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Etéreo

El astro solar refulgía en lo alto del manto azul prístino, como un rey en su trono. El cálido viento estival esparcía dulces fragancias florales a lo largo y ancho de la verdosa pradera; abejas revoloteaban a través de una nutrida parcela de tréboles; saltamontes olivaceos pegaban brincos en la hierba, en una competencia silenciosa con sus otros congéneres; aves de diferentes especies emitían candenciosos trinos sobre las copas de los árboles.

Cerca de esa idílica floresta, un manantial susurraba el ímpetu de la pareja que sus aguas cobijaban.

El cabello azabache de Edith danzaba en las diáfanas aguas del río, en un vaivén armónico de gemidos. El aire frío que le acariciaba la espalda se transformó en una ola de calor cuando Santiago la besó. La necesidad burbujeó bajo la piel.

Los dedos zigzaguearon despacio, en una exploración pasional y precisa, haciendo que Edith respondiera con gracia sensual. Las caricias de Santiago eran como las manos expertas de un violinista, estremeciéndola más que el agua que tenían alrededor. Agachó la cabeza, el aliento de su amante retumbó contra su cuello avivando más el fuego interno.

La excitación se arremolinó entre sus piernas, anhelante de probar el fruto de la pasión.

Santiago adoró cómo Edith se estremeció en sus brazos. Inclinó la boca hasta ese terciopelo rosa que eran los labios de ella, derramando en ese beso hasta la última gota de anhelo que guardaba dentro. Edith floreció bajo su toque, sedoso y exigente.

El beso aumentó en intensidad. La pasión se avivó cuando él posó sus manos en la piel femenina.

Santiago la acomodó con sutileza en la orilla del manantial, sobre una alfombra de musgo fresco y flores de pasión. Edith se acopló a él como una hoja al viento. Se fusionaron en un baile erótico, dictado por el suave sonido de la alfaguara, imperioso y caliente.

Se amaron sin miedos ni reproches, bajo la atenta mirada del sol, cómplice de la entrega carnal y la unión de sus almas.

Santiago no apartó los ojos de Edith mientras se deslizaba dentro de ella. Guardaría en su corazón hasta el último gesto de su rostro, amándolo.

Ella tampoco desvió la mirada, sus pensamientos sincronizados. Lo que estaban compartiendo sería un bello recuerdo que atesoraría toda la vida.

Los corazones de ambos tamborilearon frenéticos. Sus conciencias se desvanecieron, no querían pensar, solo sentir. Imaginar que eran libres para amarse sin que eso fuera una afrenta para el mundo entero.

El futuro ya no les pertenecía, pero sí aquel momento. Habían terminado por rendirse a la pasión que se agitaba dentro de ellos. A aquel amor infinito como olas ansiosas arreciando contra un acantilado.

—No sabes cuánto he soñado con este momento —El deseo oscureció la voz de Santiago—. Te amo —dijo. La honestidad anidando en sus ojos oscuros.

—Te amo —correspondió ella acunando su cara con adoración. La solemnidad del momento descendió por su rostro en forma de una lágrima.

Él volvió a poseerla con la boca, al mismo compás de la longitud que la abrasaba por dentro. Una neblina de deseo descendió y se perdieron poco a poco en el fuego del éxtasis. Cada vez más cerca del borde.

La posesión fue en crescendo. El placer confluyó en sus venas, miles de sensaciones se dispararon por cada una de las terminaciones nerviosas. Corrieron sin control, desequilibrándolos.

Gritaron juntos cuando un orgasmo arrebatador arañó a través de ellos, ardiente y adictivo. Las llamas del éxtasis lamieron hasta el último espacio de sus cuerpos.

Volaron más allá del sol y las estrellas, embriagados en una etérea dicha.

Poco a poco fueron abandonando la nube de frenesí que los envolvió. Resquicios de la pasión nunca los dejarían en libertad. Sería así por mucho tiempo. Cada vez que escucharan el murmullo de una fuente o el silbido de las aves, la pasión volvería agitarse dentro de ellos, como un juramento afónico de que algún día desafiarían al destino.

Edith, con los ojos cerrados, acarició la sombra de barba alrededor de la línea de la mandíbula masculina. Un gemido lastimoso brotó de su garganta, palabras exigiendo salir de su prisión.

Santiago interpretó el sonido ahogado a la perfección, algo en su interior se rompió.

—Siempre estaré cerca de ti, no importa la distancia que nos separe. —Sujetó un mechón del cabello de Edith que era mecido con el viento—. Estaré cerca de ti, aunque sean otros labios los que te besen y otros los brazos que te cobijen —la tomó del mentón y en gesto silente le pidió abrir los ojos—. Este amor entre los dos es y será un sentimiento difícil de olvidar.

La voz de Santiago fue como una llave que liberó un caudal de emociones dentro de Edith, el horizonte era tan distante e inalcanzable. Lágrimas emergieron por esa apabullante realidad.

—No, no llores mi amor —quitó las lágrimas con el pulgar—. Nosotros no nacimos para amarnos en este mundo. Solamente nos hemos reconocido —Ella lo miró sin entender. Santiago señaló al cielo calipso—. Mi abuelo decía que hay dos tipos de amores: el amor terrenal, parejas que han nacido para amarse en la tierra y solo en ella. Y el amor astral, que solo podrá realizarse en un plano etéreo; un romance inextinguible que será como una eterna llama palpitante sin necesidad de oxígeno.

—¿Lo crees? —Edith lo contempló con expresión lacrimosa, temblando en su regazo.

—Mi abuelo lo creía fervientemente. Yo también lo creo —le sonrió amoroso—. Más allá del espacio infinito, te estaré esperando, para amarnos, sin prisas, sin miedos.

—Entonces, aguardaré paciente a que el destino nos alcance.

Cruzaron una intensa mirada. Una promesa silenciosa ardió en lo profundo de sus almas atribuladas. Volverían a encontrarse en otra vida, en otra existencia.




Un sensación amarga y asfixiante se concentró en la garganta de Desiré a medida que avanzaba la lectura del manuscrito, cubierto de polvo por el paso de los años. Ese era el texto que Elcana no quería que viera.

Lágrimas descendieron como lenguaje mudo de la aflicción que la embargó desde que comenzó la lectura. Cada vez que contemplaba a su madre tenía la sensación de que algo o alguien le había robado su mirada feliz. Edith amó con intensidad a un hombre que no era su padre.

Ahora muchas cosas tenían sentido. La anciana era la causante de una gran infelicidad. Muchas veces se preguntó si Elcana había sentido amor por algo que no fuera el dinero. Sí, lo había sentido... de un modo enfermizo.

Leyó con premura los párrafos restantes de ese capítulo, oculta en la clandestinidad que le proporcionaba la lejanía del sótano.




De pronto ese inefable entorno de felicidad se convirtió en una amalgama de dolor y desolación. Santiago pasó un brazo protector por la cintura de Edith, intentando transmitirle quietud. La presencia de Elcana indicaba el advenimiento de una catástrofe. Los soldados que surgieron entre los matorrales, con semblante serio e imperturbable, el séquito del teniente Flores, fueron la confirmación.

—¡Aprésenlo! —demandó el teniente.



Desiré soltó un respingo, no por las palabras escritas en esa hoja. Su cuerpo se puso en estado de alerta, advirtiendo la presencia de alguien más. Podía sentir la respiración agitada a causa del enojo.

Ella la había descubierto.

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