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𝟛. 𝕄𝕖𝕥𝕒𝕝 𝕖𝕟 𝕝𝕠𝕤 𝕝𝕒𝕓𝕚𝕠𝕤

"Los monstruos no merecen salvación. Los monstruos nunca recibirán el perdón.
Los que llevan la sangre en su nombre solo encontrarán el final, cuando el castigo divino atraviese sus latidos."


Una mano.

—¡Corre!

Una mano manchada de sangre.

—¡Rápido, corre!

La voz de la pequeña sonaba diferente. Asustada. Temblorosa.
Prácticamente suplicante mientras intentaba hacer que su pequeño amigo se apresurase todo lo que su cuerpecito pudiera dar. 

—¡Corre Gwyn, corre!

Y en ese momento, su agudo sentido de audición la alertó de un silbido acercándose a toda velocidad a sus espaldas, haciendo que se lanzara contra el suelo a duras penas, justo en el momento en el que un agudo proyectil tan parecido a un cristal de hielo rozaba su cabeza suavemente, antes de estrellarse contra el tronco de un árbol frente a ella, disparando astillas y fragmentos de madera en todas direcciones. La niña se cubrió instintivamente, apretando los párpados todo lo que pudo, víctima de una mezcla de incredulidad y miedo.

"¿Pero qué...?"

Los gritos enardecidos la hicieron reaccionar.

"¡Corre! ¡No te detengas, corre!"

Como pudo, se incorporó sosteniendo el paquetito que cargaba en sus manos, y siguió corriendo, sintiendo el peso normalmente ligero de su mochila incrementar, tornarse casi insoportable. Letal, asfixiante, tan pesado al punto de hacerla sentir lenta y desesperarla todavía más, si es que eso era posible.
Sin poder evitarlo, un gemido lleno de miedo abandonó sus labios mientras todo daba vueltas fugaces a su alrededor.

Una mano manchada de sangre, un rasguño que dejaba la oscuridad pintando el blanco, y miles de esquirlas que volaban en su dirección, filudas y asesinas como los gritos de la turba que la perseguía llena de ira, obligándole a correr más rápido, a veces incluso arrastrarse, sin importarle las piedras, las pequeñas astillas, o las espinas traicioneras, ocultas en la hierba, aguardando a clavarse a través de su ropa o sobre las palmas de sus manos adoloridas que, a pesar de todo, se rehusaban a soltar aquel preciado tesoro que en esos momentos, parecía a punto de cobrarle el precio de su vida a cambio de la osadía con la que llevó a cabo aquel hurto.

Aquello no tenía que terminar así...

Pero su destino parecía decir que, sin importar cuánto se esforzase, tendría que suceder.

Siguiendo la primera parte de su plan, durante los primeros días la niña se dedicó de lleno a buscar provisiones que los mantuvieran nutridos durante el largo viaje que se les avecinaba mientras aún duraban las horas ciegas a lo largo de los días. Su plan original incluía intentar cazar animales pequeños, pescar cerca de los ríos, o buscar alguna raíz que no hubiera sido consumida por los animales de la zona, si no es que secada ya por el invierno que se hacía cada vez más notorio.
Pero, para su desgracia, el tiempo corría más rápido de lo que su cuerpo agotado podría dar en todas sus condiciones, y más temprano que tarde se dio cuenta que sus esfuerzos, de nuevo, no eran suficientes.

Odió tener que considerar esa opción, y odió aún más el saber que no le quedaba de otra más que tomarla. Aun así, más pronto de lo esperado, la niña se encontró desviando su camino, y saqueando —o intentando saquear, mas bien— los almacenes de algunos alørd en busca de provisiones. Aquellas ciudades pequeñas y relativamente bien resguardadas que se hallaban alejadas de las grandes fortalezas poseían generosos almacenes que se encargaban de proteger las provisiones de todos sus habitantes y, debía admitirlo, también los habían dotado ilegalmente de comida y abrigo con anterioridad, además de muchos retos para conseguir lo que necesitaban sin ser ejecutados en el intento.

Lya no era una ladrona consumada, pero poseía algo de experiencia sustrayendo algunos objetos —a veces, incluso algo más—, y había sido gracias a esta que, con un poco más de confianza, se había arriesgado. Para su suerte, la primera extracción había salido bien y pudieron tomar algunas de las cosas que necesitaban sin ser descubiertos. Sin embargo, hacía poco más de una semana, la segunda extracción había fallado estrepitosamente por culpa de un guardián más atento de lo normal, y una pequeña huella entre el polvo que ella solo pudo notar cuando ya era demasiado tarde, obligando al dúo —o, mas bien, a una Lya llevando a su cachorro en volandas para evitar perderlo— a cruzar un río helado a nado para evitar la ira de los habitantes quienes, alertados por el guardia, los habían visto ni bien ellos habían hecho el intento de bordear las fronteras de la aldea para escapar del sitio.

El punto más álgido del frío aún estaba lejos de llegar, pero durante aquellos instantes de angustia, sufriendo los golpes de sus caídas y los rasguños de los proyectiles disparados por aquellas armas, su postura y rechazo respecto al clima previo a los días mortalmente blancos —que, dicho fuera de paso, milagrosamente no los habían matado ni a ella ni a Gwyn— no había hecho más que reafirmarse.
Y su opinión con respecto a la gente tampoco.
No culpaba a esas personas por su reacción. No habría podido culpar a nadie que hubiese encontrado a un potencial ladrón merodeando cerca de la única fuente de alimento de todo el pueblo. Desgraciadamente, en medio de esa huida, que también sirvió como preludio para otras dos más —producto de otros intentos igual o incluso peor de fallidos—, no solo había perdido la oportunidad de conseguir provisiones, sino que también había perdido algunas de las que aún mantenía.

Y mientras retenía las lágrimas a duras penas, luchando contra la corriente y observando de reojo cómo su oportunidad de sobrevivir se alejaba con el agua, había escuchado algunas celebraciones ante aquella desgracia, intercaladas con amenazas que parecieron no parar hasta que ella logró derrotar a sus perseguidores, aprovechando la distancia que la separaba desde el cruce forzado mediante el río.

Ella lo vio. Vio como algunos trataban de recuperar las provisiones perdidas. Pero también contempló con incredulidad cómo muchos de ellos disparaban a las latas, gritando algo tan incoherente y comprensible para ella. Las mismas latas por las que la habían perseguido como un criminal.
Vio cómo el precioso contenido desaparecía en las aguas frías.

Lo vio todo, sin saber cómo reaccionar. Y lo único que pudo sentir luego del dolor sordo en la boca del estómago, fue ira.

Una ira que en ese momento amenazaba con resurgir, tan peligrosa como era.

Lya quería creer que tenía razones para sentirla. Después de todo, y hasta ese momento, ella no había conseguido reponerse de las nefastas consecuencias de aquellos días aciagos. Como si perder la comida que le quedaba no fuera suficiente, se había visto forzada a modificar su ruta inicial de viaje conforme la alerta de muerte y la vigilancia ante posibles saqueadores llegaba a más lugares, impidiendo su paso cerca de aquellas fuentes potenciales de alimento que consideró al inicio. Las razones eran obvias, y durante las noches, mientras volvía a reescribir el camino que debía seguir, maldecía a la gente de ese pueblo, y se maldecía a sí misma por haber sido tan estúpida...

Pero, con el paso de los días, su rabia trocó en preocupación, y un día, esa preocupación se transformó en una necesidad de hacer un recuento rápido de las provisiones que poseía hasta ese momento. Ese recuento se transformó en otros aún más exhaustivos, que a su vez, finalmente desembocaron en un sentimiento de desolación cuando, tan solo esa misma mañana, luego de haber pasado toda la noche en vela, repitiendo, tratando de convencerse que estaba equivocada, tuvo que aceptar al fin su mayor temor, inclinada sobre su morral, mirando con cierta incredulidad que le resultaba incluso dolorosa...

En ese momento Lya tuvo que aceptar que, incluso con las provisionales medidas que había empezado a implementar con el paso de los días, reduciendo las raciones de comida progresivamente, y llegando a considerar el sacrificar las suyas para que el apetito del lobezno se viera, si no saciado, al menos aplacado; incluso con todos sus esfuerzos y los riesgos que había corrido... la comida que tenían no era suficiente.

Pese a su experiencia y buen manejo con algunas armas, la niña era consciente que no era precisamente una buena cazadora, mucho menos cuando la aguijoneaba la ansiedad por sentir su morral cada vez más y más ligero. Tratando de no ceder a la desesperación, había intentado conformarse atrapando peces en los riachuelos cercanos, pero incluso así no había sido suficiente. La mayoría de estos ya habían abandonado las aguas gracias a la estación cambiante, y los pocos que aún permanecían eran muy pequeños, y estaban llenos de espinas que ni ella ni su cachorro podían aprovechar.

La desesperación la consumía. Lya no podía correr el riesgo de quedarse sin comida. No sabía si soportaría sentir aquella sensación en su cuerpo otra vez. No quería correr el riesgo de nuevo. Una sola vez había sido más que suficiente para ella, y tuvo que sacrificar las latas y el pan que le quedaban para evitar las temidas consecuencias. Otra más, y en tan pocos días... sería inevitable. Y catastrófica.

"No. No va a pasar. No puede pasar..."

"Tú sabes que no puede pasar..."

Decir que tenía miedo era poco, la pequeña estaba aterrada de volver a intentarlo. No quería volver a fallar. En su condición actual, era propensa a cometer algún error por el agotamiento o la desesperación, y volver a intentar un escape tan audaz como los anteriores tal vez no sería tan exitoso como alguna vez lo fue. Pero entre el temor que le tenía a las ciudades, y el terror que le guardaba al hambre, su elección era más que obvia.
Y así, finalmente, se había dado por vencida, obligándose a repetir las incursiones, y arriesgándose a acercarse al alørd más cercano por primera vez después de semanas vagando por los bosques...

Y una vez más, la incursión había fallado.

Esa racha inicial de suerte se mantuvo cuando pudo burlar las primeras defensas. Cuando pudo ingresar al enorme almacén, aprovechando la distracción de los guardias. Incluso se mantuvo en el momento que encontró las preciadas latas de alimento que tanto buscaba, sintiendo deseos de saltar y gritar de alegría.
¿Quién le diría que todo se iría al diablo de un momento a otro?
¿Quién le diría que no podría oler un poco de guiso de carne por mucho tiempo, sin recordar...?

Ese maldito potaje junto a las risas de los guardias fue lo que la distrajo lo suficiente, enajenándola, moviendo el instinto que tanto la había desesperado en esos días, y que amenazaba con volver a hacerlo ahora. La distrajo lo suficiente como para que descuidase a su pequeño compañero quien, ensimismado inicialmente en buscar más cosas que no solo fueran los envases de procesado energético que les servían de comida, no dudó en olfatear, gimotear y correr hacia esa trampa mortal, movido por el mismo instinto que los había llevado a acercarse directamente a las fauces del peligro.

Hambre.

"Gwyn, ¡no! ¡Vuelve aquí!" recordaba haber llamado en susurros apresurados, tratando de disuadirlo, sin éxito. El miedo no hizo más que escalar al darse cuenta que el aullido había llamado la atención de los custodios, que ahora se preguntaban qué había sido eso, y si estaba dentro del almacén. Sin dudarlo, comenzó a ir tras el animalito, que había comenzado a trepar en dirección de la pequeña ventana, dispuesto a todo con tal de obtener aquel tesoro desconocido para él, y entre los intentos de ella por bajarlo y de él por seguir subiendo, sucedió el desastre.

Un frasco lleno de algo desconocido, que se soltó del paquete que lo resguardaba, y se precipitó hacia el suelo, estrellándose y armando un jaleo suficiente como para alertar al guardia que acababa de iniciar su turno de vigilia en el almacén.

Lya recordó haber mirado aquel líquido rojo y espeso escurrir por el suelo y pensar que lucía tan familiar a otro tan parecido que había contemplado en más de una ocasión.

Cuando ella quiso reaccionar, era demasiado tarde para huir. Trató de esconderse y esperar a que el hombre se fuera, pero más pronto que tarde se vio obligada a enfrentar las consecuencias. Mejor dicho, a enfrentarlas y huir de ellas.
¿El resultado? Ahora niña y lobo estaban siendo perseguidos por una muchedumbre furibunda y dispuesta a todo para recuperar lo que les habían robado. Incluyendo disparar fatales proyectiles a aquella a la que reconocieron como un ser de sombras antes de que pudiese siquiera disimular su apariencia por una más común.

La misma niña que, al verse descubierta y acorralada por ese guardia de extraña mirada, solo reaccionó.

Reaccionó y corrió, sin querer pensar más.

Reaccionó y se condenó.

Una vez más.

Una mano manchada de sangre...

Otro proyectil explotó contra un árbol cercano, astillando la rama en la que impactó. El cansancio comenzaba a golpear su pecho y sus pulmones agotados se presionaban contra su corazón, causándole un dolor cada vez más insoportable. No podría ir más rápido. Estaba llegando a su límite, el peso la retrasaba, no había tenido tiempo de comer nada toda la mañana.

"Parar... tienes que..."

"Tengo que... ya no puedo más..."

La rabia se hizo presente, haciéndole recordar. Diciéndole que podía detener esa tortura si realmente lo quería. Por toda respuesta, ella intentó apretar el paso, como si quisiera dejar esa idea junto con sus perseguidores. Junto con el cansancio, con el dolor, con la maldita hambre que solo aguijoneaba con más fuerza y exigía tomar el control.

Pero aún no podía permitírselo. No quería. No con ellos cerca. No con nadie, nunca más.

Los escuchaba. Sabía lo que le decían. Y no quería creerlo. No quería darles razones para que se jactasen de estar en lo cierto.

"No soy un monstruo..."

Fue entonces que la vio, a lo lejos. Estaba algo disimulada por unos arbustos, y a pesar de esto, no le sería útil por mucho tiempo cuando se dieran cuenta, pero le permitiría dejar de correr. Apretando el paso lo más que pudo logró perderlos detrás de unas piedras, se acercó a la grieta, y tomando a su cachorro, se lanzó dentro de la misma antes que alguien pudiera verla, acurrucándose y rogando que nadie más se diese cuenta.

No era el mejor escondite, pero era su única opción de sobrevivir, o cuando menos, de salir ilesa. Porque no la matarían, ¿verdad? Tal vez la estaban persiguiendo como a los animales salvajes, pero ellos no eran asesinos...

O eso deseaba creer.

Sus perseguidores no tardaron en llegar al lugar.

—¡¿Dónde está?! —rugió uno, aquel que parecía el líder del grupo, un hombre imponente de cabellos rubios y una barba hirsuta.— ¡¿Dónde está la bruja?!

—¡Desapareció señor! —gritó otro, inspeccionando los arbustos.

—No lo creo, debe estar por aquí, escondida como una rata. ¡Búsquenla!

Instintivamente se pegó a la fría pared, buscando la protección que esta no podría brindarle por mucho tiempo. Aire, necesitaba aire, y comida. Mas en esos momentos no podía hacer nada que no fuera quedarse quieta, observando las sombras moverse a través de los arbustos que apenas le daban algo de protección.
Tal vez, con un poco de suerte...

—¡No la encontramos! La maldita desapareció. —gruñó uno de ellos después de unos minutos.

—¡Corten los arbustos! ¡Córtenlo todo! ¡MALDITA SEA!

Entre sus brazos, el pequeño animal se retorcía con desesperación, sintiendo el miedo de su compañera, la misma que le tapó el hocico con una mano, se pegó lo más que pudo a la superficie tras ella y cerró los ojos, escuchando las maldiciones y los machetazos que trataban de encontrar a su objetivo. Odiaba el sentimiento, odiaba sentirse como una presa, un pequeño e indefenso animal rodeado por fieras sedientas de venganza y justicia.

Una mano, manchada de sangre...
Una mano pequeña y frágil...
Sosteniendo con todas sus fuerzas un puñal.

Su mirada atemorizada no se apartó de la línea oscura que pintaba el blanco y caía hasta el verde, dejando un rastro pequeño y fácil de perder, pero bastante perceptible ante los ojos que fueran lo suficientemente hábiles para poder verlo.
Ella lo sabía. Ella podía verlo desde su posición.
Y por eso rogaba en silencio que, en su furia, ninguno pudiese ver lo que ella sí veía. Porque no quería pelear, no quería usarlo. No quería hacerles más daño.

"Aléjense de mí..."

—¡No está señor! ¡Se fue! —y el hombre rubio de barba descuidada que había estado rugiendo órdenes soltó un grito de rabia pura.

La criaturilla se había escapado, dejando un desastre tras de sí. Los guardias del almacén, heridos por unos disparos certeros que les impidieron atraparla, con al menos uno de ellos sufriendo lesiones que ponían su vida en riesgo. Un número desconocido de raciones que habían sido saqueadas. Un almacén vulnerado, y no vulnerado por cualquiera. Por un maldito ser de sombras. Uno que podría poner en peligro a todo el alørd, si era seguido por más.

—¡Continúen buscando! —ordenó, tomando el machete y cortando los arbustos, fuera de sí. Los hombres negaron, o simplemente se quedaron quietos. —¡No se queden ahí!

—Mi señor, debemos volver... —se atrevió a decir uno, finalmente.

—¡No volverá nadie! ¡No hasta que esa pequeña perra pague por lo que hizo!

Dentro de la grieta, la figurita se acurrucaba, sintiendo que el corazón se le saldría en cualquier momento. Apretando sus manos pálidas, y en sus manos, el puñal...

Un puñal manchado de sangre. Una que ya no sabía si era suya o de alguien más.

—¡No, mi señor, no! ¡Debemos volver ahora! ¡Por favor! —ahora suplicaba otro de los hombres, sosteniendo aún un cuchillo pequeño, intentando hacerlo entrar en razón.— ¡Mi señor! ¡Tiene que dejarlo!

—¡No! ¡No la voy a dejar ir! ¡Le voy a arrancar el corazón con mis propias manos!

Ella ya no oía. No podía oír. Ni siquiera estaba segura de si el hombre sabía lo que estaba diciendo, y tampoco quería estarlo. El terror aprisionó su corazón al sentir la muerte a pocos centímetros, y amenazó con salir de sus ojos, abiertos por el miedo y la necesidad de sobrevivir.
Tuvo que hacer gala de toda su fuerza para contenerse y no reaccionar. En su mente, solo se repetía lo mismo.

Ira. Miedo. Hambre. Muerte.

"No te atrevas..."

Y entonces... algo extraño.

Los improperios y maldiciones se convirtieron en gritos furibundos, luego en balbuceos inconexos, y finalmente en... sollozos.
No era un llanto suave ni poético. Incluso el viento parecía entristecerse con los quejidos rotos que salían del rubio de barba hirsuta, ahora arrodillado sobre la hierba, como si hacía unos minutos no hubiese amenazado con matarla lentamente y quitarle el corazón.

Algo dentro de Lya se rompió. La culpa, una vez más, se enroscó en su corazón, envenenándola, haciéndola sentir débil, miserable. Los recuerdos de los que intentaba huir volvían a su mente sin detenerse, y una y otra vez se repetía que aquello no tenía que terminar así.

Ella no quiso. Jamás quiso hacerlo. Pero había sentido tanto miedo...

"Yo no quería hacerle daño..." quiso decir, como si eso fuera a mejorar la situación.

—Por favor, mi señor —volvió a pedir el hombre del cuchillo, palmeando su espalda.— Debemos volver. Su mujer lo necesita. Su hijo... usted debe estar con su hijo...

El hombre no respondió. Seguía arrodillado.

"Como un niño indefenso..."

Su pecho dolió al pensar en aquello.

—Aún hay esperanza, mi señor. Tal vez él pueda ser curado. Y si no...

"Si no..."

—Debe ayudarlo a partir. Y luego, buscará venganza para permitirle el descanso eterno en su destino.

Fue aquello lo que hizo que la niña volviese a apretar el puñal en su mano con todas sus fuerzas. Lo que la hizo recordar que aquellos hombres no tendrían piedad si se atrevía a salir de su escondite.

Y fue aquello lo que hizo que el hombre dejase de parecer un niño indefenso ante la oscuridad, y volviese a tomar su arma, la furia brillando en sus ojos con una fuerza que, por un momento, hizo que todos retrocedieran un par de pasos, y los nudillos blanquecinos que ya habían perdido todo color se aferrasen con todas sus fuerzas a esa pequeña hoja, filuda, brillante...

Llena de rojo.

"No..."

Tenía miedo.

"No, no lo haga..."

Debió aprender hace mucho que sus plegarias no significaban nada.

 —¡Emitan la alarma! ¡Los Caballeros de la Luz deben saber esto! —ordenó, emprendiendo el camino de regreso a su aldea. —¡Busquen a los sanadores para que traten las heridas de mi hijo!

Todos los hombres asintieron, algunos apresurándose a correr hacia la atalaya donde permanecía, aún inactiva, aquella emisora que daría aviso de la intrusa a todas las patrullas que rondasen cerca de la zona; mientras que otros corrían hacia la aldea en busca de los sanadores. Pero el hombre se quedó atrás, y antes que su compañero del cuchillo pudiese unirse a los suyos, él lo detuvo con una firmeza impresionante, mezclada con algo que, incluso a pesar de no verlo, ella reconoció como ira.

Una peligrosa ira.

La misma mirada oscura y desquiciada que ese guardia le dirigió antes de acorralarla en ese maldito almacén, como un cazador a su presa ya herida, murmurando algo que ella no entendía y no quería entender. Que no quería recordar nunca más.

"Yo no quería hacerle daño..."

"Pero él a ti sí."

"Y ellos también."

—Si mi hijo no sobrevive, diles que la quiero muerta. Pagaré el precio necesario si es lo que ellos piden, les daré lo que quieran, no contradigas sus palabras sean cuales sean. Pero si el destino de mi hijo es unirse a los ancestros antes de tiempo, me aseguraré de tener la cabeza de esa malnacida encima de mi muro para que la oscuridad sepa que no debe acercarse a mis tierras.

—¡Emitan la alarma! ¡Los Caballeros de la Luz deben saber esto!

Eso fue lo único que Lya pudo entender, antes de que su mente se desconectara por completo.

Y mientras se alejaban a toda prisa, ignoraban que dentro de la grieta, una delgada figurilla permanecía quieta, presa del miedo que la atenazaba, imposibilitando que se pudiera mover para huir.

Se sentía como una maldita pesadilla. Pero no lo era. El sonido de la alarma, tan solo unos minutos después, lo confirmó, tan crudo y despiadado como un disparo dirigido directamente a ella, como si alguien hubiera puesto un muro de granito en medio del camino, cuando ella solamente estaba a unos pocos metros de la salvación. Incapaz de reaccionar, cayó de rodillas, aflojando el agarre del lobezno que salió disparado hacia el exterior.

No lo vio. No lo sintió. Solo cayó, con un vacío en el corazón y un estallido en la boca del estómago que se sentía incluso peor que el hambre.

"No..."

Apretó los puños con tanta fuerza, que en determinado momento creyó dejar de sentir aquella parte de su cuerpo.

"No, no lo hagas..."

Sí. Debió aprender hace mucho que sus plegarias no significaban nada.

Se inclinó contra el suelo, reprimiendo aquel torbellino de emociones que sentía, los que la incitaban a descargar su rabia contra este. Se repitió una y otra vez, apretando los dientes y tratando de respirar, reproduciendo dentro de ella un rezo desesperado, una advertencia de que debía calmarse, suprimir aquello que en ocasiones se le antojaba más y más incontrolable. Pero no podía...

"Contrólate. Tienes que controlarte. Debes controlarte..."

Era en vano. No podía.

Y mucho menos pudo, cuando finalmente, haciendo caso a los lamentos desesperados de su cuerpo, se atrevió a mirar el origen de aquel rastro oscuro que ya había formado un patrón de manchas en su ropa y en la suave hierba aún verde.

Una mano pequeña, manchada de sangre rojinegra, sosteniendo con todas sus fuerzas un puñal.

En su desesperación, había olvidado aquello que estuvo recordando desde que aquel guardia, sin piedad alguna, le disparó en el brazo ni bien vio aquella pálida cabecita intentar esconderse entre las cajas del almacén...
Una mano manchada de sangre. Su propia mano, que intentó detener el sangrado de la herida, sin éxito.
La mano que se estiró para intentar defenderse en vano con una daga que encontró cerca de su escondite temporal, cuando el hombre la sujetó con fuerza y la lanzó contra lo que pensaba que era una pared, sacándole el aire y dejándola a merced de alguien que ella solo podía definir como alguien que de un momento a otro, dejó de ser honorable y pareció volverse tan cruel como aquellos seres contra los que peleaba bajo un juramento que parecía ser sagrado ante la luz.

Lya conocía la crueldad, había visto lo peligrosa que esta podía ser cuando se mezclaba con la locura y la inconsciencia. Y si bien aquel hombre parecía haber sido poseído por esa locura parecía, a su vez, ser consciente de lo que hacía. Parecía, según sus palabras, saber que iba a hacer algo que aparentemente habría sido visto como imperdonable contra su juramento y su fe. Y parecía sentirlo, de una manera incomprensible. Porque a pesar de sus palabras, él no pensaba detenerse. 

¿Importaba acaso, si nadie se daría cuenta?

Después de todo, ella se llevaría la culpa a la muerte cuando él hubiese terminado con su cometido. Y él sería libre de cualquier castigo, por una razón que a ella le resultaba tan amarga como dolorosa. 

Sus manos ya estaban manchadas de sangre. Tal vez fue por eso que no reparó que se mancharon aún más con la que manó de las heridas de su atacante, que perdió la reacción de un momento a otro y quedó expuesto, solo para ser apuñalado certeramente en un brazo y un costado antes de que pudiese agarrar el arma o intentar ponerle las manos encima una vez más.

Y solo se dio cuenta de lo que había hecho cuando contempló al hombre retorcerse, manchando el suelo de rojo, mucho más pálido que ella. Confundida, bajó la mirada para reparar en la hoja de su puñal, corrompida, tan oscura como el color de su cabello.
Y fue la imagen del compañero caído frente a una criatura diabólica e inmóvil lo que todos los demás guardias vieron cuando forzaron la entrada del almacén para acudir en ayuda del custodio, sin darle tiempo a recuperarse del shock por lo que acababa de hacer.

Algo que había visto muchas veces antes.
Algo que había hecho otras tantas veces antes.
La sensación de vacío se incrementó y ahora era terroríficamente familiar...

Familiar y dolorosa.

"No quería lastimarlo."

Intentó consolarse, sin éxito.

"No quería matarlo..."

"Pero él a ti sí."

Indefensa, se acurrucó sobre sí misma sobre la hierba, quedando inmóvil, asustada, abrazando su mochila como si aquello fuera lo más preciado que tenía en ese mundo. Los ojos cerrados, un brazo envuelto alrededor de su morral, y el otro cerca de su cuello, apretado, desesperado, cerca de su colgante. Recordando las palabras de los hombres. De ese hombre. Del padre de ese hombre.

"¡Cobarde, no huyas! ¡Enfréntame! ¡Enfréntate a mí, confiesa lo que le hiciste a mi hijo!"

Si tan solo hubiese sido más grande, más fuerte, o no estuviera tan maldita, le habría hecho caso. Pero no.

Él tenía razón, todos ellos. Ella era una cobarde que siempre huía.

Huía, huía de aquellos recuerdos traicioneros, de todo lo que hizo, de todo lo que no quiso hacer y que terminó haciendo al final.
Huía de la culpa, del dolor grabado en su piel, en su mente.
Huía de aquel fragmento del pasado grabado a fuego, que siempre la alcanzaba cuando la luz de la estrella blanca se retiraba ante la oscuridad, y la noche caía sobre ella.

A veces, también huía de su realidad. Sobre todo cuando, por momentos, se dejaba llevar por la nostalgia, misma que en esos momentos se le antojaba un fragmento de lo que podía ser la eternidad, llevándola a los confines de su memoria y haciéndola jurar que todavía podía sentir el néctar dulce de un recuerdo que para otros era algo común y mundano, pero que para ella lo significaba todo.

Y aun así, cuando llegaba al final del recuerdo, de nuevo tenía que huir. Y sabía perfectamente por qué, no tenía caso mentirse a sí misma.

"Basta. Lya, basta."

No importaba cuánto corriese, la memoria de aquellos fragmentos imborrables del pasado siempre la iba a alcanzar.
No importaba si se arrepentía, el horror de todos los muertos que yacían en su mente y en sus sueños estaría siempre tras sus pasos.
Y no importaba qué hiciese ella, el sabor del metal en sus labios siempre se iba a transformar en amargura, cuando la culpa del desenlace se manifestara en las pesadillas que desembocaban en ese terrible final...

Aquel que la acechaba en sus pesadillas.

El pasado y el futuro.

Siempre eran lo mismo. Todo el tiempo.
Sin importar qué pasara, o qué ambrosía saboreara, todo terminaba de la misma manera.
Todos envueltos en una danza macabra de fuego y sangre que siempre olía a muerte y llenaba sus sentidos con el abrumador sabor a metal...

Metal...

El metal en los labios...

"¡Detente ahora!"

Fue entonces que reparó que su lengua, amarga por el miedo y por el dolor que nacía en su vientre, se había llenado con una esencia metálica, familiar, que había intentado evitar desde que la había conocido. Instintivamente y ocultando a duras penas una expresión desesperada, se llevó las manos a la boca, palpando, buscando, sin que pudiera sentir aquel líquido cálido y oscuro, tan bien conocido, manchando sus dedos fríos. Aquello fue un alivio momentáneo, muy fugaz, ya que después de unos segundos, la verdad cayó sobre ella con más fuerza y alzó la vista, de un lado a otro, en un rictus de terror.

¿Cómo no se había dado cuenta? Mejor dicho, ¿cómo lo había sentido y no le había dado la importancia que debía?

¿Cómo había podido ser tan estúpida?

"Corre, Lya..."

Cuando el cachorro alzó la cabecita, después de haberse distraído correteando algunos pequeños insectos voladores que captaron su atención, no encontró a su compañera como lo esperaba.
Husmeó, caminó y volvió a ingresar a la grieta que tan incómodo lo hacía sentir, pero era en vano.

No podía verla por ningún lado.

De hecho, ni siquiera estaba ahí...

Otra vez corría.

Solamente corría.

Adentrándose en el bosque lo más rápido que pudo, Lya estaba tratando con todas sus fuerzas de no sucumbir a la horrenda sensación que la embargaba, cada vez más poderosa, cada vez más aterradora.

Se negaba, se negaba rotundamente. No podía dejar que sucediera. No podía perder el control.

Otra vez no...

Cuando finalmente consiguió detenerse, se vio rodeada de árboles. Ya había corrido demasiado, no podía avanzar más en ese estado sin correr el riesgo de perderse. Pero en cuanto quiso regresar, su mente la traicionó, y de repente, los árboles ya no eran solo parte de un bosque, sino que se asemejaban a una prisión sin escapatoria. Ella maldijo en voz baja, trató de escapar, pero se sentía atrapada, perdida en medio de una red de troncos y maleza. Un recuerdo claustrofóbico y traicionero la hizo retroceder de manera instintiva, y mirar a su alrededor, tensa, asustada.

Aquellos pasos veloces y discretos que corrieron en dirección suya, siendo captados por sus sentidos al límite, solamente empeoraron la situación.

Sintiéndose como un animalillo asustado, atrapado, Lya giró sobre su propio eje, tratando de convencerse inútilmente que aquello solo era otra jugarreta cruel de sus recuerdos. Pero conforme los pasos se acercaban, ella se convencía cada vez más de que aquello era muy real. Alguien la perseguía, estaba a punto de encontrarla ya. Los recuerdos se unieron con la realidad en una mezcla imposible... su instinto primario predominó sobre su razón...
Ella extendió las manos, crispadas en un acto desesperado, al oír a su perseguidor tan cerca, en un acto reflejo entrenado para protegerse, o tal vez atacar, dejando salir un grito estremecedor...

De inmediato se arrepintió de haberlo hecho, al oír aquel sonido aterrador frente a ella.

Con la rabia trocada en miedo, la niña cerró los ojos con fuerza, respirando agitada, temblando sin control. No era capaz de dirigir la mirada y afrontar las consecuencias de aquel descontrol. No era capaz de alzar la vista y confirmar lo que había sucedido...
Y sin embargo, tuvo que hacerlo, cuando haciendo gala del valor que no sentía en ese momento, levantó la cabeza, en la misma dirección que sus manos, y observó, sin poder reaccionar. Muda, y con aquel sentimiento ciego renaciendo en ella, al ver que el tronco de un árbol se había rajado al mismo tiempo que su grito resonó y su mano se alzó en dirección a este, sin que ella lo hubiera podido controlar. Sus ojos se clavaron en la enorme grieta que ahora atravesaba la gruesa figura y que era tan profunda que estaba segura de que dejaría una marca imborrable. 

Cuando vio brotar un espeso chorro de savia del tronco partido, ella sintió un miedo cerval y apartó la mirada. Pero cuando lo hizo, y atisbó la familiar figurilla, agazapada y nerviosa, que gimoteaba y se retorcía, fue que su corazón dio un vuelco de terror.

Aquel había sido un simple ademán, uno que cualquiera habría hecho, o eso quería creer. Pero era difícil pensar en aquello cuando recordaba que ese supuesto simple ademán había provocado aquel desastre, y por más que quería convencerse que no lo había hecho ella, era totalmente consciente de que ese árbol rajado, que se encontraba en la misma dirección a la que su mano apuntó sin querer, no era una simple coincidencia.

Esta vez, la presencia casi fantasmal de Gwyn no la ayudó a calmarse, todo lo contrario, esta vez aumentó la sensación de vacío que estaba experimentando. ¿Qué hubiera pasado si ella no hubiera estirado la mano hacia el árbol? ¿Qué hubiera sucedido si la hubiese extendido hacia él? El pensamiento de las consecuencias provocaron que su corazón se apretara de manera dolorosa; un estremecimiento frío la recorrió como una explosión, y una vez más, se vio obligada a sentarse en el suelo para calmar los mareos que la embargaban ante la sola idea de... aquello.

No fue capaz de hacer nada hasta que el temblor menguó. Y una vez más, el tiempo transcurrido se le antojó una eternidad. Pero cuando finalmente fue capaz de calmarse y recuperar el control sobre su respiración, se armó de valor y dio un pequeño paso hacia la figurilla que se hallaba en el mismo lugar, y que no se movió un ápice al verla acercarse a él, cada vez más rápida, con el corazón latiéndole de nuevo, hasta que se fundieron en un abrazo desesperado.

—Perdóname, Gwyn... lo siento tanto... —murmuró Lya mientras lo abrazaba, balancéandolo ligeramente al notar cómo se refugiaba entre sus brazos, como si quisiera calmarla, hacerle saber que no tenía por qué pedir perdón.— No quería lastimarte... —susurró, con la voz rota, sin saber cómo disculparse con su amiguito, el mismo que, a pesar de haber visto lo que había sucedido, seguía estando junto a ella fielmente. No se sentía merecedora de tanto cariño y lealtad, no lo había hecho antes, y ahora lo hacía menos.

"No quiero lastimarte... No quiero..."

Si tan solo le hubiera hecho daño, ella no se lo habría perdonado jamás.

Y si hubiera sido peor...

Si la historia se hubiese repetido...

Cuando retomaron el camino del cuál se habían desviado, acortando una distancia considerable al atravesar el bosque, Gwyn parecía haber olvidado el suceso, jugando y persiguiendo cualquier cosa que se le cruzase en frente, pero Lya no.
Y no lo olvidó, ni siquiera cuando se detuvo esa noche en busca de refugio.
No lo olvidó cuando volvió a intentar contar sus provisiones, y mucho menos pudo hacerlo cuando se recostó sobre la superficie que le serviría de lugar de descanso provisional.

Las imágenes del árbol rajado seguían frescas en su mente, inquietándola cada vez más. Los pensamientos, cada vez más oscuros, rondaban junto a los recuerdos, como fieras al acecho, buscando llenarla del mismo horror para poder atacar, volver a tomar el control y crear el desastre que tanto quería evitar, y que evitaría mientras pudiese.
Lya no quería sacar conclusiones, no se sentía con el valor para hacerlo. Lo único que sabía era que el mentirse más, el preguntarse qué le estaba pasando y por qué, ya no era una opción.

¿Acaso lo había sido alguna vez?

Quisiera o no aceptarlo, ella tenía la respuesta desde hacía mucho tiempo ya.

Porque Lya sabía lo que estaba sucediendo.
Lo sabía perfectamente, como una verdad de la que intentaba huir y negar con desesperación, sin éxito alguno.
Lo sabía y lo sentía, dentro suyo, de su mente, de su sangre, de cada uno de sus sentidos, viviendo por ella. Dentro de ella. A través de ella. Mediante ella.

No, Lya sabía muy bien lo que estaba sucediendo.

Mejor de lo que le hubiera gustado admitir alguna vez. 

Lo sabía. 

Y aquello era lo que más la aterraba.

"Quiero dedicar este apartado a _AnneSeymour_, una talentosa escritora y gran persona que ha estado apoyando de una manera muy constructiva esta historia desde prácticamente sus inicios, y a quien agradezco profundamente por ello. Muchas gracias sissy, realmente significa mucho para mí :"3
Y ahora y sin más que decir, yo me despido, con las esperanzas de poder traerles más actualizaciones muy pronto. ¡Adiós!"

ValerieMN


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