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XXIII

—¿Por qué? —preguntó conteniendo la ira. Voz profunda y lenta, como un rugido vibrante emergiendo por sus cuerdas vocales.

Reynolds estaba sentado frente a Tzuyu. Grandes ojeras violáceas adornaban su rostro. Aquella contextura atlética que provenía de su época como boxeador profesional resaltaba en su suntuoso traje. El mecenas soltó un suspiro y negó con la cabeza; Tzuyu supo que el asunto era más serio.

—Ten. —Sacó del bolsillo interno de su chaqueta un papel doblado a la mitad y se lo extendió a la emperadora, quien lo recibió con un amago de hesitación.

"Un pequeño recordatorio de quién soy yo y quién eres tú. Irás a la fosa y harás lo que te encargué o tendré que hacer una llamada y asegurarme de que trasladen a tu puta a una lejana penitenciaría."

Nuevamente, su padre. El recuerdo de la conversación que tuvo con el hombre picaba en sus intestinos. ¿Quién demonios era el tal Ivanov y por qué razón su padre lo quería muerto?

—Maldito enfermo. —Arrugó el papel. Moliendo sus dientes y con sus nudillos blancos debido a la fuerza con la que empuñaba las manos—. Maldito... Infeliz.

—No puedo hacer nada. Lo siento... Tengo las manos atadas, si no pongo a Momo en la fosa, estoy jodido. —Tzuyu negó con la cabeza.

Sana no podía convertirse en su talón de Aquiles. No podía arriesgarse. Su... Su chica no podía salir lastimada. Era ingenua y suave, sonreía demasiado. Tzuyu amaba que Sana sonriera demasiado porque las mejores sonrisas eran las que le daba a ella.

—Debe haber una maldita forma, Reynolds. No puedes hacerme esto... ¡No puedes hacerle esto a Momo!

—¡¿Crees que yo quiero esto?! —Gritó arrebatando la carta arrugada de las manos de Tzuyu y lanzándola al suelo—. Tu padre no ha dejado de joderme los cojones desde que tomé los torneos.

—Voy a matarlo. Debo matarlo.

—Yi Cheng sabía que querrías hacer eso. No está, intenté contactar con él y se ha ido a un congreso en Estados Unidos. Dejó órdenes y corrió, justo lo que podría esperarse de una rata cobarde. —La voz de Reynolds estaba llena de desprecio. Tzuyu podía casi tocarlo.

—Debería haberlo matado cuando pude.

—Sí, pero no lo hiciste.

—No puedo matar a Momo.

—Entonces ella tendrá que matarte a ti.

—Debe haber otra manera.

—No la hay y si me preguntas... —Reynolds se colocó de pie e hizo un gesto a uno de sus hombres para que le entregasen un puro; necesitaba fumar—. Espero que gane Momo. Si tú murieras... tu padre dejaría de ser un grano en el culo.

Tzuyu asintió. Era verdad, para Reynolds sería mucho más fácil si simplemente muriera, pero no podía hacerlo; ya no quería morir. Se mantuvieron en aquella roñosa y fría habitación mientras el mecenas fumaba su puro. Tzuyu no dejaba de pensar, buscaba maneras de cambiar los hechos, una salida de escape. Nada, no había nada. La realidad la golpeaba, haciendo caer pedazos de su muralla de defensa. Yi Cheng seguía teniendo poder sobre ella, no iba a dejarla libre. Tzuyu jamás sería libre. Luego recordó a Sana. Recordó sus ojos café, su eye smile, su respiración suave y sus muecas de enfado. Recordó la vez que encontró la libertad con ella. Algo que su padre jamás podría arrebatarle.

—Reynolds... Necesito que me hagas un favor.

Y su mecenas sonrió, botando el humo por la nariz y negando con la cabeza. Las personas en deuda siempre tenían un sitio reservado para él.

.

La emperadora se encontraba sentada al lado de Momo. Ambas en la celda de la princesa, compartiendo la que sería su última botella de whiskey. La crueldad con la que los días pasaban de manera fugaz se podía besar en su existencia. Parecía ser que con cada parpadeo dado, un nuevo amanecer se ceñía sobre ellas. Tzuyu sentía la noche demasiado corta y que le faltaba vida para la cantidad de besos que aún debía repartir en el cuerpo de su japonesa. Sentía que sus manos jamás podrían recorrer toda aquella cremosa y dulce extensión de piel. Que sus oídos aún no habían escuchado todos los gemidos que Sana podría cantar sobre su oído. Tzuyu sentía que podría apuñalar al tiempo hasta derrocarlo, hasta hacerlo desangrar mientras se reía con crueldad por su vil intento de separarla de Sana, pero no podía hacerlo porque el bastardo no se mostraba frente a ella. Se escondía tras la luna y el sol, torturándola. Recordándole con el correr de las horas que lo inevitable, cada día se acercaba más.

—Es una mierda, ¿no? —Sonrió Momo, con la botella sobre sus labios y los ojos idos por la droga—. Enamorarse.

—Tú sabes más de eso —se burló en respuesta. Arrebatando la botella de sus manos—. Tú eres la jodida maricona enamorada...

—Venga. No me la pusieron fácil —intentó defenderse sin sentir ni un solo ápice de molestia—. La rubia parecía sacada de una maldita película de niñas ricas. Tú la viste, ¿verdad? Como Dahyun parecía... volar. Malditamente volar.

—Eran los porros.

—Sí.

Sonreían. Con sus ojos fijos en una lamentable muralla.

—¿Y tú qué? No estás mejor que yo. La corderita... te tiene la vagina amarrada.

—Al culo.

—¿La quieres?

—No —respondió. Sus ojos desbordantes de amor.

—¿No? Ya. Seguro ahora me saldrás con alguna mierda de que no la quieres porque la amas. —Momo rebuscó a tientas su cajetilla de cigarros.

—Joder, no. —Dio un sorbo y limpió las comisuras de sus labios—. El amor déjaselo a la corderita. Los monstruos como yo no estamos hechos para amar. Solo para... odiar. Para causar dolor, para lastimar.

—No te veo lastimándola.

—Entonces estás ciega. Si la amara sería distinto. Me han contado sobre esa mierda del amor y lo he visto. Es lo que Sana siente por mí. Es algo cálido, bondadoso... limpia; sin esperar recibir algo a cambio. Sana hace eso por mí, me malditamente ama.

—¿Segura que no estás enamorada?

—No lo estoy.

—Quiero decir. Yo realmente, genuinamente pensé que la amabas. —Recibió la botella de licor que Tzuyu le ofrecía.

La taiwanesa no pudo evitar que las comisuras de sus labios se estiraran en una sonrisa. Repentinamente sentía la necesidad de un cigarrillo.

—Eso no es amor. Lo que siento por Sana... Tendría una condena peor que la muerte.

Momo se atragantó con su bebida, tosiendo mientras una risa se filtraba por sus labios. Siseó y pasó una mano para rodear a Tzuyu por los hombros.

—Eso amiga mía, es algo que solamente tú dirías. —Tzuyu no pudo desmentir ese hecho—. Así que una condena peor que la muerte, ¿eh? ¿Por qué?

—Porque sería capaz de matar a cada ser viviente de este mundo por ella y lo peor... Es que lo haría con una sonrisa en el rostro. Malditamente soy una demente.

—Y dices que no es amor. Pedazo de mierda maricona.

Bebieron en un cómodo silencio hasta que Momo comenzó a hablar sobre la época en que llegaron a Camp Alderson, ambas enojadas con el mundo. Los recuerdos salían a flote a medida que el contenido de la botella bajaba; Momo parecía recordarlo todo. Se rieron de la vez en que Tzuyu, demasiado ebria, había intentado meterse en los pantalones de Momo y Dahyun, aún más ebria, le había quebrado una botella en la cabeza por los celos. En aquella época no fue tan divertido como lo era ahora al recordarlo, y la rubia tuvo que esconderse prácticamente dos semanas de la emperadora por la amenaza de raparla completamente y de golpearla hasta que todo en ella fuera de color morado. En un momento el alcohol se acabó y lo único que seguía mojando los labios de Momo eran las lágrimas que caían por sus ojos. Tzuyu apenas pestañeaba, con su estómago apretado y su mano izquierda apretándose firmemente a una mano de la morena. Era su hermana, sin importar que no compartieran sangre. Ambas eran familia.

—Mierda. Debería haber follado a la rubia loca una vez más. —El rostro de Momo era la de alguien recordando. Ahogándose deliberadamente en sus recuerdos para mantenerse cuerda.

—Y yo debería estar haciendo eso en este momento. No embriagándome con una vaga apestosa.

Momo se llevó una mano a su entrepierna tocando su vagina.

—Sí. Igual. Es el sudor de mi vagina. No me he sentido de humor para tomar un baño.

La taiwanesa arrugó el entrecejo y se apartó cuando Momo intentó tocarla con la mano que había apretado sobre su pantalón.

—Puta cerda. Salúdame a la fauna que tienes allá abajo entonces.

—Hm. Podrías saludarla tú misma. Solo debes acertarte; lengüita afuera. —Estúpida. Estoy retirada de las vaginas sudorosas. Solo vaginas que huelen a frutas para mí.

—Venga. Cuando nos conocimos, querías que oliera vaginas podridas y ahora andas muy chulita, todo porque te follas a una princesa.

—Una maldita princesa. No puedo negarlo. —Momo golpeó el hombro de Tzuyu con el propio.

—¿Dónde dejaste a tu mamona?

—Jugando a la doctora en la unidad médica.

Momo le ofreció un cigarrillo a Tzuyu, quien aceptó de buena gana. Juntaron sus rostros para encenderlos con la misma llamarada del encendedor. La morena golpeó a Tzuyu cuando esta le dio una calada a su cigarrillo y botó el humo sobre los ojos de Momo. Por alguna razón, había tanto que hablar. Nunca habían encontrado algo que quisieran contarle a la otra hasta ese momento. Y ahí estaban, Momo aprendió que Tzuyu tenía cuatro pezones. La taiwanesa aprendió que Momo había practicado la religión musulmana en su infancia. El tic tac no se detenía y la angustia crecía. El pecho de Tzuyu se encogía cada vez que levantaba la vista y se topaba con el viejo reloj de pared de la morena. Se escapaba, a cada respiración... Una parte de su vida se escapaba. Pensó que debería contarlo. Cada segundo, así quizá durarían más. Parecería que el tiempo no transcurriría con tanta rapidez como lo hacía.

—Momo. Necesito que me pases a tu bebé.

—¿A mi bebé? ¿Con qué fin?

La morena entornó los ojos, mirando fijamente a Tzuyu.

—Porque antes de que dejemos esta mierda, necesito ponerle cadenas a mi corderita. O no podré liberarla.

Y esa fue la primera vez que Momo vio los ojos de Tzuyu aguarse.

.

La japonesa frotó su cuello para pasar el cansancio acumulado en sus hombros. No hubo gran número de heridas, sin embargo, no tenía energía. También sería el último día que ayudaría en la unidad médica. ¿El motivo? Dudaba seriamente poder levantarse de la cama una vez que Tzuyu partiera a la fosa. Lo cual ocurriría dentro de tres días. Sus ojos dolían irritados por la cantidad de lágrimas derramadas. Cada noche, luego de follar hasta que caían agotadas en la cama, en una tortura silenciosa, se aferraba a Tzuyu y lloraba sobre sus pechos. Su dueña jamás le decía nada, respetaba su dolor y vivía el propio a su manera. Tzuyu fingía no verla, Sana lo sabía. Ella se estaba desmoronando y Tzuyu estaba consciente de eso. Quizá Sana estaba siendo patética, sumergiéndose en aquella cloaca de dolor sin importarle que Tzuyu llegara a sentir lástima por ella. No podía evitarlo, no quería evitarlo. Simplemente no podía renegar de ningún sentimiento que Tzuyu evocara en ella. Lo bueno, lo malo... Estaba malditamente enamorada de todo, incluso eso la convertía en una Sana patética y llorona. Caminó viendo a las convictas, todo tan distinto. Camp Alderson lucía más lúgubre que de costumbre, nadie parecía siquiera esforzarse en lucir como una ser humana. Cadáveres cuyos cuerpos aún funcionaban, eso eran a los ojos de Sana. Entró a la celda y como siempre, como seguiría siendo hasta que su cuerpo yaciera bajo tierra, muerta e inerte; su corazón se aceleró al ver a su dueña.

—Tarde, corderita. Pensé que te habías quedado de guarra por ahí. —Sana rodó los ojos, sin evitar que una sonrisa se formara en su boca.

—¿Para qué la máquina, Tzuyu? —La taiwanesa le dio una mirada de soslayo a Sana, sin responder a su pregunta. Sonriendo, destruida y resignada—. ¿Tzuyu?

—Ven aquí. —Acomodó un taburete frente a ella y lo tamborileó con la palma de la mano.

Sana, con un amago de confusión en el rostro, obedeció. Se sentó frente a Tzuyu, quien tenía la mirada fija en aquella pequeña máquina. Sobre la destartalada mesa un pequeño frasquito con tinta negra y varios paños limpios.

—¿Un tatuaje? —preguntó sin entenderlo del todo.

—No. Dame tu mano izquierda. —Buscó la mano de Sana y la llevó a su boca, besando sus nudillos. El corazón de la japonesa latía violentamente, haciéndole doler el pecho—. Estás son mis cadenas, Sana. Es mi regalo para ti.

Sana tuvo que parpadear. Sus orbes cafés escociendo y su labio inferior siendo retenido por los dientes para que no temblara. No podía hablar, simplemente era una mera espectadora de aquella muda promesa. Cerró los ojos al sentir la aguja enterrarse en su piel, al sentir como aquellas cadenas se ceñían a sus huesos. Tzuyu estaba siendo cruel, como nunca antes. Con sus apagados ojos ónices, vidriosos. Con una mano temblorosa sosteniendo la de Sana. Fueron pocos minutos, se sintieron como cientos de años. Cada uno más doloroso que el anterior. Cuando Tzuyu terminó, Sana no era más que un cuerpo inerte y etéreo. Sumida en un sueño del cual no lograría despertar jamás. Las lágrimas acariciaban sus mejillas, sus fanales estaban fijos en Tzuyu, quien sorbía su nariz y restregaba furiosamente el dorso de su mano sobre sus ojos ónices. Arrastrando y eliminando cualquier indicio de lágrimas en ellos. Sana bajó la vista y respiró erráticamente. Su mano lucía pálida y temblorosa frente a ella, con su dedo anular ensangrentado. Gotas escarlatas resaltaban como piedras preciosas sobre la tinta negra en ella.

—Una argolla.

—No. Cadenas, corderita. —Sana hipó en su sollozo débil. Viendo como Tzuyu tomaba su mano y besaba aquel tatuaje de anillo. Los labios de su dueña teñidos de rojo, al igual que sus traicioneros ojos—. Es mi condena para ti. Jamás podrás olvidarme.

—¿Po-por qué lo dices así? —Comenzó a hiperventilar—. Ha-hablas como... Lo dices así. N-no, no digas esta mierda. No es así, hablas como si quisieras dejarme un recuerdo... ¡¿Por qué estás haciendo esto?!

Sana recogió su mano y se colocó de pie, negando con la cabeza. Su respiración exaltada, presa del pánico.

—Sana, no. No es así. —Tzuyu se apresuró a llegar a ella. Acunó su rostro y presionó un beso en sus labios—. No es así, no lo es.

—V-voy a morir. Si no vuelves, voy a morir —susurró sobre los labios de Tzuyu.

—No lo harás.

—¡¿Y tú qué sabes?!

Sana intentó empujar a Tzuyu, más el fuerte abrazo en el que se vio envuelta frustró su intento por apartarse. Tzuyu cubría todo su cuerpo, besándole la frente y siseando para tranquilizarla.

—Estamos bien, amor —susurró—. Estamos bien.

—Vas a dejarme.

—Nunca.

—Mierda. Esto está mal, está tan mal —sollozó. Su rostro en el pecho de la taiwanesa—. Me siento jodida, Tzuyu. Estoy como, Dios. Estoy enferma.

—Estás enamorada de mí, por supuesto que está mal.

—Tengo miedo de que te vayas —confesó, escavando con sus dedos en la espalda de Tzuyu, aferrándose a ella—. ¿Y si nuestros caminos no vuelven a unirse, Tzuyu? No lo soportaré.

—Entonces seguiré tus pasos. Solo camina, no te detengas corderita. Porque te alcanzaré. Lo prometo.

—Tus palabras son una mierda —habló entre lágrimas, hipando y sorbiendo su rojiza nariz—. Eres una mierda, eres la peor novia. Apestas, te odio.

—Bueno, dame algo de crédito. Eres mi primera novia, lo estoy intentando.

—¡Cállate! Se supone que ahora deberías ser grosera y hacerme reír, te odio... Eso no es verdad. Te amo, mierda. Te amo tanto y no, no eres mi novia. Me pusiste un maldito anillo, eso no lo hacen las novias. Jódete. —Tzuyu soltó una risilla, cepillando sus dientes en la frente de Sana. Sin querer soltarla, sin tener la fuerza para apartarse. Daría lo que fuera por poder quedarse ahí, en los brazos de la chica con la que había conocido la libertad—. ¿Esto es para siempre, verdad? ¿No vas a aburrirte de mí, verdad? Mierda, parezco una jodida adolescente.

—Nunca podría aburrirme de ti, Sana. Tú eres todos los sabores. Dulce, salada, ácida y amarga; contigo lo tengo todo.

Sana se apartó de Tzuyu, su rostro lucía espantado. Entornó los ojos y recorrió a la taiwanesa con la mirada.

—¡¿Qué te hice?! Yo era la cursi de la relación. Me siento inútil. —Me hiciste feliz y libre —respondió encogiéndose de hombros. —Ya mátame, ¿quieres?

—Ya cállate y bésame, corderita coqueta.

.

Dio un golpe. Sana no estaba llevándolo bien. Otro golpe. El cuero en el saco de boxeó se hundió debido a la fuerza del impacto. Jadeó, agotada. No recordaba cuántas horas continuas llevaba golpeando aquella indumentaria. No estaba llevándolo nada bien. Una patada de costado y dos ganchos. Sana se estaba desmoronando frente a sus ojos.

—Tzuyu. Detente. —La voz de Momo la hizo detener los golpes—. Llevas ocho horas frente a ese maldito saco. Es suficiente.- Tzuyu negó con la cabeza. Estaba comenzando a sentirse mareada. Asqueada.

—No sé qué hacer —confesó—. La estoy lastimando, Momo. La estoy convirtiendo en una cosa... en mierda.

La morena dio un suspiro y se acercó a Tzuyu para quitarle las vendas de las manos.

—Es tu última noche aquí y la estás pasando con ese maldito saco de arena. No me jodas con tu mierda. Ve con Sana...

—¿Cómo puedes estar tranquila? Tú sabes que, bueno que... Maldición. Sabes que voy a... —No pudo terminar. No pudo acabar con aquella sentencia de muerte. Momo le dijo que se había resignado, que tarde o temprano iba a pasar y que al final, todas morían. Tzuyu siempre había pensado de esa manera, jamás había tenido apego por la vida... Hasta que conoció a Sana. ¿No debería ser igual para la morena?

—Ya viví todo lo que debía vivir —respondió con calma, palmeando los hombros de Tzuyu. Sus ojos la delataban, había miedo en ellos. Tzuyu podía reconocer el miedo en las mujeres.

—No quieres morir.

—Por supuesto que no, pero todas debemos morir, Tzuyu. Sabes cómo funciona esta mierda... Sabes que, si no lo haces tú, alguien más lo hará. —La taiwanesa guardó silencio, la vista fija en el suelo.

—¿Por qué? —preguntó luego de unos crudos minutos de silencio.

Esa era la única pregunta que se repetía en su cabeza. La única interrogante sin responder. Y la estaba comiendo viva... La estaba destrozando.

¿Por qué le tocó una madre drogadicta?

¿Por qué ella murió?

¿Por qué tuvo que irse con Yi Cheng?

¿Por qué su padre no pudo amarla?

¿Por qué tuvo que matar a su profesor?

¿Por qué comenzó a pelear?

¿Por qué se hizo fuerte?

¿Por qué quería vivir?

¿Por qué no pudo escapar?

¿Por qué nadie la mató?

¿Por qué quiso morir?

¿Por qué aceptó ir a Colombia?

¿Por qué quería ser libre?

¿Por qué tuvo que conocer a Momo?

¿Por qué esas personas tuvieron que morir?

¿Por qué su padre la traicionó?

¿Por qué tuvo que caer en prisión?

¿Por qué entró en los torneos del Under?

¿Por qué...?

¿Por qué conoció a Sana?

¿Por qué Sana la amaba?

¿Por qué encontró la libertad con ella?

¿Por qué tenía que matar a su hermana?

¿Por qué...?

—Porque nacemos prisioneras, Tzuyu. —El pecho de Tzuyu se encogió—. Incluso una emperadora es prisionera de su trono.

Su cuerpo se agrietó. Tzuyu podía ver las grietas de su propio cuerpo. Como si fuese una vasija de greda llena de agua que se filtraba dolorosamente por largas fisuras.

—No quiero ser prisionera. —Se sentía pequeña, vulnerable. Se encogió, justo como lo habría hecho aquella chica de doce años antes de tener que cargar un arma—. No más. Por-por favor.

Momo atrapó su labio inferior y se volteó para salir de ahí, restregando sus ojosfuriosamente para desaparecer las lágrimas. No podía consigo misma, no podía con Tzuyu... No podía con Dahyun, demasiado peso. Demasiado para alguien que no estaba destinada a ser una emperadora. Tzuyu quedó sola, perdida siendo aquella pequeña niña, aquella criatura que buscaba desesperadamente una brújula para hacer navegar su barco por los crueles océanos. Caminando hasta el único lugar donde podía encontrarla. Miraba aterrada a todos lados, clamando en su cabeza por redención. Llegó a la funesta celda, sintiendo aquel aroma dulzón que había desde que Sana estaba con ella, mezclado con el polvo y la humedad. Vio las bandejas con comida intactas, vio la cama... Su hermosa chica, tan frágil y fácil de romper, hecha una ovilla bajo las mantas. Tzuyu no sabía cómo sacarla de ahí. No quería... solo no quería lastimarla. No podía, ya no podía. Y ella solo sabía lastimar, si tocaba a Sana terminaría lastimándola. Así había sido desde que se conocieron. Se sentó en el borde de la cama, con la vista en sus zapatos y sus manos entrelazadas sobre sus rodillas.

—U-un día... —recordó. La última historia que escuchó de su madre—. El diablo despertó y... estaba enamorado, pero no era el amor que se le enseñó en el paraíso, era algo completamente distinto. —Sana se removió en la cama, corriendo las mantas para ver a Tzuyu.

—¿Tzuyu? —Estaba casi afónica.

—Era algo que había sido creado solo para él y su ángel. Era algo... era de ellos. Nadie más podría sentirlo. Nadie más podría vivirlo... Ni ellos porque ese día, cuando despertó y finalmente supo lo que sentía...

—Ta-Tzuyu... No. Por favor.

—Habían pasado mil años. —Se giró hacia Sana, sonriendo entre dientes y mostrando su hermoso rostro melancólico—. Y el ángel debía volver.

—No. —Sana negó con la cabeza. Sorprendida de que aún quedaban lágrimas en sus ojos—. No va a volver. No puede.

—Sí puede. Porque él ángel pertenece al paraíso.

—No lo hace. No más... ella... —Sana se aferró a Tzuyu. Enterrando sus manos en la camiseta de su dueña—. Ella perdió sus alas, ella no recuerda cómo volar.

—Yo te daré alas nuevas.

—¡No quiero alas nuevas!

Tzuyu colocó las yemas de sus dedos sobre los temblorosos labios de Sana y cerró los ojos, pensando en cómo hubiese sido su vida si aquella brújula hubiera aparecido antes de que el barco se destrozara y hundiera en el mar.

—Déjame desnudarte —susurró con voz ronca y temblorosa.

Sana bajó el rostro, soltando suaves hipidos mientras las manos de Tzuyu la despojaban lentamente de su ropa. Era la primera vez que Tzuyu la trataba con tanto amor, con tanta delicadeza. Y era la primera vez que le dolía la forma en que Tzuyu la tocaba. Tzuyu la empujó suavemente para que cayera de espaldas, recostando su cabeza en la almohada. Sana cerró los ojos, sintiendo su pecho desgarrarse en aquel íntimo ritual. Los dedos de Tzuyu recorrían temblorosos su piel, como si no quisieran tocarla; Sana seguía cayendo.

—E-eres tan hermosa, amor —susurró al tenerla desnuda frente a sus ojos—. No hay una sola parte de ti que no sea hermosa.

—P-por favor —suplicó. Sin saber el qué.

—Lo que sea, mi ángel. —Se inclinó hacia Sana y besó sus parpados cerrados, humedeciéndose la boca con las lágrimas de la sollozante castaña.

—S-solo ámame por favor. D-dime amor, bebé... Cuídame porque estoy destruida, Tzuyu, y necesito tanto que me ames...

—B-bien, lo haré... Yo... —Sorbió su nariz y cepilló sus labios sobre los de Sana. Acunando su rostro con ambas manos—. Eres mi amor, eres mi bebé... Lo eres todo, Sana. Todo.

Sana asintió, colocando sus manos sobre las de Tzuyu.

—So-sostenme así. —Hipó, su voz siendo un arrullo lastimero—. Solo, solo sostenme. Por favor, Tzuyu.

—Lo hago, amor. Lo... te estoy sosteniendo. —Las lágrimas de los orbes de Tzuyu caían sobre las mejillas de Sana—. Maldición. Esto duele, esto no es... no es esa mierda de hacer el amor. Duele, Sana.

El índigo de los iris de Sana se veía intensificado por el rojo a su alrededor. Tan destruida y hermosa.

—Lo sé. Duele... porque nos estamos lastimando. Tanto... Solo, no podemos.

Mierda, el amor no debería ser así, Tzuyu. No debería, esto no puede ser amor. Tzuyu inclinó su cabeza hacía atrás, sorbiendo su nariz y parpadeando para que el agua en sus ojos no le nublara la vista.

—Voy a... voy a besarte —susurró comenzando a descender hasta los pies de la cama—. Todo tu cuerpo. Mierda, voy a... No sé qué estoy haciendo.

Tomó un pie de Sana, frotando sus dedos pulgares en el dorso de esta. Comenzó a presionar sus labios en la tibia y suave piel, humedeciéndola con los rastros de aquellas gotas traicioneras que escapaban de sus ojos. Comenzó a besar, tal como lo dijo; cada parte del cuerpo de Sana. La japonesa tapaba su rostro con ambas manos, abandonándose en un llanto desgarrador. Temblando cada vez que sentía un nuevo beso de Tzuyu ser depositado castamente en su piel.

—No llores, p-por favor no llores —susurró sonriendo, Tzuyu. Siendo consciente de que ella hacía lo mismo—. Cuando lloras, pierdo las ganas de vivir.

Sana negó con la cabeza. No podía, estaba aterrada.

—M-me vas a dejar.

—No, amor. No lo haré.

—Prometiste que no me dejarías ir. Que me matarías antes, lo dijiste. So-solo hazlo, por favor. N-no puedo vivir sin ti. No quiero que me dejes marchar.

—No te estoy dejando marchar Sana, ¿no lo entiendes? —Tzuyu siguió besando los muslos de Sana, dejando ligeras caricias, apenas perceptibles—. No te estoy liberando a ti, me estoy liberando a mí misma. —El llanto de Sana se incrustaba en el pecho de Tzuyu.

—Pusiste un anillo en mi dedo.

—Porque quiero que me recuerdes siempre. —Tzuyu respiró pastosamente sobre el vientre de Sana. Plano y estirado, ¿qué había pasado con aquella pancita que tanto amaba?— Debes comer, amor. Prométeme que comerás.

—No voy a vivir. Sin ti no tengo un hogar. —Movía su cabeza en negación, su garganta dolía por el esfuerzo usado para poder seguir hablando a pesar de la irritación de sus cuerdas vocales—. Tú eres mi hogar, Tzuyu.

—Lo harás, vivirás y debes comer.

—No debería ser así... No debería. Tú me dijiste que irías a la fosa y que volverías. ¿Por qué hablas como si fueras a morir?

—Porque estoy cansada de llevar la corona, Sana. —Siguió besando cada superficie de la piel de Sana. Embriagándose en su dulce aroma—. Porque estoy cansada de ser una prisionera.

Tzuyu llegó a los pechos de Sana, pasó sus dedos por ellos, sabiendo que jamás podría encontrar otro lugar en el que quisiera vivir.

—Y-yo soy tu prisionera —gimió. Tirando del rostro de Tzuyu para poder encontrarse con aquella mirada del verano. Con esos ojos que se habían vuelto el motivo de su existencia. Los amaba tanto—. D-dime que lo soy. Dime que soy tu prisionera.

—No amor, tú... eres mi libertad. Tú, Sana Minatozaki... Naciste para liberarme.    

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