XVI
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Positivo. La prueba que le había realizado la curandera a la Reina de Inglaterra era positiva. Nusayba no podía creer lo que estaba viendo Y no podía creer lo estúpida que había sido por no realizar aquella prueba antes.
La curandera se quedó minutos observando como la aguja se había oxidado, era la prueba de que la orina de la Reina de Inglaterra era diferente a la demás mujeres. A mujeres con vientres vacíos.
—¿Qué significa? —preguntó la Reina de Portugal entrando a la nueva cocina. Donde la curandera poseía en sus manos el frasco de orina.
—Es positivo. —Nusayba mostró la aguja oxidada a Maria De Aragon. La prueba que necesitaba la curandera para afirmar el embarazo.
—¿De quién es? —preguntó Maria con cautela.
—De Enrique —contestó Nusayba sentándose en el banco que estaba detrás de ella—. Debe tener casi dos meses la Reina, para que la aguja se haya oxidado de esa manera...
—Nunca necesito a Alfonso —susurró Maria interrumpiendo la explicación de la curandera—. Traicionó a su esposo por nada....-
—No fue por nada. —Ahora fue el turno de la curandera de interrumpir—. Catalina conoció el amor y la pasión en una noche. Creo que eso vale la pena —explicó la curandera observando la aguja oxidada en sus manos—. Su hermana vivió años desolada, sin amor de su esposo o de algún familiar cercano. Ella estaba vacía, pero ahora tiene algo porque luchar.
—Quiere luchar para traicionar nuevamente a su esposo —bramo la Reina de Portugal tratando de comprender lo que explicaba su amiga.
—No me importa, ella se siente viva. Y es lo suficiente para traer un bebe a este mundo—. Añadió la curandera acercándose a su amiga con la aguja en sus manos. —¿Cómo se puede traer una vida, si no eres capaz de sentirla? Antes de ser madre, Catalina se debe sentir como una mujer. Y es lo que ha hecho Alfonso. —El suspiro de frustración de Maria aumentó al escuchar a su amiga.
—Alguien lo descubrirá —expresó Maria colocando sus manos en sus caderas—. Lo descubrirán, y todo el amor que dice sentir no le servirá de nada.
—Pero habrá vivido —puntualizó la curandera. Maria colocó los ojos en blanco al escucharlo.
—Su destino es mucho más grande que sentir amor —manifestó la Reina de Portugal tratando de razonar con la curandera.
—No puede hablar por su hermana —aclaró la curandera agarrando la mano de su reina para entregarle la aguja—. Usted tuvo la fortuna de tener su corona y el amor a la vez. No todas tenemos esa suerte. —Maria callo. Ella sabía que su amiga tenía razón. La Reina de Portugal agarró la aguja para salir por la puerta y encaminarse donde su hermana menor.
Catalina por fin estaba embarazada.
La Reina de Inglaterra paseaba por el jardín del castillo con el objetivo de llegar a la planta que había colocado con la esperanza de que aquella semilla brotará, al igual que la semilla de Alfonso en su vientre. La planta crecía cada día. Catalina la limpiaba con lentitud recordando el objetivo que la había plantado, recordando la noche que había pasado con Alfonso Balmaceda.
La Reina de Inglaterra no podía olvidar que estaba embarazada, era su séptimo embarazo y estaba segura de que era el último. Había deseado tanto estar embarazada nuevamente, había luchado para seducir a su esposo para concretar la concepción, que ahora en ese preciso momento mientras regaba su pequeña planta, le parecía un momento irreal.
Era su última oportunidad para darle un heredero a Inglaterra, pero Catalina no podía dejar de preguntarse, ¿Quería darle a Enrique aquel hijo que tanto deseaba? ¿Enrique merecía tener todo lo que sé propone? ¿El deseo de Enrique era su propio anhelo? Su mente estaba confundida, y dividida por los últimos acontecimientos que han sucedido en su vida.
—Jamás me imagine que seguías siendo una amante de las plantas. —La Reina saltó del susto al escuchar la voz de su amante. Catalina estaba tan sumida en sus pensamientos que no escuchó la llegada de Balmaceda—. Lo siento, no era mi intención asustarla.
—Alfonso... —Catalina susurró el nombre de su amante al verlo. Balmaceda lucía una sonrisa radiante en su rostro contagiando a la Reina de Inglaterra. La hija menor de Isabel Castilla se abalanzó a los brazos del hombre que estaba al frente de ella—. Lo siento...quería verte aquel día —susurro nuevamente la Reina de Inglaterra al momento que se aferraba al cuerpo de Balmaceda.
—¿Estás embarazada? —preguntó el embajador español enterrando su rostro el cabello ondulado de Catalina De Aragón. La Reina de Inglaterra tardó unos segundos para asentir con su cabeza—. No es mio. —Aquella no fue una pregunta, era una afirmación.
—No lo sabía —añadió Catalina sin querer alejarse de aquel cálido tacto de Balmaceda—. Jamás te hubiera incitado a realizar una traición...
—Basta —musito Alfonso inhalando el dulce perfume de Catalina—. Para mi no fue una traición, fue mucho más que eso. Eres especial para mi. —La hermana menor de María De Aragón se separó unos centímetros del cuerpo de Alfonso para conectar su mirada con la de su amante. Sus ojos eran sinceros, tan sinceros como lo eran años atrás.
—Ojalá este niño fuera tuyo. —Esa era la prueba de amor que la Reina de Inglaterra podría darle al embajador español. No habría más. Ni encuentros, ni palabras dulces y ni siquiera una mirada entre ellos. Catalina debía mantener su reinado, lejos de especulaciones y rumores sobre ella. Su hermana y la curandera se irían al terminar el embarazo, y ella volvería a ser la misma aburrida y recatada Catalina Tudor.
—Quizás en otra vida —expresó Alfonso levantando su mano para acariciar dulcemente el rostro de la Reina de Inglaterra. Catalina no dudo en imaginar otra vida, lejos de la corte, de las obligaciones y de las humillaciones de Enrique. Quizás si no se hubiera empecinado con la idea de ser Reina, quizás, tan solo quizas seria feliz.
—No te despidas aun —indicó la Reina de Inglaterra con el deseo de pasar una noche con aquel hombre, pero Alfonso negó con su cabeza.
—He venido a despedirme. El emperador me ha llamado a la guerra —expresó Alfonso mostrando su disgusto ante el llamado del sobrino de Catalina.
—Ya no luchas —puntualizó Catalina frunciendo su ceño ante esas palabras. Alfonso ya no era un mercenario.
—Pero aun así debo responder el llamado de mi emperador —admitió Alfonso disconforme ante su dependencia con el Emperador Carlos.
—Puedo enviar una carta a Carlos... —Alfonso retiró la mano de la suave mejilla de Catalina para agarrar firmemente las manos de la tía de su emperador.
—No. Será lo mejor que me aleje de aquí —insinuó Alfonso tratando de convencer a su Reina—. No lo digo por usted. Si fuera por ti me quedaría para siempre en este frío país, pero Enrique...
—Enrique ha empezado a sospechar, o dudar —admito Catalina De Aragón realizó un sonido de disconformidad. Si Enrique se enteraba de aquel secreto entre ellos, Alfonso moriría al instante y ella sería despojada de la corona y de sus hijos. —¿Te volveré a ver? —preguntó la hija menor de Isabel Castilla.
—Eso espero —manifestó el mercenario sin soltar las manos de su Reina—. Nada me haría más feliz que verla nuevamente.
—A mi también —indicó la Reina de Inglaterra mostrando una gran sonrisa para Alfonso. Este día sería su despedida. No volvería a ver los ojos oscuros del mercenario, ni oiría nuevamente su ronca voz, y no volvería sentir los labios de Alfonso por su cuerpo.
—Le agradezco a Dios por ponerme nuevamente en el camino de Catalina De Aragón —musito Alfonso conteniendo sus ganas de besarla. Había esperado veinte años para volverla a ver, y ahora teniéndola al frente de él, no quería alejarse jamás de su lado. La vida del mercenario era más bella con la Reina de Inglaterra a su lado.
—Quédate esta noche —insinuó la Reina de Inglaterra con seguridad en su voz—. Solo esta noche—. Alfonso simplemente asintió su cabeza sin siquiera analizar el peligro de involucrarse nuevamente con la esposa de Enrique octavo.
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—Sé lo que estás haciendo —musito Maria De Aragón en la oscuridad de la penumbra antes que su hermana menor se dirigiera a su habitación—. Ya estás embarazada, no coloques en peligro lo que hemos conseguido —susurro la Reina de Portugal sentada en la mesa junto a su hermana menor. Las hermanas de Aragón estaban en soledad en aquel comedor. Sus sirvientes, la curandera y Alfonso estaban en sus respectivas habitaciones. Todas en el segundo piso, pero la única habitación que estaba en el primer piso era de la Reina de Inglaterra. Alejada de ojos intrusos.
—Balmaceda ha venido entregarte la carta de su esposo, nada más —indicó Catalina De Aragón conectando su mirada con la de su hermana mayor.
—No me hables de esa carta —manifestó Maria apretando sus manos en forma de puño. Su esposo estaba en la guerra, su viejo y bello Rey estaba liderando la vanguardia para atacar Francia. Supuestamente aquello era un honor—. Si Felipe muere, pierdo mi poder. Enrique podrá matarme si sabes que he sido cómplice de esta traición.
—¡Calla! No ha habido tal traición —bramo Catalina frunciendo su ceño antes tales palabras de su hermana—. Mi amor es para mi Rey, para nadie más.
—No es necesario que finjas conmigo, no existe tal amor entre ustedes —puntualizó Maria relajando sus manos. La Reina de Portugal observó los ojos de su hermana menor, había cambiado. Al parecer había recuperado la confianza que había perdido por la falta de heredero.
—Debo empezar ahora —indicó la infanta de España soltando un gran suspiro—. Te irás en unos meses. Si es que consigo que este embarazo llegue a término o no, te marcharas de igual manera.
—Este embarazo llegará a término, te lo prometo. —María De Aragón dirigió sus manos para atrapar los dedos de su hermana entre los suyos.
—No puedes prometerme tal cosa —admitió la Reina de Inglaterra susurrando para su hermana—. Debo estar una última vez con él. Solo así podré seguir resistiendo mi vida. —Ahora fue el turno de Maria de soltar un gran suspiro.
—Vigilare que nadie se entrometa en tu habitación. —Y ambas hermanas De Aragón soltaron una pequeña sonrisa en sus rostros. Catalina obtendría su ansiada despedida.
La Reina de Inglaterra se bañó, se cambió de vestimenta y se perfumó. Si esta noche fuese la última vez que sentíria pasión, quería recordar cada momento que compartiría con aquel mercenario.
Alfonso Balmaceda, el embajador español entró a la habitación de la Reina de Inglaterra sin golpear, sin avisar de su llegada. No era necesario, Catalina lo esperaba en la cama. Desnuda y perfumada. Un deleite para cualquier hombre.
La Reina de Inglaterra no estaba nerviosa, como la primera vez. Estaba ansiosa, quería sentir nuevamente los labios de aquel hombre. Y aquel momento no se hizo esperar. Al dar un paso el embajador de España, Catalina Tudor se lanzó a los brazos de Balmaceda. Los besos, las caricias no se hicieron esperar. Catalina se olvidó que era Reina, que era la infanta de España, que era madre de una princesa Inglesa y que llevaba a los futuros herederos de la corona Tudor. Nada de eso importaba al estar a los brazos de su amante.
Alfonso la penetraba con suavidad, tratando de retrasar su orgasmo, pero no podía evitar descontrolarse al escuchar los gemidos de la Reina de Inglaterra en su oído. Y al sentir como la vagina de su antiguo amor se humedecia cada vez más.
La Reina de Inglaterra suspiraba de placer cada vez que Balmaceda buscaba sus labios. Catalina quería recordar cada sensación, cada caricia y beso que le daba su mercenario. La Reina jamás se había sentido tan amada, y tan deseada como aquella noche.
Los amantes disfrutaron de su segundo encuentro a niveles que eran pecaminosos e imposible de hablar.
La Reina de Inglaterra salió por la puerta principal para despedir a su amante. La Reina lucía un rostro sereno, tratando de controlar sus emociones. No podía derramar lágrima alguna por Balmaceda, al menos no en público.
—Mi Reina. —Balmaceda le realizó una reverencia agarrando su mano para besar el dorso de ella. Aquel beso duró más de un segundo—. Gracias por su hospitalidad, nunca lo olvidaré.
—Saludos a mi sobrino —señaló la Reina sintiendo un cosquilleo en el dorso de su mano que se trasladaba por su cuerpo al sentir los labios de su amante—. Que tengáis un buen viaje.
—Gracias Majestad —agradeció el embajador español bajando los escalones que lo separaban de su antiguo amor. Catalina observó como Alfonso subía al caballo, y antes de partir le entregó una gran sonrisa. Una sonrisa especialmente para ella.
—Tranquila —susurro Maria en español al percatarse que su hermana apretaba su mano en forma de puño. La Reina de Portugal se acercó para entrelazar sus dedos con los de la Reina de Inglaterra, en un intento de tranquilizarla—. Volvamos adentro —ordenó Maria De Aragón al fijarse que Alfonso desprecio de su campo de visión. Catalina asintió.
—Tengo ganas de comer un pastel —musito en voz baja la Reina de Inglaterra, deteniendo sus lágrimas que querían aparecer.
—Ordenaré que te hagan uno —señaló María De Aragón a un paso al entrar al castillo, pero antes de dar un paso Catalina escuchó el galope de un caballo, y con la ilusión de volver a su amante giro sus talones para encaminarse a las escaleras. Pero su ilusión se apagó, no era Alfonso, era su esposo que se dirigía hacia ella.
—Sonríe. —La Reina de Inglaterra sonrió falsamente al escuchar la orden de su hermana mayor.
Catalina dudo si el encuentro de Alfonso sería suficiente para aguantar años al lado de Enrique Tudor.
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