Capítulo Cinco
—¿Qué te sucedió en el dedo?
Uno de los militares caminaba sobre la cubierta a la par con uno de los mayores, éste último señaló su dedo hinchado y roto.
—Madeleine, eso pasó —suspiró el militar.
—Mmh —el mayor cruzó sus manos tras su espalda—, quien iba a decir que tendríamos prisionera a nuestra propia princesa... —posó entonces una de sus manos en su hombro—. Deberías tomar algo: un brandy quizá.
A unos cuantos metros de ellos, divisaron entonces a un niño —dado su apariencia su edad no debía pasar de los ocho años—, caminando entre los militares.
—¿Qué hace esa criatura aquí? —señaló el militar.
—Curiosamente nadie lo sabe, estar aquí es peligroso para él y será mejor tenerlo en la mira —contestó el contrario con pesadez, claramente fatigado por la presencia del infante.
—Su madre ha de estar preocupada.
—En dos días estaremos en Francia, entonces podrá regresar con ella.
El pequeño pelicafé se dedicó entonces a mirar por la borda.
Las cosas no estaban mejor para los prisioneros de la marina, tanto Foxy como Mangle intentaron trazar un plan de escape, pero inútilmente podrían llevar a cabo alguno sin ser descubiertos. Además, en el tiempo desde que los apresaron, no habían sido alimentados, salvo por una vez en que les enviaron algunas sobras y huesos; pero además de eso, sus estómagos estaban siempre hambrientos. Todos se encontraban débiles.
Foxy forcejeaba la cerradura con la mano y sus dedos, con la esperanza de lograr malograrla, y con los minutos, su mano comenzaba a herirse ante el fuerte contacto con el metal. Todos escuchaban en silencio los silenciosos quejidos de dolor del capitán, que pese a haber comenzado a sangrar por la fuerza aplicada no se detenía esperando algún avance.
—Foxy, déjalo, es inútil —especuló Mangle sentada junto a la pared que los dividía—. No te lastimes...
—Ya casi, si sólo pudiera... —murmuró Foxy mientras analizaba la madera del piso—... lo tengo.
Dejó a un lado su trabajo con la cerradura y, arrodillándose en la madera, procedió a intentar sacar un clavo que estaba perfectamente en su lugar, usando los dedos de su mano sana.
—Foxy...
—Nos sacaré de aquí... —contestó concentrado en su dolorosa tarea.
Sus otros dedos también se cortaron por la fuerza que aplicaba contra el clavo en la madera, emitió un quejido de dolor seguido de un gruñido, y sin embargo, continuó arduamente con su propósito, sangrando y sin ver ningún resultado. Gotas de sangre salían de sus dedos y humedecían el clavo, haciendo su propósito un poco más difícil. Mangle lloraba en silencio de verlo sufrir de esa forma, y los demás integrantes de la tripulación ya se habían rendido, entregándose a la muerte.
—Maldita sea... —se quejó Foxy a punto de rendirse, dejando de intentar.
Su respiración era estortórea y sus manos temblaban debido al dolor. Se levantó furioso y arremetió una patada contra los barrotes.
—¡Me decepcionan! —gritó envuelto en ira, Mangle escondió su rostro en sus rodillas, comenzando a sollozar al escuchar a su amado en tal estado.
El pelirrojo empezó a dar vueltas en su celda.
—¡¿Se van a rendir?! ¡¿Por qué tengo yo que hacer esto sólo?!
—Porque no hay salida —exclamó directamente el pelicastaño.
Como respuesta, Foxy bufó y detuvo su paso.
—Son todos unos inútiles —vociferó—. ¡Unos malditos inútiles! Paar... ihr Bastard-Idioten, ihr Haufen wertloser! Sogar Ratten würden es besser machen, sie sind erbärmlicher als Ratten, verdammte Schweine...
Cuando Foxy se encontraba furioso, inconscientemente empezaba a murmurar o exclamar calamidades en su lengua natal.
—Foxy... —intervino la dulce voz de la peliblanca.
Como si escucharla hablar hubiera activado algo en su sistema, Foxy se acercó a su pared, respirando lentamente para calmarse y se sentó junto al muro poniendo su mano en ella.
—Foxy —suspiró Mangle con voz débil—, ellos sólo reconocen la verdad, no hay salida.
—Debe haber una... siempre hay una salida.
—No esta vez.
De momento, al pronunciar aquella frase todo quedó en un silencio sepulcral, donde Foxy exhaló profundamente tal y como si estuviera reconociendo lentamente la derrota. Su mano se deslizó por el muro deseando poder tocar a su amada, y al hacerlo, quedó un rastro de sangre en marcado en la pared, el camino que había hecho su mano.
—Siempre he sido optimista, y lo sabes —continuó hablando ella—, pero no hay una forma de salir por nuestros propios medios.
Mangle sollozó y recargó su espalda del muro.
—A menos que...
—... Nos ayuden desde afuera —concluyó Foxy.
—Dudo que un guardia vaya a brindarnos ayuda —comentó ella.
Inmediatamente se callaron al escuchar los cerrojos de la puerta de entrada correrse pesadamente, emitiendo su característico chirrido de una forma muy lenta y tediosa. Era normal que al escuchar la puerta los invadiera el miedo, nunca se sabía que esperar cuando ese sonido se presentaba. Foxy miró atentamente hacia la puerta, mientras Mangle se mantuvo indiferente al hecho.
Se sorprendieron cuando de la puerta no salió un hombre alto y uniformado, sino todo lo contrario; cerrando a sus espaldas la pesada puerta, un niño joven había entrado al lugar llevando en sus manos una bandeja, con la que caminaba con cuidado y despacio, procurando no dejar caer nada del contenido. Los estómagos de los prisioneros rugieron hambrientos al ver el alimento: sobre la bandeja había pan, algo de vino y de pastel.
—Y esto qué...
El joven castaño se detuvo en medio del pasillo, dejando la bandeja en el piso. Miró entre las celdas como si analizara el nivel de peligro que había en los encarcelados, buscando alguno que pareciera menos intimidante, y en una de ellas, Mangle estaba sentada junto a sus barrotes. El pequeño tomó algo de pan y se acercó lentamente, y, Mangle, algo dudosa, estiró su temblorosa y polvorienta mano fuera para recibir el alimento.
—Q-que amable, gracias...
—¿No está envenenado? —interrumpió Foxy con preocupación.
El jovencito negó mientras buscaba pastel de la bandeja y se acercaba a Foxy.
—Esta es mi comida —dijo tiernamente—, creo que ustedes la necesitan más.
Foxy tomó el pastel inseguro, pero el hambre era lo que hablaba por él entonces, su estómago pensaba en lugar de su cabeza así que le dio una mordida al pastel, y Mangle ya estaba comiéndose su trozo de pan como si se tratara de un gran manjar.
Así, aunque no hartaron sus estómagos, todos pudieron saciar un poco su hambre. Más tarde, se hallaban tomando un poco de vino.
—¿Qué hace un niño en el barco de la marina? —comentó Tony.
—Yo...
—Oye, ¿cómo abriste la puerta? —formuló Mangle, aún sentada junto a los barrotes—. ¿Tienes las llaves, no?
—Sí —respondió el menor con sencillez.
Foxy y Mangle levantaron las oreja con atención, e intentaron acercarse más él, asustandolo un poco.
—Entonces, ¿puedes sacarnos de aquí?
—Creo que sí.
—¡Eso es bueno! —exclamó Mangle.
—A estas horas no hay guardias en popa, supongo.
El niño los miraba inseguro, sin decir alguna palabra.
—Hey, pequeño —Mangle sacó sus brazos de la celda, y lo llamó—. Ven aquí.
El menor se acercó dudoso, y al tenerlo cerca, Mangle lo estrechó en un tierno abrazo.
—Por favor, necesitamos tu ayuda —suplicó abrazándolo con cariño—. ¿Nos ayudarías?
Foxy estiró su mano para ponerla sobre su cabellera café.
—Tú puedes sacarnos de aquí.
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