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Capítulo 43

J caminaba lentamente por los pasillos oscuros y solitarios de la mansión, el eco de sus pasos resonaba en el silencio como un recordatorio constante de la ausencia de su madre. Había pasado ya un siglo desde su muerte, pero para ella el dolor seguía siendo tan agudo y fresco como si hubiera ocurrido el día anterior. Cada rincón de la casa, cada objeto, cada pequeño detalle le recordaba a Tessa, su madre. Era como si su presencia aún estuviera impregnada en las paredes, en el aire que respiraba, y eso hacía que la herida en su pecho nunca pudiera sanar del todo.

J sentía una presión constante en el corazón, como si una daga estuviera clavada en su pecho y, cada vez que la recordaba, esa daga se hundiera un poco más. No importaba cuánto tiempo pasara, cuánto intentara seguir adelante o distraerse con otras cosas, el dolor nunca desaparecía. Era un peso que cargaba día tras día, una tristeza que parecía parte de su ser.

Quería a Tessa de vuelta. Quería volver a ser esa niña pequeña que corría a los brazos de su madre, que se sentía segura y protegida en su regazo. Recordaba aquellos momentos en los que se acurrucaba contra ella, sintiendo sus suaves caricias mientras le acariciaba el cabello. El mundo, en aquellos tiempos, era simple y lleno de amor. Ahora, todo se sentía vacío, frío, y ella se encontraba sola con sus recuerdos.

Una promesa silenciosa había nacido en J desde que perdió a su madre. Nunca dejaría de peinarse el cabello como Tessa lo hacía. Siempre se haría las dos coletas, como su madre le había enseñado cuando era pequeña. Era su forma de honrarla, de mantenerla cerca, de no olvidarla. Cada mañana, cuando se miraba en el espejo y tomaba el peine, sentía como si su madre estuviera allí, guiando sus manos, recordándole que, aunque ya no estaba físicamente, su amor seguía vivo en cada pequeño ritual, en cada gesto.

Sin embargo, aunque mantenía esa promesa con devoción, no podía evitar sentirse sola. No había nadie que pudiera llenar el vacío que Tessa había dejado. Por mucho que lo intentara, por mucho que intentara ser fuerte, siempre había momentos en los que se sentía como aquella niña asustada y perdida que solo deseaba el calor de los brazos de su madre. A veces, se preguntaba si el dolor algún día se iría, si alguna vez podría recordar a su madre sin sentir que su corazón se rompía en mil pedazos.

El viento se colaba por las ventanas de la mansión, acariciando su rostro, como si fuera un susurro lejano. J cerró los ojos y, por un breve instante, se permitió imaginar que ese viento era la caricia de Tessa, que su madre aún estaba con ella, aunque fuera en espíritu. Pero cuando abrió los ojos, solo quedó el silencio y el vacío de la gran casa.

Decidió ir a buscar a su padre. Había una urgencia en su mente, una necesidad de verlo, de saber dónde estaba. Comenzó a caminar lentamente, como si cada paso que daba fuera calculado, sintiendo la textura fría del suelo bajo sus pies. Subió las escaleras con cautela, sus manos acariciaban los intrincados barandales de piedra, cuya superficie, aunque dura, estaba suavizada por el paso del tiempo y el constante roce de generaciones anteriores. Los barandales estaban decorados con grabados antiguos, casi imposibles de descifrar, pero con un aire de majestuosidad que resonaba en toda la mansión.

El eco de sus pisadas retumbaba suavemente en el aire, cada golpe contra el suelo parecía más fuerte de lo que en realidad era. La mansión, con su tamaño descomunal, amplificaba todos los sonidos, y el silencio absoluto que dominaba la casa parecía enfatizar aún más ese vacío. Mientras subía los escalones, el polvo, iluminado por las tenues luces de los candelabros colgantes, flotaba en el aire, dando la sensación de que caminaba a través de una neblina etérea, casi irreal.

Iba subiendo y subiendo, piso a piso, paso a paso, con una lentitud casi deliberada. Cada peldaño que subía la acercaba más a la buhardilla, donde se encontraba la habitación de sus padres. Aquella habitación siempre había tenido algo especial, un aura de intimidad y misterio. Desde pequeña, recordaba haber escuchado historias de ese lugar, cómo sus padres se retiraban allí para hablar en voz baja, casi como si compartieran secretos que solo entre ellos dos podían entender.

Sin embargo, a medida que avanzaba, comenzó a sentir una extraña sensación que le recorría el cuerpo. Era algo sutil al principio, apenas perceptible, pero con cada paso que daba, la sensación se hacía más fuerte. Era como si el aire a su alrededor se volviera más denso, más pesado. Algo, una sensación inexplicable, le estaba diciendo que no debía seguir, que debía dar media vuelta y marcharse. Era como una advertencia silenciosa, una presencia invisible que le susurraba que ese no era el lugar adecuado para ella, que no debía estar allí.

El frío se hacía más palpable, como si a cada paso la temperatura descendiera un poco más. El aire, que antes se sentía espeso, ahora parecía asfixiante. El sonido de sus propios pasos resonaba como tambores en la distancia, amplificando el nerviosismo que comenzaba a invadir su mente. Sus manos, antes seguras, comenzaron a dudar, pero a pesar de todo, siguió acariciando el barandal, como si el contacto con la madera pudiera mantenerla anclada a la realidad.

A medida que ascendía, el pasillo parecía alargarse infinitamente. La luz de los candelabros, que al principio le proporcionaba algo de consuelo, ahora se volvía tenue y distante, proyectando sombras extrañas sobre las paredes, creando figuras que no existían más que en su mente. Podía ver cómo las siluetas se deformaban, alargándose grotescamente y retorciéndose a su alrededor. Parecían moverse, pero no con vida propia, sino como una distorsión de la realidad, como si el propio espacio estuviera jugando con su percepción.

Cada vez que subía un peldaño, sentía cómo algo pesado caía sobre sus hombros, como una carga invisible que la oprimía, que la empujaba hacia abajo, rogándole que se diera la vuelta. Pero no lo hizo. A pesar de la creciente presión, a pesar de las advertencias que sentía en lo más profundo de su ser, continuó avanzando. Había algo en esa opresión que, en lugar de disuadirla, la motivaba a seguir. Era como una especie de reto. Sabía que no debía estar allí, pero su espíritu, terco y decidido, la empujaba a continuar.

No importaba lo que sintiera, no importaba cuán pesada fuera la atmósfera a su alrededor. Estaba decidida. Sabía que tenía que llegar a la buhardilla, a esa habitación donde tantas veces había sentido la calidez de su familia. Su padre, en particular, siempre había sido una figura de fortaleza y sabiduría para ella, y en ese momento de incertidumbre, lo único que deseaba era encontrarlo, estar cerca de él, recibir alguna clase de respuesta.

El ruido, antes constante, comenzó a distorsionarse. Lo que eran ecos claros se volvieron murmullos en su cabeza, como si las paredes estuvieran susurrando algo que no lograba comprender. A veces creía oír palabras, fragmentos de una conversación que no podía descifrar, pero que la llenaban de inquietud. Podía sentir cómo algo le observaba desde la oscuridad, aunque sabía que estaba sola.

El corazón de J latía con fuerza, un pulso acelerado que vibraba en sus oídos, como el tamborileo de una marcha. Se detuvo por un momento, tomando aire, tratando de calmarse. Su respiración era pesada, entrecortada, y el frío en su pecho no ayudaba. Pero su mirada, a pesar de todo, permanecía fija en el final de las escaleras. Sabía que estaba cerca. Podía ver la puerta al final del pasillo, esa puerta que tantas veces había visto cerrada, esa puerta detrás de la cual se escondían los secretos de su familia.

A medida que se acercaba, el aire se volvía más espeso, más cargado, como si la misma casa quisiera atraparla en ese lugar. Y sin embargo, J seguía adelante, con la mano firme en el barandal, acariciando los intrincados grabados que parecían ofrecerle un respiro en medio de la opresión que la rodeaba. La textura fría de la piedra bajo su palma era lo único que la mantenía conectada a la realidad, el único ancla que tenía en medio de ese mar de sensaciones que la envolvían.

Finalmente, llegó al último peldaño. Frente a ella, la puerta de la buhardilla se alzaba imponente, mucho más grande y amenazante de lo que recordaba. El tiempo parecía haberse detenido, congelado en ese instante. El silencio era absoluto, el aire estaba inmóvil, cargado de una tensión invisible, como si todo en su entorno hubiera contenido la respiración, esperando a ver qué sucedería a continuación. J, con el corazón palpitando a toda velocidad, levantó la mano, dudando por un breve instante antes de tocar el pomo frío de la puerta.

La sensación del metal helado contra su piel le envió un escalofrío por la espalda, pero lo ignoró, obligándose a seguir adelante. Giró el pomo lentamente, con un cuidado casi reverencial, como si temiera que el más mínimo sonido pudiera alterar algo irreparable. Al sentir que la puerta cedía bajo su mano, empujó suavemente, abriéndola lo justo para que pudiera colarse por el hueco. El chirrido de las bisagras resonó en el pasillo, y por un momento, todo pareció detenerse, como si la casa misma se hubiera dado cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir.

Entró rápidamente, sin darle tiempo a sus dudas para detenerla. El aire dentro de la habitación era aún más denso, cargado de una pesadez que casi podía tocarse. Y entonces lo vio. Se detuvo en seco, sus ojos se abrieron de par en par, y el mundo a su alrededor pareció desmoronarse en un torbellino de confusión y horror. Delante de ella estaba su padre, de espaldas, su silueta se recortaba contra la tenue luz que se filtraba por la pequeña ventana de la buhardilla.

Su respiración se volvió errática al notar lo que él tenía en las manos. Un revólver. Lo vio cargarlo con movimientos meticulosos, casi mecánicos, como si ya hubiera decidido lo que iba a hacer y nada pudiera detenerlo. El sonido del compartimiento de las balas al cerrarse resonó en la habitación, un pequeño clic que, para J, se sintió como un trueno.

El aire pareció volverse más frío, como si todo el calor se hubiera escapado por esa ventana, dejándola atrapada en una sensación helada e irreal. Su padre, ajeno a su presencia, soltó un profundo suspiro. Un suspiro que llevaba consigo una carga de dolor tan inmensa, tan densa, que a J le costaba respirar. Era como si todo el sufrimiento de los últimos años se hubiera acumulado en ese momento.

—Pronto estaremos juntos otra vez, mi amada Tessa... —susurró su padre con una voz quebrada, rota por la tristeza y el anhelo. El nombre de su madre, Tessa, flotó en el aire como un eco distante, y J sintió cómo su corazón se encogía aún más.

Ella observó, inmóvil, mientras una lágrima solitaria descendía por la mejilla de su padre. Todo su cuerpo parecía atrapado en ese instante, incapaz de moverse o de hacer algo, cualquier cosa, para detener lo que sabía que estaba por suceder. El tiempo se dilataba, cada segundo se volvía eterno, cada latido de su corazón resonaba en sus oídos como un tambor de guerra. No podía entenderlo del todo, no podía procesar la magnitud de lo que estaba viendo, pero en lo más profundo de su ser sabía que si no hacía algo, si no gritaba, si no corría, ese sería el último momento que compartiría con su padre.

Su mente se llenó de imágenes de su madre, recuerdos felices y dolorosos a la vez. Su padre siempre había sido una figura fuerte, alguien en quien podía confiar, pero ahora lo veía como un hombre roto, devastado por la pérdida. Ella misma extrañaba a su madre cada día, pero ver a su padre en ese estado, al borde del abismo, era más de lo que podía soportar.

El revólver temblaba ligeramente en su mano, como si el peso del metal fuera demasiado para él. Pero no era el arma lo que lo hacía temblar. Era el dolor, el interminable vacío que había dejado Tessa en su vida. Su madre había sido el centro de su mundo, y desde que ella se había ido, todo había perdido sentido. Para J, cada día era una lucha por recordar su risa, su amor, pero para su padre, cada día parecía acercarlo más al borde de un precipicio del que no podría regresar.

J quería gritar, quería correr hacia él, quitarle el arma de las manos y abrazarlo, decirle que todo estaría bien, que todavía la tenía a ella, que no estaba solo. Pero las palabras se atoraban en su garganta, como si una mano invisible le apretara el pecho, impidiéndole emitir cualquier sonido. Solo podía observar, paralizada por el miedo y el dolor, mientras su padre se sumergía más en su propio sufrimiento.

Los segundos parecían estirarse interminablemente. Cada movimiento de su padre, cada pequeño gesto, estaba impregnado de una tristeza tan profunda que J sentía que la estaba ahogando. Finalmente, algo dentro de ella se rompió. No sabía si era el miedo, la desesperación o el amor, pero de alguna manera logró dar un paso adelante, apenas un movimiento, pero suficiente para que la madera del suelo crujiera bajo su peso.

Su padre se detuvo. El sonido, aunque pequeño, lo sacó de su ensimismamiento. Lentamente, muy lentamente, giró la cabeza para mirarla, sus ojos encontrándose con los de su hija. Por un breve instante, el tiempo pareció detenerse por completo, y en esos ojos vio todo el dolor, toda la culpa y toda la soledad que su padre había estado cargando durante años.

—Lo siento mucho, J... —dijo su padre, con una sonrisa rota, una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Su voz era suave, apenas un susurro cargado de culpa, tristeza y resignación. Sus manos temblaban ligeramente, pero no bajó el arma. El peso del revólver parecía estar anclado a su mano como una extensión de su desesperación. Sus ojos, aunque llenos de lágrimas, permanecían fijos en algún punto indeterminado del espacio, como si ya hubiera dejado de existir en ese momento. No se movió para abrazarla, no hizo el gesto que ella tanto necesitaba en ese instante. Solo dejó que las lágrimas se desbordaran por sus mejillas, cayendo con lentitud y formando pequeños riachuelos en su piel, como si esas lágrimas fueran el último vestigio de la humanidad que le quedaba.

El dolor que sentía J en ese momento era indescriptible. Cada palabra que salía de los labios de su padre era como un golpe en el pecho, cada lágrima que caía de sus ojos era un recordatorio de lo inminente, de lo inevitable. La pequeña habitación, que antes se sentía claustrofóbica, ahora parecía expandirse en su dolor. Las paredes, cubiertas de polvo y viejas fotografías desvaídas, parecían cobrar vida, observando el momento con un silencio sepulcral.

—Te amo... —continuó él, con la voz cada vez más quebrada—. Y a tus hermanas también. —El silencio tras esas palabras era ensordecedor, cargado de significado. Era como si con esas frases quisiera resumir toda una vida de amor y arrepentimiento, como si quisiera encapsular sus sentimientos en un último aliento. Sabía que ya no habría más oportunidades para decirlo.

J observaba, inmóvil, sintiendo cómo cada segundo que pasaba se transformaba en una eternidad de sufrimiento. Su corazón latía tan rápido que parecía a punto de estallar, pero al mismo tiempo sentía como si el tiempo se hubiera detenido por completo. Los sonidos a su alrededor parecían apagarse, como si el mundo entero estuviera conteniendo el aliento, esperando lo inevitable.

—Estoy seguro de que N será un gran hombre... Lo amo, aunque no suelo decírselo...—Su padre continuó, pero su voz apenas era un murmullo, cada palabra era un eco lejano que se desvanecía en el aire antes de poder aferrarse a la realidad. J quería responder, quería decir algo, cualquier cosa, pero las palabras se le quedaban atoradas en la garganta, incapaces de escapar. El nudo en su pecho se apretaba con cada respiración, con cada intento fallido de hablar.

—Díselos por mí, ¿sí? —fue la última petición de su padre. Sus ojos, aún brillantes por las lágrimas, finalmente se encontraron con los de J, pero había algo vacío en esa mirada. Era como si ya no estuviera realmente ahí, como si su espíritu hubiera comenzado a despedirse antes de que su cuerpo lo hiciera. La desesperación en los ojos de J crecía con cada segundo, pero antes de que pudiera dar un paso adelante, antes de que pudiera extender la mano hacia él, todo sucedió.

El revólver, que hasta ese momento había estado colgando entre la vida y la muerte, subió en un movimiento rápido, casi mecánico. J apenas tuvo tiempo de procesarlo, pero en el momento en que el cañón del arma se posó en la coronilla de su padre, el horror la golpeó con fuerza. Quería correr hacia él, detenerlo, pero sus pies parecían clavados al suelo, su cuerpo congelado en un estado de pánico absoluto.

Los ojos de su padre se cerraron, como si con ese gesto pudiera librarse de todo el dolor que había cargado durante tanto tiempo. El sonido del disparo llenó la habitación con un estruendo ensordecedor, pero para J, todo sucedió como si estuviera en cámara lenta. Cada fracción de segundo fue un golpe brutal, cada pequeño detalle quedó grabado en su mente como un tatuaje imborrable.

Primero, vio cómo el gatillo descendía lentamente, liberando la bala con una precisión letal. El destello de pólvora iluminó brevemente la habitación en un destello anaranjado que pareció brillar durante horas, pero en realidad duró menos de un segundo. Luego, la bala salió disparada con una velocidad invisible a simple vista, pero en la mente de J, pudo ver cada milésima de segundo, como si todo se hubiera ralentizado a propósito para torturarla.

La bala atravesó la cabeza de su padre, perforando su cráneo con un sonido húmedo y sordo. J vio cómo la sangre comenzó a brotar de la herida, una explosión de carmesí que manchó la pared junto de él. Un pequeño trozo de materia cerebral salió disparado junto con la sangre, una visión que J sabía que nunca podría borrar de su mente, por mucho que lo intentara. Era grotesco, desgarrador, pero no podía apartar la vista.

La sonrisa en el rostro de su padre fue lo que la rompió por completo. Era una sonrisa pacífica, tranquila, como si en ese último instante hubiera encontrado la paz que tanto había buscado. Sus labios formaban una curva suave, y aunque sus ojos estaban cerrados, J podía imaginar el alivio que debió sentir al tomar esa decisión final. Pero para J, esa sonrisa no era un consuelo; era una traición. Una parte de ella quería gritar, quería sacudirlo y pedirle que volviera, que no la dejara sola, que no la abandonara del mismo modo en que su madre lo había hecho.

Y entonces, lo peor sucedió. Los ojos de su padre, que antes habían estado llenos de vida, aunque fuera de dolor, se tornaron blancos, vacíos. El brillo de la conciencia se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos, dejando tras de sí solo un cuerpo inerte, sin alma. Con un sonido sordo, su cuerpo cayó al suelo, desplomándose como una marioneta a la que le han cortado los hilos.

El sonido de su caída fue brutal, reverberando en la habitación con un eco que parecía no terminar nunca. J no se movió. Sus piernas no respondían, su mente no podía procesar lo que acababa de suceder. Solo podía quedarse ahí, inmóvil, observando el cuerpo sin vida de su padre, rodeado de un charco de sangre que se expandía lentamente, manchando el suelo de un rojo oscuro y profundo.

En ese momento, algo dentro de J se rompió para siempre. (Algo cambió dentro de Lotzo, algo... se quebró JAJAJA yaya perdón :< )

J se despertó con un sobresalto, su cuerpo temblando y el sudor frío cubriéndole la piel. Su respiración era rápida, entrecortada, mientras sus ojos recorrían la oscuridad de la habitación en busca de algo que la hiciera sentir segura. Le tomó un momento recordar dónde estaba, la pesadilla que había estado viviendo durante tantos años todavía envolviéndola en su mente. Miró a su alrededor, tratando de anclarse a la realidad, y fue entonces cuando sus ojos se posaron en Doll.

Doll estaba a su lado, profundamente dormida, su cuerpo pequeño y delicado envuelto en las sábanas que caían suavemente sobre ella. Su piel pálida apenas asomaba por debajo de la suave colcha de estampado de nubes, y su respiración era tan tranquila que el pecho de J se llenó de una calma repentina al verla. Era un contraste enorme con la agitación que aún sentía en su interior, pero la visión de Doll le arrancó una sonrisa, aunque fuera pequeña, mientras intentaba recuperar el control sobre sus pensamientos.

J respiró hondo, intentando calmarse. Pero no era fácil. No sabía cuántas veces había tenido esa pesadilla en el último siglo, la misma escena repetida una y otra vez: el instante exacto en que había visto a su padre morir frente a sus ojos, el sonido del disparo, la sangre esparcida por la pared, su cuerpo desplomándose al suelo. Era una visión que no la dejaba en paz, no importa cuántas veces intentara dejarla atrás. El pasado la perseguía incluso cuando quería creer que lo había superado.

Sus ojos volvieron a posarse en Doll, observando su cabello extendido sobre la almohada, sus mejillas ligeramente sonrosadas por el calor de las mantas. Luego, J miró hacia abajo, a su propio cuerpo, sintiendo la frialdad de su piel comparada con la cálida presencia de la chica que dormía a su lado. Y sonrió, esta vez un poco más relajada, al menos por ahora su vida no era tan mala, pensó. No era perfecta, no podía serlo con el peso de lo que había vivido, pero había encontrado algo que hacía que los días fueran más soportables.

Tenía a Doll, una novia hermosa en todos los sentidos posibles. No solo era físicamente atractiva, con su piel suave y su cabello que caía en mechones oscuros perfectos, sino que también era hermosa en su forma de ser. Doll nunca la había juzgado, ni una sola vez, a pesar de conocer su naturaleza vampírica, a pesar de saber que J era diferente, peligrosa incluso. Esa aceptación incondicional era lo que la había conquistado, lo que la hacía sentir que, tal vez, no todo estaba perdido.

J suspiró, alejando los recuerdos de la pesadilla lo mejor que pudo. No quería seguir reviviendo ese dolor en ese momento, no cuando podía aferrarse a la calma y calidez que Doll le ofrecía. Lentamente, se volvió a acurrucar, abrazando a Doll con suavidad, sintiendo el contraste entre la calidez de la piel de Doll y su propia piel fría. El simple contacto la hizo sentir mejor, más conectada con el presente, más alejada de los fantasmas del pasado.

Con cuidado, tiró de las sábanas y el edredón para cubrirlas a ambas, creando un pequeño refugio bajo las mantas. J podía escuchar la suave respiración de Doll, el leve movimiento de su pecho al inhalar y exhalar, y ese sonido fue lo que terminó de calmarla. Le dio un suave beso en la frente, un gesto casi instintivo, lleno de amor y protección. Era una forma de recordarse a sí misma que, por muy mal que fueran las cosas en su cabeza, siempre tendría a Doll.

Doll era hermosa, y J lo sabía desde el momento en que la había visto por primera vez. Pero no era solo su aspecto lo que la había cautivado, era su forma de ser, su dulzura, su capacidad para hacer que J se sintiera segura y amada. A veces, J se preguntaba cómo había tenido tanta suerte de encontrar a alguien como ella, alguien que no solo aceptara sus cicatrices, sino que las amara, alguien que viera más allá de su naturaleza vampírica y viera a la persona que realmente era.

J sonrió para sí misma mientras los recuerdos de cómo se habían conocido pasaban brevemente por su mente. Se rió un poco, un sonido suave, casi infantil, mientras pensaba en lo ridículamente afortunada que era de tener a Doll en su vida. No podía creer que se hubiera entregado a alguien de la manera en que lo había hecho con Doll. Era una entrega total, sin reservas, sin miedo, una confianza absoluta en que Doll nunca la traicionaría.

Se rio otra vez, recordando la sensación de sorpresa cuando Doll había aceptado estar con ella. Había sido un momento inesperado, pero ahora, después de todo lo que habían pasado juntas, J sabía que no había nada que pudiera alejarla de Doll. Estaba desnuda, y Doll también, lo que hacía que la intimidad entre ellas fuera palpable en ese momento. La calidez de sus cuerpos contrastaba con la frialdad que aún sentía en su interior por los recuerdos que no podía borrar, pero estar así, juntas, la hacía sentir algo más allá del miedo.

J miró a Doll con ternura y amor, recordando cómo, solo unas horas antes, habían compartido algo mucho más profundo. Habían estado haciendo el amor (que expresión más de viejita pelona), enredadas en una pasión que había consumido a ambas, un momento de pura conexión que les permitía olvidarse del mundo exterior, de los problemas, del dolor. Ahora, después de eso, tenía a Doll entre sus brazos, y lo único que quería era protegerla, cuidarla. Esa necesidad de proteger a Doll era algo que había crecido dentro de ella de una manera que nunca hubiera imaginado.

Doll dormía tranquila, completamente ajena al caos que a veces asolaba la mente de J. J la abrazó un poco más fuerte, sintiendo el latido del corazón de Doll bajo su mano, y ese ritmo constante, ese recordatorio de vida, fue lo que la hizo sentir un poco más en paz. Era como si, mientras Doll estuviera allí, todo pudiera estar bien, al menos por un tiempo.

J cerró los ojos y dejó que esa sensación la envolviera, dejando que el suave calor de Doll la arrullara hasta que, poco a poco, el agotamiento la venciera. No sabía cuánto tiempo más podría mantenerse en pie con las pesadillas acechándola, pero por ahora, al menos por esa noche, había encontrado un rincón de tranquilidad en los brazos de la persona que más amaba en el mundo.

Por ahora, J decidió que lo mejor era aferrarse a Doll, a esa presencia cálida y reconfortante que la anclaba a la realidad. Tal vez, en algún momento, reuniría el valor para contarle sobre la pesadilla que la atormentaba cada noche, esa visión que seguía acechándola sin tregua, pero no hoy. Hoy no tenía fuerzas para revivir esos recuerdos, no quería manchar la paz que sentía mientras que Doll dormía en sus brazos apoyada en su pecho. Se permitió, en cambio, sumergirse en la calidez del momento, dejando que los recuerdos recientes llenaran su mente, esos momentos que compartían cuando sus cuerpos estaban juntos, conectados de una manera tan íntima y especial.

Mientras abrazaba a Doll, la suavidad de su piel y la cercanía de su respiración calmada le dieron a J la sensación de que, al menos por un rato, podía olvidarse de sus demonios. Pensó en la forma en que los cuerpos de ambas se acoplaban, las suaves curvas de Doll encajando perfectamente contra ella, el calor que emanaba de su piel cálida contrastando con la frialdad habitual de la suya. Sonrió al recordar cómo Doll siempre se mostraba fascinada por la diferencia entre ellas, especialmente por el tamaño de sus pechos. Doll tenía una especie de obsesión juguetona por hundir su rostro entre los pechos de J, que eran visiblemente más grandes y redondos, y eso siempre provocaba una risa cómplice entre ambas.

Ese recuerdo le arrancó una sonrisa, una de esas sonrisas que nacen del cariño más puro, del tipo de amor que se construye en los pequeños detalles. Incluso ahora, mientras Doll dormía, su cabeza descansaba sobre el pecho de J, como si inconscientemente buscara el mismo refugio en el que tantas veces se había escondido cuando estaba despierta. Era una escena adorable, una que J atesoraba cada vez que la vivía, porque esos momentos de tranquilidad y ternura eran los que realmente le daban sentido a su vida.

Con una mano, J acarició suavemente el cabello de Doll, sintiendo cómo los mechones se deslizaban entre sus dedos. El simple acto de tocarla, de sentir su presencia viva y real, era suficiente para hacer desaparecer temporalmente las sombras que rondaban su mente. Se sintió afortunada, realmente afortunada, de haber encontrado a alguien que la hacía sentir así, que la aceptaba por quien era sin cuestionar ni juzgar.

Los recuerdos de sus momentos compartidos seguían invadiendo su mente, ayudándola a mantener las pesadillas a raya. La risa de Doll, su sonrisa traviesa, el calor de sus abrazos, todo parecía envolver a J en un escudo invisible, uno que la protegía de los oscuros recuerdos que intentaban apoderarse de ella.

Poco a poco, mientras esos pensamientos la arrullaban, J sintió que el sueño volvía a dominarla. Los párpados le pesaban, y la respiración de Doll, suave y constante, la acompañaba en su descenso hacia el descanso. Dejó que la calidez del momento la envolviera completamente, y así, con una sonrisa tranquila en el rostro, volvió a quedarse dormida, dejando atrás, al menos por esa noche, los fantasmas del pasado.

Por primera vez en décadas, J se sintió realmente en paz, descansando de manera genuina. Con la chica que ama entre sus brazos, experimentaba una sensación de plenitud que no recordaba haber sentido antes. En ese momento, todo parecía estar en su lugar: el calor de Doll a su lado, la tranquilidad del cuarto, y la sensación de que, por una vez, no tenía que preocuparse por nada más. Se permitió disfrutar de esa felicidad sencilla y reconfortante, sabiendo que todo lo demás, cualquier problema o preocupación, podría esperar hasta mañana. Hoy, solo existía el amor y la calma.

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¿Cómo te digo que este capítulo no lo tenía planeado pero tenía que poner como es que murió Edgar?

Y sí, todos mis personajes están traumados, N porque piensa que su padre mató a Tessa, J por ver a Edgar suicidarse, y V y Cyn ya verán... >:)

Pero sip, se vienen varios capítulos de traumitas y pasado de los vampiros porque soy una loca que ama los detalles, y sí se preguntan en que año Edgar se mató fue el 1823, por ahí de abril, porque fue el año de la invención de las revolver.

Hasta aquí Solecito, nos leemos luego :D

Por cierto, 5083 palabras :3

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