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𝗎𝗇𝗈.

Exhalando aire frío de sus delgados labios, su mirada amatista deambuló por los alrededores. Su cabello albino lograba camuflarse con la nieve de las montañas, aquella que se hundía bajo sus pisadas. 

Caminando con pasividad, sujetaba un arco entre sus manos.

Recientemente había pasado la noche cosiendo con su compañera nuevas confecciones que estaba usando aquel día. Los hilos y agujas hechas de tendones de animales y, la capucha que vestía, había sido sellada con la mejor piel de lobos. 

Vestía una parka, la cual era bastante ancha y conseguía cumplir con su objetivo de acumular el calor. Estas prendas podían estar hechas con pieles de caribú, una especie de reno muy abundante en aquellas regiones. O en su caso, de lobos. 

Con esa ropa y otras prendas que llevaban debajo, tanto él como los de su tribu, salían de caza o de pesca en sus "kayaks". Por lo general, sus vestimentas se complementaba con pantalones hechos con pieles y botas del mismo material. Todo para protegerse del inclemente temporal del Ártico, pues por dentro se componían de forros interiores, que les facilitaba quitárselos. También servían para protegerse de la lluvia, ya que tenía una función impermeable, eso gracias a que de vez en cuando, se untaban de aceite de pescado.

No le solía gustar aquel aroma, pero era para la protección de su salud sobre todo. Además, nadie podría aguantarse a las quejas de su amiga Dominique. Lo protegía mucho.

Dejando atrás los pensamientos sobre la indumentaria que vestía, prestó atención a su alrededor. Concentrándose y alejando de su mente cualquier pensamiento que lo consiguiera distraer.

El bosque por el que había estado deambulando, ahora se había convertido en un laberinto de hielo y nieve. Las grandes montañas blancas se vislumbraban por encima de las copas de los tantos ejemplares de la picea del Sitka; árboles de unas hojas pintadas de un verde oscuro, de aguja aguda, que crecía por todos lados de las ramas leñosas. De una corteza muy característica: fina y suave, desarrollando láminas escamosas al envejecer, de color gris, llegando a ser marrones y morado oscuro.

Le encantaba siempre estar cerca de la naturaleza, le hacía sentirse realizado y, el único lugar en el que se veía capaz de liberarse de todos sus pesares y molestias. No obstante, aquel día no había salido de excursión; realmente, pocas veces lo hacía. 

Le tocaba cazar, y al ser el mejor entre los jóvenes de su tribu, la gente esperaba mucho de él. Volver con los brazos vacíos no estaba dentro de sus posibilidades. 

Permaneció vigilando el sotobosque durante horas, sentado a horcajadas sobre una gruesa rama, a lo alto de un maduro árbol. La nieve había borrado desgraciadamente sus huellas, y las de posiblemente, cualquier otro ser vivo. 

La luna se alzaba como una flor plateada, derramando su luz sobre el bosque en el que se hallaba. Cada hoja cercana a él parecía estar bañada en mercurio líquido. El aire derramaba su esencia de terroso musgo, agua helada y la frescura de los pinos.

El viento susurraba entre las ramas, cargado con el eco de animales ocultos en la oscuridad y ajenos a su percepción. Además de eso, traía consigo espesas ráfagas que entumecían sus dedos; dichos últimos que pasó por sus ojos para sacar los copos de nieve que se le pegaban a las pestañas. 

El hambre había logrado que los integrantes de su tribu aumentaran las cacerías de animales. Lamentablemente los más vastos se ocultaban de ellos en el interior del bosque; allá dónde no era capaz de caminar, pues el frío era más intenso. De por si, ya se había alejado mucho del límite acostumbrado para ellos.

Lamentaba no ver ciervos en aquella época del año. Con bastante probabilidad se quedarían dónde estuvieran guarecidos del frío invierno, comiendo corteza y, para cuándo esta se acabase, viajarían al norte, lejos de su territorio.

Uno divido entre humanos y lobos. Enemigos acérrimos, y destinados a odiarse hasta el final de sus vidas. Las leyendas iban más atrás de sus antepasados, incluso más de lo que estaban con vida o de los que ya habían muerto. Conocía por encima la historia que había logrado crear ese odio entre ambas especies, pero era totalmente consciente y compartía, aquel repudio ante dichos animales.

Había vivido por experiencia propia, las muertes de amigos y familiares, debido a las garras y feroces colmillos de las bestias de pelajes sedosos; definitivamente, los odiaba. Por ello, al ser el mejor y más capaz de traerlos a su hogar, sin vida, era todo un orgullo.

Sintió un estremecimiento al pensar en ello por todo el raíl de su columna; debía centrarse, en su tarea y en lo que debía hacer. Con aquel campo visual de al menos unos cinco metros, tenía suerte si conseguía ver algo en las horas restantes. 

La luz en el invierno era diferente, más suave y tenue. La luna se elevaba en el horizonte, creando largos atardeceres. Ahogó un gemido cuando sus brazos entumecidos crujieron al moverse, y desarmó el arco antes de bajar del árbol.

La nieve congelada crujió bajo sus botas y apretó los dientes. Con la poca visibilidad que había aquel día, estaba seguro de que, por primera vez, tendría que vivir la experiencia de regresar con nada. Sino regresaba rápido, tendría que hacer frente a la abismal noche y lo que ocultaba en sus sombras.

«Domi ya estará preocupada por mí», declaró su fría mente.

Se había arriesgado mucho al adentrarse tanto en el bosque, pero el sólo recordar cómo ya no quedaban hogazas de pan ni carne entre los de su tribu, le hacía asentar los pies con más fuerza. Con cada paso se le entumecían más las extremidades, y sus pocas exhalaciones se convertían inmediatamente en vapor. Pese a cederle, la gran mayoría de noches, su plato de cena a su amiga Dominique, o incluso a algún niño de la tribu; no estaba completamente en los huesos. Aunque si era cierto, que comparando años anteriores, había perdido masa muscular; debido a la escasa alimentación.

No lo lamentaba. Si su familia podía estar en mejores condiciones, regalaría siempre su plato.

Comenzó a moverse entre los árboles con el mayor sigilo posible. Tras unos minutos de búsqueda, se agachó en medio de unas zarzas cargadas de nieve. A través de las espinas, tenía una perfecta periferia a un rellano de nieve al frente, con un pequeño arroyo algo cristalizado. Habían unas pequeñas huellas. Sonrió suavemente. Si tenía suerte, aquel animal volvería a pasar.

Suspiró por la nariz y apoyó la punta del arco en la nieve. Mientras, sostenía la parte curva sobre su frente. La tribu no aguantaría otra semana sin nueva comida. Era lamentable la situación tan precaria que estaban viviendo, y los muchos de su aldea que ya habían enfermado por el hambre.

Calmando sus pensamientos, se acomodó para escuchar el bosque a través del viento. La nieve caía y caía, bailando en pequeños rombos brillantes; lo blanco contra los marrones del bosque. Fuera de las habituales preocupaciones de su tribu, se permitió descansar del miedo al hambre y a la muerte; y se dedicó a admirar la belleza implacable de la nieve. El brillo de su luz pálida.

De pronto, el aullido del viento se calmó y se convirtió en un suspiro suave. La nieve caía con pereza ahora, en grandes copos gordos que se amontonaban en los nudos y los salientes de los árboles. Le fascinaba la belleza letal, amable, de la nieve.

Un crujido se escuchó a lo lejos, y su admiración por la belleza blanca, se detuvo abruptamente. Levantó el arco de la nieve con un movimiento instintivo. Miró a través de las espinas y contuvo la respiración.

A una, realmente, corta distancia había una pequeña cierva. No del todo flaca debido a la carestía del invierno, pero si lo suficiente hambrienta para venir a comer corteza a este lado del bosque. Serviría para una semana o más. Y con la felicidad bailando en sus venas, apuntó con el arco.

Pondrían a secar la mitad de la carne y después, se comerían el resto: guisos, pasteles. El cuero lo usarían para ropa nueva, o podrían intercambiarlo con otra de las tribus. Él mismo necesitaba unas botas nuevas, pero sabía que el hermano de Domi, y su mejor amigo, Louis, quería una capa.

Se la daría a él.

Le temblaron los dedos y apuntó con cuidado. Pero, por un momento, el cielo, la nieve y el completo bosque lo inundó de una fría sensación. Fue tan abrumadora que su intensidad provocó un sutil mareo en su cabeza. Unos ojos azules brillaban en un arbusto cercano al suyo. 

Escondido, el lobo salió del arbusto, con la mirada fija en la cierva que no se daba cuenta de nada. Se le secó la boca. Nunca había visto a un lobo como aquel. Enorme; del tamaño quizá de un poni. Aún así, lo más sorprendente fue su sigilo antinatural; se acercaba poco a poco, y la cierva seguía sin verlo. Ningún animal tan grande, podía ser tan silencioso.

Parecía un lobo; no. Era un lobo. Podía matarlo. Su tamaño descomunal no lo diferenciaba del pordiosero animal que era. Quizá clavarle una flecha en el ojo; además de eso, tenía un puñal, y seis flechas. 

«Un animal —se dijo para tranquilizarse—. Un animal no es más que eso.» 

No se permitió considerar la alternativa: necesitaba la mente clara, la respiración tranquila.

Sus armas. Las cinco primeras eran flechas comunes, simples y eficientes, y seguramente no serían más que la picadura de una abeja para un lobo de ese tamaño. Pero la tercera, la más larga y pesada, se la había regalado el jefe de su tribu; como obsequio por ser el mejor y su favorito. Un símbolo de protección. Una flecha tallada en fresno de montaña y provista de una punta de hierro. No sabía porque razón presentía que esa sería capaz de infringirle daño, pero confiaba en su percepción.

La sacó con movimientos mínimos, eficientes, cualquier cosa para evitar que ese lobo monstruoso mirara en su dirección. La flecha era lo bastante larga y pesada como para infligir daño, tal vez matarlo si apuntaba bien. 

El pecho se le tensó tanto que dolía. Y en ese momento se dio cuenta de que su vida se reducía a una única pregunta: ese lobo, ¿estaba solo? 

Aferró el arco y tiró de la flecha hacia atrás. Tenía buena puntería, pero nunca se había enfrentado a un lobo de aquella magnitud. No podía permitirse el lujo de errar el tiro. No cuando tenía solamente una flecha de fresno.

Tampoco podía arriesgarse a que este se arrastrara después hasta su aldea y matara e hiriera y atormentara a otros. Debía morir allí y en ese mismo instante. Sería una alegría acabar con él. 

El lobo se acercó arrastrándose; una ramita se quebró bajo una de sus patas, más grandes que sus manos. La cierva se quedó inmóvil. Miró a ambos lados, las orejas estiradas hacia el cielo negro. El lobo estaba contra el viento y ella no lo veía ni lo olía. Este se aplastó contra el suelo, la cabeza baja y el cuerpo sólido, blanco, perfectamente fundido con la nieve y las sombras. La cierva seguía fijando los ojos en la dirección equivocada

Miró a la cierva y miró al lobo, una y otra vez. El animal estaba solo, por lo menos en esto había tenido suerte. Pero si el lobo asustaba a la cierva, se quedaría sin nada, excepto un lobo hambriento y demasiado grande. Y si él la mataba, destruiría preciosas partes de cuero y grasa... 

El lobo salió disparado desde los arbustos como un rayo blanco, los colmillos amarillos brillando bajo la luz. Era todavía más grande así, al descubierto, una maravilla de músculos, velocidad y fuerza bruta. La cierva no tenía ninguna oportunidad. 

Entonces, disparó la flecha de fresno antes de que él la destrozara demasiado. El proyectil se le hundió en el flanco, y habría jurado que el suelo mismo vibró con ella. Él ladró de dolor y soltó el cuello de la cierva mientras la sangre se derramaba sobre la nieve, de un brillante rojo rubí. 

Se volvió hacia él, los ojos azules muy abiertos, el pelo erizado. El gruñido grave le reverberó en el pozo vacío del estómago, mientras, se ponía de pie y volvía a levantar el arco; la nieve le caía del cuerpo convertida ahora en lluvia. 

Pero el lobo solo le miró, con la flecha de fresno clavada profundamente en el flanco. La nieve empezó a caer de nuevo. Él miraba y miraba, con una suerte de conciencia y de sorpresa que le hicieron disparar la segunda flecha.

La flecha le había atravesado cerca del ojo, casi hasta las plumas de ganso. Y salió disparada al tronco de un árbol. La había esquivado aquel animal, pero lo había herido, y la sangre de la herida sobre su ojo, tapaba su campo de visión.

La cierva yacía con los ojos abiertos y el cuello desgarrado en la blanca nieve; bajo las patas de aquel enorme animal.

Pelaje blanco, manchas de sangre, ojos azules y unas extrañas runas en su frente. Definitivamente, aquel no era un lobo normal. 

Aulló, y retrocedió con sus patas. El cazador, quién había perdido su única flecha de fresno, dicha clavada en el flanco del lobo; alzó otro de sus normales flechas, y apuntó; saliendo de entre los arbustos. Conectaron miradas. El azul del lobo herido, y el violeta del cazador.

De pronto, el cielo se iluminó, cortando aquella extraña sensación y conexión de miradas. Aquella de la presa y su cazador.

El corazón le tembló al ver las luces en el cielo. El bosque se había extendido hasta donde la vista le alcanzaba; un mar blanco de nieve y hielo. Los árboles, erguidos como guardianes centenarios, crujían bajo el peso de la escarcha. El aire, helado y denso, cortaba su piel. 

En el cielo, la aurora boreal danzaba en silencio, sus colores iluminando el paisaje con una luz etérea, que parecía demasiado hermosa para la escena hostil.

El rojo; el azul; el morado; el verde, todos ellos volaban en ondas, pintando de colores aquella oscura noche. 

El cazador respiraba con dificultad, y el arco aún estaba tenso en sus manos. Había disparado con la precisión que solo un cazador experimentado podría tener. Lo había herido en su flanco, y sobre su ojo derecho. 

Las luces le estaban avisando de algo. Estos eran sus dioses, era una señal.

La flecha de su arco tembló y sin siquiera darse cuenta, ya lo había bajado; regresó a ver al lobo. Para cuándo lo hizo, algo dentro de él se rompió. Gemía y aullaba en dolor, pero aún también algo hipnotizado por las luces, lo miró; con una vista fija en el cazador. No con odio, sino con una intensidad que parecía atravesar el alma. La luz del cielo los envolvía a ambos, suavizando los bordes de la escena con un resplandor mágico, como si el mismo cielo interviniera para detener la sangre que estaba apunto de derramarse entre ambos.

Los ojos del lobo eran de un azul profundo, llenos de una inteligencia y un dolor que, el cazador, no había esperado ver en una bestia. Era como si en aquel instante, pudiese comprender que este no era un lobo común, sino una criatura con historia, un ser con un alma tan viva y compleja como la suya propia. 

El aire entre ellos se cargó de una energía que no se podía explicar; había un lazo invisible que lo atraía hacia la mirada del lobo, manteniéndolo inmóvil, incapaz de siquiera respirar.

El brillo de la aurora, los hacía ver más vivos, llenos de una tristeza antigua y una súplica silenciosa. El cazador sabía que no podía matar a la bestia. Y el lobo, no hacía intención tampoco de responder al ataque.

Le ofreció un gruñido para cuándo las luces se fueron, y desapareció por el bosque, dejando rastros de sangre. 

Además, del corazón emocionado y extrañado en el cazador, de nombre Noé.



「 ya tenemos el capítulo uno de esta nueva novela. Ya saben que tengo dos nuevas vanoé publicadas, esta y; hymn of the exile. todo para ustedes aaaa;

me destrocé mucho la mente para poder terminar este capítulo, espero haberlos hecho conectar con el frío invierno, el cazador Noé y el lobo de azules ojos.

¡estoy muy emocionada con todos mis proyectos, o m g! ¡gracias por tanto y perdón por tan poco!

dejen sus opiniones sobre este piloto, me hace muy feliz leerlos siempre.

¡nos vemos en la siguiente actuuu!

all the love, ella.

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