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───𝕻𝐫𝐨́𝐥𝐨𝐠𝐨

Debes de hacerlo, Roja
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𝐋𝐀 𝐆𝐄́𝐋𝐈𝐃𝐀 𝐍𝐎𝐂𝐇𝐄 𝐋𝐋𝐄𝐆𝐀𝐁𝐀 𝐀 𝐒𝐔𝐒 𝐏𝐑𝐈𝐌𝐄𝐑𝐎𝐒 𝐈𝐍𝐃𝐈𝐂𝐈𝐎𝐒 con los primos copos congelados y cenicientos de una jornada invernal. El manto blanquecino de la primera luna llena inundaba los terrenos oscuros del valle de Redwood y, en cuyo corazón, se albergaba el bosque maldito. Era su puñal clavado: su zona prohibida pues se decía que en aquellos terrenos solitarios una temible bestia salía en cada noche de innato plenilunio.

El chico y la chica lo sabían. Sabían que esa bestia existía porque uno de ellos albergaba la maldición de serla. Los eruditos de las grandes villas lo llamaban licantropía. Una enfermedad incurable —o eso decían— que hacía que la persona infectada se transformara en un lobo con grandes fauces y su cuerpo midiera un tamaño descomunal. En ese oscuro estado perdía toda conciencia de humanidad y atacaba sin piedad a sus víctimas. Pero jamás nadie se atrevía a localizarlo y los que osaban a hacerlo para cazarlo, acababan siendo escombros descuartizados para los roedores que deambulaban por la zona.

Esa noche, sin embargo, el chico se llevó una cadena de plata pues sabía que si su bestia estaba atada no podría hacer daño alguno a los habitantes nocturnos.

—Debes de hacerlo, Roja. —El muchacho le ofreció la cadena con dedos temblorosos—. Por favor.

Roja no quería. No podía soportar la idea de encerrar a su mejor amigo como si fuera un verdadero monstruo en aquel diabólico bosque pero, ¿qué otra cosa podía hacer? Con gesto vacilante y compasivo tomó la cadena. El chico, honrado y manso como siempre, posó su espalda en el tronco del más grande y robusto árbol de Redwood. Consciente de que así, soportaría todo el peso e ira que tendría cuando se transformara.

A medida que la muchacha giraba la cadena en torno al tronco y al cuerpo de su amigo, asintió cómo su corazón se le aceleraba por dentro. Con el rabillo del ojo contempló el último rayo de luz que se filtraba sobre unas ramas muertas y esqueléticas. Llegaba la hora.

El muchacho la miró. Roja tenía ganas de abrazarlo. De sentir su calidez. De alcanzar sus manos pero su cuerpo ya estaba inmóvil.

—Ahora ve a casa —murmuró él—. Vete ya por si acaso logre romperlas. Prométeme que lo harás.

Roja asistió. Se lo prometió pero no quería dejarlo solo. Su mejor amigo era un buen chico, hijo de un humilde leñador viudo. Cuando el padre de este falleció, se quedó solo pero Roja había sido su suerte y su esperanza. Su compañía más grata pero una fría noche de invierno, el muchacho se despertó completamente desnudo en el jardín de su casita de madera. Lleno de ramas y tierra seca. No recordaba qué sucedió pero bastó esa situación para sospechar a lo qué se enfrentaba.

—Y ahora, prométeme tú que volverás a mi lado —susurró Roja acercándose a el y rozando a duras penas sus dedos con los de él.

El chico le lanzó una sonrisa comprensiva.

—Siempre. —Su respuesta sonó sincera, jugó con sus dedos y entrelazó el meñique con el de ella. Era una promesa pero las promesas a veces se pueden quebrar como lo hace una rama afilada bajo los zapatos pesados de un ogro.  Una promesa que se puede romper por causa de un destino mayor y que los humanos nunca llegaremos a entender el origen de dicho infortunio.

Roja depositó un beso sobre la frente del chico y se fue al lado contrario. Consciente de que al día siguiente se reencontrarían. Aquel beso sobre la piel varonil hizo que su aroma recorriera todo su semblante mientras se dirigía a su casita. En aquel recorrido sintió un extraño ardor en su cuerpo. Volvió a mirar la luna bullente y brillante. Esa tarde se había escapado antes de que su mejor amiga Rose le preparara el té de frutos del bosque que tanto amaba pero el tiempo apremiaba y ella no podía contarle nada sobre su amigo. Confiaba en Rose pero prefería que ese secreto se resguardara entre ambos.

Sin embargo, en medio del trayecto, su corazón empezó a acelerar a un ritmo anormal, amenazándole con extirparle el pecho. Su respiración también aumentó. Casi pierde el equilibrio pero pudo sujetarse de un tronco posando la palma de su mano y como acto reflejo la contempló y pudo atisbar horrorizada como un vello corporal oscuro y fuerte se abría paso sobre su piel marmórea como oscuras enredaderas que rompían cualquier superficie lisa. Se llevó la otra mano hacia su corazón. Su mirada se nubló pero al cabo de un instante sus sentidos se agudizaron. Sus ojos fueron capaces de captar hasta el más pequeño secreto de aquel bosque. Sus oídos captaron cualquier sonido. Su nariz podía percibir el aroma a musgo seco y el particular olor de la nieve recién llegada. Sus dientes se convirtieron en afiladas cuchillas y su cuerpo se transformó en el de feroz criatura nunca antes vista. Su caperuza roja quedó hecha añicos y aquel beso había dejado en ella el olor que ahora se le antojaba muy apetitivo. Entre gemidos de dolor y maldiciones, se transformó por completo y dio paso a los gruñidos voraces y peligrosos que podían asustar hasta a un astuto cazador. Ya no era Roja. Ya no era humana.

La loba, hambrienta de carne y sedienta de sangre continuó su marcha pero esta vez no fue a la casita. Dio la vuelta y se dirigió justo al mismo escenario donde minutos antes ella había estado con su amigo. Olía la sangre, percibía el miedo y escuchaba el corazón de aquel pobre muchacho completamente humano.

Avanzó un paso, luego dos hasta llegar a tres, cada vez enseñando sus dientes afilados y abriendo su boca con una sonrisa pertubadora con secreción salivar y gruñidos firmes pero amenazantes. Aquellos ojos dorados estaban clavados en el cuerpo varonil desesperado por salir de aquel método de sujeción que él mismo había pensado.

—¿Roja...? —susurró con la voz entrecortada. Súbito de pánico, intentando con todas sus fuerzas liberarse de las cadenas, intentando aferrarse a los últimos momentos de su vida. Hasta que, finalmente, atacó su cuello. El bosque se convirtió en un festín de sangre y en un escenario repleto de gritos de dolor e infortunios del pobre muchacho. Y la plata ni siquiera era capaz de hacerle daño pues la maldición era más poderosa de lo que se creía.

Jake, el pobre leñador huérfano y su mejor amigo, había muerto.

Y ella era la loba. La Roja Feroz. La asesina.

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