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𝑽𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒖𝒏𝒐.

Llovía a cantaros. La caída del agua, chocaba con fuerza en las ventanas de la mansión.

 Esteban no había llegado, mientras que María leía un libro en la recamara.

Le preocupada, ya que a esas horas deberían estar juntos, disfrutando de una cena.

Tenía una semana viviendo con él. Quien le roba suspiros, sonrisas, besos, caricias y toda su entrega. Una semana mintiéndole, ocultándole la infidelidad, inventando excusas para no hacer el amor. Aunque, se moría de ganas.

―Mi nena, ¿cómo estás? ―Esa voz. Su piel se erizó, colocó el marca libros entre la página que lee y la cubierta, dejó el bulto sobre la cama y se lanzó a abrazarlo―. Estoy chorreando.

―No exageres, apenas son unas gotas en tu saco ―murmuró, con la cabeza hundida sobre el pecho de él―. Te extrañé, mi amor.

―No es lo mismo sin ti en la oficina ―lamentó Esteban, besándole la coronilla. La separó un momento de su torso, solo para verle sus ojos. Le transmitían paz―. Romina lo hace bien, pero me haces falta.

―Me siento igual. Aquí no hay casi trabajo. Tus empleados, no me dejan hacer nada.

María le quitó el portafolio, dejándolo sobre una silla. San Román, empezó a desvestirse, a fin de darse una ducha.

―Es que, eso es de ellos. No tienen permitido, que otras personas limpien, cocinen o lo que sea. Para eso les pago, y muy bien ―acotó, quedando en bóxer―. ¿Entras conmigo?

La miró seductor. La pelinegra tragó saliva.

―Ya me bañé, cariño ―se defendió―. Refréscate tú. ―Le guiñó un ojo, mientras soltaba una risa nerviosa.

―Está bien. Me lo debes ―amenazó, en tono de broma y entró al servicio de su recamara.

Media hora después, cenaban en el comedor entre conversaciones laborales.

― ¿Cómo te fue hoy? ―preguntaba Esteban, acerca del primer día en la universidad de María. Enrollaba espagueti con el tenedor.

―Genial. Veo por el momento diez materias ―explicaba, al tiempo que probaba del zumo―. Estoy emocionada.

―Puedo ver el brillo en tus ojos. ―Le sonrió―. Daniela nos invitó a almorzar en el club el fin de semana. ¿Vamos?

―No sé, quiero saber cómo estaré con las tareas esta semana ―dijo, sonando esquiva. Ni siquiera, lo estaba mirando. Cada vez, se sentía peor.

― ¿Por qué tu cambio de actitud? ―soltó. Tenía días contemplando el carácter de su mujer, obstinado por ello; decidió terminar con esa incertidumbre―. Un instante estás bien, al otro maldito segundo estás distante.

―No pasa nada, Esteban ―espetó, rodando los ojos. Terminó lo que restaba en su plato―. Deja de hacer preguntas, me pones nerviosa.

―Mira, estoy cansado y casi vamos a discutir ―bramó, levantándose de la mesa―. Es lo que menos quiero, nos vemos arriba.

Ella no dijo nada, se atragantó el jugo y meditó unos minutos su comportamiento.

Lo vio marcharse, sintiendo un cuchillo clavándosele poco a poco, en el pecho. Apretó los labios para no echarse a llorar.

Los días venideros, por fortuna estuvieron más tranquilos. Ambos se concentraban en sus asuntos, evitando así, tocar el tema de las actitudes de María. La mujer, trabajaba desde casa en cuanto llegaba de la universidad. Él conducía al sur, y la dejaba frente al portón, para luego irse a su oficina. A regañadientes, Esteban llevaba el papeleo a la mansión y así los dos se metían de lleno y culminaban juntos la labor.

María estudiaba desde las ocho de la mañana, hasta la una de la tarde.

Almorzaba con Carlota en la residencia Álvarez del Castillo, y a su vez terminaban una tarea de contabilidad I.

―Muy bueno ―alababa la comida de la señora Rosario, mientras terminaba de rellenar la última columna de la asignación―. Gracias.

―Entonces, vas de maravilla con Esteban San Román ―sacó a flote, Carlota. Esas palabras, tenían doble intención. Si bien, la rubia la notó fría respecto al tema de su novio, aquel era el momento exacto para hablar de ello―. Ya casi no lo mencionas. ―Enarcó una ceja, cerrando la libreta de estudios.

―No. No vamos de viento en popa, estamos mal ―terminó por confesar, hundiendo el rostro entre la palma de sus manos―. Hay algo que no te he dicho, Carlota.

― ¿Qué? ―inquirió, clavándole la mirada―. María, empieza a desembuchar.

―Yo...yo fui víctima de un hombre ―siseó, tragando saliva. Los recuerdos, de esa tortuosa mañana llovieron en su mente como chubascos.

―Pero, ¡¿cómo?! ―gritó, en medio de un jadeo―. ¿Qué ha dicho Esteban, de esto? ¿Hicieron la denuncia?

― ¡Para! ―exclamó, colapsando. La cara la tenía roja, como un tomate―. Él no lo sabe.

― ¿Por qué no le has contado? Vamos, venga ya.

María dejó salir, aquello que la atosigaba día y noche. Sin embargo, no sintió alivio de ningún tipo. El cargo de conciencia era el mismo.

―Tengo miedo ―agregó, resistiéndose a llorar.

―Uy, maldito viejo Servando ―bramó, apretando los puños llena de coraje―. Debes decirle a Esteban, esto es importante.

―No lo sé, Car ―negaba repetidas veces, con la cabeza―. Tan solo de imaginar su reacción. Ay no, que vergüenza.

―Esos traman algo, amiga. Es mejor, que seas tú quien se lo cuentes y nadie más ―aconsejó, sonriéndole con ternura―. Sea lo que él diga, o piense, aquí estaré yo para ti.

―Lo pensaré. Gracias, mi amiga. Te quiero.

Se abrazaron, y después de platicar algo más; continuaron con sus tareas.

Esteban fue a por ella, a la casa de Carlota. Esta última, insistió en que debía confesarle lo sucedido a su novio. De llegada a la mansión, cenaron en un silencio incómodo, ensordecedor. No obstante, ninguno hizo mayor esfuerzo por romper el hielo. Una vez terminaron, dejaron los platos sobre la mesa y se fueron a su recamara.

Seguían sin hablarse, cada uno estaba por su lado. Parecían un matrimonio, y tan solo tenían unas cuantas semanas de novios. Próximos, a cumplir su primer mes.

Chocaron frente a la puerta del servicio. María bajó la mirada, determinando el torso desnudo de Esteban. Su anatomía comenzó a reaccionar.

― ¿Ya me puedes contar, que pasa? ―cuestionó, en susurros. Su cercanía era peligrosa.

Ella en bata de baño, mientras que él solo cargaba un paño enrollado a la cadera.

―Abrázame, y no me sueltes, mi amor ―imploró, partiéndose en llanto. Sin preámbulos, la acogió sobre su pecho con afán, como su mujer se lo pedía―. Te quiero, Esteban, pero no te merezco.

―Ya, ya, shh ―intentaba aminorar sus sollozos, con palabras reconfortantes y caricias sobre su cabello―. Ven, hablemos.

Llegaron hasta un sofá blanco, que permanecía en una esquina de la recamara y ahí se sentaron. Esteban no permitió que María se levantara de su regazo. Se afincó en el agarre de su cintura, y la atrajo como a una bebé a su cuerpo.

―Cuéntame ―reiteró, viéndola con cariño.

―Pasó algo en la empresa ―dijo, con temor. El corazón latía a mil por segundo―. Me...me amenazaron.

― ¿Quién y por qué? ―cuestionó, frunciendo el ceño. Estaba seguro, que la pelinegra le ocultaba algo más.

―Una mañana, llegué a la oficina y encontré una nota sobre mi escritorio, decía algo sobre un encuentro furtivo en el sanitario... ―Se detuvo. El nudo en la garganta, no le permitía continuar. Esteban se tensó―. Creí que habías sido tú, ni siquiera me tomé el tiempo de pensar en nada y llegué al lugar. Un hombre, me esperaba ahí, pero fue demasiado tarde. Él...abusó de mí.

No tuvo que decir nada más, regresó a llorar como nunca y se negaba a verle a los ojos, enterró su rostro en el pecho de él y se aferró.

Por otro lado, el semblante de Esteban cambió. Se llenó de ira, indignación y rabia, mucha rabia. Anonadado, veía un punto fijo en la pared, tratando de imaginar tan vil escena.

― ¿Cuándo fue eso? ―inquirió, en un hilo de voz. Silencio. María lo veía asustada―. ¿Cuándo fue? ―siseó de nuevo, tomándola con fuerza. Regresó el silencio. Y, él no se contuvo más―. ¿¡Maldita sea, cuando fue?!

Ella dio un respingo, apretándole los hombros hasta tener los nudillos pálidos.

―Poco más de una semana ―confesó. Las piernas le temblaban, al igual que el labio inferior. Las mejillas las tenía mojadas―. Perdóname Esteban, lo siento mucho.

― ¿Por qué no me lo contaste antes? ―le preguntó, esta vez bajando el tono de voz. Se sintió mal, por haberla gritado. Le secaba los cachetes, rojizos por el llanto, con el dorso de la mano. La miraba con amor, con dolor, con furia―. ¿Quién fue ese maldito?

Permanecían en la misma posición de hace un rato. Esteban estallaría, pero no frente a su nena. Hacía lo imposible, para contener sus demonios.

―Cómo te dije, ese viejo me amenazó con hacerte daño ―respondió, suspirando―. Fue Servando Maldonado.

― ¡¿CÓMO?! ―gritó, exaltado. Se levantó de golpe, haciendo caer de bruces a María―. Disculpa. ―La ayudó a incorporarse, y le sobó los glúteos. No quitó sus manos de ahí, las apechugó con ímpetu.

―Sí. Todo pasó tan rápido, que... No sé, Esteban. Fue asqueroso, perverso, me dolió mucho la fuerza que ejerció en mí. ―Sollozó, ocultándose de la visión ámbar―. Fui una débil, no pude y no podré con un tipo así. Te fui infiel, en tu empresa, con tu amigo. No puedo sentirme bien, nunca más.

―No digas eso, ¿okey? ―Ella afirmó―. Fue ese maldito de Servando, quién se aprovechó de la situación. ¡No lo puedo creer, caramba!

Esteban se sentía estúpido. Gran parte de su vida, consideró a aquel sucio sujeto un amigo, casi un padre. Pero, este le pagó con la peor moneda que encontró. Jugó la última carta, y no fue honesto. Ese golpe, le dolió en el alma, fue una flecha en su talón de Aquiles. Meterse con su mujer, y a la fuerza, le costará muy caro. Lo hundiría con su mierda.

Terminaron de conversar, aprovecharon su sinceridad y ambos confesaron algunas cosas más. María, por ejemplo, le dijo que lo evitaba a toda costa porque no podía verle a la cara y estar ocultándole una verdad tan grande. En cuanto a él, había comenzado a sospechar que algo extraño se traía su novia, rezaba para que solo fuera una mala pasada. Era tan raro que, pasaban los días y nada de nada. Además, Esteban entendió el porqué de la fingida amabilidad de Servando. Todo era parte de un plan.

Esa noche, María durmió aliviada, abrazada a su hombre, que desprendía un aroma inigualable y un calor reconfortante. Se liberó al confesar lo que la agobiaba, y lo mejor de eso, es que él no fue impulsivo y no la juzgó, como ella creyó que lo haría.

Mañana sería otro día.

Y así fue.

Esteban salió, en cuanto el reloj marcó las seis de la mañana. Por la madrugada, se despertó con cuidado y dejó durmiendo a María. Habló con su abogado de lo sucedido, éste le informó al comandante del distrito de policías, y el equipo iría a la propiedad de Maldonado a las siete de la mañana. Necesitarían el testimonio de María, más unas pruebas de debe hacerse, para comprobar que lo que dice es cierto.

Pasó primero por la empresa, necesitaba conseguir unos documentos que ayudarían a conseguir su objetivo. Sacarlo en definitivo, de la junta de accionistas. No quería tratar más, con un viejo decrépito.

―Buenos días, comandante ―saludó el pelinegro, al señor que tenía frente a él. Un hombre de, aproximadamente cuarenta y cinco años de edad. Cabello negro, como la noche, algunas canas se asomaban. Las ojeras eran notorias―. ¿Cómo le va?

―Estoy bien, gracias. Espero tenga el testimonio de la víctima a la mano ―dijo, preparando las esposas. Esteban ya había hecho la denuncia.

―Me temo que, mi novia no lo dejó por escrito ―explicó―. Podemos proceder a detenerlo, luego ella irá a la comisaría y confesará todo. Le aseguro que nada es mentira.

―Le creo, licenciado ―aseguró el comandante, asomando una sonrisa―. Será como usted lo indique.

Hicieron lo pactado, estacionaron la patrulla frente a la mansión y con sutileza tocaron el timbre. Aquello, era una colonia muy respetada y los escándalos no eran permitidos. Ni siquiera, había bulla de sirenas policiacas. Esteban admiraba la escena, desde su Jaguar negro.

La puerta la abrió Venturina, que no entendía la situación.

―Buenos días, señora. Por favor, avísele Servando Maldonado que tenemos una orden de detención en su contra.

La mujer encogió los hombros. Entonces, uno de los oficiales le susurró al oído al comandante que quizá sea sordo muda. Se dio cuenta, por las expresiones que hacía, más los ademanes.

Por suerte, a esa hora Servando tomaba su primera taza de café y fumaba el tabaco.

―Venturina ―llamó a su mucama, así le servía el desayuno. No llegó―. ¡Venturina! ―repitió, ejerciendo más fuerza en la voz.

Como no aparecía, se tuvo que levantar y dio vueltas por la casa hasta encontrarla.

Los nervios lo atacaron, su piel de erizó y la tensión se le disparó por unos segundos. No tenía escapatoria, el comandante ya lo había visto.

―Buenos días, señor Maldonado ―habló―. Soy el comandante Arturo Fierro. ―Le enseñó la placa―. Queda usted detenido, por el presunto abuso sexual de la señorita María Fernández Acuña. Debe acompañarme a la delegación. Todo lo que diga, será usado en su contra.

Lo esposaron, mientras que él no intentaba negarse ni forcejear. Solo sonreía con malicia.

Así que la niña, le contó todo a su novio. ¡Maldita seas, María! Se dijo.

San Román salió triunfante de su coche, lo observó con desprecio sin molestarse en quitar sus gafas de sol. La satisfacción por ver que se hacía justicia, no se comparaba con ningún placer momentáneo. Se acercó a él, y a su aparato auditivo escupió:

―Vas a pagar muy caro, lo que le hiciste a mi María. ―Servando lo miraba de reojo―. Porque, aunque te duela, es mía, mía. De nadie más.

―Te equivocas, Esteban. Fue mía, y eso no lo puedes cambiar ―masculló, con sorna. El hombre no se contuvo, y soltó un puñetazo directo al ojo del viejo, dejándolo hinchado.

―Iluso. Llévenselo ―ordenó despectivo. Regresó a su automóvil y partió a la mansión San Román.

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