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II

Nyx

Para acceder a las mazmorras tuvimos que bordear medio Palacio, lo cual me fue de gran ayuda para la construcción de mi mapa mental puesto que caminé memorizando cada uno de mis pasos. En algún punto del trayecto descendimos por una rampa oscura, mucho más fría y lúgubre que el resto del edificio, donde adiviné al instante que se encontraría nuestro destino.

Al descender, el guardia aumentó la fuerza con la que su espada pinchaba mi columna, obligándome a seguir avanzando. Cuándo mi vista se hizo a la repentina falta de luz del subsuelo, empecé a distinguir pequeñas puertas situadas a los márgenes del pasillo de las que asomaban rostros pálidos, abatidos y extenuados. Algunos con muecas de disgusto, otros de cansancio, de melancolía o de pocos amigos. Uno tras otro levantaban vagamente la vista para verme pasar como algo fugaz, sin darme mucha mas importancia que esa. Entendí entonces que ya estaban acostumbrados a recibir la visita de nuevos presos.

Ya llevaba varios minutos avanzando por aquel estrecho túnel, había dado la espalda a más de treinta celdas que se miraban entre sí, pero aún no lograba divisar el final. Justo cuando la situación empezó a parecerme una broma de mal gusto, el guarda nos hizo frenar frente a una pequeña puerta de barrotes metálicos cuya cerradura fue abierta por un manojo con cientos de llaves que me parecieron idénticas. A partir de aquí todo sucedió demasiado rápido: de un brusco empujón, el guardia me impulsó hacia el interior de la mazmorra para cerrar la pesada verja de un fuerte portazo tras mi espalda. Hinqué rodillas en el frío suelo de piedra tras perder el equilibrio por completo, después me volví hacia el hombre con el ceño fruncido, los ojos como platos y el orgullo ofendido.

—¡Eh! —mi protesta fue en vano; el guardia ya me había dado la espalda, dispuesto a abandonar aquel apestoso túnel cuanto antes.

Miré a mi alrededor, en busca de alguna otra oportunidad de escape. Nada. Me encontraba encerrada en una mohosa, oscura y fría habitación de apenas treinta metros cúbicos que contaba con tan solo una pequeña apertura en la pared trasera a modo de ventana. Di un par de zancadas hasta la puerta y aferré las manos alrededor de los barrotes para sacudirlos con toda la fuerza que conseguí reunir.

—Yo no te aconsejaría malgastar tu energía así, de forma tan estúpida —siseó una áspera voz de aspecto aburrido que hizo eco por todo el corredor. Tan solo su timbre hizo que un escalofrío me recorriera de pies a cabeza. Parecía tan próxima...

Entonces agudicé la vista y, detrás de toda aquella negrura que bañaba el pasillo, avisté la estrecha reja de otra mazmorra frente a la mía. Entre los barrotes de esta asomaba un espeso manto de plumas blancas que se desplegó para descubrir el perfil de una mujer.

—¿Quién...?

—¿Acaso importa? —preguntó con amargura mientras giraba para quedar frente a frente.

Su figura triplicaba el tamaño de la mía. Con mirada asesina como la de un cazador, nariz aguileña parecida al pico de un pájaro, piel pálida —quizá debido a la falta de luz que los presos recibían aqui— y enormes plumas que nacían bajo pellejo de sus brazos y espalda. Jamás había visto nada semejante a ella, pero bajo ese aspecto místico reconocí a alguien rebosante de odio y rencor.

Yo tenía miles de preguntas, ella una expresión que sugería rabia y deseos de violencia, así que decidí comenzar por una cuestión más sencilla, más sutil:

—¿Por qué estás aquí? —hablé manteniendo un rostro inexpresivo, distante; casi tan frío como la propia mazmorra.

—¿Tú por qué crees?

Me esforcé por mantenerle la mirada mientras elegía las palabras para pronunciar una respuesta.

—¿Es por las plumas?

—No quieren a nadie por encima de ellos. Temen encontrarse frente al verdadero poder —escupió con desprecio.

—¿La corona?

—Los humanos —me corrigió —insectos con complejo de superioridad como tú.

—Entonces eres un místico.

—No de pura sangre. Aunque tampoco soy humana.

—¿Que haces aquí?

—Nací aquí. Veintiseis años después la sociedad decidió que yo no era lo suficientemente humana y me encerraron en esta cloaca.

—¿Un halcón? —intuí volviendo a pasear mis ojos por sus plumas.

La mujer asintió con desgana.

—¿Qué hace una humana como tú aquí abajo?

—Cuando me aconsejaste no malgastar energía, ¿A qué te referías? —pregunté de vuelta, dándole a entender que no tenía intención contestar su duda.

Ella chasqueó la lengua.

—Lo entenderás tras unos días aquí abajo —sonrió con malicia.

Entonces reparé en sus extremidades, en su cuerpo, en lo delgada que estaba toda ella, como consumida. La mujer me dió la espalda sin nada más que decir y arrastró con ella una gruesa cadena que le aprisionaba los tobillos.

En qué clase de infierno me había adentrado y cuanto tiempo soportaría aquí antes de perder la cordura fueron las preguntas que no dejaron de rondar por mi cabeza las siguientes horas.

Sylas

—¿Seguro que no desea nada más, señor? —preguntó Elowen, que me había acompañado hasta mi alcoba.

Demasiado cansado como para verbalizar una respuesta coherente, negué con la cabeza y esperé a que la mujer se retirara. Después entre a la habitación; una inmensa sala de paredes, suelo y techo color marfil que insinuaba el lujo y la riqueza. La cama, al igual que el resto de muebles, estaba detallada con finos ornamentos de oro que se extendían alrededor de la pálida madera a modo de patrones florales y elegantes espirales. Pomposas cortinas se recogían sobre los grandes ventanales por los que entraba la suficiente luz como para no tener que encender la gran lampara de araña hasta la noche. A pesar de lo sobrecargada que podía llegar a sentirse la excesiva decoración, todo en aquel espacio sugería orden y limpieza. Sin duda una alcoba repleta de distracciones para alguien no acostumbrado al esplendor de Palacio, pero aquella noche toda mi atención recayó sobre la persona que me observaba desde el otro lado del espejo junto al inmenso armario empotrado.

Aunque a veces pasara desapercibido, bajo aquella corona existía un joven de refinada belleza, larga melena castaña a medio recoger, orejas algo más puntiagudas de lo convencional, mirada afilada de ojos color miel y una sonrisa que no alcanzaba a proyectarse en ellos. Y vacío. Completamente vacío.

Aparté de vista del reflejo con la familiar sensación de malestar que solía invadirme al caer la noche. Con la garganta seca, me desplace hasta mi cómoda para agarrar el vaso de agua que sabía que me esperaba allí. Lo agarré, di un trago, y lo devolví a su sitio mientras me sentaba sobre la colcha que cubría mi cama. Pero entonces el vaso comenzó a vibrar. Primero despacio, casi de forma imperceptible. Después fue aumentando la intensidad de las sacudidas en progresión hasta que el agua rebosó y salpicó la superficie de la cómoda.

—¿Que demonios...? —murmuré frotándome los ojos con los puños cuando el vaso volcó por completo.

Ninguna otra lámpara o cuadro se comportaba así excepto aquel cilindro de cristal. Pronto averiguaría que el causante de aquel movimiento era, en realidad, el agua en su interior, que lentamente se alzó en el aire hasta adoptar la forma de una esfera irregular que levitaba en el centro de mi habitación. Se mantuvo inmóvil durante unos segundos y finalmente se desplomó contra el suelo, creando tras el impacto un gran charco con mucho más caudal del que antes cabía en ese vaso.

¿Me habían drogado en la cena? ¿Era eso?

Entonces, cuando pensé que el espectáculo había llegado a su fin, el charco de agua adoptó la forma de un fideo y se fue deslizando sobre el suelo hasta colarse por la rendija bajo la puerta y escapar del dormitorio.

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