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XXV

Da el veneno con miel, así no lo notarán y serán felices hasta que sea demasiado tarde... Su mano tembló al firmar los papeles legales de la libertad condicional. Mina aferrándose a ella en todo momento; no podía siquiera mirarla a los ojos. En ese momento no sentía nada más que repulsión por la que era su mejor amiga. Estaban en una grisácea oficina, con una mujer de expresión aburrida que le indicaba a Mina todo el procedimiento a seguir. El molesto sonido de un viejo y oxidado climatizador a su espalda.

—¿Todo en orden entonces? —preguntó Mina.

Sana no levantaba sus ojos del suelo.

—Sí. Mientras se mantenga alejada de problemas no la veremos nuevamente por aquí. El arraigo nacional se revocará dentro de tres meses. — Mina asintió y le extendió la mano a la encargada de los trámites judiciales.

—De acuerdo. Muchas gracias. —Uno de sus brazos se aferraba a Sana, a la chica de facciones filosas que parecía, iba a desmayarse en cualquier momento. Marchita. Vulnerable. Rota. Sucia. Enamorada. De Tzuyu; siempre suya. Escondiendo celosamente el tatuaje de su dedo anular del mundo. Parpadeando con lentitud, sin enfocar la mirada en nada.

—Vamos, Sana.

Se dejó arrastrar por Mina hasta la entrada de Camp Alderson. Como una perdedora, sin nada en sus manos además de la historia tatuada en su cuerpo, con tinta y cardenales de besos. Escuchando algunos gritos y vociferaciones a sus espaldas a medida que se alejaba. Las bestias de Tzuyu, las súbditas de la emperadora. Sana sonrió. Porque su historia no moriría, había quedado plasmada en aquellas paredes de concreto y barrotes oxidados. Había testigos, mujeres caídas sin alma que atestiguarían en el más allá cómo la emperadora de la prisión cayó por una simple prisionera. Como esa prisionera le entregó todo, hasta el tuétano de sus huesos. Y ahí estaba, fingiendo que comprendía el movimiento de los labios de su mejor amiga, quien al parecer intentaba decirle algo, pero nadie podría condenarla por ello, no era su culpa. Un amor tan dulce, tan intenso. La hacía curvar sus labios en una sutil sonrisa, de solo recordar la forma en que Tzuyu la veía cada vez que terminaban de follar, con tanta devoción y miedo... Porque Sana era la única que podía amarla, era la única que podía dañarla. Mierda, genuinamente no podía creerlo. Al principio incluso contaba las sonrisas de Tzuyu, las reales. Temerosa de que no hubieran más. Con el tiempo perdió la cuenta y ahora lo lamentaba. Porque quería recordarlas todas, quería tenerlas presente cada vez que cerrara los ojos.

—Sana, ¿estás escuchando? — Mina chasqueó sus dedos frente a Sana, quien parpadeó y sacudió la cabeza—. Te decía que por hoy te quedarás en mi piso y mañana iremos a tu casa, ¿de acuerdo?

Sana se encogió de hombros. Como si le fuese a importar alguna mierda a donde Mina la llevara. Se sentó en el asiento trasero del vehículo de Mina, mirando al techo de este. Cuando la abogada comprobó que Sana tuviera el cinturón de seguridad puesto, igual que lo haría una madre, se sentó en el asiento del conductor. Sana bajó la vista a su mano izquierda. Su resentido tatuaje de anillo nupcial frente a sus ojos. Llevó la mano a sus labios y besó su dedo anular, con sus orbes cerrados y la desoladora angustia propagándose por su torrente sanguíneo. El vehículo se puso en marcha y Sana se dedicó a mirar por la ventana. Estaba libre, fuera de prisión, lejos de aquel sucio mundillo de criminales. No podía apreciarlo, no podía disfrutar el aire que llegaba a sus pulmones, ni la idea de que esa noche dormiría en una cama blanda y que podría tomar un baño en el enorme jacuzzi de Mina. No podía disfrutar la libertad de su cuerpo puesto que su corazón seguía rehén.

—Azumi está realmente feliz, Sana. Ha preparado todo para que estés a gusto, incluso compró las últimas películas... — Mina soltó una risilla negando con la cabeza—. Azumi comprando películas. Nunca deja de sorprenderme.

—Hmmm...

Mina no dijo nada más, sabía que no era el momento para iniciar una conversación. Sana estaba realmente afectada y aun cuando esperaba que eso cambiara con el tiempo, que volviera a ser la bastarda sonriente y traviesa, no iba a presionarla si eso no ocurría.

—Voy a comer —murmuró de la nada Sana.

—¿Qué?

—Voy a, voy a comer. Mucho, me haré una bola. Vamos por comida, quiero comer... todo, yo... no lo sé. ¿Podemos?

—Sí, sí. Por supuesto, iremos por comida. ¿Algo en especial?

"Quiero que comas, corderita."

—Lo que sea, solo...

—Comprendo.

Sana reposó su cabeza en el asiento del vehículo. Con sus desganados ojos sin desviarse del temporal paisaje que pasaba frente a ella.

—Rosas.

—¿Dijiste algo, Satang?

—¿Podemos pasar a comprar rosas?

—Por supuesto, hermana. Lo que quieras.

—Rosas, muchas... dagas también.

—Sana...

—No puede haber rosas sin dagas, Mina. No puede. —Minari no respondió, continuó con su vista fija en el volante—. Y velas. —Sana comenzó a pellizcarse la piel de sus dedos. Apretando con las uñas, dejando pequeñas marcas rojas en la dermis maltratada—. C-cremas antisépticas. Algodón y vendas... Las necesitará, Minari. Cuando vuelva, necesitaré curar sus heridas. ¿Podemos pasar a comprar eso primero?

—Podemos.

—Bien. Lo necesitaremos.

Sana bajó la vista a su mano y frunció el ceño al ver una delgada línea de sangre en su dedo índice debido a que había pellizcado demasiado fuerte e insistentemente la zona. ¿Cuándo ocurrió? No recordaba haber sentido ningún dolor. El resto del viaje fue en silencio. Sana no pensaba en nada en particular; no podía pensar en nada. Simplemente se acurrucó en su asiento, cerrando los ojos cuando el cansancio la hizo presa fácil del sueño.

.

Sana definitivamente no estaba preparada para ver a las personas transitando tranquilamente en la calle. El miedo la envolvió como una pasta densa y ácida que quemaba su piel. Se acurrucó en su asiento, sacudiendo su cabeza en negación cuando Minari le dijo que se bajara para que fueran a comprar todo lo que Sana quisiera.

—¿Entonces quieres quedarte aquí? —preguntó la abogada al ver que Sana no quería bajarse.

—Sí. Puedes, solo... Umh. Ir tú y comprar todo, ¿por favor? —Su amiga suspiró.

—¿No prefieres que vayamos directo a mi casa y mañana compramos todo?

—¡No! —se apresuró a decir—. No puedes. Solo, trae todo... yo estaré aquí. —Sana comenzó a rascar nuevamente sobre el dorso de su mano. Necesitaba esas cosas, de verdad lo hacía.

Tzuyu iba a volver, podía volver en cualquier momento, entonces, sí. Ella realmente necesitaba todo eso.

—Bien, traeré la comida y rosas, velas... insumos médicos.

—Y los cuchillos, Mina. No, no puedes traer las rosas sin los cuchillos.

La abogada miró a Sana con el ceño fruncido. Boqueó para decir algo, pero al final decidió guardar silencio. Ratificó y se bajó del auto, colocando el seguro en las puertas y la alarma. Sana la vio alejarse y se encogió en su asiento. Miraba a las personas que transitaban, todos tan ajenos al dolor que ella se encontraba padeciendo. Sana no podía evitar sentir miedo en ese momento, todos lucían atemorizantes; como si pudieran lastimarla en cualquier momento por no pertenecer ahí. No era Camp Alderson, era peor. Era la sociedad libre, algo que ella en ese instante desconocía. No estaba entre sus iguales, entre prisioneras; estaba entre mujeres libres. Algo que ella ya no volvería a ser jamás. Vio a una alegre pareja caminar, tomadas de la mano y llevando a un enorme y revoltoso perro con una correa, mientras sonreían y hablaban alegres de la vida. Sana sonrió, bañada en los recuerdos que Tzuyu dejó en ella.

"¿Un perro?" preguntó la taiwanesa. Acariciando los cabellos castaños de Sana que reposaban en su regazo.

"Uno grande y gordo. Que duerma a los pies de la cama y se queje cuando le digas que no puede dormir ahí."

"Corderita, ¿hay algo que no tengas planeado?"

"Por supuesto que no. Me ofendes". Sana levantó su cabeza del regazo de Tzuyu para poder sentarse a horcajadas de ella. Pinchó la nariz de su dueña con el dedo pulgar e índice, sonriendo en todo momento. "Serán tres niños. La mayor la adoptaremos en nuestro quinto aniversario y a los otros dos, los adoptaremos cuando nuestra niña nos deje para irse a la universidad."

"¿Qué?" Tzuyu frunció el ceño y negó con la cabeza. "No. ¿Por qué tiene que irse? ¿Acaso la universidad exige que los mocosos dejen sus casas o alguna mierda así?"

"Bueno, no literalmente, pero querrá tener su espacio, novios... amigos. ¿Fiestas?"

"Ya está castigada y aún no la conozco."

Y así pasaron toda una tarde. Entre besos flojos, hablando sobre lo que sería sus vidas hasta que envejecieran juntas. Con una Sana de manos débiles y arrugadas preparando el té de la tarde para llevarle a su esposa que se encontraba partiendo la leña que usarían en la chimenea al anochecer. Oh, dulce ironía.

—No lo tenía todo planeado, Tzuyu... Nunca decidimos el nombre del perro. Tampoco te dije que quería de regalo para nuestro primer aniversario. No hablamos sobre quién llevaría a nuestra hija al colegio, ni quién se encargaría de ayudarla con las tareas.

Abnegó con un movimiento ligero de cabeza. Subió las piernas al asiento para poder abrazarse a ellas y ocultar su rostro. Le costaba respirar, comprender el lugar donde se encontraba en ese preciso instante. No lograba asimilar el cambio. Su pilar, el ancla que la mantenía en tierra, ya no estaba a su lado. La bestia que la protegía del mundo, que velaba sus sueños y lamía sus heridas, le había sido arrebatada. Su primer amor... Su rosa.

—Dijiste que harías que valiera la pena, Tzuyu —reprochó.

Dolorosas lágrimas queriendo salir, pero viéndose imposibilitadas debido a la fuerza con la que cerraba sus ojos. Un golpe en la ventana la hizo saltar en su lugar, atemorizada se encogió al mismo tiempo que levantaba la vista. Mina se encontraba afuera del auto, levantando dos enormes bolsas y con un ramo de rosas bajo el brazo. La abogada sacó la alarma y abrió la puerta del asiento de Sana, inclinándose hacia adelante para pasarle la bolsa con comida rápida.

—Hamburguesa con doble tocino y sin pepinillos, no lo he olvidado —bromeó con un dejo de orgullo. Sana tomó la bolsa de papel y esbozó una mueca que intentaba ser una sonrisa, pero que fallaba garrafalmente. La alegría desapareció del rostro de Mina, quien suspiró y palmeó un hombro de Sana antes de cerrar la puerta y dirigirse al asiento del piloto—. Ya tengo todo lo que me pediste, y en casa nos espera una temporada entera de tu serie favorita. A la noche podemos llamar y pedir comida china o pizza para la cena.

—Bien.

—Además, llamé a tu mamá. Está realmente contenta de saber que mañana podrá verte. Te ha extrañado un montón, todos lo hemos hecho.

Mina puso el vehículo en funcionamiento y Sana tomó la hamburguesa con sus manos. Apenas abriendo la boca para morder un bocado. Debía comer. Las náuseas eran casi insostenibles, sin embargo, iba a comer. Lo haría, porque Tzuyu volvería y se enojaría si la veía delgada. Tzuyu volvería. Lo haría, ¿verdad? Ignorando las arcadas, la manera en como su garganta se cerraba ante cada bocado de comida, devoró todo. Respondiendo lacónicamente a las alegres palabras de Mina, quien la felicitaba por comer con tantas ganas; sin saber que Sana se sentía morir con cada mascada. Sorbió su nariz y restregó sus ojos, eliminando la salada traición que ellos querían expresar. Se había comido todo, pero no era suficiente.

—¿Hay más?

—¿Más? ¿Otra hamburguesa?

—Sí.

Mina miró por el espejo retrovisor y frunció el ceño, bajando la velocidad del vehículo al mismo tiempo que alcanzaba una de las bolsas de comida que había en el asiento del copiloto.

—Ten. —Sana se estiró para tomar la bolsa—. Es la mía así que tiene todo lo que no te gusta, Sana.

—No importa. —Sacó la hamburguesa, con asco. Con ganas de devolver todo por la boca.

—¿Sana?

—¿Hm?

—... No, no es nada. — Mina guardó silencio al ver como su amiga se torturaba, atragantándose con grandes bocanadas de comida.

Un mordisco, luego otro. Con sus ojos firmemente apretados se comió la hamburguesa. Siguió con las papas y los aros de cebolla. Apenas masticaba la comida puesto que solo necesitaba tragar. Cuando hubo acabado, Sana limpió su boca con el dorso de su mano y sostuvo su vientre. Dolía, ¿pero que importaba? Todo dolía, así que su estómago no hacía mayor diferencia.

—¡Llegamos! — Mina se adentró al lujoso complejo departamental donde vivía y estacionó su moderno vehículo en su estacionamiento privado—. Bien, vamos... Te encantará como está todo. Remodelé y ahora se ve mucho más amplio.

— Minari. —¿Sí?

—Detente.

—Satang...

—No. Solo no lo hagas... No intentes esta mierda ahora. Por favor, solo quiero... ¿Podemos comenzar mañana a fingir que todo está bien? Por hoy quiero dormir.

—De acuerdo. — Mina no dijo nada más, aceptó en silencio las duras palabras de su amiga y la ayudó a bajar del auto.

Sana se veía tan frágil y marchita, como si fuera a quebrarse en cualquier momento. Rodeándola protectoramente con su brazo, Mina la guio hasta el interior de su departamento en uno de los últimos niveles. Un enorme y asoleado pent-house, amoblado modernamente y sin un rastro de suciedad.La japonesa apenas reparó en el aspecto del lugar. Después de todo, a sus ojos, ese lujo era insignificante. Caminó directamente al sofá y se dejó caer en él. Cabeza apoyada en el respaldo y ojos cerrados.

—¿Quieres darte un baño? —preguntó Mina con sutileza. Dejando las bolsas y las rosas sobre la superficie de su enorme cocina—. No demoraré nada en prepararlo.

—Sí. Eso estaría bien... —suspiró—. Gracias.

—No te preocupes. Tú solo espera aquí y yo prepararé todo, ¿sí? Solo, espérame un poco.

Sana tuvo ganas de responderle que no iría a ninguna parte, pero su boca simplemente no pudo ejercer movimiento alguno, seguramente, aun si lo hiciera, no saldría ningún fonema de ella. Vio a Mina trotar en dirección al corto pasillo que daba a las puertas de las habitaciones y de los baños. La escuchó maldecir y rebuscar cosas, gritándole cada cinco segundos a Sana que tenía todo listo. Finalmente, una ajetreada Minari apareció frente a ella sonriendo triunfal.

—Ya está listo, señora Minatozaki.

—Gracias, Myoi.

—No tienes de qué.

Sana se colocó de pie y caminó, seguida por Mina, hasta el baño. Su amiga lucía optimista, algo que la desconcertaba de tantas maneras. ¿Acaso había algo en ella que indicaba que se sobrepondría a la falta de Tzuyu? Porque de ser así, la erradicaría en ese preciso instante. Se adentró en el baño y vio la enorme bañera llena de agua y espuma. Ambas cejas se dispararon en dirección al techo. ¿Un baño de burbujas?

—¿Burbujas?

—Sí, recuerdo que te gustaban... — Mina parpadeó y miró a Sana casi con pánico—. ¿Ya no te gustan?

—¿Eh? No. O sea, sí... Me gustan, es solo que no imaginé que... —no terminó de hablar. Simplemente se encogió de hombros y frotó sus manos entre ellas—. Olvídalo, estoy divagando mierda.

—¿Estás segura? Puedo llenar la bañera de nuevo. Solo dame un segundo y...

—Está perfecto así. Gracias Minari.

—De acuerdo, yo estaré por aquí... Si necesitas cualquier cosa, solo debes llamarme, ¿bien?

—Gracias.

—No, no. Está bien, solo... tómate tu tiempo.

—Bien.

Mina miró la bañera y luego a Sana, dio media vuelta y salió del baño. Una notoria expresión de angustia se reflejaba en su rostro. El agua se encontraba en su punto y Sana sonrió al meter la mano y sentir la espuma acariciar su piel. Lentamente comenzó a desvestirse, recordando las veces que se hubo bañado con agua fría por culpa de Tzuyu y sus folladas mañaneras, aquel sexo caliente que las hacía ocupar el tiempo de las duchas y del desayuno, entre las ásperas mantas de la pequeña y dura cama de Sana. Se adentró en el agua, sujetando sus huesudas manos en el borde de la inmensa bañera. Retenía la respiración en su pecho sin poder terminar de creer que realmente se encontraba ahí, en la casa de Mina. Que no era todo un sueño pasajero y que en cualquier momento despertaría en una vieja y dura cama, gruñendo porque Tzuyu la había destapado. Cerró sus ojos y comenzó a disfrutar de la sensación del agua abrazándola, su cuerpo destensándose a medida que pasaban los minutos. No quería hacer nada más que estar ahí, inerte y somnolienta, dejándose llevar por el vapor que entraba en sus fosas nasales. Unos ligeros toques se hicieron escuchar en la puerta. Sana se crispó en una primera reacción, mirando con terror a la entrada del baño; estaba mecanizada. Le tomó unos segundos comprender que no estaba en Camp Alderson, que no se trataba de alguien intentando hacerle daño solo porque no estaba Tzuyu para protegerla. Bufó al entender que era Mina y su desarrollada faceta de mamá gallina la que se encontraba tras la puerta.

—Estoy viva —farfulló en voz alta; lo suficiente para que Mina escuchase. ¿Realmente lo estaba?

—Oh. Bien, eso... eso era todo.

¿Qué definía si realmente estaba viva? No podía ser la miserable condición de su corazón bombeando sangre, o de sus pulmones llevando oxígeno a su cuerpo. La vida no podía ser eso; no después de haber amado a la emperadora.

.

"No vuelvas a desaparecer así de mi vista, Sana" regañó Tzuyu. Cruzada de brazos, con una pose altiva y distante. Sana sabía que merecía aquel sermón.

"Lo siento."

"Venga, pues me importa una mierda si lo sientes, o lo que sientes."

"Tzuyu... Ya."

No quería reñir con su dueña, pero tampoco sabía de qué manera apaciguar el enfado de esta. No debería haberle hecho caso a Jessica, maldita rubia hija de puta. Por supuesto que no era buena idea esconderse de Tzuyu solo para llamar su atención.

"¡¿Ya?! ¿Eso es todo lo que vas a decir, maldición?" gritó, agresiva. Su voz ronca asemejaba el rugido de una bestia. "¡¿Me has tenido buscándote todo el jodido día y eso es lo único que me dices, maldita puta?!"

Sana atrapó su labio inferior con los dientes. Estaba de pie, apoyando su espalda en la sucia pared. Sus ojos, fijos en el suelo, ya lucían vidriosos por las lágrimas, y es que dolía tanto cuando peleaban. Sintiéndose tan vulnerable, no pudo evitar encogerse en sí misma; abrazándose.

"N-no pensé que... Que te preocuparías" mintió. Sabía que Tzuyu se volvería loca buscándola, por eso lo había hecho, pero que idiota fue.

Tzuyu se dejó caer en la cama, luciendo casi derrotada. Restregó su rostro con las palmas de ambas manos y dejó escapar un suspiro.

"No me preocuparía... Por supuesto" se mofó Tzuyu. "Como la maldita bestia no tiene sentimientos, que se joda, ¿verdad?"

Sana negó con desesperación. No, ella jamás podría pensar así de Tzuyu, no después de todo lo que habían pasado juntas. Dio pasos temblorosos hasta llegar a su dueña y se dejó de caer en sus rodillas, buscando arrullarse en Tzuyu. Sus manos se aferraron a los muslos de su taiwanesa, trémulos y torpes. En sus ojos no había sino un ruego mudo, la necesidad de reconciliarse con la mujer que poseía su corazón.

"Es porque te amo" susurró, apenas con voz. "Y hago cosas estúpidas porque... porque quiero tu atención en mí, siempre."

"¿Qué?" Sana tragó.

"Es eso, Tzuyu. Tam-también s-soy nueva en esto, ¿sí? No sé cómo... cómo buscarte y, solo... A veces quiero que te preocupes por mí". Tragó de nuevo, sintiéndose humillada. "Que me busques."

"¿Es una puta broma, corderita?"

"No"

"Es que... Mierda. Eres... Tú eres, joder" bufó, estirando los brazos para envolver a Sana, para meterla bajo su piel de ser posible. "Mamona, ya me preocupo por ti, ¿de acuerdo? Toda esa mierda cursi de la que siempre hablas". Sonrió, frotando su nariz contra la mejilla de la japonesa "Pues, yo ya la siento por ti."

"No..." Ahogó un sollozo. "¿No me mientes?"

"Nunca, no a ti."

Y Sana prometió no volverlo a hacer, no volver a desaparecer, pero por supuesto que lo haría nuevamente.

.

Horas, días, tiempo que transcurría cruelmente lento. Tardes completas sentada en el suelo, con sus orbes fijos en el enorme ventanal de su departamento, observando el cielo desde el alba hasta que la luna se cernía orgullosa. Aislada y consumiéndose lentamente. Sus manos ocultas tras enormes suéteres, escondiendo dolorosas yagas que no comprendía en qué momento se había hecho. Sus cuencas oculares resaltando de manera prominente debido a su delgadez, y es que sin importar cuánto comiera, nada podía quedarse en su estómago, pero lo intentaba, realmente comía, tanto que dolía. Con las palabras de Tzuyu mortificándola al ver su propio peso en la balanza de su baño. Ni siquiera podía verse frente a un espejo, odiaba lo que se reflejaba en él. La marchita imagen de un cuerpo en descomposición; gris y opaco.

Azumi y Mina pasaban días enteros con Sana, intentando rescatar algo de lo que alguna vez fue; sin éxito. No lograban comprenderla, Sana no los culpaba por eso, al contrario, estaba agradecida de que ellos no comprendieran el desahucio que había en ella. Mortífera, como una alimaña que día a día se alimentaba de los restos de su mísera existencia. Costaba tanto respirar que Sana pensaba que en cualquier momento dejaría de hacerlo. Su piso era un caos de rosas frescas y marchitas, todas esparcidas por el suelo y perfumando cual inciensos las paredes. Sana se negaba a tirarlas, se negaba a soltar el sabor de sus besos, el calor de su cuerpo. Sana se negaba a dejar a Tzuyu. Era suya por derecho. Ella había tomado esa pequeña planta marchita, pisoteada y seca. Ella había comenzado a regarla con sus lágrimas, a cimentar la tierra y alimentarla con los rayos del sol. Por eso nadie tenía derecho a quitársela.

Y ahí estaba, doblando pulcramente las vendas para guardarlas en el botiquín de insumos médicos que cuidaba recelosamente. Sabía que Tzuyu al volver no le pediría que la curara, nunca lo hacía, pero Sana lo haría de todas formas, así era como ellas funcionaban. No necesitaban palabras para entender a la otra. Un amor mudo en palabras, que gritaba con el alma y se vislumbraba en sus miradas. Nadie podía negarlo, nadie podía decir que Sana no gritaba con todo su ser cuánto amaba a Tzuyu cada vez que la miraba.

—... Y ya está. —Cerró el botiquín, como lo hacía cada día.

Un amago de desagrado se dibujó en su rostro al ver el dorso de sus huesudas manos. Llenas de rasguños y cicatrices. Su tatuaje de anillo irritado por las veces que Sana clavaba sus uñas en él. Se colocó de pie y caminó al balcón. Ese día Mina había quedado en ir a almorzar con ella, pero no había podido llegar debido a un problema con un cliente. Sana había dejado de escuchar sus excusas a los pocos segundos de que comenzó a darlas. No le importaba realmente,si Mina estuviera ahí o no, nada sería distinto. Su madre se había mudado con ella, segura de que su presencia lograría ayudar a la japonesa. No fue así. Nadie podía ayudarla porque para eso debían arrancarle el alma, pero Azumi era comprensiva, Sana no podía amarla más por eso. Ella se sentaba horas con ella y le leía historias de amor como la suya, tragedias que quedaron plasmadas en la historia de la humanidad. Azumi le decía que había otras como ella, infaustas prisioneras del amor; pero que a la larga, todo libro tenía un final. Pensó en intentar dormir una pequeña siesta en el balcón. Siempre podía dormir de día, no así de noche... No cuando los demonios salían a jugar para atormentarla. A crear ilusiones en su cabeza donde aún se encontraba en Camp Alderson, donde miraba a su alrededor y todo parecía haber cambiado. Las paredes eran las de su celda y estaba ahí, pero sin su dueña. Y Sana gritaba, desgarraba su garganta en cada bramido clamando por Tzuyu. Rogando porque no la lastimaran; rehuyendo de los intentos de su madre por tranquilizarla. Se sentó en el balcón, cepillando el pulido suelo con los dedos de sus pies mientras sostenía un cigarrillo y un encendedor entre sus dedos. Lo llevó a su boca e inhaló profundo para que sus pulmones se llenaran de aquel grisáceo humo. Irónico, ¿no? Como cada día consumía alquitrán en cada cigarrillo que se llevaba a los labios.

Divagaciones de un ángel caído, de un ángel sin alas que vagaba en el paraíso sin razón de ser. Con parsimonia consumió su cigarrillo, disfrutándolo mientras observaba flojas nubes pasar frente a sus ojos. Lo que alguna vez fue una vista soñada, un piso en las alturas y que la hacía sentir más cerca del cielo, ya no era más que una tortura. Escuchó el sonido del timbre y se colocó de pie con el ceño fruncido. Nadie la visitaba y Mina junto a Azumi tenían llaves del lugar. Apagando la colilla de cigarro contra la línea de tinta en su dedo anular, y sin siquiera mover un musculo facial, se colocó de pie para abrir la puerta. Arrastrando sus pies, lastimados por las espinas de las rosas que pisaba sin darse cuenta, llegó a la puerta. Al abrirla su corazón aceleró sus latidos. Un hombre de mediana edad y con una expresión indescifrable se encontraba frente a ella.

—¿Sí?

—¿Sana Minatozaki?

—S-sí, soy... Soy yo.

—Tengo una carta certificada para usted. —El extraño hombre mostró un sobre blanco—. Necesito que me firme aquí, por favor.

Sana extendió las manos para tomar el formulario que el desconocido le entregaba. Con algo de desconfianza colocó sus datos y firmó. Le fue imposible no notar como sus manos temblaban. Devolvió el formulario y el hombre le entregó el sobre sellado y estampado.

—¿Quién lo envía? —preguntó al ver que el desconocido se volteaba para desaparecer.

—En la carta aparece el remitente, señora. Si me disculpa... —Sin decir más y con una leve inclinación de cabeza, el hombre desapareció para tomar el elevador.

Cerró con cuidado la puerta. Podía sentir su pulso en las sienes a los costados de su cabeza. Sus piernas trémulas y un nudo en su diafragma. Sin tomar asiento, mordiendo su labio inferior con tanta fuerza que este sangraba, vio el remitente del sobre. Leyó el contenido de la carta y fue rápido; las lágrimas comenzaron a caer de sus fanales. Fue hermosa la sonrisa que se formó en sus labios. Una curvatura sutil mientras respiraba con dificultad. Dejó la carta caer al suelo y comenzó a tomar las rosas esparcidas por el piso, una a una. Acunándolas contra su pecho. Hizo varios viajes, cargando montones de ellas hasta su enorme baño. Las depositó todas en la bañera, la cual se llenaba con agua fría. Sin dejar de sonreír en ningún momento y con su visión borrosa debido a las lágrimas, caminó hasta su habitación. Tomó los caramelos que le habían sido prescritos para poder conciliar el sueño y volvió al baño. Oh tonta ingenua de su dueña. ¿Realmente creía que iba a poder deshacerse tan fácilmente de ella? Al parecer no le había quedado claro que Sana ya conocía el camino al infierno. Que si pensaba escapar de ella, entonces Sana la iría a buscar. Sin quitarse la ropa se introdujo en la bañera; su cuerpo apenas se inmutó por el contacto con el agua fría. Las rosas, algunas marchitas y otras en su esplendor, la rodeaban inocentemente; siendo testigos de las últimas líneas escritas en esa historia de amor. Sana tomó los caramelos. Uno a uno, hasta que no quedó más que un frasco vació con la etiqueta de un potente somnífero. Su cuerpo comenzó a relajarse y sus párpados pesaron. Fue como abandonarse en el aire. Tan ligera; deslizándose hacia abajo con el agua cubriendo del todo su cuerpo. Hundida, al igual que las rosas. En ningún momento las lágrimas dejaron de caer. En ningún momento dejó de sonreír. Ni siquiera cuando sintió su cuerpo ser removido con brusquedad del agua y unos gritos tronar como un eco en sus oídos.

—¡Sana!

"...Mediante este medio me es lamentable comunicarle el fallecimiento de la presidiaria Chou Tzuyu. Mis más sinceras condolencias. Atte. Chou Yi-Cheng ".

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