13. Juan 8:32 (II)
El cielo, teñido de un matiz celeste claro, permanecía impoluto, sin siquiera una pequeña nube tapando el sol de otoño. Una brisa suave corría por afuera del bus, y Sana ansió poder sentirla en las mejillas descoloridas. Deseó poder sentirse limpia. Libre.
Llegó a su casa pasadas las cinco de la tarde. ¿A dónde se habían ido tantas horas? ¿Qué había estado haciendo además de ser increpada por la devastadora verdad de ser no más que un insecto en el vasto e infinito universo? No importaba. ¿Qué más daba de todos modos?
Subió las escaleras a paso lento, sintiendo la pesadez en sus toms como grilletes en los tobillos. Entró a su pequeño cuarto en el ático, decorado con lucecitas centelleantes y plantas que comenzaban a florecer en el estante que su padre le había fabricado. Se dirigió el baño sin mucho entusiasmo y miró sus manos, llenas de tierra, manchas de sangre, cal y temblorosas. Se las lavó con suavidad y agua tibia sin atreverse a levantar la cabeza para encontrarse con su reflejo en el espejo.
No pasó demasiado hasta que decidió que lo mejor sería darse una ducha. Olía a mugre, sudor y azufre. Además, necesitaba relajarse un poco y el agua caliente siempre lo animaba en estas situaciones de tensión.
No se permitió a sí misma pensar en Tzuyu mientras el agua le lavaba las ideas y la piel. En vez de eso, se concentró en hacer una lista mental de cosas que tenía en el refrigerador y la alacena para preparar la cena. Seguramente sus padres estarían muy hambrientos cuando llegasen a casa. Oh, claro, también tenía que alimentar a Goliat. De hecho, ni siquiera lo había visto en su jaula. Esperaba que no se hubiese comido los alambres de nuevo.
La tarde continuaba sucediendo en un estado de ausencia completa, como si se le hubiera activado el piloto automático. Evitó pensar en todo, hasta evitó pensar en que no había derramado ni una sola lágrima.
Decidió ponerse un pantalón de chándal negro y una camiseta roja de algodón para cocinar. No haría nada muy elaborado puesto que solo había arroz y un par de verduras. Quizás una sopa. Sí, una sopa estaría bien.
Al terminar con eso, decidió que era buena idea darle a Goliat un par de zanahorias y tomate, así que lo hizo. Y luego vio la cantidad de tierra que había en su habitación y lo desordenada que estaba, lo mejor era limpiarla.
Las horas iban pasando lento. Lentísimo. Y la casa estaba cada vez más limpia. Al dejar su habitación, Sana siguió con el baño, las escaleras, los pasillos, la cocina, la sala y hasta le había sobrado el tiempo para cortar las hiervas malas de la huerta y las rosas de su madre.
Todo se veía increíble. Todo estaba perfectamente bien.
El sol se había perdido definitivamente, y Sana no escuchó la puerta de entrada.
—¿Cielito? —la voz femenina de su madre lo sacó de sus distantes cavilaciones y le dirigió una mirada fría—. Oh, Sana, cariño, mira cómo estás —Nako se acercó con premura tomando las manos de su hija menor, notando los cortes profundos que tenía en las palmas, probablemente por las espinas de las rosas y las cosas de jardinería. Pero no solo eso, también tenía la piel increíblemente roja de tanto fregar, casi lastimada. Sana se observó a sí misma en el reflejo de la puerta de vidrio que daba al jardín. Estaba sudada de nuevo y muy sucio, con tierra por la cara y la ropa.
—Hice la cena —susurró con inseguridad mirando a su madre a los ojos. Tan hermosa, tan viva y dulce… tan insignificante.
—Gracias, cariño, pero no era necesario —respondió Nako tragando duro. Había algo en el semblante de su niña que no estaba bien—. Perdiste todo el día limpiando y cocinando, bebé, ¿qué pasó con Tzuyu? Pensé que irían a un retiro o algo así —Sana aguantó la respiración por un minuto interminable y soltó todo de golpe, intentando que su tono de voz no cambiara.
—No tengo hambre ¿está bien? Estoy muy cansada —contestó dejando a su madre aún más preocupada. Nako atinó solo a asentir preguntándose qué sucedía, pero no se atrevió a inquirir más a Sana.
—Está bien, cariño —la mujer notó la manera en la que la castaña se estremeció cuando ella subió su mano para acariciarle el cabello, intentando tranquilizarla. Sana se sentía como una bola de nervios, tensa y rígida. Nako casi podía sentir la forma insana en la que su hija estaba apretando los dientes—. Date una ducha y ponle alcohol a esos cortes. Ve a dormir.
—Buenas noches —fue lo último que dijo, sin mirarla.
Una vez más, Sana se quitó la ropa, la puso en el cesto y se dio otra ducha. Pronto se sintió de nuevo limpia, pero la tensión de sus músculos no cedía, ni siquiera cuando el agua caliente penetraba en su piel de manera violenta. Acto seguido, cuando estuvo seca, buscó en su botiquín alcohol y vendas y procedió a curarse.
Fue entonces que subió la mirada hacia el espejo.
Su rostro parecía el de un fantasma, tan pálida y desmejorada, como si hubiese crecido diez años en apenas un par de horas. El corazón le latía a tope, tanto que tuvo que asegurarse de que su pecho no se movía como en las caricaturas. La garganta se le cerró, pero su respiración no cesó.
Podía oír de nuevo el crujido del cuello de Jihyo en las manos de Michael, una, y otra, y otra, y otra vez, en un bucle interminable que le perforaba el cerebro como una retroexcavadora.
Crack.
Muerte.
Crack.
Muerte.
Crack.
Muerte.
Y entonces recordó los ojos de Jeongyeon, que no eran azules sino blancos, totalmente blancos y brillaban como un faro eléctrico.
Y el rostro de Mina, con la nariz deformada y los huesos rotos, empapada en sangre.
Y la piel podrida, llena de gusanos, de Nayeon a quien se le regeneraba el rostro una y otra vez, pero siempre de manera asquerosa.
Y Tzuyu…
Tzuyu medía más de dos metros y tenía cuernos.
Tzuyu sangraba.
Tzuyu no moría.
Tzuyu olía a suavizante de tela y flores, pero también a azufre, quemaduras y pesar.
Tzuyu tenía dos pozos negros abismales y horribles en donde antes estaban sus espejados ojos verdes.
Tzuyu… Tzuyu era el Diablo.
Sana sintió cómo un terror desconocido se apoderaba de su cuerpo haciéndole sentir cada nervio prendido, como si la hubiesen metido entero a una hoguera. Sentía que se moría.
¿Y qué si se moría? ¿Quién era ella comparada con el Diablo? ¿Con los ángeles? ¿Con Michael y Gabriel?
¡¿Quién era ella comparada con Dios?! ¡Nada! ¡Era mugre en el asfalto del infinito! ¡Irrelevante, microscópico, prescindible!
Corrió hasta su cama y se tiró de sopetón enterrando el rostro en la almohada para tapar los gritos desgarradores que se escapaban de sus labios. Le temblaba todo el cuerpo, los ojos le escocían en llanto. No podía dejar de llorar, no podía dejar de gritar, no podía dejar de pensar: NO. SOY. NADIE.
Fue en ese momento que se sintió consciente de todas las manos que la habían tocado.
Sintió que le ardía la piel donde Tzuyu la había sostenido, le quemaba en donde Jihyo había apoyado sus dedos. Los sentía a todos; Mina, Jeongyeon, Nayeon (Andras), Asmodeus, Michael, Gabriel. Los sentía a todos metiéndosele debajo de la piel sin permiso, adueñándose de ella misma. Se sentía ultrajada, violentada, sucia, asquerosamente sucia. Movió la cabeza lo suficiente como para vomitar en el suelo al costado de su cama, sin dejar de sollozar como un crio, sin dejar de estremecerse con un frio terrorífico y paralizante recorriéndole los huesos.
Sana se levantó aún tambaleante hasta el espejo de cuerpo completo en la esquina de su cuarto. Se quitó toda la ropa, absolutamente toda, y observó con los ojos empañados, intentando enfocarse, si había rastros de ellos. Si habían dejado marcas que probaran que todo aquello había sucedido. Se fijó si estaba sucia.
No podía más. Ya no resistía. Algo se había quebrado en su interior de la misma manera que el vidrio se rompe; sin encontrar nunca reparación que la dejase como antes.
Estaba marcada, sí, pero su marca no era externa. Estaba en su alma.
No supo cómo, pero limpió el vómito del suelo y volvió a bañarse… por tercera vez.
No se sentía mejor. Ni más pulcra.
Estaba aterrorizada. Genuinamente aterrorizada. Y encima tenía el corazón roto.
Con sus últimos vestigios de consciencia luego de horas llorando en la madrugada, se levantó y buscó su celular. Miró en la pantalla más de cincuenta llamadas perdidas de Jihyo, otras veinte de Mina y solo cinco de Jeongyeon. Miles de mensajes y no dejaba de vibrar.
Entonces su nombre apareció en la pantalla como llamada entrante: Tzuyu Chou.
El corazón se le aceleró de nuevo, pero actuó con rapidez. Apagó el teléfono y buscó en su armario una de las cajas de sus zapatos, la vació y metió allí el móvil con un montón de palees y algodones tapándolo. Como último recurso, buscó entre sus cosas una cruz que tenía de cuando era chica. Sus abuelitos se lo habían regalado y ella la guardaba porque los amaba a ellos sin importarle la religión. Quien iba a decir que un día la necesitaría.
Que todo aquello… sería cierto.
Selló la caja de zapatos con un montón de cinta y la escondió en el lugar más recóndito de su armario, esperando no volver a ver aquel aparato.
Esperando no tener que volver a enfrentarse a la adversidad de esa manera, pero muy dentro suyo sabía que se estaba engañando.
Jamás, ni en un millón de años, podría olvidarse de su Tzuyu. Aun cuando no existía.
JUAN 8:32 – "Y CONOCERÉIS LA VERDAD, Y LA VERDAD OS HARÁ LIBRES."
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro