Capítulo 13
El sol de la tarde se filtraba suavemente a través de las cortinas de terciopelo de la enorme ventana que dominaba la recámara, llenando el espacio con una cálida luz dorada. La habitación de Tessa, una opulenta suite en la mansión familiar, era un santuario de riqueza y elegancia. Las paredes estaban adornadas con tapices de lino suave, sus intrincados diseños entretejidos con hilos de oro y plata, creando escenas de naturaleza exuberante que parecían cobrar vida bajo la luz tenue. Los muebles, tallados a mano en maderas preciosas, exudaban un aroma a bosque, sus superficies brillando con un pulido perfecto. Cada detalle, desde los candelabros dorados hasta los cojines bordados, hablaba de una vida de lujo y comodidad, una vida que Tessa y Edgar habían trabajado duro para construir y mantener.
En el centro de la habitación, la gran cama king-size se erigía como un trono, cubierta con colchas de seda y almohadas tan suaves como las nubes. Sobre la pared de fondo, un árbol genealógico pintado a mano destacaba con majestuosa prominencia. El árbol, con sus ramas extendiéndose hacia el cielo, representaba las raíces y la herencia de la familia. En la copa, las imágenes de Tessa y su esposo Edgar estaban rodeadas de símbolos de fuerza y sabiduría, mientras que debajo de ellos, sus hijos estaban representados con delicadeza: J y V, las niñas, florecían entre pétalos de flores exóticas; N y su padre, Edgar, se alzaban sobre imponentes aves, majestuosos como fénix renacidos. Cyn, la más pequeña, también estaba ahí, rodeada de flores más delicadas, una representación de su juventud y fragilidad.
Era una imagen que simbolizaba el legado de la familia, un legado que Tessa temía no poder ver florecer completamente. Cada día, desde que su salud había comenzado a deteriorarse, se sentía como una batalla perdida contra el tiempo. Su cuerpo, antes lleno de vida y energía, ahora se sentía débil, frágil, incapaz de soportar el peso de la vida diaria. Su piel, antaño radiante, había perdido parte de su brillo, y sus ojos, que antes brillaban con una luz intensa, ahora mostraban un cansancio profundo, una tristeza que no podía ocultar de sus hijos.
Esa tarde, Tessa estaba recostada en la cama, envuelta en un suave camisón de seda blanca que contrastaba con la palidez de su piel. A pesar de su debilidad, se esforzaba por mantener una sonrisa, una sonrisa que mostraba más amor del que sus palabras podían expresar. Sus hijos eran su vida, su mayor alegría, y también su mayor dolor. El simple pensamiento de no poder estar con ellos, de no poder verlos crecer, se sentía como un puñal en su corazón.
La puerta de la habitación se entreabrió con un suave chirrido. Una pequeña niña albina, de unos cinco años, asomó su cabeza, sus ojos amarillos brillando con curiosidad y preocupación. Sus cabellos, recogidos en dos coletas que caían a ambos lados de su rostro, brillaban bajo la luz dorada que se colaba en la habitación.
—Mamá... —susurró con voz temblorosa.
Detrás de ella, se podían ver las figuras de sus hermanos. Una niña de cabello corto y ojos igualmente amarillos, un poco más alta que la pequeña, observaba desde la puerta, sus manos inquietas retorciéndose en los pliegues de su vestido. A su lado, un chico más alto que las dos, con el cabello desordenado y una expresión de preocupación en el rostro, tenía a una niña más pequeña aferrada a su brazo, quien parecía no querer soltarlo. Todos ellos compartían la misma característica: piel albina y ojos de un amarillo brillante, iguales a su padre en tono y ojos, pero con las facciones suaves de su madre.
Tessa, al ver a sus hijos reunidos en la puerta, sintió una oleada de emociones que casi la hicieron sollozar. Les sonrió, una sonrisa que era más un gesto de amor y dolor, y les hizo un gesto para que entraran, dando unas suaves palmadas en la cama para indicarles que se acercaran.
J, la mayor de las niñas, abrió la puerta por completo, permitiendo que los cuatro entraran en la habitación. No había necesidad de palabras, solo una comprensión mutua que llenaba el aire. Los cuatro corrieron hacia la cama, sus pequeños pasos resonando en la silenciosa habitación. N, el chico, se detuvo para ayudar a Cyn, la más pequeña, a subir a la cama. Con su ayuda, ella trepó con dificultad, aferrándose a la mano de su hermano, quien la levantó con delicadeza, como si fuera el tesoro más preciado del mundo.
Una vez que todos estuvieron en la cama, buscaron el calor y la cercanía de su madre. Cyn, con su pequeña figura, se acurrucó sobre el pecho de Tessa, buscando refugio en el latido constante del corazón de su madre. J y V, cada una tomó un hombro, apoyando sus cabezas contra ella, sus cuerpos relajados al sentir la presencia de su madre. N, sin decir nada, se acomodó en el regazo de Tessa, su cabeza descansando sobre sus piernas, cerrando los ojos mientras sentía la suave caricia de la mano de su madre en su cabello.
Tessa, recostada sobre las suaves almohadas, observaba a sus hijos con una mezcla de amor profundo y tristeza infinita. Verlos ahí, tan cerca de ella, le daba una paz que pocas cosas podían darle. Sin embargo, al mismo tiempo, cada caricia, cada suspiro, era un recordatorio de lo que estaba perdiendo. Sabía que su tiempo con ellos era limitado, que no podría estar a su lado para siempre, y eso le rompía el corazón en mil pedazos. Pero nunca lo mostraría frente a ellos; no quería que sus hijos cargaran con el peso de su dolor. Para ellos, siempre sería fuerte, siempre sería la madre que necesitaban.
Cyn, acurrucada en su pecho, alzó la cabeza para mirar a su madre a los ojos. Sus pequeños ojos amarillos brillaban con una inocencia que Tessa deseaba poder preservar para siempre.
—¿Te sientes mejor, mamá? —preguntó Cyn, su voz suave y llena de preocupación.
Tessa tragó con dificultad, su garganta apretándose al escuchar la pregunta de su hija. No quería mentirle, pero tampoco quería asustarla.
—Un poco mejor, cariño —respondió Tessa, acariciando el cabello de Cyn con suavidad—. Solo necesito descansar un poco más.
J, que estaba recostada en el hombro izquierdo de Tessa, levantó la cabeza y miró a su madre con una expresión seria, casi adulta.
—Papá dice que estás descansando mucho estos días —dijo J, su voz era una mezcla de inocencia y madurez temprana, un reflejo de la responsabilidad que sentía por ser la mayor.
Tessa asintió, sintiendo una punzada en el corazón al ver cómo su hija mayor intentaba ser fuerte, tratando de comprender una situación que era demasiado complicada para ella.
—Sí, cariño —respondió Tessa—. A veces, las mamás necesitan descansar más para poder estar fuertes y saludables para sus hijos.
V, que estaba en el otro lado, soltó un suspiro y apoyó su cabeza en el hombro de su madre, buscando el calor que solo ella podía proporcionar.
—¿Volverás a jugar con nosotros cuando te sientas mejor? —preguntó V, con la esperanza brillando en sus ojos.
Tessa sintió que su corazón se rompía un poco más con cada palabra de sus hijos. Quería prometerles que todo estaría bien, que volvería a ser la madre activa y enérgica que ellos recordaban, pero sabía que sería una promesa vacía. Sin embargo, no podía robarles la esperanza, no podía destruir su fe en ella.
—Eso espero, mi amor —dijo Tessa, su voz suave, pero cargada de emoción—. Pero, mientras tanto, podemos hacer otras cosas juntas, como leer cuentos, contar historias o simplemente pasar tiempo así, como ahora.
N, que había estado en silencio todo el tiempo, levantó la cabeza del regazo de su madre y la miró con una expresión de seriedad que contrastaba con su edad.
—Mamá, si no puedes jugar con nosotros, podemos quedarnos contigo —dijo N con firmeza—. No importa qué, siempre estaremos a tu lado.
Las palabras de N resonaron en la mente de Tessa, llenándola de una mezcla de orgullo y dolor. Sus hijos, tan jóvenes y ya tan conscientes de la situación, eran su mayor fuente de fortaleza y su mayor debilidad. Quería abrazarlos, protegerlos de todo mal, pero sabía que había cosas contra las que no podía luchar, cosas que estaban fuera de su control.
—Gracias, N —respondió Tessa, su voz apenas un susurro—. Ustedes me dan más fuerza de la que se imaginan.
Cyn, que había estado acurrucada en su pecho, de repente se movió, mirándola con ojos grandes y brillantes.
—Mamá, ¿puedes contarnos una historia? —pidió Cyn con voz suave—. Una de esas que te contaba la abuela cuando eras pequeña.
Tessa sonrió, sintiendo una oleada de calidez en su corazón. Las historias que su madre le había contado cuando era niña siempre habían sido un consuelo para ella, una forma de escapar de la realidad y sumergirse en mundos mágicos donde todo era posible.
—Claro, mi amor —respondió Tessa, acariciando la mejilla de Cyn—. Les contaré una de las historias que más me gustaba cuando era pequeña.
Los cuatro niños se acomodaron, sus ojos llenos de expectación mientras esperaban que su madre comenzara. Tessa respiró hondo, cerrando los ojos por un momento mientras reunía sus fuerzas, recordando las palabras exactas que su madre solía usar.
—Había una vez —comenzó Tessa, su voz suave y melodiosa—, en un reino muy, muy lejano, una princesa llamada Estela, que vivía en un castillo rodeado de hermosos jardines y altos muros de piedra. Estela era conocida en todo el reino por su belleza y su bondad, pero también por algo muy especial: tenía el don de hablar con los animales...
A medida que Tessa narraba la historia, la habitación parecía transformarse. Los niños escuchaban con atención, sus mentes jóvenes llenándose de imágenes de castillos encantados, princesas valientes y animales que hablaban. Cada palabra de su madre era como un hechizo, alejando las sombras que acechaban en sus corazones, dándoles un momento de paz y felicidad en medio de la incertidumbre.
J, que estaba a la derecha de su madre, cerró los ojos, dejando que las palabras de Tessa la envolvieran como un manto cálido. Podía imaginarse a Estela, la princesa, caminando por los jardines del castillo, rodeada de flores y pájaros que cantaban dulces melodías. Era un mundo perfecto, un mundo donde todo estaba bien.
V, a la izquierda, sonrió mientras escuchaba, imaginándose a sí misma como la princesa Estela, con un vestido de seda que ondeaba al viento mientras hablaba con los animales del bosque. Era una imagen que la llenaba de alegría, alejando el miedo que había sentido por la salud de su madre.
N, con la cabeza aún en el regazo de su madre, dejó que su mente vagara por el reino de la historia. Podía ver los altos muros de piedra, los jardines florecientes, y la princesa, fuerte y valiente, enfrentándose a cualquier desafío con una sonrisa en el rostro. Para él, la historia era más que un simple cuento; era un recordatorio de la fuerza que su madre siempre había mostrado, incluso en los momentos más difíciles.
Cyn, la más pequeña, se acurrucó más cerca de su madre, cerrando los ojos mientras escuchaba la suave voz de Tessa. Podía imaginarse corriendo junto a la princesa Estela, jugando en los jardines y hablando con los animales. En ese momento, todo parecía posible, todo parecía bien.
Mientras Tessa continuaba narrando, su voz se llenó de ternura, amor y un toque de tristeza que solo ella podía percibir. Sabía que estos momentos eran preciosos, que el tiempo que pasaba con sus hijos era un regalo que no podía dar por sentado. Cada historia, cada risa, cada caricia, era un tesoro que guardaba en su corazón, sabiendo que pronto, quizás muy pronto, todo cambiaría.
Finalmente, cuando la historia llegó a su fin, Tessa notó que sus hijos se habían quedado en silencio, sus respiraciones suaves y rítmicas. J y V ya habían cerrado los ojos, profundamente dormidas, mientras N seguía recostado en su regazo, su rostro relajado. Cyn, aunque aún estaba despierta, parecía estar luchando por mantenerse así, sus párpados pesados, cerrándose lentamente.
—Mamá... —susurró Cyn, su voz apenas audible.
—Sí, cariño —respondió Tessa, acariciando su cabello.
—Te quiero mucho... —dijo Cyn, su voz llena de amor y sinceridad.
—Y yo te quiero a ti, mi amor —respondió Tessa, sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas.
Poco después, Cyn finalmente cerró los ojos, quedándose dormida en los brazos de su madre. Tessa, aún despierta, se quedó allí, en silencio, observando a sus hijos dormir. Sus corazones latían al unísono, un recordatorio del vínculo inquebrantable que los unía, un vínculo que el tiempo o la enfermedad no podían romper.
Tessa supo en ese momento que, sin importar lo que pasara, sus hijos siempre llevarían consigo una parte de ella, una parte que los guiaría y protegería, incluso cuando ella ya no estuviera. Y aunque el futuro era incierto, en ese instante, todo estaba en su lugar, todo estaba bien.
Con una última caricia, Tessa cerró los ojos, dejándose llevar por el sueño, un sueño donde ella y sus hijos siempre estarían juntos, en un lugar donde el tiempo y el dolor no podían alcanzarlos.
La noche había caído suavemente sobre la mansión, envolviendo el hogar en un manto de sombras y luz tenue. Fuera, la luna brillaba con una intensidad pálida, reflejándose en las ventanas de vidrio emplomado y proyectando patrones intrincados en las paredes de la habitación. La luz de las velas parpadeaba, lanzando destellos dorados sobre las superficies pulidas de los muebles de madera, mientras el crepitar del fuego en la chimenea añadía un toque cálido al aire, aunque el frío de la noche se filtraba a través de las gruesas cortinas de terciopelo que cubrían las ventanas.
Era una habitación que hablaba de historia, de linajes antiguos y promesas hechas en tiempos pasados. Los detalles de la decoración, desde los adornos dorados en las molduras hasta las cortinas bordadas a mano, todo revelaba la opulencia y la dedicación a una vida de lujo y poder. A un lado de la habitación, un gran retrato de Tessa y Edgar colgaba en la pared, capturando un momento de su juventud, cuando la vida parecía eterna y el tiempo era una ilusión lejana.
Tessa, recostada en la cama, observaba el retrato con una mezcla de nostalgia y tristeza. Había sido pintado poco después de su boda, un tiempo en el que sus preocupaciones eran tan efímeras como las nubes que se desvanecen al sol. Ahora, sin embargo, la realidad era diferente. Sus hijos dormían apaciblemente a su alrededor, sus pequeños cuerpos albinos contrastando con las sábanas de lino suave y el cobertor de terciopelo azul oscuro que los envolvía. El calor de sus cuerpos era reconfortante, pero no podía ignorar el peso en su pecho, un peso que solo crecía con cada día que pasaba.
El sonido de la puerta abriéndose suavemente la sacó de sus pensamientos. Edgar entró en la habitación con pasos firmes, sus botas resonando apenas en el suelo de madera pulida. Era un hombre alto, con una presencia imponente que irradiaba poder y autoridad. Su cabello, blanco como la nieve recién caída, contrastaba con la oscuridad de su abrigo largo y pesado, que pronto colgó en un perchero cercano. Sus ojos, de un amarillo brillante y penetrante, escudriñaron la habitación, deteniéndose en la figura de su esposa y sus hijos.
Se acercó a la cama con pasos silenciosos, la luz del fuego reflejándose en su pálida piel. Sin decir una palabra, se sentó en el borde de la cama, su peso hundiéndose ligeramente en el colchón. Observó a Tessa por un momento, sus ojos suavizándose mientras pasaba una mano por su cabello, acariciándola con ternura.
Tessa abrió los ojos al sentir su toque, encontrándose con la mirada preocupada de Edgar. En sus ojos vio la misma desesperación y el mismo dolor que ella sentía, aunque él intentaba ocultarlo bajo una fachada de calma y control. Sabía que él estaba luchando, buscando una solución a lo que parecía imposible, pero también sabía que, a pesar de sus esfuerzos, el tiempo no estaba de su lado.
—¿Podrías recordarme en qué momento le juré amor eterno a un ser inmortal? —preguntó Tessa en un susurro, su voz temblorosa mientras las lágrimas amenazaban con caer de sus ojos.
Edgar solo se mordió el labio inferior, incapaz de responder inmediatamente. El silencio entre ellos era denso, cargado de emociones no expresadas y miedos compartidos. Finalmente, habló, su voz grave pero llena de determinación.
—Encontraré una solución, lo juro... —dijo, su mirada desviándose hacia sus hijos dormidos—. Ellos necesitan a su madre...
Tessa sintió un nudo en la garganta, un dolor agudo que la atravesaba cada vez que pensaba en el futuro. Sabía que Edgar haría cualquier cosa por ella y por sus hijos, pero también sabía que, a pesar de sus promesas, había cosas que ni siquiera él podía cambiar.
—Pero ellos vivirán siglos... y yo... cada día estoy peor —respondió, su voz quebrándose al final.
Edgar la miró a los ojos, su expresión endureciéndose por la determinación. Tomó el delicado mentón de Tessa entre sus dedos, levantando su rostro hacia el suyo. La intensidad en su mirada era casi tangible, una promesa silenciosa de que no se daría por vencido.
—Encontraré una solución —repitió Edgar, inclinándose para depositar un suave beso sobre la frente de Tessa—, aunque me cueste la vida.
El contacto de sus labios fue como un bálsamo para su alma, una promesa de amor eterno, aunque la realidad les recordaba constantemente lo frágil que era ese tiempo juntos. Tessa asintió débilmente, confiando en él, aunque en el fondo sabía que no todas las promesas podían cumplirse. Sus hijos, como si sintieran la presencia de su padre, comenzaron a despertarse, uno por uno. El primero en abrir los ojos fue N, seguido rápidamente por J y V, y finalmente, Cyn, la más pequeña, que se frotaba los ojos con sus pequeños puños.
La visión de su padre fue suficiente para despejar el sueño de sus mentes, y en un instante, todos se lanzaron hacia él, emocionados. Edgar los recibió con los brazos abiertos, levantándolos de la cama y abrazándolos con fuerza. La risa de los niños llenó la habitación, sus pequeñas voces resonando como música en el aire, trayendo una chispa de alegría a un ambiente que se había sentido tan sombrío.
Tessa observaba la escena con una sonrisa llena de amor y melancolía. Ver a Edgar con sus hijos, ver cómo los levantaba en el aire y los hacía reír, era una visión que atesoraba profundamente. Pero esa misma visión también traía consigo una tristeza que la carcomía por dentro. Sabía que, a medida que pasara el tiempo, esos momentos serían cada vez más escasos para ella. No estaría allí para verlos crecer, para guiarlos a través de la vida, y esa realidad la atormentaba más de lo que las palabras podían expresar.
Edgar, ajeno a los pensamientos oscuros de su esposa en ese momento, sonrió mientras miraba a sus hijos. Su amor por ellos era palpable, casi tangible, y ese amor lo impulsaba a prometer lo imposible.
—Los llevaré a cenar, ¿sí? —dijo, dirigiendo una sonrisa a Tessa mientras sus colmillos se asomaban ligeramente, un recordatorio sutil de su naturaleza.
Tessa, aunque consciente de que estaba tratando de mantener la normalidad, no pudo evitar preocuparse. Sabía que Edgar haría todo lo posible para proteger a sus hijos, pero en su estado, cualquier pequeña preocupación se sentía como una montaña.
—Tengan cuidado, ¿sí? Y más te vale que Cyn regrese limpia, ese vestido es nuevo —advirtió Tessa, su voz adoptando un tono maternal.
Cyn, al escuchar a su madre, miró su vestido con una expresión de preocupación, como si de repente fuera consciente de la responsabilidad que conllevaba. Edgar, notando la expresión de su hija, le alborotó el cabello con una sonrisa juguetona.
—No haré tales promesas —respondió Edgar con una risa suave.
—Edgar... —Tessa lo miraba severamente, sus ojos transmitiendo una mezcla de amor y preocupación.
Pero Edgar solo se rió suavemente, sabiendo que su esposa conocía bien la dinámica entre ellos. Era un juego, una danza que habían compartido durante años, un intercambio de palabras que les permitía mantener la ligereza en medio de la oscuridad que a menudo los rodeaba. Sin embargo, Tessa sabía, en lo profundo de su corazón, que era probable que el nuevo vestido de Cyn no sobreviviera a la noche. Las travesuras de sus hijos y la naturaleza de su esposo eran una combinación que rara vez resultaba en una prenda intacta.
—Tengan cuidado, en serio —repitió Tessa, su tono más serio esta vez.
Edgar, reconociendo la preocupación genuina en la voz de su esposa, se acercó a ella una vez más, inclinándose para darle un suave beso en los labios. Fue un beso lleno de promesas no dichas, de amor incondicional y de una tristeza subyacente que ambos compartían pero rara vez verbalizaban.
—Lo tendremos —susurró Edgar contra sus labios—. Intentaré volver pronto, ¿sí? Te amo.
Tessa sonrió débilmente, viendo cómo Edgar y sus hijos se preparaban para salir de la habitación. Observó cada detalle: la forma en que N ayudaba a Cyn a bajar de la cama, la risa de V mientras J intentaba alcanzar la mano de su padre. Era un cuadro familiar que quería grabar en su memoria, un momento de felicidad efímera que deseaba recordar en los días venideros.
Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, el silencio volvió a llenar la habitación. Tessa se quedó mirando la puerta durante unos largos segundos, su corazón pesado con la ausencia de sus seres queridos. El sonido del viento que se filtraba a través de las ventanas cerradas le recordaba lo vacía que se sentía la mansión cuando ellos no estaban. Se recostó en la cama, sintiendo el frío de las sábanas donde antes había estado el calor de sus hijos.
Sus pensamientos volvieron a la promesa de Edgar. Sabía que él haría todo lo posible para encontrar una solución, pero en el fondo, también sabía que no todas las promesas se pueden cumplir. Cerró los ojos, dejando que las lágrimas que había estado reteniendo fluyeran libremente. El peso de la mortalidad se sentía más real que nunca, una sombra que se cernía sobre ella, recordándole que el tiempo era un lujo que no podía permitirse.
Mientras las lágrimas caían, el sonido lejano de las risas de sus hijos llegaba a sus oídos, resonando a través de los pasillos de la mansión. Era un recordatorio de lo que estaba en juego, de lo que perdería si no lograban encontrar una solución. Con cada lágrima, Tessa se aferraba a la esperanza, aunque fuera frágil, de que, de alguna manera, Edgar cumpliría su promesa y encontraría una forma de mantenerlos juntos.
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MY BABY NOO MY BABY YOU ARE MY BABY SAY IT TO MEEEE
senti feo
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