga aquí oliendo como tú hueles, se trae nada bueno entre manos —dijo mientras se cruzaba de brazos y se recostaba en la silla de oficina—. Los Hombres Lobo son una mafia a la que le encanta usar a hombres estúpidos como tú para hacer el trabajo sucio.

—Lemon, yo no tengo la culpa de que tu chica te haya dejado por un lobo —me encogí de hombros—. Siento decírtelo, pero es verdad que el sexo es cojonudo y que después ya no quieres volver a follar con un humano que solo se corre una vez y que no huele a Macho. Así que limítate a hacer tu trabajo y deja tu vida personal y tus putos prejuicios a un lado, porque yo solo estaba trabajando en la furgoneta de comida cuando llegaron los borrachos a armar jaleo.

El detective se quedó mirándome con expresión seria, hasta que puso una mueca entre el asco y el enfado y se levantó de su asiento, llevándose la carpeta repleta de papeles con él.

—Te quedarás aquí retenido hasta que registremos la furgoneta y comprobemos que no la usabas para traficar a escondidas con droga —anunció, yéndose hacia la puerta.

—Entonces tráeme otro café —respondí tranquilamente, agitando el vaso medio vacío.

Pero el detective solo me dedicó una última mirada de desprecio y cerró la puerta. De nuevo en la soledad, me saqué un nuevo cigarro de la cajetilla y la encendí. Solté el humo y le di vueltas al zippo entre los dedos. Yo parecía muy calmado y paciente, pero por dentro estaba hirviendo y bullendo de pura ira. El gilipollas del Detective Despechado me iba a dejar allí tirado todo lo que le permitiera la ley, que serían de cinco a seis horas, hasta que no le quedara otra opción que acusarme de algún cargo estúpido o dejarme irme a casa. Pero esa no era la razón de mi enfado: la razón de mi enfado era que, muy probablemente, hubiera perdido mi trabajo por culpa de los putos lobatos. Oh... pero se arrepentirían... de eso podían estar seguros.

Normalmente, cuando los lobatos hacían alguna putada y se comportaban mal, la Manada se mostraba muy permisiva, demasiado, y se limitaba a decir cosas como: «Así son los lobatos...», o «son jóvenes con las hormonas revolucionadas. Es normal que hagan estas cosas». Quizá los Machos les dieran algunos golpes para que aprendieran respeto si se pasaban de la raya con ellos o sus compañeros, pero en el resto de las situaciones, cuando las víctimas eran humanos, no había grandes repercusiones a sus actos; por mucho que robaran, chantajearan, amenazaran o se pelearan por las calles.

Como yo no era parte de la Manada, los lobatos se creyeron que podrían venir a joderme y salirse con la suya, porque yo solo era «un humano más» y ellos tenían el respaldo del Clan y el Alfa. Ahí es donde se equivocaron por completo, subestimándome, creyendo que a mí me daría miedo enfrentarme a ellos. Pronto aprenderían que el compañero de Yeonjun era un hombre muy peligroso al que era mejor no provocar. Aquella noche, en esa pequeña sala de interrogatorio, nació el que sería conocido como «El Terror de los Lobatos».

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