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𝑽𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒕𝒓𝒆𝒔.

El fin de semana, la pareja que era comidilla de todos fue a dar un paseo al club.

María había salido el viernes por la noche, al centro comercial, donde se encontró a Daniela y ésta se ofreció a acompañarla para hacer las compras. 

Esteban le sacó una tarjeta de crédito Visa, porque ella necesitaba su propio dinero, ya no seguiría girándole cheques a su mujer, eso se lo deja a los empleados. Aceptó a regañadientes, la verdad se negó rotundamente a andar con algo que no lo había conseguido por mérito propio.

Mientras que hacían las compras, Daniela le insistió que adquiriera un vestido para el club, que eso era lo que a las personas como Alba le daban mucho de qué hablar, y en ese club había bastantes como ella. María le hizo caso, y también aprovechó la oportunidad y conversó con la castaña sobre su hombre. Le preguntó lo básico, para conocerlo y se dio cuenta que Daniela lo conoce muchísimo. Sin embargo, no denotó ninguna atracción amorosa o algo más allá de un cariño de amigos, entre ellos, cosa que la tranquilizó.

El club era gigante, fue la única palabra que encontró María para describirlo. Tenía tres campos de golf, dos canchas de tenis, una de futbol y una de voleibol. Una piscina olímpica y otra para diversión. Un parque, un gimnasio, dos restaurantes y un comedor amplio donde cabía toda la Ciudad de México y sobraba espacio.

Ellos se encontraban aislados de la mayoría, Esteban conocía a todos allí o, mejor dicho: Todos allí, conocían a Esteban. Murmuraban acerca de su nueva "adquisición", como esas personas llamaban a María. San Román se había alejado un tiempo del club, pero no por eso dejó de pagar la cuota y ser el mejor cliente que los dueños tenían.

―Te veo incómoda, ¿estás bien? ―preguntó Esteban, preocupado. La veía removerse a cada tanto, en su silla y pasear la vista a los alrededores. Dejó de picar su fruta, pero sin soltar los cubiertos.

―No ―resopló, sin haber tocado su comida―. Esta gente me mira, como si fuera yo un bicho raro. Me ofusca, quiero irme.

―Terminemos de comer, y nos vamos ―dijo, dedicándole una mirada reconfortante.

―Está bien.

Dispusieron lo pactado, pero ella no dejó de sentirse mal.

En otro ángulo del club, desayunaban Fabiola y Alba junto a otras amigas, con las que se reunían a tomar el té a veces.

―Entonces no viene de familia de abolengo ―espetó una vieja, más estirada la misma Alba―. Que desagradable. ―Hizo una mueca.

―No entiendo todavía, como fue capaz de dejarme por esa mujer ―farfulló Fabiola, botando el humo del cigarro―. Es tan corriente que...No, de nada vale quejarme.

―Ten un poco de amor propio ―dijo otra mujer―. Además, la muchacha es linda, de aquí puedo verla y es algo que Esteban San Román se comería con gusto.

―Por favor, ni siquiera está a la altura de mi sobrino ―enfatizó Alba, rodando los ojos―. Por cierto, ese vestido es algo demasiado caro.

―Esteban tiene todo el dinero del mundo, incluso más que toda nuestra fortuna junta ―dijo la misma mujer―. Puede comprarse lo que quiera, a quien quiera y a cualquier mujer puede tener a sus pies.

―No quiero seguir hablando de ella ―pidió Fabiola, que no se preocupó más por el tema, hasta que fue a comer con sus amigas―. Alba, ¿sabes algo de Servando?

Alba se tensó en su puesto, pero logró disimularlo fácilmente.

―Si. Está al cuidado de Venturina, no puede salir en un buen tiempo ―mintió por él. Eso se hacía, cuando la amistad era sólida. A pesar, que Fabiola sabía que estaba en prisión, las otras señoras no―. Parece que fue grave.

― ¿Qué le pasó? ―inquirió una de las mujeres.

―Sufrió un derrame, más sus diabetes, se le complicó su estado de salud ―intervino Fabiola, mirando a Alba con complicidad―. No está en condiciones de salir.

―Qué mal, espero se recupere pronto.

Entre tanto, María y Esteban ya habían terminado su comida y estaban a punto de desalojar. En eso, se le ocurrió una brillante idea a María, mientras terminaba su desayuno pensó: ¿Estas personas quieren hablar? Pues, les daré motivos.

― ¿Sabes jugar tenis? ―le preguntó a Esteban, quien se levantaba y la tenía agarrada de la mano.

―Por supuesto, nunca pierdo. ¿Por qué? ―Frunció el ceño, caminando a la salida.

―Juguemos, quiero jugar un partido.

―Quieres perder, quisiste decir.

―Serás tú.

Corrieron al área de preparación, sin soltarse de las manos y se cambiaron por el uniforme que el mozo le entregó a cada uno.

― ¿Preparada para perder, Fernández? ―cuestionó divertido, Esteban, arreglándose el cuello de la camisa.

―En tus mejores sueños, San Román.

Esteban soltó una risotada y agarró su raqueta con una pelota.

María se puso del otro lado de la cancha, y encendieron el marcador.

Las personas que podían apreciar la vista, de la cancha de tenis, lograron advertir a la pareja concentrada en el juego, lanzándose una que otra mirada.

María era buena, muchísimo. Transcurrieron quince minutos, en los cuales ella llevaba la ventaja por casi tres puntos.

―Esteban nunca pierde ―farfullaba Alba, encendiendo un cigarrillo―. Esta mujer, aunque me sepa a mierda admitirlo, es sumamente buena, sí que lo es.

―Se acabará en cualquier momento ―dijo Fabiola, alzando sus gafas de sol a la coronilla―. Debe estar furioso, odia perder.

Si hubiera estado compitiendo contra algún socio del club, o un amigo no estuviera tan de buen humor como ahora. El hecho que, su novia, su mujer, esté a punto de ganarle en el tenis. No siente nada de remordimiento, es más, apenas salgan de ahí quiere celebrarlo en su lugar favorito.

Sonó la campana y María saltaba, alzando sus manos en señal de triunfo. Le entregaron un listón azul, con el número uno estampado en color dorado y se lo pusieron con un imperdible en la camiseta.

― ¡Gané, mi vida! ―Se abalanzó a Esteban, quien la recibió con los brazos abiertos, e hizo que ella enroscara sus piernas alrededor de su cintura. La apretó, para que su chica sienta la seguridad que él le brindaba.

―En fondo lo supe, al primer saque que hiciste me di cuenta lo buena que eres ―alabó, sonriéndole. Estaban sudados, pero no les importaba―. Te amo.

Lo admiró con ojos brillosos y lo besó con premura, retorciendo su lengua con la de él, jugando con la inteligencia de las personas, porque, desde esa altura de la cancha no se podía ver con claridad lo que en realidad hacían, solo una vista borrosa. Siguieron besándose, saboreando ese manjar del que estaban seguros no se cansarían nunca, del que la gente rumoraba y lo mucho que ellos lo disfrutaban.

― ¿Nos vamos? ―demandó Esteban.

― ¿A la casa?

Se encaminaron, ahora sí, a la salida. Un chófer de club, lo esperaba con el auto en el portón, que en cuanto lo vio le abrió ambas puertas de adelante.

―Descuida, yo manejaré ―ordenó Esteban, evadiendo la pregunta de hace un segundo, quitándole las llaves de la mano y ayudando a María a sentarse y asegurarse que esté cómoda.

―Gracias ―habló a San Román y al chófer, por su cortesía―. ¿A dónde vamos?

―A nuestro lugar favorito ―respondió, mirándola rápido―. ¿Te parece?

―Por supuesto que sí ―ronroneó, acercando con sutileza su mano a la entrepierna de Esteban―. No sabes cuánto te deseo, ese uniforme de tenis te asienta de maravilla.

Dejó la mano ahí, toqueteándole con caricias por encima del pantalón, hasta que logró su cometido. El miembro del sujeto se irguió y él soltó un bufido protestando, le dolía casi al punto de volverse loco. No hacía nada, ya que iba manejando, siempre fue cuidadoso con eso.

―Me está doliendo un infierno ―bramó, suspirando.

―No se preocupe, jefe, tiene solución ―dijo seductora, le guiñó el ojo cuando la observó.

 Le desabrochó la hebilla, para luego pasar al botón y bajar la bragueta. María tragó saliva, sintió su zona íntima húmeda y palpitante. El grueso pene de Esteban, se marcaba por encima del bóxer y ella ansiaba por devorar ese dulce, oh que sí.

Bajó el bóxer y sin preámbulos, tomó el miembro de Esteban entre sus dedos y empezó a masturbarlo. Suave, un movimiento excitante de arriba abajo. Lo escuchó soltar un gruñido, y sonrió satisfecha. Se agachó, para empezar a darle placer con la boca, a lo que el hombre toca corneta, ella se detuvo.

―No pares, fue un impulso ―masticó.

Regresó a su labor, primero lamiendo el glande, bajó su lengua hasta los testículos y la regresó a la cumbre, abrazó el miembro con sus labios y se dedicaba a succionar, haciendo que Esteban alucine. Le bajó volumen a la radio, solo para escuchar el sonido de los chupetones que retumbaba en el auto.

―María ―gruñó―. Maldita sea, me vas a matar.

La pelinegra se carcajeó, sin dejar de devorar el pene de su hombre. Y, en menos de lo esperado, el chorro de semen explotó dentro de su boca. Cerró los ojos, inesperadamente y se tragó el esperma.

Le subió el bóxer, el pantalón, le abrochó el botón y luego la correa.

Terminaron su camino al hotel Villa Palace, en silencio, no sentían la necesidad de llenar el cómo silencio con palabras. Además, ambos iban contentos, esperando saciar su deseo muy pronto.

Esteban estacionó el auto con apuro, entrelazó sus dedos con los de María y se encaminaron a la recepción. La mujer tras el escritorio, les sonrió cuando le dictaron el número de habitación y piso, les entregó la llave y los vio desaparecer por el ascensor.

En la caja metálica, se besaban con desenfreno, ella había enroscado sus piernas alrededor de su cintura, haciendo más fuerte la conexión corporal. Él le succionaba el labio inferior, hasta que rompió la comisura, lamió la sangre y volvió a introducir su lengua dentro de la cavidad bucal. El sonido tintineante del ascensor, les avisó que llegaron a su destino. Se separaron, sin soltarse de las manos y corrieron por el largo pasillo hasta terminar frente a su habitación, trastabillando abrieron la puerta y cerraron al instante de haber entrado.

―Me vuelves loco ―ronroneó Esteban, al oído de María, mordiéndole después el lóbulo―. Te amo.

La pelinegra jadeó, y alzó el mentón para darle acceso de su cuello a la boca de Esteban. Se guindó de los hombros, mientras él la colocaba en la cama con rudeza y se deshacía de la ropa de María, hasta dejarla en bragas. Ella lo desvistió con apuro, admirando a su adonis como Dios lo trajo al mundo. San Román la tomó por la cintura y se introdujo en esa estreches, arrancándole un gemido agudo, estando encima de su mujer, podía ver maravillas, sus expresiones de placer y éxtasis, como cerraba y abría los ojos y el brillo con el que a veces le lanzaba miradas. El vaivén de caderas se hizo más rápido, cuando María se comenzó a tocar los senos erectos por la excitación que el acto sexual le provocaba. Esteban salió de ella, y con brusquedad la volteó, entretanto María se apoyaba en sus rodillas y la palma de sus manos, apretó los ojos cuando sintió la penetración y gritó sin pudor, las embestidas eran lentas, para luego apresurarse. Le propinó azotes, dejándole un rosetón en el trasero y la parte inferior de los muslos, le cogió el cabello, enroscándolo en su mano y halándolo con ligereza hacia él. El choque de pieles, retumbaba en la habitación, esas cuatro paredes eran testigos de la sesión de amor salvaje que esa pareja recreaba, demostrándose entre caricias que se amaban y lo disfrutaban de aquella manera. María se tumbó en la cama, volteándose a fin de quedar debajo de él, con sus dedos atrapó el miembro endurecido de Esteban y lo encajó en su vagina, mordiéndose el labio por la agradable sensación, mezclada entre dolor y un cosquilleo.

―Estoy...Uff...estoy cerca, Esteban ―agudizó la mujer, deshaciéndose por los toqueteos de su hombre en su clítoris―. ¡Ah! ―gritó, dejándose llevar por el orgasmo avasallador que la inundó. 

Esteban dio varias estocadas más, para caer rendido y satisfecho, no sin antes correrse dentro de ella, expulsando su semen restante en el abdomen plano de María.

― ¿Qué fue eso? ―inquirió con diversión, entre jadeos cansados. La pegó a él, haciendo que posara su cabeza en el velludo pecho.

―La manera más exquisita de hacer el amor con mi hombre ―vociferó, bostezando. Con su dedo índice, marcaba un camino de caricias entre el montón de pelos―. Te amo, mi amor.

Le plantó un beso en la boca, y dejó que se durmiera.

(***)

Una semana.

Era tiempo suficiente, para empezar a preocuparse por la irregularidad de su menstruación.

―Aquí tienes. ―Esteban le entregó una prueba de embarazo, que acabó de comprar en la farmacia de la cuadra―. ¿Segura que no quieres ir a la clínica?

―Sí, la incertidumbre me mata, tengo miedo ―dijo, con la voz quebrada―. No sé, no estoy preparada ni soy una persona madura, para convertirme en madre.

San Román la abrazó, brindándole esa seguridad que siempre tendría a su lado.

―Tranquila, cielo ―verbalizó, acariciándole el cabello―. Juntos aprenderemos a serlo, si es que realmente estás embarazada. Vamos, entra y hazla.

Ella asintió, dándole un pico y entrando al servicio de su recamara.

Esteban quedó afuera, se sentó en una esquina de la cama a esperarla. Se sonrió, por lo nerviosa que estaba.

― ¿Listo? ―cuestionó, en cuanto la vio salir con la mirada gacha.

―Hay que esperar unos minutos ―susurró. Se acercó a él, hundiéndose en su regazo. Lo abrazó por el cuello y recostó la mejilla en su hombro―. ¿Qué pasará si da positivo?

―Nos casamos ―enfatizó, decidido. Si él la embarazó, tomaría las riendas y la llevaría con todas las de la ley―. No pretendo abandonarte, yo no soy así. La responsabilidad es de ambos. Además, yo a ti no te suelto jamás. Eres mía y yo tuyo.

―Te amo, te amo, te amo ―alabó, besándolo―. Sé que no me dejarás a la deriva, te conozco.

Pasaron cinco minutos, los más tortuosos para María. Con el corazón en la garganta, entró al sanitario y agarró la prueba del lavabo y la miró. Se tapó la boca con asombro y sus ojos, se le agolparon de lágrimas. Miles de sensaciones pasaron por su anatomía, un sinfín de pensamientos la embargaron. Sollozó, regresando con Esteban quien se incorporó de golpe y acudió a auxiliarla.

― ¿Qué pasó, chiquita? ―preguntó, frunciendo el entrecejo angustiado―. ¿Seremos papás?

―Sí, Esteban. Estoy embarazada.

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