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1. Los que no tienen redes sociales son psicópatas, Sana

Las mañanas solían ser bastante agradables; el clima apenas se elevaba por encima de lo justo y la humedad disminuía a medida que pasaba el tiempo.

Sana caminaba con un paso firme pero apacible, apretando contra su pecho los libros de estudio para su siguiente y última clase del día. Todavía no podía borrar la sensación faltante en su pecho que perduraba desde hacía dos noches. No dejaba de pensar en aquella extraña de ojos verdes y cabello caramelo.

—Cuéntamelo absolutamente todo, Minatozaki  —una muchacha, más bajita que ella, la abrazó por los hombros sacándola de su ensoñación. Una sonrisa sincera se dibujó en los labios finos de Sana mientras se reía, sintiéndose como cuando tenía dieciséis y se había enamorado por primera vez de un imposible.

—Jihyo eres una chismosa —el cabello castaño, casi rubio, de su amiga brillaba con lo que parecían ser pedazos de papel metálico—. ¿Qué es eso? —preguntó sacudiendo las hebras doradas del muchacho, dejando el suelo a su alrededor lleno de papelitos.

—Estaba ayudando a preparar la fiesta de fin de año a las maestras del kínder que está a un par de calles —se encogió de hombros y continuaron caminando por los pasillos, pero antes de llegar a destino fueron interceptados por otra de sus amigas, Mina; una tipa que lo que tenía en músculos, lo tenía en corazón. Parecía preocupada, pero Sana sabía que era una tipa algo cerrada, reacio a contar sus pericias.

—Mina —saludaron ambas con cordialidad.

—Sana —sonrió de lado, pero la alegría no le llegó a los ojos—. Jihyo.

—Hey, Sana estaba a punto de contarme del viernes y la fiesta de Jeongyeon  —la aludida subió la ceja reaccionando a aquel tono imperativo de su amiga, pero las conocía desde hacía años y sabía que eran así por naturaleza. Unos grandes papás protectores (como si no tuviera suficiente con los suyos).

Sana había conocido a Jihyo en primaria, con tan solo nueve años llevando el rostro siempre sucio de tierra y lágrimas. La rubia se quedaba a su lado todo el tiempo, lo protegía cuando niños más grandes querían pegarle, aun cuando los dos tenían la misma fisionomía lánguida. También conocía a sus padres, dos tipos de aspecto mafioso que jamás sonreían, así que tampoco le molestaba mucho cuando decidían juntarse en casa de cualquier otra persona.

Jihyo era su mejor amiga y su confidente más cercano; entre ellas no había secretos.

Cuando hubo entrado en la secundaria conoció a Jeongyeon , una tipa altísima con ojos azul cielo y cabello chocolate. Sonreía poco y hablaba aún menos, pero había llegado a su vida para quedarse. No pasó mucho tiempo para que se hicieran amigas cercanas y comenzaran a salir a cuanta fiesta se les cruzara. Jeongyeon  tenía dinero de sobra y decidía utilizarlo mayormente en Sana y sus salidas. Jihyo nunca iba con ellas porque la rubia podía ser muchas cosas, pero fiestera no era una de ellas.

El último integrante en unirse al grupito fue Mina. La había conocido por casualidad en el penúltimo año de secundaria luego de que el autobús de la escuela casi le pasara por encima a Sana a la salida de las prácticas de matemática.

Mina era un mundo aparte; un corazón de oro y amabilidad inhumana, cosa que no coincidía con su cuerpo musculoso. Era como si aquel cuerponno encajara con los ojitos marrones de cachorro.

Fue casi el destino que las tres terminaran juntas en la Universidad Estatal de San Francisco. Jihyo estudiaba historia con Sana, Mina ciencias políticas y Jeongyeon  relaciones internacionales. Siempre estaban juntos, a veces pasaban los fines de semana con Sana en su casa, compartiendo almuerzo con su familia y repasando para exámenes finales.                                

               
—Anabel de Psicología dijo que te vio bailando con una tipa mucho más grande que tú que ni siquiera asiste a esta universidad —susurró Jihyo mientras caminaban hacia el salón de filosofía. Mina frunció el ceño mientras tomaba los libros de Sana y la observaba con reproche.

—No es tan grande, tiene veintisiete, y no bailamos toda la noche porque la policía llegó luego de tres canciones —un suspiro entrecortado abandonó los labios de la menor de las chicas. No podía creer la mala suerte que tenía.

—Así que... ¿lo volverás a ver? —preguntó Mina mientras llegaban a la puerta del aula. Sana torció el gesto con desagrado.

—Intercambiamos número de teléfono pero cuando salí de la casa de Jeongyeon  y busqué mi celular, ya no lo tenía en el bolsillo —la ojiazul se lamentó con la espalda apoyada en la pared y un gesto derrotista—. Intenté buscarla en Facebook y en Instagram cuando llegué a mi casa, pero no aparece por ninguna parte.

—Eso solo puede significar una cosa... —respondió Jihyo apoyando su mano en el hombro de su amiga a modo de contención.

—Que es una psicópata —Mina culminó la frase con el mismo gesto que Jihyo, recibiendo como respuesta un gesto confundido de las dos muchachas.

—¿Qué? No, imbécil —la rubia empujó un poco a la mastodonte sin moverla siquiera un poco—. ¿Cómo es que llegaste a esa conclusión?

—Estamos en el siglo XXI, cualquiera que no tenga redes sociales debería ser considerado un psicópata —Mina se encogió de hombros mientras Sana chasqueaba la lengua.

—Solo significa que me mintió sobre su nombre ¿verdad, Jihyo? —la castaña sabía lo que su amiga quería decir siempre, sin que ésta pronunciara una palabra. Era una conexión especial la que tenían. Jihyo apretó los labios de manera extraña en una mueca que pretendía ser de compasión, pero había algo allí que Sana no lograba descifrar.

—Anda, entren a clases y luego podemos ir por helado para subirte el ánimo —ofreció Mina revolviéndole el cabello a la ojiazul mientras sonreía ampliamente. Ésta le devolvió el gesto con menos entusiasmo para luego entrar, seguido de Jihyo, a filosofía.

La clase se hacía eterna mientras Sana anotaba los nombres de los libros que tenía que leer para la próxima semana. Sus pensamientos sobre la materia eran interrumpidos a cada rato por intrusivos recuerdos de Tzuyu y la noche del viernes.

No podía dejar de pensar en ella en absoluto, aun cuando la tipa le había dado un nombre falso (y probablemente un número de teléfono erróneo). No podía evitar preguntarse por qué había bailado entonces con aquella extraña si no tenía real interés. Además ¿Quién miente sobre su nombre en esta época? No tenía sentido. Nada tenía sentido.

Fijó su vista en la pizarra con una línea de tiempo mal dibujada y filósofos hablando del amor en diferentes épocas. De pronto los ojos de Tzuyu le cruzan por la cabeza. Aquella cara angulada, linda mandíbula y pómulos con los que se podía cortar hielo. ¿Cómo podía existir un rostro tan hermoso que ocultase tantos engaños? No lo entendía, y se preguntó si en realidad había algo malo con ella. Sana sabía que no era precisamente una belleza exótica o espectacular, pero tampoco era desagradable. No demasiado de todos modos.

—Sa, tengo que irme pero nos vemos más tarde ¿sí? —le susurró Jihyo en el oído, llamando su atención y disipando aquellos pensamientos destructivos que comenzaban a formarse en su psiquis.

—Manda un mensaje al celular de mi mamá si necesitas algo —susurró en respuesta para después fijarse en su amiga saliendo por la puerta gigantesca de madera bajo la mirada de ciento cincuenta personas en su nuca. El resto de la clase lo pasó aún disperso.

Comenzó a guardar las cosas cuando la mayoría de los estudiantes habían dejado el salón. El profesor llevaba un buen rato sentado en silencio, dando la clase por finalizada.

Sana miró el reloj de pared anunciando el final de su día en la universidad, y nunca se había sentido tan afortunada. Necesitaba descansar un poco antes de entrar al trabajo; almorzar con sus padres, leer un poco de literatura clásica, y echarse una siestecita.

No notó, al salir a los trompiscones, que había una persona adelante suyo, provocando que todos los libros de aquella pelinegra que tenía en frente cayeran al suelo.

—¡Lo lamento tanto! —exclamó avergonzada mientras ambas se agachaban a recoger el desastre de hojas y lápices. Sana lo observó con cuidado. Conocía a aquella chica, la había visto varias veces por los pasillos y también habían ido juntas a la secundaria. Su nombre era algo inusual, pero no lo recordaba en ese momento. Lo que sí recordaba eran los magullones que tenía en el rostro desde siempre.

—Descuida, está bien —su voz sonaba como un soplo al aire, desinflado e impotente. Las manos flacuchas le temblaban como hojas y se preguntó quién le habría hecho aquel horrible moretón en el ojo y aquella laceración del pómulo derecho.

—¿Estás bien? —preguntó la ojiazul sin poder contenerse un minuto, sin detenerse a pensarlo mejor. La morena tenía el terror pintado en los orbes. Su rostro destilaba inocencia, aún debajo de las lastimaduras. Asintió varias veces, pero parecía una respuesta más automática que real.

—Adiós, Sana —respondió la muchachita agarrando todas sus cosas y echándose a caminar con una rapidez impresionante para alguien que parecía tan frágil.

Kim Dahyun, Sana lo recordó.

Era un año más chica que ella y estudiaba algo relacionado al arte, pero no estaba segura de qué era.

—Adiós... —le contestó demasiado tarde como para que la escuchara.

Se sorprendió cuando llegó a la entrada de la escuela y vio un auto aparcado. Era un Chevy viejo y destartalado en color negro, con dos líneas grises cruzándolo de lado a lado. Una sonrisa amplia se le dibujó en el rostro aniñado mientras corría hacia el chico apoyado contra el capot con gafas de sol Ray—Ban de segunda mano.

—¡Yuta! —gritó con entusiasmo mientras abrazaba a su hermano mayor con devoción.

—Hola, microbio —el rubio le sacudió el cabello con dulzura y le dejó un beso ruidoso sobre la frente de Sana.

—¿Qué estás haciendo aquí? Mamá dijo que estabas llenísimo de exámenes y no podrías visitarnos hasta dentro de dos semanas —Yuta rodó los ojos y le abrió la puerta del Chevy a su hermanita.

—Mamá exagera, microbio —respondió con simplicidad entrando al lado del conductor y encendiendo el auto—. Además, tenía que visitar a mi hermanita menor después de que me vinieran con el chisme de que anduvo moviéndole el culo a una tipa mayorcita—Yuta se rio con ganas mientras entraba en la carretera principal—. ¿Andas buscando un sugar daddy, microbio?

—¡Basta! —Sana se rio con las mejillas hechas un fuego, propinándole un puñetazo en el brazo a su hermano—. Estúpida Jihyo, es una chismosa, y para que sepas no fue tan así lo que pasó y la chica con la que estaba no es tan mayor.

—Anda, cuéntamelo todo.

Luego de un suspiro, Sana comenzó de nuevo con la historia que ya había repetido dos veces en el día. No le molestaba hablar de esas cosas con su hermano. De hecho no le molestaba hablar de esas cosas con ninguno de sus hermanos.

Los Minatozaki  eran una familia numerosa y bastante unida a pesar de la distancia geográfica que había entre todos. Sana era la hermanita menor y, por lo tanto, la consentida de sus padres, luego le seguía Yuta con veintitrés años recién cumplidos y una forma de ser que enamoraba a cualquiera. Yuta tenía muchísima labia para engatusar a la gente y causarles buena impresión, no había ser humano al que le desagradara el rubio. Sana se llevaba muy bien con ella y eran muy cercanos.

Después le seguía Levi, con veinticuatro años, rizos caramelo y ojos marrones tan oscuros que parecían negros. Levi era un poco críptico y huraño, pero siempre estaba dispuesto a viajar para visitar a la familia en las reuniones de fin de año. Levi le había enseñado a Sana a cazar luciérnagas y a cambiar las bombillas de la casa por si era necesario. El siguiente era Kenji, con un año más que Levi, y el peor carácter del mundo. Kenji siempre estaba haciéndole cosas malas a Sana simplemente porque muy en el fondo le jodía que fuese la favorita de todos. Casi no tenían contacto con él, pero a veces iba a la casa de los Minatozaki  en Navidad o Año Nuevo. Sabía que había estado internado por consumo problemático de sustancias a las dieciocho, pero llevaba años sobrio. Su mamá estaba muy orgullosa de ello.

Los más adultos eran Dominic y Christian, con treinta y treinta y tres años respectivamente. Ambos trabajaban en Nueva York y llamaban a casa todos los fines de semana. La verdad es que eran muy unidos entre los cinco hermanos a excepción de Kenji, y también eran unidos con sus padres; Nako y Daiki. Nako había estado casada con Yun Minatozaki  primero, pero éste había muerto cuando Sana era apenas un bebé de diez meses. Un ataque al corazón, fulminante. No lo recordaba en absoluto, pero sabía que todos sus hermanos sí, y lo querían muchísimo. Aunque también querían mucho a Daiki. Era un tipo un poco simplón y hacía los peores chistes del universo, pero siempre se preocupaba porque su madre y él tuviesen todo lo que les hiciese falta en casa. Un padre amoroso y dedicado, al igual que su madre.

El último integrante de la familia era Goliat, su hámster maligno. Mordía a todo el mundo, a veces se desaparecía de su jaulita por días, masticaba los cables de las lámparas y hacía caca por todos lados. Sana lo amaba con todo su corazón.

—¿Por qué no llamas a la compañía telefónica y les pides un clon de tu tarjeta sim para recuperar el número de la tal Tzuyu? —aparcaron en la entrada sin mucha ceremonia para después emprender el camino hacia la casa de sus padres.

—No tengo dónde poner la tarjeta sim porque no tengo celular —le recordó con molestia mientras abría la puerta encontrándose con sus padres de pie frente a la estufa cocinando quien sabe qué cosa.

—Quédate con el mío, yo no lo necesito —sugirió Yuta—. Hola ma, hola Daiki.

—Niños —saludó Nako acomodándose el largo cabello negro en un rodete alto. Daiki los saludó con el vaso de limonada aún en la mano.

—No, cómo crees... —Sana frunció el ceño acercándose a su mamá para besarla en la mejilla y luego abrazar a su padre.

—¿Qué sucede, cielo? —preguntó ella con congoja. Sabía que Sana era bastante propensa a meterse en problemas cuando sus amigas no estaban cuidándola.

—Nada, mamá, Yuta está siendo irracional de nuevo —el rubio rodó los ojos dándole un puñetazo suave en la cadera a su hermanita menor.

Luego de un almuerzo tranquilo y anécdotas de Yuta sobre la universidad y la chica con la que estaba viéndose, la castaña subió a su habitación para descansar un rato antes del trabajo, pero entonces se vio atraída, una vez más, por su computadora. Abrió Facebook y tipeó primero el apellido de Tzuyu, pero ninguna de las caras le resultaba familiar. Tzuyu no estaba allí, y ella lo sabía, pero no podía dejar de intentar. Suspiró rendida mientras apoyaba la frente sobre el escritorio de madera. Luego de unos segundos se puso de pie y observó alrededor hasta dar con el reloj de pared. Era hora.

—¡Yuta! —gritó el menor desde su habitación mientras abría el closet con brusquedad buscando el horrible uniforme de pantalón blanco y playera rosa—. ¡Yu...!

—Estoy aquí, microbio ¿qué pasa? —su hermano se encontraba apoyado en el marco de la puerta de la habitación, masticando un trozo de galleta.

—¿Me llevas a la cafeladería? —Yuta suprimió a la fuerza una risa. Sana torció el gesto, siempre era la misma reacción cuando decía aquella estupidez.

—Cafeladería...

—"Cafetería y heladería" suena demasiado largo ¿sí? —se desprendió de su ropa de la universidad con rapidez para calzarse sin problema el uniforme.

—Ya, vamos —finalmente el rubio se rio mientras bajaba las escaleras siendo seguido por su hermanita menor.

Mr. Sweetness era una pequeño local que estaba a quince calles de la casa de Sana. Su dueño, el señor Chin, era amigo de Daiki y éste le había arreglado una entrevista de trabajo cuando Sana apenas entraba en la universidad. Le encantaba trabajar allí. El ambiente casi siempre era de amabilidad y respeto, sus compañeras de trabajo; Lena, Dim y Ella eran muy agradables. Sana solo tenía algunos roces con Ronnie ya que a la muchacha no le gustaba ella por alguna razón que todavía no comprendía.

—Gracias por traerme, te quiero, cuídate y vuelve pronto ¿sí? —Yuta tenía el carro mal aparcado justo en frente del local. Rodó los ojos y le dio un abrazo fuerte a su pequeña Sa. A veces se sorprendía de lo mucho que la chica había crecido en su ausencia. No recordaba siquiera cuando había cumplido los veinte años. Todavía la veía como aquella mocosa microscópico de cuatro que se comía las catarinas del jardín cuando no la estaban viendo.

—Anda, microbio, no te me pongas sentimental o voy a llorar —se burló con tono jocoso el rubio mientras le revolvía el cabello afectuosamente—. Te quiero, anda, ve a hacer de este mundo un lugar mejor —Sana comenzó a bajarse del auto con una risa atragantada mientras la bocina de otro coche les interrumpía el momento—. ¡Nos vemos en Navidad, microbio!

—¡Bye! —Sana corrió a través del tráfico recibiendo un par de bocinazos e insultos, hasta que por fin llegó a su destino.

Sonrió al ver las paredes pintadas de un rosa pastel. Sabía que probablemente Ella se había ocupado de aquello porque llevaba semanas pidiéndole autorización y presupuesto al señor Chin para remodelar un poco el ambiente. También había un par de cuadros colgados con las fotos de los empleados y clientes habituales, estrellas llenas de glitter colgando del techo del local con hilo transparente y una suave música reproduciéndose en el equipo de atrás.

—Vaya, Ella, realmente te superaste —murmuró el muchacho entrando por la puerta de la cocina para luego saludar con la mano a Dim, quien se estaba encargando de decorar los cupcakes y tartas, y Lena quién limpiaba con ahínco las máquinas de café.

—¿Te gusta? ¿Lo amas? ¿Verdad que es precioso? Las chicas me ayudaron, sobre todo Lena, ya sabes que a Dim no le gustan demasiado las cosas rosadas y con brillos, ella es más del estilo gótico, creo que también le gusta Batman ¿a ti te gusta Batman? Yo odio a Batman, es un multimillonario neoliberal que se la pasa deprimido veinticuatro siete porque quedó huérfano y está muy sentido, eso no quiere decir que no lo entiendo, perder a tus padres a edad temprana deber ser realmente doloroso, bueno a cualquier edad es doloroso, pero ¿es necesario salir en las noches vestido de murciélago a lamentarte por tu vida mientras pateas los traseros de personas que se vieron obligadas a delinquir por un sistema sociopolítico defectuoso? En fin ¿a que el rosa queda lindo? —Sana se quedó en silencio oyendo cada una de las palabras en la interminable perorata de Ella. La muchacha de ojos negros y tez morena siempre era igual. No podía evitar soltar todo lo que se le venía a la mente.

—Quedó precioso, Ella, hiciste un trabajo estupendo —susurró mientras tomaba la libreta para anotar los pedidos, pero antes de que pudiera salir fue atacada con uno de los famosos abrazos de la pelinegra.

—¡Eres tan dulce! —ambas rieron divertidos, pero fueron interrumpidos por el resto de sus compañeras cuchicheando amotinadas en la ventanilla pequeña que daba al salón principal del café—. Oigan ¿Qué ven?

—Acaba de entrar un Adonis —fue Dim, increíblemente, la que emitió el comentario.

—Joder mira esos músculos, no me molestaría en absoluto que me aplastara con ellos —susurró Lena acomodándose el cabello en una coleta baja.

—Definitivamente me sentaría en su cara —agregó Ronnie haciendo que Sana frunciera el ceño, perturbada.

—¿Bromeas? Dejaría que ella se siente en la mía —Dim se rio en voz alta llamando la atención de la cliente quien miró hacia la ventana levantando la mano a modo de saludo. Las tres chicas, avergonzadas a más no poder, se ocultaron tras la mesada—. Joder, Adonis nos vio.

—¿Quieren qué salga a atender yo? —ofreció Sana riéndose de toda la situación. Las muchachas asintieron desesperadas. Ronnie habló de nuevo cuando la castaña estaba cruzando la puerta.

—¡Consígueme su número! —vociferó, descaradamente. Sana se sonrojó de sobremanera mientras caminaba a la mesa de la Señorita Perfecta sin prestar atención realmente. Estaba al borde de la risa y un ataque de nervios, pero se quedó petrificada en cuanto se dio cuenta de quien ocupaba aquel lugar.

Con su camisa volátil celeste desabotonada, y las mangas arremangadas hasta medio brazo dejando expuestos sus tatuajes, y una sonrisa ladina que solo podría haber clasificado como perversa, estaba aquella extraña de la fiesta.

—¿Tzuyu? —las mejillas de Sana se tintaron de un rojo carmesí que al rizado le hicieron perder el hilo de sus pensamientos por apenas un instante. La castaña se dio cuenta de que la mayor no parecía sorprendida de verla en absoluto, y aquello la desconcierta, pero decide no pensarlo demasiado.

—Hola, ángel —recuerda aquella voz acariciándole la nuca y no puede evitar sentir un escalofrío corriéndole por la columna vertebral. Las piernas le tiemblan y se pregunta cómo una persona le puede causar tanto con tan pocas palabras.

—¿Qué haces aquí? —la voz se le hace añicos. Se siente minúscula frente a aquella mastodonte de acero. Se imagina sus manos tocándole la cintura, lo que causa aún un mayor sonrojo. Tzuyu sonríe divertida, imaginándose veinte maneras distintas de engatusar a la muchacha para poder llevárselo finalmente, pero se contiene sabiendo que debía ir despacio. Su Sana era todavía demasiado inocente como para revelarle las cosas que pensaba hacerle.

—Vine por café —mintió descaradamente, acomodándose de manera desarreglada sobre el asiento del lugar. Sus ojos siguen los movimientos de la castaña hasta que ésta muerde su labio inferior con la vergüenza pintada en los ojos añiles. Tzuyu aprieta los puños.

—Oh... —susurra decepcionada Sana mientras sube la libreta a la altura de su pecho para poder escribir a gusto—. ¿Café solo? —insiste con aquel timbre de voz suave y angelical que Tzuyu conoce desde toda su vida.

—Con mucha crema —agrega despreocupadamente—. También quiero una porción de tarta de durazno y tu verdadero número de teléfono —Sana levanta la vista regalándole al mayor toda su atención.

—Te di mi verdadero número de teléfono —se queja con un puchero en los labios que Tzuyu solo puede pensar en morder. Lleva años esperando poder acercarse a Sana, y la abstinencia no era su mejor aliada—. Es que perdí el celular al salir de la fiesta, y luego intenté buscarte por Ins... —la ojiazul cerró la boca al darse cuenta lo mucho que estaba diciendo. Tzuyu la observaba divertida con aquella pose de modelo de revista y media sonrisa cortándole la cara—. En fin, por ahora no tengo un teléfono —culminó rascándose la nariz como siempre hacia cuando estaba nerviosa.

—Entonces tendré que seguir apareciéndome por aquí —Tzuyu le guiña el ojo provocando una sonrisa sincera y amplia en Sana. Ella nunca ha visto nada más hermoso.

—Okay... —murmura con vacilación para luego voltearse y caminar hacia la cocina con los orbes de Tzuyu todavía pegados a su anatomía. Luego de cerrar la puerta tras de sí se apoya contra una pared y comienza a hiperventilar dejando la libreta en una mesa y rodeada de sus compañeras que le tiran aire con lo que encuentran por ahí. Ella le alcanza un vaso de agua y Sana se ríe estúpidamente.

—¿Qué se supone que fue todo eso? —pregunta Dim abriendo sus ojos llenos de un profundo delineador negro, a tope.

—Esa tipa estaba en la fiesta de mi amiga Jeongyeon  el fin de semana, bailamos juntas y hablamos un poco...

—¿Se besaron? —preguntó Lena con emoción y un poco de envidia, pero extasiada por lo que contaba su compañera.

—¡No! Acababa de conocerla, por supuesto que no nos besamos... —Sana se mordió el labio inferior y comenzó a preparar el café de Tzuyu—. Pero creo que queríamos... —un grito de las tres chicas le perforó los tímpanos—. Ella, prepara una porción de tarta de durazno, porfa.

—A la orden, Tzu —la pelinegra se alejó a paso acalorado mientras Ronnie se acercaba a Sana con mirada desdeñosa y semblante sereno.

—Estás mintiendo —susurró solo para que Sana lo escuchara—. Es imposible que una mujer como esa haya puesto sus ojos en alguien como tú.

—¿Qué hay de malo conmigo? —preguntó Sana con el ceño fruncido y la taza de café acomodada en la bandeja plateada. Ronnie rodó los ojos y se alejó de allí de la misma manera que vino. La ojiazul no pudo evitar darle vueltas a su comentario en la cabeza.

¿Qué había de malo con ella?

Cuando salió de nuevo de la cocina con la tarta y el café, Tzuyu se encontraba de pie en la barra con el ceño fruncido y una expresión aterradora que fue cambiada en cuanto posó sus ojos verdes y afilados en Sana.

—¿Está todo bien?

—Un inconveniente —contestó con el celular en la mano sin demostrar realmente su fastidio—. Tendremos que vernos en otra ocasión, ángel —le tendió a Sana un fajo de billetes que superaban con creces el verdadero precio del pedido.

—Tzuyu esto es muchísimo, deja que te ponga las cosas para llevar, por favor —fue rápido al moverse y buscar una caja y un portavasos adecuado, no quería que le quedara una mala impresión de ella o del local. Mr. Sweetness era importante para Sana.

Luego de empacar todo le tendió a Tzuyu el vuelto y una bolsa marrón con sus cosas. Tzuyu solo agarró la bolsa, guiñándole un ojo en el proceso.

—Propina —masculla a media voz conteniendo las ganas que tenia de morder los labios de la castaña. Sana frunció el ceño con preocupación.

—Es demasiado...

—Estoy muy satisfecha con el servicio —contesta con simplicidad y la sonrisa maléfica tatuada en el rostro. Sana torció el gesto pero finalmente lo aceptó y guardó el fajo de billetes en el bolsillo de su pantalón blanco—. Es una lástima que no pueda quedarme más tiempo para ver tu rostro de ángel —Sana se ríe quedito y abraza la bandeja cromada. Nunca le habían dicho algo así.

—¿Nos vemos luego? —la incertidumbre le quemó las venas. Tzuyu se inclina para tener sus ojos más a su altura. Sana no podía creer lo increíblemente verdes que eran.

—Solo di mi nombre y apareceré —dejó un beso suave en su mejilla y se marchó de allí con paso torpe y apresurado. Sana tenía todos los colores pintados en el rostro y los pulmones tan llenos de aire que se sentía explotar.

Se volteó cuando finalmente perdió de vista a Tzuyu, golpeando su frente contra la barra con una sonrisa tonta en la cara.

—Necesito casarme con esa mujer —suspiró audiblemente, sintiéndose como una colegiala enamorada, para luego recomponerse y volver al trabajo.

Le quedaba un largo día, y aquella visita inesperada le había dado la energía exacta que necesitaba para continuar.

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