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𝓐𝓷𝓽𝓮𝓼 𝓭𝓮 é𝓵 : 𝓬𝓲𝓷𝓬𝓸

Lo que ocurrió el día previo a la partida de Jo fue el comportamiento más grosero e inaceptable de mi parte. Después, me arrepentiría y avergonzaría.

Mi cuerpo temblaba y, aunque sabía que ya no había nada que pudiera hacer para impedir que se marchara, quería intentarlo todo. Volví a ser imprudente y entré a su habitación sin permiso. Estaba todo tal cual, no se llevaría nada. Sin embargo, dos semanas después vendrían almas encargadas a vaciar la habitación.

—Prometo que de alguna forma tendrás noticias de mí —al fin se dignaba a dirigirme la palabra, después de ignorarme—. Discúlpame, en serio discúlpame por hacerte tanto daño. Pero es la única manera que tengo ahora para ayudar.

—Si te explicaras solo tal vez podría comprenderte, Jo, pero solo guardas silencio, solo me ignoras —mi voz se quebraba, realmente era muy doloroso—, no puedes prometer que tendré noticias de ti. Ellos tienen prohibidas las cartas, el contacto, la comunicación...

—Ellos tienen prohibidas tantas cosas, Cel —se rió, parecía que se estaba burlando de mí—, pero contigo ninguna de esas reglas se cumple ni tiene sentido. Así que, por favor, confía en mí. Voy a encontrar la manera. Debes estar atenta y buscarme en todos los sitios posibles.

—Me volveré paranoica entonces —solté un suspiro, relajé mis hombros y escondí mi cabeza entre las palmas de mis manos. Luego sentí cómo su cuerpo me rodeaba en un cálido abrazo, al cual me aferré con desesperación.

No entendía cómo podía soportar todo eso, su indiferencia y cómo me ignoraba. Cómo había cambiado de manera tan radical nuestra cercanía, pero aún así, con ese abrazo, sentía que los sentimientos seguían siendo los mismos. Sentía que no podía dejar de querer a Jo.

—¿Puedo besarte? —mi pregunta lo tomó por sorpresa. En aquel momento no tuve ni una chispa de temor a mi atrevimiento. Conociendo las reglas de los ángeles, volver a verlo sería imposible.

—No puedes hacer eso, Cel —su voz se había vuelto más baja, un poco temblorosa y denotaba duda—, no voy a querer irme si haces eso.

Nos quedamos en silencio, el tiempo se detuvo mientras nos mirábamos a los ojos, ambos llenos de emociones contradictorias. Sentí la intensidad de sus sentimientos en cada fibra de mi ser, pero sabía que había algo más profundo, algo que Jo no podía o no quería compartir conmigo.

—Debo irme —dijo finalmente, soltando el abrazo con una mirada de determinación que partió mi corazón en mil pedazos—. Si estuvieras en mi lugar, estoy seguro de que sabrías entenderlo.

Me quedé sola en su habitación, rodeada por el eco de sus palabras. Sentí que una parte de mí se iba con él. No sabía cómo, ni cuándo, pero estaba decidida a encontrar la manera de mantener viva la conexión con Jo.

Para los ángeles, las almas éramos entendidas de una forma particular. No se nos permitía formar vínculos emocionales profundos, ni entablar relaciones que pudieran interferir con nuestras asignaciones. Las amistades y cualquier tipo de relación afectiva estaban estrictamente controladas, alentándonos a ser cordiales pero no íntimos. Explorar más allá de los límites asignados sin permiso era un acto de insubordinación, y cuestionar las decisiones de los ángeles era inaceptable, ya que eran la autoridad suprema. Las manifestaciones de emociones intensas, como la tristeza profunda o la euforia, estaban desaprobadas; se esperaba que mantuviéramos una serenidad constante. Además, la formación de grupos o comunidades autónomas estaba prohibida para evitar cualquier forma de resistencia. No teníamos voz ni voto en la elección de nuestras tareas, ya que las asignaciones laborales y responsabilidades eran determinadas exclusivamente por los ángeles. Criticar o hablar mal de ellos era un tabú absoluto, y cualquier comentario negativo podía llevar a un castigo inmediato.

Al final, Jo tenía razón. Conmigo las reglas no tenían sentido.

Tal vez la idea de que mi comportamiento había pasado desapercibido, sin recibir castigo alguno, me llevó en ese momento a actuar de manera tan impulsiva. Vestí una capa beige y cubrí mi rostro, dejando solo la suficiente visibilidad para ver. Jo no dijo nada al verme marchar. Su expresión triste y silenciosa fue lo último que vi al cerrar la puerta del que había sido nuestro hogar. Él se marcharía. Las cosas cambiarían.

Yo debería haber estado en la academia, pero ese día me resistí a ir. Seguramente, después pondría en aprietos a Bimba, pidiéndole una justificación de salud. A estas alturas, ya tendrían de mí en la escuela la imagen de un alma débil y flacucha. Probablemente eso no me ayudaría en mi evaluación final.

En pocas oportunidades podía caminar con libertad, elegir el lugar hacia donde quería ir. Por un lado, estaban las reglas de los ángeles, y por el otro estaban las reglas de mi hogar, donde me aconsejaban ser prudente para mi seguridad. Debí haberles hecho caso, así no habría acabado arruinando todos sus esfuerzos.

Me dirigí al Camino de los Susurros, un sendero estrecho rodeado de árboles antiguos, donde las almas podían escuchar los consejos de sabiduría de las almas ancianas. Era un intento en vano. Yo nunca tenía suerte. Las almas jamás habían tenido algo para decirme, pero esperaba que esta vez algo fuera diferente. Me sentía desesperada tras la pérdida de Jo.

Nuestro mundo en el paraíso se estructuraba físicamente en una especie de pirámide flotante. En el eslabón más bajo estábamos nosotros, en una región con menos cantidad de nubes y más campo, lo más similar a la Tierra en su aspecto rural. En aspecto, maravilloso, poseía lugares emblemáticos como el Bosque de Aurorna y los Páramos Brillantes. Los niveles superiores me eran desconocidos, pero en algunos libros pude descubrir un poco sobre ellos. En la academia, a ciertas almas se les daba más información sobre estos lugares, como a Jo. Una vez decidido su destino, posiblemente le enseñaron todo, o al menos sobre los tres eslabones inferiores. Desde el cuarto nivel hacia arriba, solo podían existir ángeles.

Al llegar al Camino de los Susurros encontré a unas pocas almas paseando, pero que aparentemente ya iban de retirada. Cerré mis ojos para aumentar la concentración de mis sentidos y poder escuchar el más mínimo susurro posible.

Nada. Nuevamente, no tenían nada para decirme.

Comencé a llorar, o más bien, a reprimir mi llanto. Estaba siendo imprudente, pero tenía que intentar al menos ser cautelosa.

De pronto, una alarma resonó, haciendo eco en todo el paraíso. El sonido, agudo y penetrante, me heló la sangre. Ya sabía su significado; era la señal que indicaba la prohibición de presentarse fuera del hogar o el lugar de trabajo. Miré a mi alrededor y entendí por qué las almas habían emprendido la marcha a mi llegada. Había sido muy irresponsable. Comencé a correr, el pánico clavándose en mi pecho como una garra. Observar las calles desiertas, cada sombra alargándose con la amenaza de lo desconocido, hacía que mi corazón latiera con violencia. Las sombras se movían, podía sentirlas acercándose. Empezaba a sudar frío. No, no podía terminar aquí. No podía ser realmente terrible, ¿o sí? Los ángeles no harían daño solo por esto, ¿verdad? El terror me envolvía, cada paso era un recordatorio de mi imprudencia. ¿Podría correr con la suerte de que continuaran ignorando mis faltas? La incertidumbre y el miedo me ahogaban.

De pronto, algo me sujetó y me arrastró sin ningún cuidado hacia unos arbustos, un lugar oscuro, muy escondido. Quería gritar, pero de pronto parecía que había perdido la capacidad de hablar. Sentí una mano posarse sobre mi boca y una respiración muy cerca de mi oído, que finalmente habló:

—Debe quedarse quieta, o van a descubrirla —era una voz grave. Intenté ladear un poco mi cabeza para mirarle, pero su rostro estaba oculto en la penumbra. Además, me sujetaba con mucha fuerza, parecía que a propósito no quería ser descubierto por mí—. Usted es alguien imprudente.

Sentía miedo, pero aquella figura misteriosa era mi única esperanza. Realmente deseaba no estar malinterpretando su ayuda.

—Le aconsejo que no me vea, es mejor así. No voy a hacerle daño si es lo que le preocupa, pero debe quedarse quieta —mi interlocutor susurraba. No parecía asustado, pero sí alterado, al igual que yo—. También le recomiendo cerrar los ojos. Hay oscuridad, pero no demasiada, es posible que termine viendo situaciones o cosas... horrorosas. Le aseguro que usted fue afortunada en que la encontrara, pero hay otras almas que no han corrido con la misma suerte. No querrá ver eso.

Sentí curiosidad, pero el chirrido de los gritos y ruidos agudos hicieron que desechara totalmente esa idea. Cerré los ojos, apreté los puños con fuerza. Traté de cantar una canción en mi cabeza y no concentrarme en lo que estaba pasando a metros de mí. Gritos de ayuda, súplicas de perdón... ¿Qué estaba ocurriendo allí?

—No malinterprete mi comportamiento —continuó—, esto es simplemente otra especie de tortura, y déjeme decirle que es una de las que más disfruto. No la lastimaré. Pero será un largo y divertido rato el que pasaremos juntos, ¿no lo cree?

Mi corazón, si acaso era posible, bombeó aún con más locura. ¿Aquella voz no era mi salvador realmente? Definitivamente, aquel estaba disfrutando esto, una especie de tortura.

Sentí que el tiempo se alargaba en una espiral interminable de horror. El miedo me aprisionaba, congelando cada uno de mis músculos, mientras mi captor disfrutaba de mi desesperación. Traté de concentrarme en la melodía en mi mente, pero los gritos y susurros de agonía a mi alrededor eran ensordecedores.

Ya era suficiente, tenía que salir de esa situación. Me di cuenta de que él ya no estaba haciendo presión, su agarre era algo simbólico. Seguramente imaginaba que el miedo me dejaría paralizada. Y era cierto, pero solo al principio. Repasé rápido en mi mente las posibilidades. Podía quedarme quieta y esperar a que aquel psicópata no deseara lastimarme.

No. Sería valiente. No podía confiar en las palabras de quien simulaba retenerme. Me agaché rápido y, con un estallido de adrenalina, di un salto hacia adelante para huir. No presté atención a nada, solo corrí. Mi existencia dependía de eso. Tenía que llegar a casa. No estaba tan lejos; conocía el camino. Las sombras comenzaban a dispersarse. Se acababa al fin la tortura, pero los gritos seguían resonando, o quizás era el trauma que retumbaba en mi cabeza.

No quería mirar atrás. Corría de prisa, más rápido de lo que nunca había corrido antes. Sentía las ramas y las hojas rasgando mi piel, pero no me detendría. El miedo se transformaba en una fuerza inquebrantable, impulsándome hacia adelante. Mi corazón latía con una furia descontrolada, casi ahogándome, pero seguía.

Finalmente, vi la silueta familiar de mi casa a lo lejos. Las luces en las ventanas eran faros de esperanza en medio de la oscuridad. Con un último esfuerzo, crucé la puerta, cerrándola de golpe detrás de mí. Me dejé caer al suelo, respirando con dificultad, el corazón latiendo salvajemente en mi pecho.

—No ha pasado nada. No ha pasado nada —repetí en un intento desesperado de calmarme, abrazándome las rodillas mientras las lágrimas corrían por mis mejillas.

Casi dos años más tarde, reunida con Petunia, Bimba y Vef alrededor de la mesa leyendo los resultados de mi informe de desempeño, imaginé que aquel osado comportamiento de ese entonces tendría alguna consecuencia, pero no. Respiré con increíble alivio cuando me di cuenta de que mi secreta falta no se había descubierto, y que pude ser librada sin complicaciones de la entrevista con los ángeles.

Sin embargo, debí haberlo sospechado. Más temprano que tarde, me daría cuenta de lo equivocada que estaba. Finalmente, las reglas tenían sentido incluso para mí.

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