16
Tom se apoyó contra ella.
-Un amigo. Estábamos juntos en la PM.
Mia alzó las cejas.
-¿PM? ¿La policía militar? ¿En el ejército de Estados Unidos?
-Sí.
-Tom Hiddleston, ¿tenías un trabajo de verdad y renunciaste a él para hacerte cazarrecompensas?
-No tuve más remedio. -Tom se desplomó pesadamente sobre ella al perder los últimos restos de fuerzas-. Gary recibió un tiro que era para mí. Se quedó parapléjico. Alguien tenía que cuidar de... -De pronto se interrumpió con una maldición. Un ataque de náuseas le hizo incorporarse para inclinarse de nuevo sobre la taza, sacudido por convulsiones que acabaron en nada.
Mia vio la culata de su pistola en el cinto y el bulto de la cartera en el bolsillo trasero. Le sacó ambas cosas, y él estaba tan inmerso en su propio sufrimiento que no se dio ni cuenta. Luego se levantó para volver a mojar la toalla. Unos momentos después, Tom se desplomaba de nuevo contra ella, como si fuera su butaca privada.
Mia le humedeció la frente, el cuello y los hombros.
-¿Y por qué dices que el tiro que recibió tu amigo era para ti? ¿Es que te habías creado algún enemigo? -No le resultaba difícil imaginárselo.
-No. Era el suboficial al mando. Debería haber controlado la situación.
Mia esperó, pero Tom no siguió hablando.
-¿Y eso es todo? Deberías haber controlado la situación y no lo hiciste, y por lo tanto la bala que dejó paralítico a tu amigo deberías haberla recibido tú. ¿Es eso?
-Sí.
-¿No es que cabrearas a alguien y esa persona disparó a tu amigo creyendo que te disparaba a ti?
-Joder, morena. -Su voz estaba impregnada de asco-. No.
-Pero sin embargo es culpa tuya que tu amigo resultara herido.
-¡Sí!
Notando su agitación, Mia volvió a mojar la toalla para frotarle los hombros y las anchas clavículas.
-No lo entiendo. ¿Por qué no me explicas lo que pasó?
-Verás, un especial cuatro, ciego perdido, había atravesado con un Jeep las puertas de la base...
-Un momento, un momento -le interrumpió ella-. ¿Qué es un especial cuatro?
-Un especialista de cuarta clase. Es un grado militar, morena: más que soldado raso, menos que sargento.
-Y con eso de «ciego perdido» quieres decir...
-Borracho como una cuba. Además, luego averiguamos que también se había metido cocaína. Pero en aquel momento lo único que sabíamos era que se había saltado el control de la puerta y los marines que estaban de guardia llamaron a la policía militar, es decir, a Gary y a mí. Seguimos al soldado hasta la plaza de armas, donde había dejado el Jeep. El tío andaba dando trompicones por todo el césped, chillando y pegando tiros con una pistola que no hubiera debido tener.
Tom cerró los ojos, viendo la escena como si hubiera sucedido ayer. La noche húmeda, la luna llena que de vez en cuando asomaba entre las nubes. El Jeep aparcado de cualquier manera, con el motor en marcha, las luces puestas y la puerta del conductor abierta de par en par. El silencio, cuando las cigarras dejaron de cantar ante la perturbación de los hombres.
-Me puse a hablar con él, para intentar calmarle. Y al mismo tiempo comenzamos una maniobra de despliegue. -La cabeza de Tom rodó cuando Mia aspiró aire de pronto alzando el pecho, y él casi pudo sentir la pregunta antes de que se formara. Con un amago de sonrisa en la comisura de la boca, contestó antes de que ella hablara siquiera-. Es decir, un elemento, yo por ejemplo, se mueve a un lado centrando en él la atención de la presa, mientras que su compañero se mueve al otro lado. De esa manera la presa tiene un objetivo más pequeño al que apuntar, o por lo menos un objetivo dividido, con lo cual los agentes tienen más opciones para desarmarle.
-¿Y Gary se vio obligado a seguir esta maniobra de despliegue en contra de su voluntad?
-No. Es el procedimiento habitual. Suele ser muy efectivo.
-Solo que esta vez...
-Solo que esta vez la cagué. Perdí la atención del soldado. Se movía de un lado a otro, tratando de cubrirnos a los dos a la vez, pero era a mí a quien tenía que prestar atención, y yo pensaba que estaba consiguiendo calmarle un poco. Casi lo tenía ya convencido de que entregara el arma. Pero entonces hice algo mal, o dije algo, porque de pronto se volvió loco y se puso a aullar y a disparar sin ton ni son. Yo me tiré al suelo y saqué la pistola. -Tom respiraba pesadamente, bajo el peso de su propio fracaso- . Y lo abatí, es verdad, solo que demasiado tarde. Ya había alcanzado a Gary.
Se produjo un momento de silencio.
-Y entonces, ¿por qué fue culpa tuya? -preguntó por fin Mia.
-¡Porque yo era el sargento primero, joder!
Mia notó su agitación en la tensión de sus músculos.
-¿Y Gary era...?
-Sargento segundo.
-Un grado muy bajo, ya veo.
-Yo era el responsable de controlar la situación, y no supe hacerlo. El resultado es que un hombre que no solo estaba bajo mi mando, sino que también es mi mejor amigo, no volverá a caminar.
Mia creyó comprender.
-¿Y Gary te echó la culpa?
Tom lanzó una carcajada breve, explosiva y sombría. Mia se sorprendió por su propio deseo de consolarle, de envolverle en sus brazos y mecerle como a un niño.
-Durante unos seis u ocho meses, Gary estuvo furioso con el mundo. Culpaba al especialista, a los marines que no lo detuvieron en la puerta, al ejército de Estados Unidos en general. Qué demonios, le echaba la culpa a Dios. Pero por alguna estúpida razón, nunca me echó la culpa a mí. -Parecía que eso le atormentara.
-A lo mejor es porque consideraba aquello como lo que era: un trágico accidente.
-No, porque es mejor amigo de lo que yo merezco -declaró en un tono seco, poniendo así punto final a la conversación. Luego se movió-. Creo que por fin he dejado de vomitar. -Estaba débil como un cachorro, y sentía el frío en los huesos, lo cual, teniendo en cuenta el calor acumulado en aquel cuarto, le indicó que se estaba deshidratando. De todas formas se zafó del cálido refugio del cuerpo de la morena. Era peligrosamente cómodo, y no estaba dispuesto a permitirlo-. Y el suelo no es lugar para estar sentados. Vámonos de aquí.
Tom se levantó con dificultad. Mia, preguntándose qué tendría que ver el refugio de pesca con todo aquello, cogió distraída la cartera y la pistola y salió detrás de él. Tom estaba rebuscando algo en su bolsa, de espaldas a ella, y hasta que se volvió Mia no advirtió de qué se trataba: eran las esposas.
-Lo siento, morena, pero estoy demasiado débil para perseguirte. Tengo que atarte.
-¡No! -Mia sintió la traición como un cuchillo en el corazón, y sin pensárselo se puso a darle puñetazos en el pecho con todas sus fuerzas. Tom cayó como un árbol cortado sobre la cama.
Mia temblaba mientras lo miraba, tirado en el colchón.
-¡Traidor asqueroso! ¿Me quedo contigo para cuidarte, y ahora quieres atarme como un perro a una cadena? -No había llorado ni una sola vez desde que Tom la sacara a rastras de su casa, pero ahora se le agolpaban las lágrimas en los ojos. Se las enjugó con rabia. No pensaba permitir que él la viera así, ¡de ninguna de las maneras!
Tom se incorporó sobre un codo, sintiéndose tembloroso y frágil. Frotándose el pecho donde había recibido los puñetazos, la miró a la cara, con sus mejillas arreboladas y unos ojos verdes furiosos que las lágrimas contenidas agrandaban. Joder, ¿con qué le había pegado, con un martillo?
-Deja esa pistola, morena.
-¿Qué?
-Que dejes la pistola.
Mia miró el arma que tenía en la mano como si fuera la primera vez que la veía. Fue tan grande el susto que se llevó que faltó muy poco para que se le cayera. Dios, pero si hasta se le había olvidado que la había cogido. Se la sacó a Tom del cinto con la intención de que él estuviera cómodo, nada más.
Pero en vista de su traición, respiró hondo y sujetó el arma con más firmeza. Pesaba más de lo que parecía, y cuando la alzó para apuntarle, oscilaba marcando un trémulo ocho en el aire. Mia quiso agarrarla con la otra mano y entonces se dio cuenta de que todavía tenía la cartera de Tom. Se la metió temblando en el escote.
-Quédate dónde estás, Hiddleston. -Avanzó despacio y cogió su maleta de la cama. Luego volvió a retroceder. Tom tenía clavados en ella sus ojos dorados y, aunque estaba muy pálido y no había hecho ademán de moverse, Mia tenía miedo de que se levantara de pronto y la detuviera-. No deberías haber sacado las esposas -dijo con voz trémula-. Todo habría ido bien, si las hubieras dejado donde estaban.
Retrocedió hasta donde había puesto su bolso, y se agachó manteniendo sobre él tanto la vista como la pistola mientras con una mano rebuscaba a sus espaldas hasta dar con la correa del bolso. Se lo echó al hombro de un tirón, se sacó la cartera de Tom del escote y se la tiró encima. A continuación volvió a coger la maleta y retrocedió hacia la puerta.
-Voy a ser más considerada que tú, y voy a dejarte libre. Por si vuelves a ponerte malo.
Mia abrió la puerta y salió de espaldas, luego vaciló un momento. Tom estaba muy pálido, pero la taladraba con los ojos, y su pecho desnudo, sus brazos y sus hombros irradiaban una fuerza que no era de subestimar.
-Siento lo de tu amigo -susurró Mia-. Y no creo que fuera culpa tuya.
Con estas palabras se metió la pistola en el bolso y salió bajo la ardiente luz del sol.
«¡Mierda!» Si hubiera expresado su frustración con toda su intensidad, habría rugido como un león. Pero la palabra surgió de la garganta de Tom como poco más que un graznido.
Intentó incorporarse, pero cuando llegó a un lado de la cama tuvo que reconocer que sus fuerzas estaban seriamente mermadas. Era imposible salir tras ella, al menos de momento.
De manera que estalló en una retahíla de maldiciones.
Luego logró levantarse. No era imposible, maldita sea. Y más le valía mover el culo cuanto antes, si no quería que se le escapara.
Su oportunidad para conseguir el refugio acababa de largarse por la puerta, y no contribuía en nada a su vanidad saber que lo que más lamentaba era que ya no tendría ocasión de utilizar ni uno solo de los condones que había ido reuniendo en los últimos dos días, sacándolos de las máquinas expendedoras de los servicios. Era un tipo muy profundo, sí, un auténtico profesional.
Temblando, sacó una camisa limpia de la bolsa y se la puso. Luego se sentó en la cama para hacer acopio de fuerzas. Sabía que debería estar tomando líquidos (había dejado de sudar hacía un tiempo, y debido sobre todo a la deshidratación se sentía más débil que un potrillo recién nacido). Pero cuando abrió el grifo del lavabo para echar un trago, el olor ligeramente mineral provocó en su estómago una voltereta de rebeldía, de manera que dejó el vaso sin probar el agua. Se lavó los dientes y lo intentó de nuevo.
Le dieron arcadas.
«¡A la mierda! Me largo y ya está.» Con un gesto automático se echó la mano atrás para comprobar que llevaba la pistola. Y lanzó una maldición al acordarse de dónde estaba la última vez que la vio: bamboleándose inestable en manos de la morena. Mierda. Tenía unas ganas locas de fumar.
Soltó una carcajada carente de humor. Desde luego una cosa había que reconocer: Aquella mujer era de armas tomar. Le había tenido tan pendiente de ella los últimos días que era la primera vez en mucho tiempo que ni siquiera se acordaba del tabaco.
Pero qué demonios, eso no era nada. Hacerle olvidar el mono de nicotina no era nada comparado con el hecho de que le había contado lo de Gary con pelos y señales, para que luego ella se largase alegremente por la puerta, llevándose tras ella jirones de sus entrañas.
Le acechaba el recuerdo de la expresión en sus ojos cuando le vio sacar las esposas. Había sido una mirada indefinida, pero no de alegría. Tom desechó enfadado ese pensamiento. ¿Y qué? Ya sabía que era toda una actriz.
Sin embargo, no le resultaba tan fácil apartar de su mente sus últimas palabras.
Cuando le dijo, justo antes de tomar las de Villadiego, que lo de Gary no había sido culpa suya, Tom se había quedado de piedra. Ahora se apoyó contra la pared para recuperar el aliento.
¿Por qué le había dicho eso? En ese momento y a pesar de que la pistola le temblara tanto en la mano, la morena tenía la sartén por el mango, de manera que con aquello no tenía nada que ganar. ¿Por qué, entonces, lo había dicho?
Joder, no la entendía, no entendía nada. Pero fuera como fuese, pensaba conseguir para Gary aquel maldito refugio. Y para eso, la necesitaba. Así pues, movería el culo e iría a por ella.
En unos minutos. En cuanto recobrara algo de fuerza.
Jimmy Cadenas se hundió en el asiento de su coche de alquiler, mordisqueando distraídamente un palillo de dientes que se pasaba de un lado a otro de la boca. Contemplaba a los pasajeros que iban bajando del autobús, esperando que apareciera Kaylee. Ya era hora de acabar con el trabajito y volver a casa.
De pronto se irguió de un respingo y escupió el palillo. Ya debían de haber bajado todos los pasajeros porque el conductor estaba cerrando las puertas. «¿Esto qué coño es?»
Salió del coche y se dirigió hacia el conductor, que en ese momento se disponía a ir al restaurante.
-Eh -le llamó-. Tenía que encontrarme aquí con mi hermana. Me ha dicho que venía en el autobús. Es morena, guapa, con un cuerpo que quita el hipo. ¿La ha visto?
-¿Eh? -El conductor se quedó mirando sin comprender a aquel hombre, que había salido de la nada. Con una sacudida se recobró de la sorpresa.
-Ah, la morena. Sí. Su marido se puso muy malo. Algo que le sentó mal. Tuve que dejarlos en el motel. -Y comenzó a alejarse de nuevo.
¿El cazarrecompensas estaba enfermo? El Cadenas se frotó mentalmente las manos. Aquello era perfecto.
Su trabajo sería mucho más fácil.
-¡Un momento! -Dio un par de zancadas para alcanzar al conductor-. ¿En qué motel? ¿Dónde?
-Lo siento, caballero, pero no estoy autorizado para dar esa información.
-¡Es mi hermana, coño! - El conductor le miró con disgusto.
-Si usted lo dice -replicó muy tieso, y se lo quedó mirando como buscando el parecido-. Lo siento -replicó con poca sinceridad-. Son las normas.
El Cadenas pensó en sacarle la información a golpes, pero era un lugar demasiado público, y el jefe había dicho que no debía llamar la atención. Qué hijo de puta. ¿Y ahora qué podía hacer?
Bueno, tenía que comer, así que ya que estaba allí iría al restaurante. Ya se le ocurriría algo mientras llenaba el estómago. Al fin y al cabo era un tipo listo.
Kaylee lo había dicho.
Pero no se le encendió ninguna luz mientras se zampaba un filete de pollo con patatas. Se estrujó el cerebro hasta que le dolió la cabeza, pero seguía en blanco mientras daba cuenta de un pastel de manzana y un café.
Mientras la camarera le servía un segundo café, oyó la conversación de la mesa de al lado.
Apenas había reparado en la adolescente que se había detenido en esa mesa, donde se sentaba un chico tal vez dos o tres años mayor que ella. Era evidente que la jovencita se moría de ganas de que el muchacho le hiciera caso. Al Cadenas el amor le importaba un comino, pero alzó las orejas cuando la chica comenzó a hablar.
-Oye -preguntó tímidamente-. ¿Qué pasaba con la pareja que se bajó del autobús? Yo soy Belinda. -Esbozó una sonrisa y se encogió de hombros-. Me imaginé que lo sabrías, porque como te vi hablando con ella antes...
-Joel. -El chico también se alzó de hombros-. Yo no los conocía, pero sé que el tío estaba echando las tripas en el retrete y no dejaba entrar a nadie. Por eso los bajaron para que pasaran la noche en un motel.
El Cadenas se echó hacia atrás en la silla, sobresaltando a los adolescentes con su súbita interrupción en la conversación.
-¿Cómo se llamaba el pueblo donde se bajaron? -preguntó-. Se trata de mi hermana, y teníamos que encontrarnos aquí.
Al chico pareció molestarle que interrumpieran su coqueteo, pero contestó de buena gana.
-No sé, tío. Estaba tan desesperado por ir al baño que no me fijé mucho.
-Yo tampoco lo vi -apuntó la chica-. Pero quedaba a unas dos horas de aquí.
-Qué va. Más bien una hora y cuarto -la corrigió él.
La joven se volvió hacia él, más que dispuesta a darle la razón.
-¿Tú crees?
-Sí. Una hora y cuarto, seguro.
Bueno, bien. El Cadenas se levantó, dejando una propina en la mesa.
-Gracias, chico. -Tendió la mano hacia la cuenta que yacía boca abajo en la mesa del muchacho-. Anda, déjame que te invite.
-Eh, gracias, colega. -El joven miró sonriendo a la chica-. ¿Te apetece un postre? Te invito, ahora que tengo unas monedas de más.
El Cadenas cogió otro palillo de dientes en la barra mientras pagaba las dos cuentas. Se lo metió en la comisura de la boca y salió sonriendo hacia su coche. Kaylee tenía razón
Era un tipo listo.
«¿Cómo se puede ser tan estúpida?» Mia caminaba por el arcén de la autopista, aferrando con rabia contra su estómago una bolsa de supermercado. No se lo podía creer. No podía creer que estuviera volviendo a ese motel.
Se estaba metiendo por voluntad propia en las traicioneras garras de Tom Hiddleston.
Podía haberse escapado. Había hablado con el propietario de un taller de coches, que estaba dispuesto a alquilarle uno. Tenía el dinero de Tom para pagarlo y podía haber recuperado su vida de orden y seguridad.
Eso es lo que habría hecho cualquiera con dos dedos de frente: meterse en el coche y volver a casa.
Pero no podía olvidar la espantosa palidez de Tom ni su boca seca y agrietada. Era una redomada idiota por preocuparse por él, y ella misma se lo había repetido varias veces. Pero ¿acaso eso la había ayudado a recobrar la sensatez, o había centrado su atención en sus propios problemas? Pues no.
Vamos, que era una completa idiota.
La verdad, por mucho que la fastidiara, era que Tom Hiddleston ejercía sobre ella una fascinación que no podía evitar. Así que allí estaba, con una bolsa llena de Gatorade y una caja de galletas saladas, volviendo para hacerle de enfermera a un tipo que probablemente la esposaría al mueble más cercano antes de que ella tuviera tiempo siquiera de decir hola.
Menuda imbécil.
Se lo encontró sentado en el suelo, dormido contra la pared. Dejó la bolsa, se agachó y le sacudió con suavidad el hombro.
-Vamos, Tom -murmuró-. Vamos, cariño. Este no es el mejor sitio para recuperarte. Ven a la cama.
-Mmm. -Tom abrió los ojos y se frotó el rasposo mentón.
Intentó humedecerse los labios, pero tenía la lengua tan seca como el resto de la boca. La morena le ayudó a levantarse, pero los esfuerzos que Tom hacía eran torpes e ineficientes. Se dejó caer débilmente sobre el colchón, y una vez allí tumbado la miró parpadeando.
-Eh. He soñado que te largabas.
-¿Ah, sí? -Mia le quitó los zapatos y los calcetines y lo dejó allí.
Tom la oyó ir al servicio, pero volvió enseguida y se oyó un rumor de papel, el chasquido del cristal contra cristal. Unos minutos después, Mia estaba sentada a su lado y le pasaba el brazo por los hombros para incorporarle.
-Toma. Bebe.
El líquido se deslizó por su garganta, frío y refrescante. Tom bebió con ansia, hasta que ella apartó el vaso.
-Con calma -murmuró-. No vaya a ser que lo eches otra vez. - Volvió a ponerle el vaso en los labios y le obligó a beber con sorbos pequeños e insatisfactorios hasta vaciarlo.
-Qué bueno. -Tom la miró-. Más.
Le hicieron falta tres vasos para calmar la sed, aunque ella solo le dejaba beber muy poco a poco. Por fin se dejó caer de nuevo sobre la almohada. Lo último que oyó fue su voz, murmurando algo sobre galletas.
Luego cayó de cabeza en un oscuro pozo sin fondo. Mia se lo quedó mirando, preguntándose si debía llamar a un médico. La pregunta era más bien retórica puesto que dudaba de que pudiera encontrar ninguno allí en mitad de la nada. De todas formas eso no impedía que se preocupara por él.
Tom se despertaba cada hora con una sed terrible.
Mia le daba más Gatorade y a continuación él volvía a caer en un profundo sueño, como un hombre que cayera del borde del mundo al espacio profundo. Un momento estaba despierto, y al siguiente comatoso. No era normal. Y cuando despertaba se quejaba de tener frío, lo cual, con aquel calor, definitivamente no era normal. Poco a poco, sin embargo, fue mejorando su color y los labios perdieron la sequedad extrema de antes. La piel seguía seca y Tom no dejaba de tiritar, de manera que Mia lo envolvió en mantas. Hacia las nueve, sintió un gran alivio al ver que Tom empezaba a sudar y se despertaba el tiempo suficiente para maldecir agitadamente por las mantas apiladas sobre él, tirándolas al suelo. Mia le convenció para que comiera unas cuantas galletas, y cuando volvió a dormirse, pareció caer en un estado de inconsciencia más tranquilizador.
Sentada en la cama a su lado, Mia apoyó la cabeza contra la pared. Por primera vez en horas le pareció que Tom iba a recuperarse.
Debería ponerse en marcha.
Pero la idea de coger el bolso y la maleta y trazar un plan de acción se le antojaba un esfuerzo enorme. Y la verdad es que no quería hacerlo. Por alguna razón, su vida de orden y seguridad en Seattle ya no tenía el mismo atractivo de antes. Por más que lo intentara, no tenía ningunas ganas de volver a ella.
Además, estaba segura de que se despertaría antes que Tom por la mañana, de manera que también podía descansar un poco y ver cómo se sentía con la luz del día. Ya pensaría algo entonces.
-Ay, Dios. -Su voz era débil y teñida con una cierta histeria.
Se golpeó la cabeza con la pared una, dos, tres veces. Estaba metida en un buen lío si no le quedaba otra defensa que la de Escarlata O'Hara. «Bah, Rhett. Ya lo pensaré mañana.»
Maldición. Era una mujer independiente. No necesitaba las justificaciones y racionalizaciones de una dama del sur de antes de la guerra. Ella sabía tomar decisiones bien meditadas y actuar en consecuencia. Ella...
«Bah, a la mierda.» Se tumbó en la cama junto a Tom. Estaba demasiado cansada. Sí, ya pensaría en algo al día siguiente.
En menos de un minuto dormía como un tronco.
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