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Capítulo 62

Yeva era una mujer hermosa, joven y encantadora, con un aura que no pasaba desapercibida. Su belleza no solo se debía a sus ojos rojos, profundos como el fuego y llenos de misterio, sino también a su cabello azul muy oscuro, casi negro, que caía en cascadas brillantes alrededor de su rostro de rasgos delicados. Su piel apiñonada clara, tersa como la porcelana, parecía resplandecer bajo la tenue luz del sol que bañaba el balcón donde se encontraba.

Estaba sentada en una silla de mimbre, el tipo que rechina ligeramente con cada movimiento, en el balcón de su departamento. Este edificio, el único de su tipo en el pueblo, era una construcción peculiar que destacaba entre las viviendas antiguas y las casas familiares que habían resistido el paso del tiempo y continuaban siendo heredadas de generación en generación. Desde su posición, Yeva podía observar el paisaje del pueblo: las calles empedradas, los techos rojizos de las casas y las montañas que se alzaban en el horizonte como gigantes protectores.

Con un libro en mano y una taza de té humeante a su lado, Yeva trataba de concentrarse en la lectura, aunque su mente vagaba constantemente. Cada tanto, su mano descansaba sobre su vientre abultado de seis meses de embarazo, acariciándolo con ternura casi inconsciente. Era un gesto lleno de amor y conexión, como si cada caricia fuera un recordatorio silencioso para su hija de que siempre estaría ahí para ella. La brisa fresca de la tarde acariciaba su rostro, pero no lograba disipar los pensamientos que la asaltaban.

Yeva dejó escapar un suspiro suave mientras bajaba el libro y miraba hacia el cielo, su mirada perdida en las nubes que se deslizaban lentamente. Sabía, en lo más profundo de su ser, que él no volvería. Aun así, no podía evitar esperarlo, aferrándose a un último resquicio de esperanza, aunque fuera tan frágil como las hojas secas que revoloteaban por las calles del pueblo. Lo esperaba, al padre de su hija.

Él era un hombre extranjero, ruso para ser exactos. Su presencia había sido como un huracán en la tranquila vida de Yeva. Alto y de porte elegante, con ojos azules que parecían contener todos los cielos de invierno, una tez clarísima y un cabello rubio que a veces adquiría reflejos castaños bajo ciertas luces, cabello que casi siempre llevaba cubierto con el tradicional ushanka que portaba la mayor parte de las veces. Se habían conocido por casualidad, y su amor había sido intenso, apasionado, como un fuego que ardía sin tregua. Pasaron tres años juntos, tres años de risas, promesas y sueños compartidos. Pero todo cambió cuando Yeva quedó sorpresivamente embarazada.

Al principio, él parecía feliz. Estuvo con ella durante los primeros meses, cuidándola, asegurándose de que todo estuviera bien. Pero un día, sin previo aviso, desapareció. No dejó una nota, ni una explicación, ni siquiera se llevó sus pertenencias. Su ausencia fue como un golpe seco, una herida invisible que dejó a Yeva enfrentándose sola a un futuro incierto.

A pesar de la tristeza, Yeva no permitió que la devastara. Era una mujer fuerte, una cualidad que siempre había definido su carácter. Decidió que criaría a su hija sola y que la llenaría de amor, fuerza y valentía. No necesitaba nada ni a nadie más que a su preciosa niña, quien ya llenaba su vida de esperanza y propósito, incluso antes de nacer.

Semanas atrás, Yeva había escogido el nombre de su hija: Doll. Para ella, siempre sería su pequeña muñequita, perfecta y preciosa. Desde el momento en que vio los primeros ultrasonidos, cuando la diminuta figura de su bebé comenzó a formarse claramente, supo que ese nombre era el adecuado. Aquel diminuto ser que crecía en su vientre ya había conquistado todo su corazón. Cada movimiento, cada pequeño latido que sentía dentro de ella, reforzaba el profundo amor que solo una madre podía sentir. Doll sería su compañera, su razón para seguir adelante, su mayor bendición.

El té sobre la mesita junto a ella comenzaba a enfriarse, pero Yeva no parecía notarlo. Su mente seguía perdida en una maraña de recuerdos y sentimientos encontrados. Recordaba las noches en que él la abrazaba mientras hablaban sobre su futuro juntos, las promesas que hicieron, las veces que le acarició el rostro asegurándole que nunca la dejaría. Ahora, esas promesas parecían humo disipándose en el aire. Pero aunque la ausencia de él la lastimaba, el amor por su hija era mucho más fuerte que cualquier dolor.

La luz del atardecer comenzó a teñir el cielo de tonos dorados y rosados, envolviendo el pueblo en una calma melancólica. Yeva cerró los ojos por un momento, sintiendo cómo los rayos cálidos del sol tocaban su piel. Acarició nuevamente su vientre, esta vez con una sonrisa suave en los labios. Sabía que la vida no sería fácil, pero también sabía que su hija merecía todo lo mejor. Y Yeva estaba dispuesta a darle un mundo lleno de amor, seguridad y sueños por cumplir.

Doll, pensó. Ese pequeño nombre lo era todo para ella ahora. Y mientras el día llegaba a su fin, Yeva decidió, una vez más, que el pasado no definiría su futuro. Ella y su muñequita construirían juntas una vida hermosa, llena de momentos que valdrían la pena recordar.

Suspiró una vez más, dejando que su mente vagara hacia los recuerdos de Swalomir, aquel hombre ruso que había cambiado su vida para siempre. Habían pasado años desde que se enamoró de él, años que se sentían lejanos y, al mismo tiempo, tan presentes en su corazón. Pensó en qué habría sido de él, en cómo estaría ahora. Tal vez llevaba una vida nueva, lejos del peso y las responsabilidades que implicaban ser padre. Tal vez, en algún rincón del mundo, había encontrado una paz que parecía haberle arrebatado a ella. Sin embargo, algo dentro de Yeva se resistía a creerlo. Su intuición, esa voz suave pero persistente, le decía que no había huido por egoísmo o miedo, sino que algo más grande lo había obligado a irse.

Fuera cual fuera la razón, no tenía sentido seguir dándole vueltas. Con un suspiro más profundo, apartó aquellos pensamientos que siempre la acechaban en momentos de calma. Se puso de pie, tomando la taza de té que aún contenía los últimos sorbos tibios, y los bebió lentamente. Después, se dirigió a la habitación. Cerró la puerta del balcón tras de sí, dejando que la noche cayera en silencio, con la esperanza de que mañana sus pensamientos fueran más ligeros.

Y así pasaron las semanas, que pronto se convirtieron en meses, y antes de que Yeva se diera cuenta, los meses se transformaron en años. Su pequeña Doll ya no era un bebé en su regazo; ahora era una niña de seis años, llena de energía y vitalidad, una luz brillante en el mundo de Yeva. Doll había heredado la mezcla perfecta de ambos padres: su cabello largo y oscuro, tan parecido al de Yeva, caía en suaves ondas alrededor de su rostro, al igual que sus ojos rojos profundos. Sin embargo, la piel casi albina era un claro reflejo de su padre, Swalomir, el hombre cuya ausencia había moldeado tanto sus vidas.

Pero Doll no parecía afectada por esa ausencia. Para ella, Swalomir no era más que un nombre, una historia que su madre había mencionado alguna vez, y nada más. ¿Cómo extrañar algo que nunca había conocido? Lo único que realmente importaba en su vida era Yeva, su madre. La amaba profundamente, con esa pureza que solo un corazón infantil puede tener. Juntas formaban un equipo invencible, una unidad tan sólida que parecía resistir cualquier adversidad. Para Doll, su madre lo era todo, y para Yeva, Doll era su razón de ser.

Doll era feliz, una niña curiosa y vivaz que llenaba la casa con risas y preguntas interminables. Una de sus actividades favoritas era aprender pequeños trucos de magia, algo que Yeva le enseñaba con paciencia y cuidado. A veces, esas lecciones terminaban en desastres menores, como aquella vez en que, en un berrinche, Doll perdió el control y quemó accidentalmente la alfombra del comedor. Yeva, lejos de enojarse, simplemente suspiró resignada. Sabía que era un accidente y que los poderes de su hija aún estaban lejos de ser completamente controlados. En lugar de regañarla, se sentó junto a ella, la tomó en sus brazos y le explicó con suavidad la importancia de aprender a manejar sus emociones. Era una lección tanto de magia como de vida.

La relación entre Yeva y Doll era especial, única. Eran más que madre e hija; eran compañeras, amigas y un apoyo constante la una para la otra. Yeva había asumido ambos roles, madre y padre, desde el primer día, y aunque a veces sentía el peso de esa responsabilidad, nunca se permitió flaquear. Sabía que su fuerza era el pilar sobre el cual Doll construía su mundo. Doll, por su parte, adoraba a su madre con una intensidad que no necesitaba palabras para expresarse. Siempre la seguía, imitaba sus gestos, y la miraba con ojos llenos de admiración. No necesitaban nada ni a nadie más; eran ellas dos contra el mundo, y esa certeza les daba una fuerza que nada podía quebrantar.

Sus días estaban llenos de momentos simples pero significativos: largas caminatas por el pueblo, tardes cocinando juntas en la pequeña cocina del departamento, o noches en el balcón mirando las estrellas mientras Yeva le contaba historias, algunas reales y otras inventadas. Doll escuchaba con fascinación, siempre imaginando mundos mágicos y aventuras llenas de misterios. Yeva, por su parte, encontraba en esas actividades cotidianas una felicidad que nunca había imaginado posible. Su hija era su mayor alegría, y cada sonrisa de Doll era un recordatorio de que todo valía la pena.

A veces, en las noches más tranquilas, cuando Doll ya estaba dormida, Yeva pensaba en Swalomir. Se preguntaba cómo habría sido su vida si él hubiera permanecido a su lado. ¿Habrían sido felices juntos? ¿Habría Doll conocido el amor de un padre? Pero esas preguntas, aunque inevitables, nunca la consumían. Sabía que su vida no era perfecta, pero tampoco la cambiaría por nada. Había aprendido a encontrar belleza en lo que tenía, en lo que había construido con su hija. Y aunque el pasado la visitaba de vez en cuando, no permitía que dictara su presente.

Para Doll, el mundo era simple y maravilloso. Tenía a su madre, su hogar, y un futuro lleno de posibilidades. La niña no necesitaba más para ser feliz, y esa felicidad era contagiosa. Juntas, Yeva y Doll habían creado un vínculo que era más fuerte que cualquier desafío. Era un amor que desbordaba los límites de las palabras, algo que solo podía sentirse, algo que solo ellas comprendían. Y mientras los años seguían pasando, Yeva sabía que ese amor sería suficiente para enfrentar lo que viniera. Ellas dos, unidas, podían con todo.

Pero tristemente, la vida está llena de tragedias, aquellas que no elegimos, que llegan sin previo aviso, como una tormenta que surge de repente y trastoca todo a su paso. Son esos momentos inevitables que cambian el curso de las cosas de una manera definitiva e irreparable, dejando cicatrices profundas en quienes las experimentan. Así fue como el destino de Yeva comenzó a tomar un rumbo incierto, empujándola hacia una decisión que marcaría su vida para siempre.

Los años habían pasado, y la rutina en la vida de Yeva y Doll seguía su curso. Las risas de su hija llenaban los días de alegría, pero también había noches en que la inquietud se apoderaba de ella, noches en que sus pensamientos la llevaban a lugares oscuros, recuerdos y preguntas sin respuesta que no podía ignorar. Y fue durante una de esas noches que todo cambió.

Yeva, quien tenía el hábito de salir al bosque para despejar su mente, sintió una necesidad urgente de ir allí nuevamente. Era algo que hacía con frecuencia, un ritual personal que le ofrecía consuelo y le permitía reconectarse con la naturaleza. En ocasiones, llevaba a Doll con ella, disfrutando juntas de los paseos entre los árboles, pero esta vez, una sensación inexplicable le dijo que debía ir sola.

Aquella noche, se despertó de golpe. Su respiración era agitada, su corazón latía con fuerza, como si algo la hubiera llamado desde el sueño. Lo que había experimentado no era un sueño común; era una visión, algo tan claro y real que su mente se negó a descartarlo como una simple fantasía.

En esa visión, vio a Swalomir. Su rostro apareció con una nitidez abrumadora, tan familiar a pesar de los años que habían pasado desde su partida. Estaba en el bosque, solo, rodeado por un ambiente inquietante. Yeva reconoció el lugar de inmediato: era un rincón remoto donde se encontraba un lago oscuro, cuyas aguas negras parecían absorber toda la luz a su alrededor. En el centro de ese lago, se alzaba una roca inmensa, brillante y negra, como si estuviera hecha de obsidiana pura.

Swalomir no estaba en la orilla, ni sobre la roca; su figura aparecía en el agua, como un reflejo atrapado en la superficie. Sus ojos la miraban con una mezcla de desesperación y súplica, una imagen tan perturbadora que quedó grabada en su mente.

El lago no era un lugar desconocido para Yeva. Lo había visto antes, aunque siempre había evitado acercarse demasiado. Había algo en él que la inquietaba profundamente, una energía que parecía advertirle que debía mantenerse alejada. Ahora, esa misma energía la llamaba con una fuerza imposible de ignorar.

Sin detenerse a pensar demasiado, Yeva se levantó de la cama. Se vistió rápidamente, sus manos temblorosas mientras intentaba entender por qué sentía esta urgencia. No dejó una nota para explicar su ausencia, ni pasó por el cuarto de Doll para verla dormir una vez más. Todo su ser estaba enfocado en una sola cosa: salir, llegar al bosque, descubrir qué significaba esa visión.

El aire de la noche era frío, y el bosque parecía envolverse en un silencio más profundo que de costumbre. Yeva caminó por los senderos familiares, sus pasos resonando en el suelo cubierto de hojas secas. A pesar de conocer cada rincón de aquel lugar, esa noche el bosque se sentía extraño, como si algo lo hubiera transformado. Las sombras eran más densas, el aire más pesado, y cada crujido a su alrededor parecía amplificado.

A medida que avanzaba, la sensación de inquietud se intensificaba. Su mente estaba llena de preguntas, pero ninguna tenía respuesta. Lo único que sabía con certeza era que no podía ignorar lo que había visto. Algo en su interior le decía que esa visión era importante, que debía actuar, aunque no entendiera completamente por qué.

El camino parecía alargarse, como si el bosque quisiera retenerla, pero Yeva continuó avanzando, guiada por esa fuerza invisible que la había sacado de su hogar. Sin embargo, justo antes de llegar al claro donde sabía que se encontraba el lago, se detuvo. Una sensación abrumadora se apoderó de ella, una mezcla de miedo y certeza de que estaba a punto de cruzar un límite del cual no habría retorno.

Yeva se quedó allí, bajo el cielo nocturno, rodeada por la oscuridad del bosque. Sus pensamientos estaban divididos entre el amor que aún sentía por Swalomir y el temor que le provocaba lo desconocido. La visión había sido clara, pero ahora, frente a la realidad, todo parecía más confuso. Permaneció inmóvil, mirando hacia la dirección donde sabía que estaba el lago, sin dar un paso más.

Aquella noche, sin saberlo, había dejado atrás algo más que su hogar. Aunque no llegó al lago, esa decisión de partir marcó un antes y un después en su vida. La tragedia ya estaba escrita, y Yeva había dado el primer paso hacia ella.

Pero, ¿qué fue realmente de Swalomir? Esa pregunta persistía, flotando en el aire como un enigma sin resolver, una sombra que se extendía sobre la historia de Yeva y Doll. Porque mientras el destino de Yeva estaba claro, marcado por el trágico encuentro con un wendigo que apagó su vida de manera abrupta y cruel, el destino de Swalomir permanecía envuelto en misterio.

Él simplemente se había marchado, desapareciendo una noche sin previo aviso, dejando atrás no solo sus pertenencias, sino también los lazos más profundos que había formado: su amor por Yeva y la promesa implícita de criar juntos a su hija. Era una partida que parecía incongruente, casi incomprensible. ¿Cómo podía un hombre, que había aparentado ser feliz, que había demostrado amor y compromiso durante tres años, simplemente abandonar todo?

Quizá, pensaban algunos, Swalomir no estaba listo para ser padre. Tal vez la realidad de una vida familiar lo había abrumado, haciéndole sentir que no era capaz de cargar con esa responsabilidad. Pero incluso esta explicación parecía demasiado simplista, demasiado superficial para explicar una desaparición tan definitiva. ¿Podía la presión de la paternidad ser suficiente para borrar los lazos que había compartido con Yeva y el bebé que estaba por nacer?

Swalomir no había sido un hombre cualquiera. Su origen extranjero, su carácter reservado y su mirada que parecía contener secretos insondables lo hacían diferente, alguien que llevaba consigo una historia que nunca contó por completo. Había algo en él que siempre parecía estar en otro lugar, como si una parte de su mente estuviera atrapada en un pasado que no compartía con nadie.

Esa noche, cuando decidió marcharse, no dejó notas, no hubo discusiones previas, ni siquiera un adiós. Simplemente se fue, dejando tras de sí un vacío que ni el tiempo ni las explicaciones pudieron llenar. Los vecinos del pueblo especularon durante semanas, incluso meses, inventando teorías que iban desde lo más cotidiano hasta lo más fantasioso. Algunos decían que había huido para evitar enfrentar la responsabilidad de ser padre; otros creían que había sido llamado de regreso a su tierra natal por razones familiares o políticas.

Pero la verdad era más compleja, más sombría. Swalomir no era un cobarde que había escapado de su destino. Tampoco era simplemente un hombre abrumado por las circunstancias. Había algo más profundo, algo que nadie sabía. Las pocas personas que habían llegado a conocerlo bien hablaban de cómo sus ojos, a veces, parecían reflejar una tristeza inexplicable, como si llevara sobre sus hombros un peso que no podía compartir.

¿Había sido su partida un acto egoísta, o estaba protegiendo a su familia de algo que ellos mismos no podían comprender? Nadie tenía la respuesta, y quizás nunca la tendrían. Mientras tanto, la vida de Swalomir seguía siendo un misterio, un capítulo inconcluso en una historia marcada por el dolor y las ausencias. ¿Fue su partida el principio del fin para Yeva, o simplemente otro giro en una trama más grande que ellos mismos? El enigma permanecía, como una pregunta que no encontraba respuesta.

Buenasssss, ya sé, ya sé, me desaparecí una semana... pero es que estaba en examenes y aparte revisando las admisiones de la universidad y otras cosas personales, pero pues ya pude actualizar :D

También decirles que lo más probable es que la trama principal ahorita entre en pausa, es decir, que lo más seguro es que no puede estar actualizando tan seguido porque ahorita tengo muchas cosas pendientes, peroooo estoy escribiendo un especial navideño (que al igual que el de Halloween se sitúa un año después del final del libro) así que no me odien.

Hasta aquí Solecito, nos leemos luego :D

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