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꧁༒𝕿𝖍𝖊 𝕹𝖎𝖌𝖍𝖙 𝖂𝖊 𝕸𝖊𝖙༒꧂

𝑯𝒂𝒖𝒏𝒕𝒆𝒅 𝒃𝒚 𝒕𝒉𝒆 𝒈𝒉𝒐𝒔𝒕 𝒐𝒇 𝒚𝒐𝒖

En algunas ocaciones uno encuentra el amor en el lugar menos esperado.

Cersei estaba en el jardín de Roca Casterly, rodeada de rosales y lirios en flor, disfrutando de un momento de paz en un mundo que se desmoronaba a su alrededor. El cielo de Poniente, claro y luminoso, parecía ajeno a las sombras que se cernían sobre su vida. Su mirada se perdía en el horizonte, donde el océano se encontraba con el cielo, soñando con un futuro lleno de poder y grandeza, un futuro en el que ella sería reina.

Desde la infancia, sus ambiciones habían sido grandiosas. Se había imaginado a sí misma no solo como una dama noble, sino como la soberana indiscutible de los Siete Reinos. Recordaba haber observado los estandartes dorados de su casa ondeando en el viento y soñado con el día en que todo Poniente se inclinaría ante ella. La idea de casarse con Rhaegar Targaryen había encajado perfectamente en sus sueños: un príncipe hermoso que la llevaría al Trono de Hierro, donde gobernarían juntos como rey y reina. Pero esas ilusiones estaban a punto de desmoronarse.

El sonido apresurado de pasos sobre la grava la sacó de sus pensamientos. Una doncella apareció entre los arbustos, su rostro pálido y sus ojos llenos de preocupación. Cersei la miró con impaciencia, notando su estado de agitación.

—Mi señora, tengo noticias urgentes —dijo la doncella, inclinándose ligeramente en una muestra de respeto apresurada.

Cersei frunció el ceño, inquieta por la interrupción.

—¿Qué ocurre? Habla de una vez.

La doncella tragó saliva, claramente afectada por la gravedad de lo que tenía que decir.

—Rhaegar Targaryen... está muerto, mi señora. Fue derrotado por Robert Baratheon en el Tridente. La batalla ha terminado y Robert ha salido victorioso.

Por un momento, el mundo de Cersei se congeló. La información tardó en calar en su mente, cada palabra resonando con una frialdad aplastante. Rhaegar muerto. Sus esperanzas de convertirse en reina, de unirse a la casa Targaryen y compartir el trono, se desvanecían con esa simple declaración.

—¿Cómo ocurrió? —preguntó, su voz apenas un susurro.

La doncella, temblando ligeramente, continuó.

—Las fuerzas de Robert y Rhaegar se enfrentaron en el Tridente. Fue una batalla feroz. Se dice que Robert mató a Rhaegar en combate singular, rompiendo su pecho con su enorme martillo de guerra. Después de eso, el ejército Targaryen se desmoronó. La guerra ha terminado a favor de Robert.

Cersei sintió una mezcla de emociones que la abrumaba: incredulidad, furia, y una tristeza profunda. Rhaegar había sido la encarnación de sus sueños, y ahora, con su muerte, todo parecía derrumbarse. Robert Baratheon, el hombre que había destruido sus esperanzas, sería el nuevo rey, y ella no veía un lugar para sí misma en ese futuro.

—¿Dónde está Robert ahora? —preguntó, tratando de comprender las implicaciones.

—Marcha hacia Desembarco del Rey. Se dice que tomará la capital pronto y reclamará el Trono de Hierro.

Cersei asintió lentamente, comprendiendo la magnitud de la situación. Su corazón latía con furia, su mente ya calculando las repercusiones de este giro de los acontecimientos. No había tiempo para lamentos, debía actuar. Tenía que encontrar una manera de asegurarse de que su familia no perdiera su posición en el nuevo orden.

Otra de sus doncellas llegó y con algo de prisa y apuros le dijo. —Lady Cersei, Lord Tywin solicita que usted presente audiencia en su despacho.

Y así fue.

El despacho de Tywin Lannister era una cámara oscura y solemne, decorada con mapas, estandartes y trofeos de caza que atestiguaban el poder de su casa. La atmósfera estaba cargada de expectación cuando Cersei fue llevada allí por la doncella. La joven hizo una reverencia y se retiró, dejando a Cersei ante la puerta pesada de roble.

Inspiró profundamente y empujó la puerta. Tywin estaba sentado tras su amplio escritorio, su expresión imperturbable mientras revisaba documentos y ojeaba cuentas. El tic-tac del reloj de péndulo era el único sonido en la habitación mientras Cersei se acercaba. Tywin levantó la vista solo cuando ella estuvo a unos pasos de distancia.

—Padre —dijo Cersei, su voz firme, aunque su interior se agitaba con la noticia recién recibida.

Tywin asintió y le indicó una silla frente a él.

—Siéntate, Cersei. Tenemos mucho de qué hablar.

Ella se acomodó en la silla, sintiéndose como una niña bajo la mirada penetrante de su padre. Tywin dejó los pergaminos a un lado y se recostó en su silla, observándola con esos ojos fríos y calculadores que tanto la intimidaban.

—He oído la noticia —empezó ella, sin preámbulos—. Robert Baratheon ha ganado. ¿Qué vamos a hacer?

Tywin no se apresuró en responder. Se quedó mirándola en silencio por unos momentos, sopesando sus palabras. Finalmente, habló con la misma autoridad implacable que siempre había usado. —Sí, Robert ha ganado. Rhaegar está muerto, y la casa Targaryen está en ruinas. Pero esto no significa el fin para nosotros. Al contrario, es una oportunidad.

Cersei lo miró, perpleja.—¿Una oportunidad? ¿Para qué?

Tywin entrelazó las manos sobre la mesa.

—Para consolidar nuestra posición en el nuevo reino. Robert Baratheon será el nuevo rey, y no podemos permitir que otras casas nos superen en influencia. Debemos actuar rápido para asegurarnos de que los Lannister estén al lado de Robert desde el principio.

Cersei sintió una oleada de frustración. No era lo que había esperado, pero también veía la lógica en las palabras de su padre. Si no podían tener a Rhaegar, al menos podían aprovecharse del vencedor.

—¿Y cómo propones que hagamos eso? —preguntó, manteniendo su tono controlado.

Tywin la miró fijamente, su voz dura como el acero. —Le ayudaremos a tomar Desembarco del rey. Acabaremos con la dinastía Targaryen de una vez y nos vera como su mayor aliado.

—Pero... ¿Qué tal si no nos acepta? —preguntó ella con un nudo en la voz. —Él puede simplemente desecharnos, o incluso peor aún, ignorarnos por completo.

—Seremos los primeros en llegar y le ahorraremos el trabajo a Robert. Después de eso le hare una oferta que no podrá rechazar. Tendrás que casarte con él. Y no va a decir que no. Eres unas diez veces más linda que cualquier mujer en el reino. Te adorara apenas te vea —había dicho su padre, Tywin, con la frialdad que solo él podía desplegar, sin siquiera levantar la mirada de los documentos que revisaba en su oficina. El chasquido seco de las páginas al pasar y el sonido de la pluma sobre el pergamino era lo único que rompía el tenso silencio entre ellos. Cersei notó que su padre la miraba con la misma indiferencia que a esos papeles, como si ella no fuera más que otra carga administrativa, otro activo que gestionar en su implacable juego de poder.

—Robert Baratheon es un hombre atractivo. Cualquier mujer en los Siete Reinos desearía ser su reina. Tú tendrás ese privilegio —continuó Tywin, su tono inmutable como si estuviera hablando de una simple transacción.

Cersei, que había soñado con la corona desde que tenía uso de razón, sintió una oleada de excitación que apenas pudo contener. Una sonrisa se extendió de oreja a oreja en su rostro. Convertirse en la reina de Poniente era la culminación de todos sus anhelos. El trono, la corona, el poder absoluto... todo lo que Aerys le había negado con su locura ahora estaba al alcance de su mano. La rebelión había trastocado el tablero, y su hermano Jaime, con un solo golpe, había matado al rey loco, abriendo un nuevo camino hacia sus ambiciones. Cersei estaba segura de que Jaime no lo había hecho para apoyar a Robert ni para ayudar en la conquista; su espada había atravesado al Rey Loco por ella, por amor.

El vínculo con Jaime era profundo e inquebrantable. Desde su infancia, siempre habían sido ellos dos contra el mundo. Su madre, Joanna, los había amado con una ternura que ahora parecía un recuerdo lejano y doloroso. Todo cambió el día que Tyrion nació, aquella pequeña criatura que, con su llegada, les había arrebatado a su madre. La muerte de Joanna había endurecido a Tywin, transformándolo en un hombre frío y calculador, más dedicado al poder y al deber que a sus propios hijos.

—¿Me escuchaste, Cersei? —La voz de Tywin cortó sus pensamientos, grave y autoritaria. Bajó los anteojos hasta el final de su nariz, mirándola con esos ojos penetrantes que siempre la hacían sentir vulnerable, como si su voracidad pudiera devorarla en cualquier momento.

Cersei se recompuso rápidamente, ocultando sus emociones tras una máscara de compostura. —Sí, mi señor. He escuchado bien —respondió con voz firme, forzando una sonrisa que sabía debía parecer obediente.

Tywin la observó por un momento que se le antojó eterno. ¿Era eso orgullo en su mirada? Cersei no estaba segura. Como había dicho, cualquier queja o solicitud sería completamente denegada. Su destino estaba sellado, y debía aceptarlo sin protestar. Pero en su mente, una duda inquietante comenzaba a formarse. La rebelión no había comenzado solo por las injusticias del Rey Aerys, sino por un acto que resonaba en su memoria con una mezcla de fascinación y amargura: el Torneo de Harrenhal, donde Rhaegar Targaryen había coronado a Lyanna Stark como Reina del Amor y la Belleza, ignorando a su propia esposa, Elia Martell.

Recordaba ese día con una claridad dolorosa. Había sido sentada junto a Elia Martell, la esposa de Rhaegar, cuyo porte sereno ocultaba el tumulto de traición que debía sentir. Cersei había esperado ocupar un lugar destacado, pero se encontró relegada junto a la doncella de Elia, la melancólica Ashara Dayne, la hermana menor de Ser Arthur Dayne. Desde su posición, podía ver a Ned Stark y sus hermanos en la gradería opuesta, junto a Robert Baratheon y Howland Reed. Cersei no pudo evitar notar cómo Ned y Howland los observaban, como si estuvieran tomando nota de cada detalle, cada gesto.

—Me habían dicho que era más bella... —había comentado Jaime, con un tono que mezclaba curiosidad y desprecio, al ver a Lyanna Stark—. Pero parece ser solo es otra norteña simplona. Mírala, Cersei. Con esa cara alargada, cualquiera la confundiría con un caballo.

El torneo continuó, y Cersei observó con creciente incredulidad cuando Rhaegar ignoró a su propia esposa para coronar a Lyanna como la Reina del Amor y la Belleza. El público quedó en shock, y las reacciones a su alrededor fueron de asombro y murmullos. Excepto Elia. La princesa de Dorne mantuvo un temple que, ahora en retrospectiva, parecía indicar una aceptación resignada de lo que estaba ocurriendo. ¿Acaso sabía lo que vendría después?

El gesto de Rhaegar había desencadenado una serie de eventos que culminaron en la Rebelión del Usurpador. Aquella decisión, aparentemente impulsada por el corazón, había encendido las llamas de una guerra que consumió al reino. Cersei entendía ahora que el amor y la belleza podían ser armas más letales que las espadas y que el trono, aunque deseado, estaba manchado con la sangre y las lágrimas de quienes lo buscaban.

Mientras recordaba ese momento, Tywin ya había vuelto a sumergirse en sus papeles, como si la conversación no hubiera sido más que una interrupción en sus interminables deberes. Cersei se quedó de pie, sintiendo el peso de su nuevo destino. La promesa de ser reina, una corona dorada sobre su cabeza, le parecía tan brillante como el sol que atravesaba los ventanales. Sin embargo, la realidad tras esa corona era oscura y compleja. Las decisiones de los hombres, las luchas por el poder, y las manipulaciones políticas que la habían llevado a este momento eran un recordatorio de la fragilidad de sus sueños.


—Utiliza tus encantos. Se una buena chica. Iras a la capital en cuanto se acabe la rebelión. ¿Entendiste?


Cersei Lannister llegó a Desembarco del Rey con la pompa que solo una Lannister podía exigir. Desde lo alto de su carruaje, tirado por caballos ornamentados, observó la ciudad que se alzaba entre la confusión de la victoria y el caos del saqueo. Desembarco del Rey, una vez el epicentro del poder y la riqueza de los Siete Reinos, ahora yacía como un vestigio lamentable de una capital devastada por la guerra.

Las calles eran un mosaico desolador de escombros, sangre y miedo. Casas incendiadas proyectaban sombras amenazadoras sobre tiendas saqueadas y cadáveres abandonados en las esquinas. La mezcla cacofónica de gritos, gemidos y el estruendo de los cascos de caballos creaban una sinfonía siniestra que resonaba en los oídos de todos los que se aventuraban por aquel laberinto de destrucción. Los soldados de Robert Baratheon, embriagados por la victoria, saqueaban y se deleitaban en su brutalidad, como lobos hambrientos en un rebaño de ovejas inocentes. Cersei los observaba desdeñosamente, su corazón endurecido ante la miseria que la rodeaba. Para ella, los sobrevivientes no eran más que sombras insignificantes, peones insignificantes en el gran tablero del poder.

Finalmente, el carruaje se detuvo con un chirrido de ruedas delante de las imponentes puertas de la Fortaleza Roja. Cersei descendió con una elegancia serena, su vestido de brocado dorado ondeando tras ella como una bandera de su linaje. Los guardias Lannister y Baratheon, imponentes en sus armaduras relucientes, formaron una fila ordenada para escoltarla hacia la entrada principal. La fortaleza, con sus torres de piedra roja que se alzaban hacia el cielo y sus murallas impenetrables, se erguía como un bastión inexpugnable en medio del caos circundante. Cersei caminó con pasos seguros y autoritarios, consciente de que todos los ojos estaban fijos en ella, evaluándola, juzgándola.

En los intrincados pasillos del interior, los murmullos y susurros creaban una atmósfera cargada de intriga y conspiración. El lujo excesivo y la opulencia de la Fortaleza Roja ofrecían un marcado contraste con la desolación y la desesperación que reinaban fuera de sus muros. A medida que avanzaba por los corredores, una figura se deslizó desde las sombras como un espectro emergiendo de la penumbra. Era un hombre de estatura media, con una cabeza calva que brillaba bajo la luz parpadeante de las antorchas, y una sonrisa que revelaba más de lo que ocultaba. Vestido con túnicas de seda que ondeaban con cada movimiento, su presencia era tanto intrigante como perturbadora, como si supiera más de lo que jamás revelaría.

—Mi señora —dijo con una voz suave y melodiosa que resonaba en el pasillo—. Permitidme presentarme. Algunos me llaman Varys, otros el Eunuco, pero en los Siete Reinos, la mayoría me conoce como la Araña.

Cersei lo miró con una mezcla de curiosidad y desdén, sus ojos verdes brillando con cautela. —¿Y qué quiere una araña de mí? —respondió, su tono frío y calculador.

Varys sonrió con astucia, como si supiera que la pregunta era solo una cortina de humo. —Solo un consejo, mi lady —dijo, inclinándose ligeramente en señal de respeto—. La corte de Robert es un nido de intrigas y traiciones. Sería prudente que os cuidaseis. Sois una joven demasiado hermosa como para terminar como Elia.

Cersei arqueó una ceja, intrigada por la mención de Elia, pero guardó sus pensamientos para sí misma. Sabía que el juego de tronos en Desembarco del Rey era peligroso y despiadado, y estaba decidida a jugarlo con maestría.

—Gracias por el consejo, Varys —dijo con un gesto de cabeza apenas perceptible—. Tendré en cuenta vuestras palabras.

Con eso, Cersei continuó su camino hacia el salón del trono, consciente de que cada paso la acercaba más al epicentro del poder en los Siete Reinos. La coronación de Robert Baratheon había marcado un punto de inflexión en la historia de Poniente, y ella, como una Lannister ambiciosa y decidida, estaba lista para reclamar su lugar en el nuevo orden que se estaba gestando.

El salón del trono era un hervidero de emociones encontradas, donde la ira y la moralidad colisionaban como olas furiosas en un mar tormentoso. Robert Baratheon, con su corpulencia majestuosa, parecía un titán fatigado por las batallas, su martillo de guerra descansando como un monumento a su poder al lado del Trono de Hierro. Sin dudas era guapísimo, con ese cabello azabache y esa barba descuidada a medio crecer, era sinceramente atractivo. Frente a él, Eddard Stark se erguía con la dignidad de un roble antiguo, sus ojos grises irradiando una mezcla de furia y desesperación que reflejaba las profundidades de su alma. Tenia el cabello garo y unacara tan melancolica que la traía de forma rara-

—¡Eran niños, Robert! —exclamó Ned, su voz resonando en la vasta sala como el eco de un trovador indignado—. Inocentes, masacrados sin piedad. ¿Y tú los llamas solo cachorros de dragón?

El silencio se hizo tangible, roto solo por el rugido de Robert al golpear el brazo del trono con su puño, como el trueno que retumba en las montañas.

—¡Maldita sea, Ned! —bramó el rey, sus ojos centelleando con la intensidad de un fuego infernal—. Era lo que debía hacerse. No podemos permitir que los cachorros crezcan y se conviertan en dragones. La sangre Targaryen debe ser extinguida para asegurar mi reinado. ¿O prefieres una nueva rebelión en unos años?

Ned apretó los puños con fuerza, su rostro pálido por la rabia contenida, como la quietud previa a una tormenta que amenazaba con desatar su furia.

—Eso no justifica la matanza de niños inocentes, Robert —dijo con voz tensa, cada palabra como una flecha envenenada dirigida al corazón del rey—. Lyanna nunca habría aprobado esto. ¿Acaso hemos caído tan bajo que ahora asesinamos a bebés en sus cunas?

El rey se inclinó hacia adelante, su presencia dominante llenando el espacio entre ellos, su mirada oscura quemando con una furia que creía justa y necesaria.

—¡No invoques a Lyanna en esto! —rugió con una intensidad que podría haber desgarrado piedras—. ¡Esto no es sobre ella, es sobre el futuro del reino! Los Targaryen han traído solo dolor y sufrimiento. Si dejar un par de bebés vivir significa que nuestro reino vuelva a caer en el caos, entonces sí, prefiero que estén muertos. ¡No necesitamos más dragones en este mundo!

Ned dio un paso hacia adelante, sus ojos fijos en los de Robert, la distancia entre ellos reducida solo por el conflicto que los separaba.

—Si este es el futuro que estás construyendo, entonces temo por lo que nos espera. No seré parte de esta masacre —dijo con voz firme, su tono resonando con la determinación de quien ha elegido su camino, aunque sea el más difícil.

Robert se puso de pie del todo, su figura imponente proyectando una sombra larga sobre el suelo pulido de piedra del salón.

—¿Y qué harías tú, Ned? —preguntó con una mezcla de incredulidad y desafío—. ¿Dejarías que esos niños crecieran para que vuelvan a reclamar el Trono de Hierro? ¿Te atreverías a arriesgar la estabilidad de los Siete Reinos por un par de vidas inocentes?

Ned bajó la mirada por un momento, luchando con la gravedad de la decisión que se cernía sobre ellos.

—No puedo apoyar esto, Robert. No puedo ser cómplice de un acto tan atroz —respondió con voz firme, aunque con un dejo de tristeza en su tono.

El rey se pasó una mano por su barba descuidada, sus ojos buscando los de su amigo de toda la vida con una mezcla de frustración y dolor.

—Entonces, ¿qué sugieres, Ned? ¿Qué camino tomarías? —preguntó, esperando contra toda esperanza que su amigo pudiera ofrecer una alternativa viable.

Ned alzó la mirada de nuevo, encontrando los ojos de Robert con una expresión que reflejaba tanto amor como decepción.

—Buscaré a Lyanna—declaró, su voz resonando con la firmeza de una roca inquebrantable.

Con una última mirada penetrante que parecía taladrar el alma de Cersei, Eddard Stark dio media vuelta, decidido a alejarse de la tensa escena. Sus pasos resonaban con firmeza sobre el frío suelo de piedra, cada uno marcando su determinación de escapar de aquella atmósfera asfixiante.

De pronto, un tropiezo inesperado lo hizo perder el equilibrio, lanzándolo hacia la figura de Cersei, que permanecía inmóvil como una estatua. Sus cuerpos chocaron con un sonoro golpe, y por un instante, quedaron entrelazados en una danza involuntaria.

En ese fugaz encuentro, sus miradas se encontraron. Los ojos grises de Ned, profundos como las aguas heladas del norte, se posaron sobre los verdes esmeraldas de Cersei, que brillaban con una mezcla de fuego y fragilidad. El tiempo pareció detenerse, y el mundo a su alrededor se desvaneció en un borrón de sonidos indistintos.

Cersei, con el corazón palpitando desbocado como un tambor de guerra, sintió una oleada de calor recorrer su cuerpo. La cercanía de Ned era embriagadora, su imponente figura contrastaba con la delicadeza de sus rasgos faciales. En ese momento, una idea loca cruzó por su mente: tal vez, solo tal vez, él se atrevería a besarla. La tensión sexual era palpable, un hilo invisible que los unía a pesar de las circunstancias hostiles.

Sin embargo, antes de que la reina pudiera procesar sus propios pensamientos, Ned se puso de pie con una rapidez sorprendente. Le ofreció su mano con una amable reverencia, su rostro inexpresivo como una máscara de piedra.

—Perdone, mi lady—, dijo con voz profunda y serena, sus ojos ya distantes, como si la hubiera regresado bruscamente a la realidad.

—No, perdóneme usted a mí —, retiro un mechón de cabello rubio que se había posado en su rostro. Él la volvió a mirar como cuando él y el menudo lacustre la habían visto en el torneo de Harrenhal.

Cersei, aún aturdida por la intensidad del momento anterior, solo pudo asentir en silencio mientras aceptaba su ayuda para levantarse. La breve interacción había dejado un sabor agridulce en ambos. Para Cersei, un deseo insatisfecho y la confirmación de la atracción que compartían, una atracción que era tan peligrosa como prohibida. Para Ned, un fugaz momento de ternura en medio de la brutalidad que los rodeaba, un recordatorio de la humanidad que aún existía en ese mundo despiadado.

Con pasos apresurados, Ned continuó su camino hacia la salida, dejando a Cersei sola con sus pensamientos y las llamas de un deseo que no podía ser consumado. La reina lo vio alejarse, su imponente figura desapareciendo en la penumbra del pasillo. Un escalofrío recorrió su columna vertebral, una mezcla de frustración y anhelo. Sabía que nunca podría olvidar ese encuentro, esa mirada intensa que había penetrado en su alma y la había hecho arder con un fuego desconocido.

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