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Capítulo 69

Jeje número chistoso 

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No tenía idea de dónde estaba. No había un solo indicio que le permitiera orientarse, ninguna referencia familiar a la que pudiera aferrarse. Solo sabía que su cabeza parecía que iba a estallarle, como si un millar de agujas se clavasen en su cráneo al mismo tiempo, punzando con un ritmo errático, a veces constante, a veces insoportablemente caótico.

Y el ruido...

Había mucho ruido. Un estruendo lejano, distante, pero que al mismo tiempo parecía envolverlo por completo. Era como si todo el universo vibrara a su alrededor en un murmullo incesante, un eco sordo que resonaba dentro de su mente sin tomar forma. No era solo un sonido, eran muchos. Demasiados. Susurros apagados que nunca terminaban de definirse, retumbando en el fondo de su consciencia.

Ruido...

Ruido en el fondo.

Ruido... sordo.

Era una sensación extraña. Casi irreal. Como si, de alguna manera inexplicable, pudiera escuchar absolutamente todo y, al mismo tiempo, nada en absoluto. Sus oídos captaban vibraciones, pero su cerebro se negaba a traducirlas en palabras comprensibles. El mundo a su alrededor se sentía fuera de foco, como si estuviera atrapado entre la vigilia y el sueño, sin saber en qué lado se encontraba realmente.

Intentó moverse. Tal vez si lograba ponerse de pie podría entender qué estaba sucediendo, quizás vería algo que le diera contexto, una pista, cualquier cosa. Pero tan pronto como intentó levantarse, algo lo volvió a tirar al suelo con una fuerza implacable.

Fue entonces cuando lo notó.

Bajó la mirada, desorientado, y vio lo que lo mantenía atrapado: gruesas cadenas de un negro intenso, más oscuras que la propia sombra, enroscadas firmemente alrededor de sus muñecas y tobillos. Eran pesadas, frías como el hielo, y parecían emanar una presencia propia, como si estuvieran vivas de alguna manera perversa. Cada eslabón relucía con un brillo opaco, reflejando la nada absoluta que lo rodeaba.

El suelo al que estaba encadenado no era diferente. Negro. Frío. Tan sólido como la piedra, pero con una humedad inquietante que le hacía preguntarse si en realidad era algún tipo de metal. La sensación bajo sus manos y rodillas era desagradable, casi pegajosa. No había textura, ni marcas, ni indicios de vida en esa superficie. Solo un vacío absoluto que se extendía en todas direcciones.

Por alguna razón, lo supo de inmediato.

Sabía que este lugar era su mente. O al menos, lo había sido alguna vez. En algún punto, esta oscuridad le perteneció. Había sido un espacio suyo, íntimo, familiar. Pero ahora... ahora era diferente. Se sentía extraño, distante, ajeno. Como si alguien o algo lo hubiera tomado y lo hubiera distorsionado hasta convertirlo en esta prisión sombría y asfixiante.

No le pertenecía en lo absoluto.

Y, sin embargo, estaba atrapado en él.

Fue entonces cuando la escuchó.

A lo lejos, más allá de la negrura interminable, más allá del ruido sordo que lo envolvía, una voz.

Una voz que reconocería en cualquier parte.

Uzi.

No podía verla, no podía ubicar de dónde provenía su voz, pero sabía que estaba ahí. Sabía que le hablaba. Su tono era insistente, urgente, como si intentara aferrarse a algo que se le escapaba de las manos.

Le decía algo.

Le hablaba con una mezcla de angustia y determinación.

Este no era él.

Eso era lo que le decía.

Le preguntaba qué estaba haciendo. Le rogaba que despertara, que reaccionara.

Pero... ¿qué estaba haciendo su cuerpo como para que ella dijera eso?

La duda lo golpeó con fuerza.

No tenía idea de lo que estaba pasando fuera de este lugar. No sabía qué estaba haciendo, qué estaba diciendo, qué estaba sintiendo. La única realidad que conocía en este momento era esta celda mental, estas cadenas opresivas y el eco de la voz de Uzi en la distancia.

Y eso lo aterraba.

Porque si Uzi decía que este no era él, significaba que algo estaba terriblemente mal.

Volvió a intentar levantarse.

Luchó contra el peso de las cadenas, contra la frialdad del suelo que parecía absorber su fuerza, contra la sensación abrumadora de estar hundiéndose más y más en su propia oscuridad.

Se obligó a moverse.

Se forzó a resistir.

Pero, al igual que antes, fracasó.

Las cadenas lo tiraron de vuelta al suelo con una brutalidad implacable. El impacto reverberó a través de su cuerpo, dejándole sin aliento.

No importaba cuánto lo intentara.

No importaba cuánto lo deseara.

Algo, alguien, no lo dejaría escapar.

Y si no hacía algo pronto...

Temía que no quedara nada de él para cuando lograra liberarse.

Finalmente, después de... no sabía cuántos intentos fallidos. Quizá habían sido decenas. O cientos. Tal vez solo unos pocos. Pero definitivamente se sintieron como horas. Largas, extenuantes, agonizantes horas de lucha sin resultado alguno. Aunque, por otro lado, ¿realmente había pasado tanto tiempo?

Tal vez solo habían sido minutos.

O incluso segundos.

Era imposible saberlo.

El tiempo no tenía sentido en este lugar. No había sol ni luna, no había sombras que se alargaran o acortaran para marcar el paso de las horas. Todo estaba sumido en una negrura eterna, estancada en un vacío sin inicio ni final. ¿Cuánto había estado aquí? ¿Cuánto más seguiría atrapado? La incertidumbre era una sombra opresiva, una sensación que se adhería a su piel como si fuera parte de la oscuridad misma.

Pero más allá de todo eso, más allá del frío del suelo, del peso de las cadenas y del eco ensordecedor del silencio interrumpido solo por la voz de Uzi en la distancia, había algo aún más innegable.

Estaba completamente exhausto.

Su cuerpo, o al menos la manifestación de lo que creía su cuerpo dentro de esta prisión mental, no podía más. Sus brazos dolían, sus piernas temblaban, sus pensamientos estaban nublados, pesados como si cada uno fuera una piedra amarrada a su consciencia.

Así que simplemente se dejó caer una vez más al suelo.

Hundió los dedos en la superficie húmeda y helada, sin la energía siquiera para cerrar el puño. Su respiración era irregular, entrecortada, aunque tampoco estaba seguro de si realmente estaba respirando. No importaba. Nada importaba.

Porque ya no podía seguir.

Ya no podía luchar.

Y entonces, sin mucha esperanza, susurró:

—Lo siento, Uzi...

Sus palabras flotaron en el aire vacío, disolviéndose en la nada. No había eco, no había respuesta. Solo su propia voz, quebrada, casi inaudible, dirigiéndose a un espacio que no le devolvía nada.

No sabía si Uzi lo había escuchado.

No sabía si siquiera existía la posibilidad de que sus palabras llegaran hasta ella.

Pero eso no lo detuvo.

Porque tenía que decirlo.

Porque, aunque ella nunca lo escuchara, aunque jamás supiera lo que pasaba dentro de su mente, él necesitaba decirlo.

Porque era verdad.

Porque lo sentía.

Uzi...

Su única amiga.

Si es que podía llamarla así.

No estaba seguro de merecerlo. No después de todo lo que había hecho.

La había amenazado.

Había amenazado con exponerla frente a toda la escuela, con gritarle al mundo que era una bruja, con hacer que todos la vieran con miedo, con odio.

¿Por qué lo había hecho?

Tal vez porque, en ese momento, había sentido que era lo único que podía hacer.

Tal vez porque, durante toda su vida, había estado solo, y cuando finalmente creyó que tenía algo, cuando por fin sintió que pertenecía... el miedo se apoderó de él.

Porque sabía que no encajaba.

Sabía que no era como los demás.

Y, al ver a Uzi, al descubrir lo que ella era, sintió que, por primera vez, tenía algo sobre alguien más.

Sintió que, si no podía ser aceptado, al menos podía hacer que alguien más tampoco lo fuera.

Pero nunca quiso hacerle daño.

Nunca quiso lastimar a nadie.

Nunca quiso que las cosas terminaran así.

Solo quería amigos.

Solo quería pertenecer.

Pero en su intento desesperado por encontrar su lugar, había arruinado todo.

Y ahora estaban atrapados en el bosque.

Por su culpa.

No solo Uzi.

También N.

N...

Él también estaba aquí.

Él también estaba atrapado.

Y, al igual que Uzi, N tenía todo el derecho del mundo a odiarlo.

Seguramente lo hacía.

No lo culpaba por ello.

Porque por su culpa, N estaba ahora en un lugar donde no podía alimentarse.

Era un vampiro.

Necesitaba cazar, necesitaba sangre.

Y en este bosque, atrapado junto a ellos, no había nada que pudiera cazar.

N tenía hambre.

N estaba sufriendo.

Y era su culpa.

Si lograba salir de aquí, si lograba recuperar el control, si lograba despertar de este estado en el que estaba atrapado...

Le daría a N el derecho de odiarlo todo lo que quisiera.

Es más...

Si N decidía matarlo, lo aceptaría.

Lo entendería.

Se lo merecía.

Después de todo, todo esto era culpa suya.

Y luego estaba S...

Su primer amiga.

La primera persona que, por un momento, lo hizo sentir que no era un rechazado.

La primera en extenderle la mano cuando todos los demás le dieron la espalda.

El primer lugar donde sintió que pertenecía.

Y también a ella la había abandonado. Se suponía que debía haber estado allí para ella. Se suponía que debía haber sido su amigo, como ella lo fue con él.

Pero no lo hizo.

Y aunque sabía que S era fuerte, aunque sabía que era capaz de pelear, que no se rendía fácilmente...

También sabía que era sentimental. Sabía que, aunque S se mostrara dura, aunque aparentara que nada la afectaba, la verdad era que sí sentía.

Y él la había lastimado.

Igual que a los demás.

Había arruinado todo.

Había traicionado a quienes lo apoyaron. Había empujado lejos a quienes, tal vez, realmente lo habían aceptado. Y ahora...

Ahora se sentía peor que nunca. Más vacío que nunca. Más miserable que nunca. Porque finalmente lo entendía.

Finalmente veía lo que había hecho. Pero ya era demasiado tarde.

Ahora estaba atrapado aquí, en esta oscuridad que no le pertenecía.

En esta prisión que, de alguna manera, él mismo había construido.

Solo.

Atrapado con su culpa. Con su arrepentimiento. Con su dolor. Y sin ninguna certeza de que alguna vez podría salir.

Se tiró en el suelo, abrazando sus piernas contra su pecho, mientras que las lágrimas fluían por sus mejillas, lágrimas genuinas, lágrimas que no tenían nada que ver con un engaño o manipular a alguien, lágrimas de un dolor que no podía explicar, un dolor que nunca había sentido.

Recordó sus días en el orfanato, sus primeros años de vida, el como no le importaba hacer daño a la gente, ya que nunca habían significado nada para él, nunca los había amado, nunca había tenido alguien que le enseñara a amar, que le enseñara que era el bien común. Que era poner primero las prioridades de otros por encima de las suyas.

Y entonces lloró aún más, porque ahora se daba cuenta de su eterno, tenía algo, algo genuino en la pinta de sus dedos, personas que se preocupaban por él lo suficiente como para ahora estar luchando, y él no hizo más que alejarlos, que mantenerlos lejos, que lastimarlos...

Y ahora le dolía más que nunca, porque nunca tuvo nada que perder y ahora que lo perdió todo dolía más que la misma muerte.

Se dejó caer en el suelo sin resistencia, como si su cuerpo ya no tuviera fuerza para sostenerse. No le importó lo fría y húmeda que estaba la superficie bajo él, ni lo pesadas que se sentían sus extremidades. Solo se acurrucó sobre sí mismo, abrazando sus piernas contra su pecho, intentando hacerse lo más pequeño posible, como si pudiera desaparecer dentro de sí mismo, como si pudiera volverse nada.

Y entonces, lloró.

Lágrimas cálidas corrieron por sus mejillas, deslizándose por su piel con una facilidad que lo tomó por sorpresa. No eran lágrimas contenidas, no eran lágrimas de frustración ni de ira, ni mucho menos un intento de manipular a alguien, como en otras ocasiones.

Eran reales.

Genuinas.

Lágrimas que nacían de un dolor profundo, un dolor que lo consumía desde dentro, un dolor que no podía explicar con palabras porque nunca antes lo había sentido.

Nunca antes había experimentado algo así.

Era como si su pecho estuviera siendo desgarrado por dentro, como si cada fibra de su ser estuviera colapsando bajo el peso de su propia culpa. Un dolor sordo, pero constante. Un dolor que no tenía un punto específico de origen, sino que se extendía por cada rincón de su mente y su cuerpo, hundiéndolo en un abismo oscuro del que no podía escapar.

Y entonces, su mente lo arrastró de vuelta al pasado.

A los días en el orfanato.

A esos primeros años de su vida, cuando la soledad era lo único que conocía, cuando el vacío era su única compañía.

Recordó la frialdad de aquellas paredes, el eco de pasos distantes en los pasillos largos y sin vida. Recordó las noches en las que el hambre y la desesperanza se entrelazaban, creando una sensación de apatía absoluta.

Recordó cómo, en aquellos días, no le importaba lastimar a los demás.

No porque disfrutara del dolor ajeno.

Sino porque simplemente no le importaban.

Porque nadie significaba nada para él.

Porque él nunca había significado nada para nadie.

Nunca había conocido el amor.

Nunca había tenido a alguien que le enseñara lo que era el amor.

Nadie le enseñó lo que era el bien común.

Nadie le mostró que había cosas más importantes que él mismo.

Nadie le enseñó que, a veces, las prioridades de otros debían ir por encima de las suyas.

Que había cosas en este mundo que valían más que su orgullo.

Que sus deseos no eran lo único que importaba.

Y entonces, lloró aún más.

Porque ahora lo entendía.

Ahora lo veía con una claridad cruel e innegable.

Había tenido algo.

Algo real.

Algo genuino.

Algo que nunca pensó que podría tener.

Personas que se preocuparon por él.

Personas que, de alguna forma incomprensible, lo aceptaron.

Personas que intentaron ser parte de su vida.

Personas que lucharon por él.

Y él...

Él solo se dedicó a alejarlos.

A empujarlos lejos.

A herirlos.

A destrozar con sus propias manos lo único bueno que alguna vez tuvo.

¿Por qué lo hizo?

¿Por qué arruinó todo?

¿Por qué no supo valorar lo que tenía antes de perderlo?

Se odiaba a sí mismo por ser tan estúpido.

Tan ciego.

Tan egoísta.

Y ahora...

Ahora le dolía más que nunca.

Porque nunca había tenido nada que perder.

Porque durante toda su vida, estuvo convencido de que la soledad era su único destino, de que nada en este mundo realmente le pertenecía.

Y entonces, cuando finalmente tuvo algo...

Cuando por fin pudo sostener en la punta de sus dedos algo real...

Lo dejó ir.

No, peor aún.

Lo destruyó con sus propias manos.

Y ahora que lo había perdido todo, entendía la verdadera magnitud de su error.

Y dolía.

Dolía más que la misma muerte.

NOOO MY BABY YOU'RE MY BABY :""

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