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09

Tras el escándalo en la corte -y el desmayo de la Dama Chen-, Zheng se llevó a Liu Yi a una sala privada. A pesar de las protestas de los miembros de la Corte, él simplemente se retiró, guiando suavemente a Liu Yi con una sonrisa.

"¿Quién es el emperador? Ustedes lo saben muy bien. Aun si no están de acuerdo, hare lo que desee."

El mismo Zheng sabía que en la Corte lo tomaban por un hombre caprichoso, así que simplemente haría honor a su reputación haciendo lo que le diera la gana. Después de todo, para eso se había convertido en emperador: para moldear ese mundo a su antojo, guiándolo por un mejor camino.

El salón privado era un contraste absoluto con el gran salón imperial. Aquí, lejos de los ojos curiosos de la corte, Zheng parecía un niño a punto de hacer una travesura. Sus ojos brillaban con picardía, y sus labios dibujaban una sonrisa que Liu Yi conocía demasiado bien.

-Entonces -comenzó él, acercándose más de la cuenta, jugando con el jade que Liu Yi tenía colgado del cuello-, ¿te sorprendió verme con estas ropas imperiales?

Liu Yi rodó los ojos. -¿Acaso necesitas que salve tu culo otra vez? ¿En qué problemas estás metido, Zhe...? -se corrigió rápidamente-. Su Majestad.

-Ying Zheng-sus rostros estaban cerca, el había pronunciado su nombre casi en un susrro- Ese es mi nombre- los vellos de Liu Yo se eirazaron y ella se sonrojo al sentir el aliento del hombre cerca, así que rápidamente se apartó, tapando su oreja con una mano, con el señor fruncido y además sonrojada como un tomate. El solo se río y fingió inocencia-. Yo no conozco esa palabra.

-Claro que sí -contraatacó ella-. La conoces mejor que nadie idiota imprudente.

Zheng soltó una carcajada, pero Liu Yi notó algo diferente. Un cansancio en sus ojos que no había visto antes, no pudo evitar suavizar su actitud tras verlo así. Sus bromas parecían un escudo, algo que utilizaba para mantener la distancia.

-Deja los juegos -exigió ella-. ¿Por qué estoy aquí?

El emperador -y le costaba aún procesar esa palabra- suspiró. La picardía se desvaneció, reemplazada por una gran seriedad.

-Sé que te di ese colgante por si algún día necesitabas mi ayuda. Aun así, una vez más debo admitir que necesito de ti -confesó-. No es una broma, no es un juego. Es algo serio.

Liu Yi cruzó los brazos. -Te escucho.

Zheng se levantó y caminó hacia la ventana. Las cortinas de seda se movían suavemente, revelando un jardín imperial lleno de árboles de durazno, y al verlo a través de su ventaja Liu yi no pudo evitar recordar la noche que se conociera. La postura de el había cambiado: ya no era aquel hombre travieso, sino un gobernante con un peso sobre sus hombros.

-El Consejo me presiona -comenzó-. Necesito una emperatriz.

-¿Y? -Liu Yi alzó una ceja-. Según los rumores tienes decenas de concubinas para elegir, y ¿desde cuando te importa que unos viejos así te presionen?

-Ese es precisamente el problema -respondió él-. Cada concubina representa una familia. Cada familia busca poder. Si elijo a una, estaré dándole un poder político innecesario. Será como regalar un territorio entero. Además, ninguna de esas mujeres me agrada. Por otro lado he logrado mi objetivo hace tan sólo 2 años, por lo que el poder aun es inestable, podría ocurrir una rebelión con los que están inconformes , no puedo confiar en esas hienas.

Liu Yi comprendió. La política imperial era como el juego de shōgi que jugaba con Mei Ling, donde cada movimiento tenía consecuencias.

-¿Quieres alguien neutral? -cuestionó.

-Quiero alguien en quien pueda confiar -corrigió Zheng-. Alguien que no busque poder. Alguien que... sea una compañera.

Sus miradas se encontraron. Un silencio denso llenó la habitación.

-Yo -dijo Liu Yi, más como una afirmación que como una pregunta.

Zheng asintió. -Tú me salvaste la vida una vez. No querías nada a cambio. Eres médico, eres amable, bondadosa y... bueno, tienes muchas cualidades dignas de una emperatriz. Además estoy seguro que no buscas poder a mi costa.

Liu Yi recordó aquella noche, hace 2 años, cuando lo encontró herido tras una emboscada en el patio de su casa.

-¿Y si me niego? -preguntó.

-Entonces seguiré buscando -respondió Zheng con un deje de lastima-. Pero no encontraré a nadie tan adecuada como tú, si duda, serias mi Emperatriz perfecta.

-¿Yo? ¿Ser tu emperatriz? - se cuestiono más para ella misma que para el, haciendo que el silencio reinará en esa habitación.

La propuesta flotaba en el aire, tan delicada como los pétalos de cerezo fuera de la ventana. Una oferta que cambiaría su vida para siempre. Pero ¿estaba dispuesta ella a cambiar su vida? ¿Por este hombre con quien había convivido por tan solo dos meses? ¿Qué pasaría con Daiyu? ¿Con los abuelos? ¿Con sus pacientes?

Liu Yi sintió que el mundo se movía bajo sus pies.

-Necesito... -murmuró- pensarlo.

Zheng sonrió. No era su sonrisa burlona de antes. Era una sonrisa de esperanza.

-El tiempo es tuyo -dijo-. Pero no tenemos mucho.

Liu Yi se acercó a la ventana, observando los pétalos de cerezo danzar en el aire. Los recuerdos de aquella noche lluviosa regresaron a su mente con nitidez.

-No soy tan buena persona como crees Zhengg ¿Aun recuerdas la noches que en la que nos conocimos?

El emperador se llevó instintivamente la mano al costado, donde una fina cicatriz permanecía como testigo de aquella noche, la sutura de Liu Yi era tan buena que,a pesar de la gravedad de la herida, apenas había dejado una fina línea.

-Mi padre siempre decía que las mejores decisiones de su vida las tomó en momentos de completa estupidez - Dijo mirando por la ventana-En ese momento fui estúpida, pero no lo malinterpretes, creo que eso fue la mejor decisión que pude haber tomado.

Zheng la miro, con su silencio que destacaba una paciencia que ella agradecía.

Liu Yi guardó silencio por un momento. - Si yo decidiera ayudarte... ¿Qué pasaría con mi trabajo? ¿Con mis pacientes?

-Podrías seguir ejerciendo -respondió él rápidamente, como si hubiera anticipado la pregunta-. De hecho, el palacio necesita desesperadamente un médico que no esté más interesado en la política que en curar. Y en cuanto a tu pueblo... puedo mandar a alguien del Palacio para que trate en persona a tus pacientes allí-hizo una pausa significativa-. ¿No sería mejor poder ayudar no solo a tu aldea, sino a todo el imperio?

Liu Yi lo miró con suspicacia. -Estás usando mi sentido del deber en mi contra.

-Estoy siendo honesto -Zheng se encogió de hombros-. El imperio necesita cambios. Necesita alguien que entienda el sufrimiento del pueblo común. Alguien como tú.

-¿Y qué hay de Daiyu? -la pregunta salió casi en un susurro.

-¿Aun esta contigo esa adorable bola de pelos?-se carcajeo- puede venir al palacio -respondió con suavidad-. Al igual que los ancianos con los que has estado viviendo este tiempo. No te pido que abandones a tu familia, Liu Yi. Te pido que la expandas.

-¿Cómo sabes...? - quería preguntarle muchas cosas ¿la había Estado espiando? ¿Ese tonto?

Un golpe suave en la puerta interrumpió la conversación. La Dama Chen, ya recuperada de su desmayo, anunció su presencia desde el otro lado.

-Su Majestad, el Consejo solicita su presencia.

Zheng suspiró con fastidio. -Gracias anciana Cheng- la dama Cheng suspiro, ese mocoso, siempre le decía anciana a pesar de que aun no tenía el cabello blanco, si no fuera el emperador lo regalaría por mal educado.

Liu Yi río por la bajo, la dama Cheng la miro con desdén y luego anuncio que se retiraría.

Finalmente Zheng se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo antes de abrirla-. Liu Yi, hay algo más que deberías saber.

Ella lo miró expectante.

-Cuando te di ese jade, no fue solo por si necesitabas ayuda -confesó-. Yo también .. Quería tener una forma de encontrarte... de volverte a ver, me agradaste desde el primer momento. Te quiero como mi aliada, así que por favor piénsalo bien.

Con esas palabras, abandonó la habitación, dejando a Liu Yi con más preguntas que respuestas, y una decisión que podría cambiar no solo su vida, sino el destino de todo un imperio.

A través de la ventana, los pétalos seguían cayendo, como copos de nieve en primavera, recordándole que incluso los cambios más grandes comienzan con algo tan pequeño como una flor abriéndose al alba.

...

La Sala del Trono vibraba con una tensión contenida. Ying Zheng, emperador que había unificado China hacía apenas dos años, escuchaba los informes de los consejeros con una mezcla de aburrimiento y calculada atención.

"Cada provincia conquistada fue un paso más hacia mi objetivo", pensaba, "pero aún queda tanto por hacer, Chun Yan..."

Los consejeros desgranaban los últimos reportes. Las rutas comerciales del sur se habían estabilizado. Las nuevas murallas avanzaban. Los impuestos fluían con regularidad. Pero Zheng sabía que la unificación era solo el primer paso. Construir un imperio era como forjar un arma: requería precisión, paciencia y una voluntad de hierro.

La Sala del Trono vibraba con una tensión que podría partir el aire. Zheng observaba a los ancianos del Consejo como un depredador observa a presas indefensas.

"Viejos necios, ¿creen que pueden dirigirme como si fuera un títere?"

Su mirada recorrió cada uno de sus rostros arrugados. Habían pasado décadas intentando manipular a los antiguos Reyes de Qin sin saber nada. Pero con él en el poder, su juego había terminado.

El consejero Wei, con su característica arrogancia, comenzó: -Su Majestad, debemos discutir la sucesión imperial.

Una sonrisa ladina se dibujó en mis labios. -¿Sucesión? -su voz sonaba como terciopelo sobre acero-. ¿Acaso dudas de mi capacidad para gobernar? ¿O asumes que moriré joven?

Los ancianos se removieron incómodos. Sabían que cada palabra podía ser su sentencia.

"Unificar un imperio no es un juego de niños. Necesito un heredero, pero no uno que sea un títere de familias ambiciosas."

Lord Huang, el más anciano, se atrevió a hablar: -Las familias esperan un compromiso. La estabilidad del imperio depende de alianzas matrimoniales.

Una risa resonó en la sala, una carcajada que helaba la sangre. -¿Estabilidad? -escupío las palabras-. La verdadera estabilidad viene del poder del gobernante y su capacidad, no de compromisos políticos.

Zheng recordó su juventud. Años de guerra, de sangre derramada. Cada batalla le había enseñado que la debilidad es un lujo que ningún gobernante puede permitirse.

-Tenemos candidatas -insistió el consejero Chen-. La primogénita de la familia Li, educada desde la cuna como una flor refinada.

Sus dedos tamborearon en el reposabrazos del trono. Un gesto que para cualquiera sería simple distracción, pero para ellos era una advertencia.

"Cada familia ve el trono como un botín para conquistar. Qué necios, no permitiré que lo que me costó tanto construir caiga en malas manos. Necesito alguien que comprenda el verdadero peso del gobierno, de cuidar y entender al pueblo..."

Zheng no pudo evitar que la imagen de Liu Yi pasara por su cabeza. ¿Era ella realmente apta para ese puesto? ¿O simplemente era un capricho suyo? Fuera lo que fuera, ya no había marcha atrás, tan solo aguardar su decisión. Zheng sabía que, si ella era su emperatriz, no permitiría que nadie la tocara, tendría su completo respaldo.

-La señorita Li -su voz sonaba peligrosamente suave-. Con tres hermanos en posiciones estratégicas, controlando casi el 25% de los impuestos imperiales. ¿Realmente creen que busco un matrimonio o una invasión encubierta?

El silencio fue ensordecedor.

"Esa mujer...", pensó, "¿por qué siento que todo sería más fácil si ella estuviera de mi lado?"

-He tomado una decisión -declaró, incorporándose. Su figura, aunque no particularmente alta, parecía llenar toda la sala-. Y no será negociable.

Los consejeros contuvieron la respiración. Lo conocían lo suficiente para saber que cuando hablaba así, el mundo temblaba.

-Quiero una emperatriz que entienda el sufrimiento del pueblo -continué-. Una mujer de la que me enamoré, esa será mi Emperatriz.

Mentira, era una reverenda mentira, solo quería ganar tiempo...

Lord Huang se atrevió a preguntar: -¿Y quién sería esa persona, Su Majestad?

Mi mirada los atravesó como dagas. -Ya la he encontrado.

Un murmullo recorrió la sala. Podía sentir su inquietud, su miedo. Sabían que sus palabras podrían cambiar el equilibrio de poder en toda la corte.

"¿Están alterados? Qué divertido", pensó. "El verdadero cambio se aproxima."

-Una mujer humilde- soltó-. Una mujer que me salvó la vida sin conocerme, que no busca poder ni reconocimiento.

Los consejeros se miraron entre sí, desconcertados, algunos fastidiados por la actitud del emperador. Estaba desafiando todas las tradiciones, todas las expectativas.

"Un imperio no se construye con tradiciones ni ambiciones corruptas, sino con visión."

-Su Majestad, esa mujer humilde y poco refinada no es apta para ser la madre del Imperio -intentó interrumpir el consejero Wei-, las familias esperan...

Me levanté. Un movimiento simple, pero que hizo que todos se callaran inmediatamente.

-Las familias esperarán -su voz sonó como un decreto-. Yo soy el emperador. Yo decido. Y si digo que esa mujer será mi emperatriz, así será.

-Pero... ella no es digna -se atrevió a replicar otro anciano.

-¿Dices que la mujer que salvó mi vida no es digna? ¿Acaso salvar mi vida no es un logro lo suficientemente impresionante? -El aura de Zheng era gélida y su voz tajante, era una clara advertencia-. Parece que sus lenguas están muy suelta, tengan cuidado con sus palabras.

La tensión era cortante. Se podía ver el miedo en sus ojos. No el miedo a una muerte física, sino algo peor: el miedo a perder el control, a que su mundo de intrigas y manipulaciones se desmoronara.

"Yo soy el unificador. Yo soy quien transformará este imperio."

-Prepárense -les dije-. El futuro llegará, les guste o no.

Zheng salió de la Sala con su paso firme y elegante, desbordando seguridad en sí mismo y en sus decisiones.

"Lo siento, mi dama, te he involucrado sin tu consentimiento."

Zheng se paró delante de un espejo que adornaba el pasillo y, con cuidado, se quitó la venda de los ojos, esa misma que Chu Yang le había regalado. Lo primero que hizo fue mirar la venda en sus manos. Un recordatorio. Un símbolo de que incluso en el caos, hay conexiones que van más allá. Luego miró su propio reflejo en el espejo.

"Pronto, todo cambiará."

La Sala del Trono seguía en silencio tras la partida de Zheng.

Ying Zheng, emperador destinado a marcar la historia, había hablado.

"Aunque, claro, aún necesito el sí de esa mujer..."

Pensó para sus adentros, suspirando.

...

-¿Quiere una manta, mi señora? -tras ver al emperador, Liu Yi volvió a su habitación, tenía mucho en qué pensar. Aun así, se relajó un momento con la compañía de Mei Ling, que le servía el té con una amabilidad desbordante.

-Estoy bien, Mei Ling -se río Liu Yi-. Creo que alguien está pendiente de mí.

-¿No era cuando las orejas se ponían rojas? -cuestionó con curiosidad.

-Bueno, eso también...

Por alguna razón, Liu Yi sintió que su pacífica vida había terminado.

...

Tras unos días en esa habitación -que era un universo totalmente diferente a lo que ella estaba acostumbrada, nada que ver con su pequeña consulta en su pueblo-, Liu Yi había estado meditando sin parar aquella propuesta.

El té se enfriaba en la taza mientras miraba por la ventana. Sus pensamientos giraban como hojas en un remolino, sin encontrar un punto de reposo.

¿Ser emperatriz?

La palabra resonaba en su mente como un eco lejano, extraño, casi irreal. Ella, una médica de un pequeño pueblo, rodeada de recuerdos de soledad y pérdida. ¿Cómo había llegado a este punto? Sin duda, había heredado la estupidez de su madre junto con la capacidad de meterse en problemas por interferir donde no la llaman.

Dio un suspiro, recordó su vida antes de vivir con el abuelo Yichen y la vieja Nuo, antes de haber conocido a Zheng. Un vacío absoluto. Después de perder a sus padres, había quedado completamente sola. Sin propósito, sin dirección. Cada día era una carga, cada amanecer una obligación sin sentido. La muerte parecía más un descanso que una amenaza.

Pero entonces recordó el estado de su país. Antes de Zheng, el reino era como un cuerpo enfermo. Dividido. Sangrando. Siete estados constantemente en guerra, como órganos de un mismo organismo que se devoraban entre sí. Qin, Chu, Yan, Zhao, Wei, Han, Qi. Cada uno luchando por un fragmento de territorio, cada batalla dejando cicatrices más profundas que cualquier herida física que ella hubiera tratado.

Era como un paciente con una enfermedad crónica. Un país desgarrado por conflictos internos, donde la población vivía en un estado constante de zozobra. Los campesinos no sabían si al amanecer tendrían un campo para cultivar o si algún ejército lo habría arrasado. Los niños crecían escuchando el sonido de las espadas más que el de las canciones de cuna.

Luego tomó la decisión de vivir con los abuelos. Le dieron un espacio, una pequeña consulta donde podía ejercer su arte de curar. Poco a poco, el pueblo se convirtió en su familia. Cada paciente, cada niño que sanaba, cada anciano al que aliviaba su dolor, le devolvía un fragmento de significado.

Y ahora, Zheng. Él había llegado tan rápido como se fue, tras su partida, tras ver la realidad de su pueblo, conquistó su país y le dio estabilidad.

Un hombre que no la había juzgado. Que la había visto más allá de su carácter arisco, de su pasión por las artes marciales, de su forma poco convencional de ser mujer. Él la había mirado como un igual. No como alguien a quien domesticar o controlar, sino como una aliada.

Era como un cirujano radical. Zheng había cortado los conflictos de raíz. Unificó. Cauterizó las heridas del reino con fuego y determinación.

No era un proceso hermoso. Las unificaciones nunca lo son. Pero a veces, para sanar un cuerpo enfermo, se necesitan cortes profundos.

Su mente viajó a los ancianos de su pueblo. A Yichen, que le había contado historias de aquellos tiempos cuando la situación de los reinos era aún peor que cuando ella nació. De cómo un campesino nunca sabía si pagaría impuestos a un señor feudal o moriría en una guerra que nunca entendería.

Ahora, bajo el gobierno de Zheng, los caminos estaban seguros. Los impuestos eran predecibles. Las murallas protegían, no oprimían.

La primera vez que se conocieron, herido y vulnerable, él había mostrado una fortaleza que iba más allá de lo físico. Su vulnerabilidad no era debilidad, sino honestidad. Y ella, que había aprendido a protegerse tras años de soledad, encontró en él algo diferente.

"Te quiero como mi aliada", le había dicho.

Esas palabras resonaban en su memoria. No era un compromiso político porque ¿qué podía ofrecer ella a él? Aun así, él le estaba ofreciendo todo a ella. No era una imposición. Era una invitación. A transformar, a crear, a ser más de lo que el mundo esperaba de ella.

Pero dejaría atrás tanto.

El pequeño huerto donde cultivaba sus hierbas medicinales. Los amaneceres con Daiyu correteando entre los campos. Las tardes escuchando las historias de Yichen, los consejos de la vieja Nuo. Las noches en su consulta, preparando remedios, escuchando las historias de dolor y esperanza de su gente.

Dejaría atrás su pequeño mundo, uno que ella misma había construido.

Liu Yi miró sus manos. Las manos que habían cosido heridas, preparado medicinas, aliviado dolores. ¿Realmente estaba dispuesta a dejar todo por lo que Zheng le ofrecía? Su visión era buena y sus metas claras, aun así ¿de qué podía servirle ella exactamente?

¿Valía la pena intercambiar ese mundo pequeño pero significativo por algo tan grande como un imperio?

Y sin embargo, algo dentro de ella susurraba que tal vez este era su verdadero propósito. No solo curar heridas físicas, sino sanar un sistema. No solo cuidar un pueblo, sino proteger a millones.

Ella, que había vivido la pobreza, la guerra, la pérdida y las desgracias en carne propia, tal vez era una mejor opción que muchas de esas damas nobles refinadas. Tal vez por esa razón él la había elegido a ella.

Era como un tratamiento médico complejo. Doloroso en el proceso, pero necesario para la supervivencia.

Zheng no la veía como un instrumento. La veía como una potencial compañera. Alguien con quien estaba dispuesto a compartir sus metas...

En su pueblo, curaba personas. Aquí, podría curar un imperio.

Un imperio que alguna vez estuvo tan enfermo que parecía desahuciado. Ahora respiraba. Ahora tenía esperanza.

"¿Viviría por él?", se preguntó.

No. Viviría con él. Por un propósito más grande. Por la posibilidad de transformar el dolor en esperanza, erradicar la enfermedad de un imperio entero.

Y ella, Liu Yi, tendría la oportunidad de ser parte de ese proceso.

La balanza se estaba inclinando cuanto más pensaba. No por Zheng. No por el imperio. Sino por ella misma, por la oportunidad de crear un mundo donde la gente de su pueblo pudiera vivir en paz, que pudiese respirar.

Miró por la ventana de la habitación. Los jardines se extendían infinitos, llenos de posibilidades. Un campo de batalla lleno de hipocresía, donde, si quería sobrevivir, tendría que jugar bien sus fichas, así como en el Shoji.

Si aceptaba esa propuesta ¿sería capaz ella de ganar la partida?

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