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Chapter 16: La guarida: Refugio.

Salí de detrás de la mesa del mostrador y fui hacia ellos con expresión seria. Yeonjun me miraba, tenía un corte a la altura de la ceja y restos de sangre en las comisuras de los labios. Su chaqueta de cuero nueva estaba rasgada, rota en una manga, sucia de barro y hecha mierda. Sus vaqueros no estaban mucho mejor, con la diferencia de que una herida en su muslo, una que el lobo se apretaba con la mano, había dejado un gran círculo rojo, casi negro, sobre la tela azul oscuro. El otro lobo, el rubio, agachaba la cabeza y me miraba casi por el borde superior de los ojos, con cuidado y los dientes apretados. No estaba tan herido como Yeonjun, pero no estaba bien. Apenas le presté atención, centrándome en mi lobo, que era el único de los dos que me importaba. Le hice una señal hacia el pasillo para que fueran al despacho, me di la vuelta y cogí las llaves de la tienda para cerrar la puerta mecánica y bloquearla, echando una mirada rápida al exterior. No estaba el Jeep negro y no parecía que hubiera nadie buscándolos. No todavía, al menos. Me di la vuelta, cogí la navaja de mi chaqueta para guardarla en el bolsillo del chándal y seguí el rastro de gotitas de sangre que habían ido dejando hasta llegar al despacho, al que entré antes de cerrar la puerta de un golpe seco.

—¿Por qué están aquí? —pregunté con tono seco mientras me cruzaba de brazos.

El rubio había dejado a Yeonjun apoyado en la mesa y se había quedado de pie, observando el lugar y gruñendo por lo bajo. Se había asustado cuando me vio cerrar la puerta, poniendo la espalda tensa y apretando los puños; Yeonjun, por el contrario, estaba bastante relajado, cubriéndose la herida y con la frente perlada de sudor.

—Han emboscado a Hyojong y a Yeonjun en trabajo —respondió él.

Eso no respondía a mí pregunta, pero el otro puto lobo no dejaba de gruñir por lo bajo y me estaba poniendo de los nervios, así que le dirigí una mirada seca y le solté un educado:

—Cierra la puta boca —después miré de nuevo a Yeonjun—. ¿Los han seguido hasta aquí?

—Yeonjun no está seguro —reconoció—. Puede que sí.

Cogí una bocanada de aire y me llevé la mano al rostro para frotarme los ojos con el dedo índice y pulgar. Que el puto lobo se hubiera mudado a mi casa, que apestara todo lo que le rodeaba, que se comportara como un cerdo que solo sabía comer y follar... tenía un pase porque a cambio estaba ganando mucho dinero a su costa; pero que me metiera en sus mierdas criminales ya no me hacía tanta gracia. Aun así, aquel no era momento para ponerse a discutir. Yo había estado en su situación en el pasado, herido, huyendo y desesperado por encontrar ayuda y refugio. Sabía que lo menos que necesitabas en ese momento era que te empezaran a gritar. Así que me di la vuelta y salí sin decir nada, cerrándola tras de mí para ir en busca de algo para desinfectar las heridas y vendarlas. Cuando regresé con las manos llenas y un par de sándwiches de pollo, los lobos estaban discutiendo en voz baja. Se callaron al momento en el que entré, pero estaba claro que el rubio no estaba nada feliz de estar allí y que Yeonjun le estaba sometiendo con gruñidos y su mayor rango en la Manada.

—Bájate el pantalón —le dije, yendo al escritorio para dejar todo encima. Le tiré un paquete con el sándwich de pollo al rubio, Hyojong, y añadí—: Tú estate calladito.

Cogió el sándwich antes de que chocara contra él, al vuelo, y me dedicó un bajo gruñido que Yeonjun cortó en seco con una mirada que daba miedo y un gruñido más denso y profundo de advertencia. Entonces se fue con la cabeza gacha a la pared entre las fotos de los horribles hijos del señor Xing. Yeonjun se desabrochó el cinturón y se bajó los vaqueros, sufriendo una punzada de dolor y profiriendo un gemidito un poco lastimero. Moví la lamparilla del escritorio y la acerqué a la herida del muslo para verla mejor. Era un corte limpio de arma blanca, puede que de un cuchillo, solo la punta; quizá Yeonjun lo hubiera parado a tiempo antes de que se adentrara lo suficiente para perforarle todo el músculo hasta el hueso. Aun así, todavía sangraba, un poco más tras cada latido. Chasqueé la lengua y le dediqué una mirada seria al lobo por el borde superior de los ojos antes de abrir un paquete de gasas y el bote de antiséptico. Mojé una buena cantidad, sin importarme demasiado ensuciar el suelo, y le empecé a limpiar la herida. Yeonjun gruñó y apretó sus manos contra el borde de la mesa, llegando a producir algún que otro crujido en la madera. Dolía, claro que dolía, pero no me puse a consolarle y decirle cosas bonitas, porque era un puto lobo adulto y con los huevos llenos de pelo. Si podía extorsionar a gente, robar y dedicarse a toda clase de actividades delictivas; podía soportar un poco de desinfectante líquido. Tras limpiarle bien la zona, dejé la gasa manchada de sangre sobre la mesa y abrí el paquete de tiritas de fijación para unirle los bordes de la herida y ayudar a que se cerrara antes de vendarla bien.

—¿Tienes más? —le pregunté.

Yeonjun respiraba profundamente entre los labios, me miró a los ojos y trató de quitarse la chaqueta, pero como no fue capaz, le ayudé. En los brazos tenía más cortes, algunos sobre los que ya se le habían curado de la otra vez. Sin decir nada, continué mi trabajo de enfermera y terminé con medio paquete de gasas y su herida de la ceja gruesa y negra, apelmazada con sangre seca. La limpié un poco y le puse otra tirita de fijación.

—¿Algo más? —quise saber.

El lobo negó. Le limpié el sudor de la frente y le di una breve e inconsciente caricia en el pelo, como diciendo «buen chico». Alcancé el otro sándwich sobre la mesa y se lo di. Yeonjun soltó un gruñido bajo que no reconocí, quizá uno que significara: «gracias por cuidarme, Beom. Sé que soy un lobo subnormal y que no debería haber venido a la tienda esta noche». Después tiré el resto del paquete de vendas y tiritas a Hyojong para que se curara él mismo lo que tuviera que curarse y salí por la puerta para que pudieran seguir discutiendo entre ellos ahora que Yeonjun estaba vendado. Giré en el estrecho pasillo rodeado de cajas para ir al cuarto donde el señor Xing guardaba la escoba y la fregona. Limpié el suelo con manchas de sangre y lo dejé bien limpio, pensando en los muchos problemas que podría traerme el hecho de que los lobos estuvieran allí. La tienda apestaba, el despacho apestaba, y en el momento en el que el señor Xing mirara las cámaras de seguridad y me viera ayudándoles, me iba a poner de patas en la calle. Solté un resoplido y me rasqué la frente. Ahora que vendía ropa sucia de lobo, no necesitaba trabajar, pero eso no era un seguro para toda la vida. Yeonjun se iría en cualquier momento, quizá en un par de semanas o puede que un par de meses. Por mucho que hubiera ganado, seguiría necesitando un trabajo al final del año. Y yo no era el mejor haciendo entrevistas ni cayéndole bien a la gente, así que entre eso y mi oscuro y complicado pasado, no había muchas oportunidades laborales para...

Unos golpes fuertes sobre el cristal me sacaron de mis pensamientos. Giré el rostro y miré a los siete hombres que había tras las puertas mecánicas. Sin duda, eran mafiosos, pero no eran lobos. No eran ni altos ni fuertes, solo una banda de matones callejeros con ropa negra, un montón de heridas de una pelea reciente y armas que escondían de una forma nada discreta bajo sus chaquetas. Alcé la cabeza y el jefe, o al menos el que mandaba, me hizo una señal para que abriera la puerta. Dejé el palo de la escoba apoyado en una de las estanterías de baldas y me llevé una mano al bolsillo, donde tenía mi navaja. El corazón me latía rápido, pero mi rostro era una máscara de indiferencia.

—Está cerrado —les dije con tono tranquilo pero lo suficiente alto—. Si necesitan algo hay una gasolinera a un kilómetro, por la autopista.

—Abre la puerta —ordenó el hombre, sacando la mano de debajo de su chaqueta para enseñarme que llevaba una pistola.

Los cristales eran gruesos, no eran anti-balas, pero sí anti-robos. Aunque empezaran a disparar, tendría la posibilidad de llegar a encontrar refugio antes de que una bala me alcanzara. Por eso no me asusté demasiado. Ya me habían apuntado con un arma antes, ya me habían disparado con un arma antes.

—No sé qué quieren, pero solo hay noventa dólares en la caja —le dije—. Este no es un negocio que merezca la pena robar.

—Abre la puta puerta, chico, o te meto un tiro en esa cara bonita que tienes —me amenazó.

Lo más sencillo era fingir que iba a por las llaves y pulsar el botón del pánico que tenían instalado bajo el mostrador. Eso mandaría una alarma a la policía y se presentarían en menos de cinco minutos. El problema era que yo tenía a dos lobos heridos en el despacho a los que harían preguntas que, seguramente, no quisieran responder.

—Mira, solo soy un trabajador. No quiero problemas —le dije—. Pero no voy a abrir la puerta a siete hombres armados.

El jefe, con la nariz rota y el bigote ensangrentado, levantó su arma y pegó el cañón al cristal, a la altura de mi rostro. Ladeó la cabeza y me mostro sus dientes en una mueca de enfado.

—Sé que escondes a esos putos perros, así que abre la jodida puerta o te vuelo los sesos, ¿me has entendido, pequeño hijo de puta?

—Aquí solo estoy yo —negué.

—Muy bien. Dale saludos a Satán de mi parte —entonces se apartó y apuntó con la pistola al cristal.

Me tiré al suelo y gateé como una jodida rata hacia el pasillo de los snacks. Cuando se oyeron los disparos, me encogí sobre mí mismo y me cubrí la cabeza solo por instinto. El cristal, como me había imaginado, se quebró con el impacto, pero no se rompió. Mi reacción fue seguir arrastrándome hasta que me sentí lo suficiente confiado para incorporarme y correr agachado, dando la vuelta al local hasta el borde del pasillo. Dieron un par de patadas al cristal para que cediera, cogí unas fuertes bocanadas de aire y salí corriendo como un hijo de puta por el pasillo, agachando la cabeza como si así pudiera evitar que las balas me atravesaran. Llegué a la puerta del despacho y la abrí antes de cerrarla a mis espaldas. Miré a los dos lobos, que estaban de pie y muy nerviosos, con sus espaldas envaradas, gruñendo sin parar y con los puños apretados. Me llevé el dedo a los labios y siseé. «¡Shhhh...!». Quizá mi rostro asustado, mi respiración acelerada y mis ojos muy abiertos y dilatados no les diera la mejor sensación del mundo, pero es que una banda de mafiosos estaba reventando el cristal de la tienda y estábamos atrapados en el despacho sin salida alguna. La única conexión con el exterior era un ventanuco en lo alto de la pared, pero el genio del señor Xing le había puesto rejas. Los ruidos llegaban del exterior, quizá hubieran conseguido entrar.

Me aparté de la puerta y me puse a un lado, saqué la navaja y la apreté con mucha fuerza en mi puño. Sentía un intenso latido en los oídos, pero la adrenalina me hacía muy consciente de todo lo que pasaba a mi alrededor. Los lobos se estaban preparando para el ataque, heridos y nerviosos, gruñían y se encorvaban ligeramente.

—Shhhh... ¡Joder! —les grité, haciéndoles una señal para que salieran de delante de la puerta y se pusieran al otro lado.

Quizá había una posibilidad de herir a algunos de los mafiosos al entrar. Quizá podía conseguir quitarle una pistola y cargarme a unos pocos más. Quizá simplemente entrarían y nos pegarían un tiro a cada uno en la cabeza. Había muchas posibilidades, pero yo tenía mi navaja y eso me hacía sentir mucho mejor. Apreté los dientes con pura rabia y, si no hubiera tenido el cuerpo lleno de adrenalina, seguramente me hubiera dolido. Los lobos se movieron al lado de la puerta. Se oyeron pasos por el pasillo, pasos pesados que retumbaron. Miré a Yeonjun, que me miraba de vuelta y mostrando sus colmillos. Le hice una señal para que esperara y un gesto con mi navaja de que iba a apuñalar al primero que pasara. Él lo entendió rápido y asintió. Yo asentí. Más pasos. Estaban cerca. Un último y profundo latido y...

Alguien llamó a la puerta. Me quedé helado y volví a mirar a Yeonjun.

—¡Chicos! ¿están ahí? —preguntó una voz grave desde el exterior.

Fruncí el ceño, pero los lobos parecieron reconocerlo y su relajación se hizo patente en sus cuerpos, en sus respiraciones y sus rostros. Hyojong soltó el aire y se dejó caer contra la pared mientras cerraba los ojos. Yeonjun fue el que se movió y abrió la puerta.

—Sí. Aquí estamos —le dijo al hombre—. ¿Jin recibió llamada de Yeonjun?

—Sí, hemos venido corriendo —respondió la voz de un lobo que no pude ver, pero sí que pude oler. Era un Olor a Macho intenso y duro, menos cálido que el de Yeonjun, más... agrio, de alguna forma. No me gustó nada—. ¿Están bien?

—Solo heridos —respondió Yeonjun—. Hyojong y Yeonjun fueron emboscados en trabajo.

Hyojong se movió para ponerse a la vista del hombre tras la puerta y cabeceó a forma de saludo, agachando un poco la cabeza con sumisión.

—Resolveremos el problema —le aseguró la voz grave, antes de que un brazo fuerte de mano grande y con un anillo le cogiera a Yeonjun del hombro para darle un apretón—. Lo han hecho muy bien —les felicitó—. Vayámonos antes de que venga la policía y los curaremos.

Hyojong se fue hacia la puerta y pasó de largo, pero Yeonjun me miró y me agarró de la muñeca, tirando de mi hacia él. Yo seguía algo confuso y sobrexcitado por todo aquello. Miré al lobo con traje. Tenía los ojos de un color amielado y una expresión suave que cambió un poco al verme allí. Puso una leve expresión de sorpresa, frunció levemente el ceño y olfateó discretamente el aire, como si quisiera comprobar algo. Entonces dijo:

—Así que tú eres Beomgyu.

Asentí un par de veces, demasiado tenso aún para responder con palabras. Mi rostro era totalmente serio e indiferente, pero mi corazón aún latía rápido. El lobo bajó la mirada a mi navaja y después volvió a mis ojos.

—Ya no necesitas eso, Beomgyu. La Manada se ha encargado de todo.

Apreté el arma un momento, pero con el dedo gordo moví la base de la hoja afilada y la escondí en el mango con un suave «click». Me la guardé en el bolsillo, pero no la solté. El lobo miró a Yeonjun y le hizo una señal para que le siguiera afuera. Él asintió y tiró de mí para que le ayudara a salir, apoyándose un poco en mí al caminar y cruzando juntos el estrecho pasillo por el casi no cabíamos; seguidos del otro lobo que, por el hecho de que Yeonjun le diera la espalda, debía de ser rango superior a él. Así que ese tipo de traje que olía tan mal era el Alfa de la Manada. Y, en la tienda de cristales rotos y cuerpos de mafiosos humanos inconscientes, estaban otros seis lobos. Todos fuertes, todos con ojos brillantes y un olor intenso. Saludaron a Yeonjun con respeto y se apartaron para dejarnos pasar hacia la puerta.

—Yeonjun tiene que quedarse con Manada —me dijo entonces—. Beom debe volver a casa.

No lo dudé. Asentí con la cabeza, le dejé allí de pie y volví por mi chaqueta tirada en el suelo. Los lobos me miraban con atención, pero ninguno me gruñó ni se interpuso en mi camino. Saqué mi paquete de tabaco, me puse un cigarro en los labios y lo encendí antes de salir de vuelta a la puerta.

—Hoy hay carne asada para cenar —le dije a Yeonjun cuando volví a pasar por su lado, sin quitarme el cigarro de los labios, por lo que mis palabras sonaron un poco vagas.

Tomé el camino a casa, haciendo crujir los cristales y trozos de plástico de las puertas reventadas a cada paso. No miré atrás, seguí fumando y caminando a paso firme hasta doblar la esquina. Allí fue cuando empecé a andar más rápido hasta que, simplemente, me eché a correr, con el cigarro en la mano y el pecho bombeándome sangre por todo el cuerpo. Miraba de un lado a otro, como si los mafiosos me hubieran seguido o me fueran a asaltar tras cada esquina o callejón. Llegué al portal y saqué las llaves de forma tan nerviosa que se me cayeron al suelo.

—¡Mierda! —grité, agachándome rápidamente a cogerlas. Abrí el portar y subí las escaleras corriendo.

Cuando llegué a casa estaba sudado y sin aliento. Descansé un poco con la espalda apoyada en la puerta, tragué saliva para mojar la garganta seca y cerré los ojos mientras respiraba profundas bocanadas del aire apestoso y denso del apartamento. Apestoso y denso, pero que me hizo sentir mucho más seguro y me ayudó a calmarme rápidamente. Me quité la chaqueta, tiré las llaves sobre el taburete y me saqué otro cigarro. No encendí las luces. Abrí el zippo y tapé la llama con la mano antes de cerrarlo y fumar una calada. Miré por la ventana de la habitación, discretamente mientras el humo se escapaba de mis labios. La calle estaba silenciosa, vacía, con solo las pocas farolas que todavía funcionaban arrojando su luz sucia y amarillenta sobre la acera. Fumé otra calada y fui a la cocina. Me saqué una cerveza de la nevera y me senté frente a la barra, apoyé los codos y me pasé las manos por el pelo, todavía con el cigarro entre los dedos. Sorbí aire por la nariz y apreté los labios para que me dejaran de temblar. La casa estaba a oscuras y solo las sombras de las plantas se perfilaban contra los cristales sucios. Fumé otra calada nerviosa más y mi rostro quedó suavemente iluminado por un brillo anaranjado.

Cuando Yeonjun había entrado en mi vida, había sido un incordio, un incordio muy rentable; pero solo contaba con tener que llenarle el estómago y vaciarle la polla, un trabajo que no me molestaba en absoluto. Lo que me molestaba era que ese hijo de puta apestoso me metiera en problemas que no eran míos. Si él y su Manada querían robar y ser unos puñeteros mafiosos, que lo fueran. A mí me daba igual. Siempre y cuando yo no estuviera en medio. Me levanté y fui junto a la puerta de emergencias, la abrí un poco, solo lo suficiente para que saliera el humo y poder espiar la callejuela. Me quedé allí, con la mirada perdida en el descampado a oscuras y la ciudad al fondo, fumando y bebiendo cerveza. En algún momento, quizá una hora después, aunque no estaba seguro, oí la puerta y giré rápidamente el rostro.

—¿Beom?

Oí el ruido de unas llaves y me relajé. Las luces del techo se encendieron, arrojando aquella desagradable y potente luz sobre la casa. Yeonjun dio pesados y tambaleantes pasos hacia la habitación, casi arrastrando la pierna herida. Gruñó un poco cuando no me vio allí, un ruido más agudo y corto. Se dio la vuelta con una expresión de miedo y angustia y pasó la mirada por el resto del apartamento, encontrándome apoyado contra la pared al lado de la puerta de emergencias. Yo tenía una mueca muy seria de ojos entrecerrados y fumaba el que, creía, sería el quinto cigarro de la noche. Yeonjun no se movió, quedándose allí parado con su chaqueta rota y su pantalón manchado de sangre. Solté el humo lentamente entre los labios y señalé la cocina.

—La comida está en el horno —le dije.

El lobo asintió y fue cojeando, más lentamente, hacia allí.

—Y Yeonjun... —añadí—. A mí no me gustan los problemas. No me gustan nada...

El lobo se detuvo, me miró fijamente y asintió lentamente. Entonces fue hacia el horno, sacó la enorme bandeja de carne asada y se sentó a comerla con las manos, mirándome de vez en cuando; quizá para tratar de descubrir si estaba enfadado, quizá para asegurarse de que seguía ahí parado y fumando.

En ese momento me prometí que no iba a meterme en asuntos de la Manada, que no quería saber nada de la Manada y que no quería entender a la Manada. Que les jodieran a todos. Yo solo estaba allí para follarme al lobo, llenarle el estómago y vender su ropa con Olor a Macho. Eso fue lo que me prometí aquella noche. Es gracioso recordarlo, porque apenas unos meses después ahí estaba yo, luchando y dándolo todo por la Manada y por Yeonjun. Qué vueltas da la vida...

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