𝑽𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒐𝒄𝒉𝒐.
El lunes por la mañana, el matrimonio llegaba al puerto y a los lejos se admiraba el yate, perteneciente a la familia San Román. Esteban calzaba unos deportivos, con una bermuda beige y una camiseta a rayas azules y blancas. María, optó por un vestido floreado color blanco, unas sandalias y una media coleta. Ambos poseían gafas de sol e iban tomados de la mano. Su luna de miel los aguardaba.
―Hola, ¿cómo estás? ―saludó con la mano a la misma mujer del restaurante―. Ella es mi esposa. ―Besó con delicadeza el dorso, y la miró como si no existiera otra. Literalmente para él, era así.
―Un placer, María Fernández Acu... ―calló un momento―. De San Román, es raro no usar mis dos apellidos. ―Soltó una risita nerviosa.
―El gusto es mío, soy Gabriela. ―Le sonrió a la pareja―. Su yate espera, ya está preparado como usted lo ordenó señor San Román. Dentro hay suficiente comida, bebidas, equipo de primeros auxilios, lo que necesite. El capitán se encuentra dentro, está esperándolos.
―Muchas gracias, Gabriela ―dijo el pelinegro. María no entendía de que iba todo aquello. Lo único que sabía de su viaje de recién casados, era que lo pasarían en el Cabo San Lucas. Más nunca supo cómo llegarían, supuso que dispondrían del jet privado.
Por el embarazo, Esteban no quiso arriesgar a su mujer, por eso decidieron algo sencillo dentro de México.
Se despidieron de la dama, y encaminaron arriba del yate.
― ¡Esteban, me voy a caer! ―gritó María, sujetada con suma fuerza del brazo de su amor, mientras que con la otra se agarró la parte inferior de la barriga.
Él solo se reía, y la tomaba demostrándole seguridad.
―No pasará, ven. ―Subieron las escaleras, hasta llegar a la planta superior―. Es cuestión de acostumbrarse, no te expondría.
―Que patética soné, ¿cierto? ―dijo, desganada.Las náuseas ya habían atacado, esa hora de la mañana. Cerró los ojos, e hizo las respiraciones.
Esteban la recostó de un sofá, negando con la cabeza como respuesta. Entre tanto se fue a conversar con el capitán a fin de que zarparan lo más pronto posible.
―Mire, mi esposa está embarazada y el trayecto será una tortura para ambos ―explicaba con ademanes y semblante ofuscado―. Por favor, lo más rápido que pueda conducir se lo agradecería.
El hombre al timón asintió, y el pelinegro regresó con ella.
― ¿Quieres beber algo? ―inquirió, llevándola a las habitaciones en la parte de abajo―. Quiero enseñarte el yate por completo.
―Prefiero un té de hierbas ―contestó, quitándose las gafas de sol―. Ya, déjalas a un lado también. ―Le sacó los lentes a él, guardándolos en su bolsa de mano―. Estoy encantada con lo que he visto.
―Era de mis padres ―recordó, con nostalgia―. Cuando murieron, me encerré en mi mundo y no estaba al tanto de lo que hacía, y las propiedades que poseían. Mis tías hicieron una lista para mí, sugiriéndome vender algunas. Me negué, porque me parecía tan valioso a nivel sentimental y no tuve el valor. Conservé cada una de sus casas, eso sí, pagando mucho para que los trabajadores mantuvieran todo limpio. Aparte de los impuestos, que aumentan a medida que obtienes cosas. Vine aquí con ellos, en muchas oportunidades y tengo los mejores recuerdos aquí.
María con los ojos empañados, dejó brotar unas lágrimas y lo abrazó. A pesar de que él no lloraba, su voz sonaba aguda―que, difícilmente era así―, y sintió que con sus brazos podía brindarle seguridad.
―Gracias por traerme, y compartir este espacio tan especial para ti conmigo ―sinceró, mordiéndose los labios―. Te amo tanto, mi vida.
―Te amo un millón más ―le besó―. Deja de agradecerme por todo, lo hago porque eres la mujer que nació para mí.
Siguieron el recorrido, mostrando varios camarotes bien equipados. El principal, con una vista del mar y su inmensidad. Un baño, y un espacio reducido con una cocina eléctrica incluida.
Divisaron una decoración vintage, con papel tapiz en las paredes y las puertas con manillas de plata.
― ¿Puedo acostarme, mientras llegamos? ―cuestionó, pero ella ya caminaba a cualquier habitación y se sentaba en la cama―. Que rico se siente. ―Estiró su espalda y sus piernas. Esteban le quitó las sandalias.
―Voy a traerte el té, ya vuelvo ―anunció, desapareciendo por completo.
La pelinegra encendió la televisión, con el mando a distancia y cruzó los pies. Posó su mano por detrás de su cabeza y cambió de canales, hasta encontrar uno donde transmitían una telenovela. Se sonrió, por la felicidad embriagadora de haber encontrado al hombre prefecto, que se amoldó a ella, que llegó sin si quiera permitirse buscarlo.
Volvió a cambiar de canal, y uno en específico le llamó la atención. Hablaban de la mitología griega. En el colegio, las maestras dictaban una clase particular con ese tema y ella se anotó un par de veces. Le fascinó la idea de volver a mirar, un programa así. A pesar, de no recordar nada de lo visto en aquella dicción, quiso continuar mirándolo.
(...) Ahora, no podemos olvidarnos de Héctor, quien fue un príncipe troyano encargado en la Guerra de Troya, de la defensa de la ciudad frente a las hostilidades de los aqueos, hasta su muerte en manos de Aquiles...
María corrió como un rayo, al baño y vomitó el desayuno en el retrete. Las arcadas, mezcladas con el olor de aquella sustancia le provocaban más mareos. Aparte, que el movimiento del yate no ayudaba en mucho. Apoyó su cabeza de la pared, tosiendo y con una mano sujetándose el cabello.
Se enjuagó la boca con Listerine, que halló en una gaveta y mojó su cara, después con una toalla se secó y regresó casi desvanecida a su cama.
Palpó su vientre abultado, y asomó una sonrisa con debilidad.
La televisión transmitía el programa informativo, pero ella solo quería dormirse. Esto del embarazo no le asentaba del todo bien. La obstetra les comunicó en una de sus consultas, que era normal los mareos y las náuseas, para una madre primeriza. Sin embargo, los antojos no eran con frecuencia, el olor de cualquier alimento causaba que la bilis le subiera por la garganta. Se mantenía en la raya, por las vitaminas que le recetaron, porque con la comida no era muy confiable que engordara; al menos no por ahora.
―Yo no sé, si serás niña o un niño ―musitó al pequeño bebé―, lo que sé es que tu papi y yo te amamos, tanto que sin conocerte ya te imaginamos por la casa correteando. Quiero pedirte un favor, no hagas ya que vomite, es por el bien de los dos, mi amor.
Resopló y con dificultad, lograba oír lo que seguían mencionando del troyano:
(...) Cabe destacar, que Héctor es un nombre propio de origen griego en su variante en español. Proviene del griego antiguo "Héktôr", un "nomen agentis" del verbo griego "échein", que significa tener o poseer. Su verdadero significado es Poseedor.
―Héctor... ―masticó, probando si le gustaba como sonaba en su tono de voz―. Me agrada.
No obstante, la posibilidad de que fuera niña también contaba y decidió que le pondría el nombre de su abuela: Mariana. Así, la recordaría no solo por todo lo que vivió con la viejecilla, sino porque el fruto de su amor con Esteban llevaría tan merecido apelativo.
―Disculpa por tardarme, mi vida ―intervino la dominante y cautivadora voz de Esteban, entre las cuatro paredes donde habitaba María―. Tuve que quedarme a organizar unas cosas, con el capitán. Estamos próximos a llegar a Cabo San Lucas.
Se sentó a su lado en la cama, hundiendo el colchón en el proceso. Le plantó un casto beso en la frente. ―Ten, tu brebaje de hierbas. ―Le entregó la taza, con el platillo por debajo―. Lo dejé tibio, así no tienes que soplar para no quemarte.
La mujer le agradeció con la mirada y enterró su cabeza en el amplio pecho de su hombre. La fragancia le caló las fosas nasales, sacándole un suspiro.
―Oye, ¿a ti como te gustaría que se llamara nuestro bebé? ―indagó con curiosidad, bebiéndose el líquido verde―. Nunca hemos hablado de esto.
―Si es varón, optaría por el nombre de mi padre, Maximiliano ―respondió―. En cambio, si es una niña le pondría Atenea, como la hija de Zeus.
―Ya veo.
― ¿Tú has pensado en algunos? ―preguntó de vuelta.
―Sí. Puede ser Mariana, si es hembrita, así se llamaba mi abuela ―dijo, con una sonrisa triste. El sujeto la contempló hipnotizado―. Ahorita vi un programa de la mitología griega, y me gustó el nombre de Héctor.
―Creo que me gustan más tus sugerencias.
―A mí igual, me gustan más las mías ―se burló, haciendo que Esteban fingiera indignación. Terminaron, carcajeándose de ellos mismos―. Con el paso de los meses, veremos que escogencia adoptamos.
Los minutos transcurrían, y el camino cada vez se hacía más y más corto. Al rato, pisaron tierra y María agradeció al cielo haber llegado.
Una camioneta color negro, aparcada junto a un chófer alejados del puerto, esperaba a San Román, para llevarlo a su casa playera en el centro del Cabo.
Demasiados lujos para mí, pensó la pelinegra.
Pero, vaya que se sentía bien.
Aparcaron en una villa, con vista al mar. La casa, era de dos pisos con una piscina en la entrada rodeada de grandes piedras y algunas palmeras. Un jacuzzi a un lado con luces dentro.
―Es preciosa, Esteban ―mencionó Fernández, embelesada por la imagen casi irreal que tenía en frente―. Es demasiado, guao.
Él solo la admiraba en silencio, sabía que nunca terminaría de deslumbrarse por todas las propiedades que tenía la familia San Román.
―Ven, por dentro es magnífica ―con sus dedos entrelazados, rodearon el auto dejando al chófer solo. Con una llave, el hombre abrió la puerta principal y el olor a salitre que caracterizaba esa casa, le causó un número gigantesco de recuerdos de su infancia y parte de su adolescencia.
Un amplio espacio, decorado con pocos cuadros que compraron en una subasta en Estados Unidos. Un juego de muebles, color blanco con cojines en un tono coral con matices azules. Una mesa de corte bajo, totalmente de cristal con un adorno minúsculo en medio. Una maceta con un cactus, en una esquina y una radio en otro extremo. En la siguiente ala, había una hamaca, y al lado una estantería pequeña con varios libros apilados y perfecto orden. Una barra, con un armario lleno de licores finos y vasos de distintos tamaños.
La escalera en forma de caracol, con un barandal finito hecho de hierro sólido color negro con dorado. En la pared, unas medusas y estrellas de mar pintadas con acuarela por la misma madre de Esteban. Un pasillo tenue y callado, donde se apreciaban habitaciones similares y vacías. Solo la inmobiliaria los decoraba, pero sintiéndose solitaria entre las cuatro paredes.
―No sé, creo que han sido demasiadas sorpresas por hoy ―vociferó―. Mejor bajemos, ¿sí?
Una de las empleadas del servicio, aparece con las pertenencias del matrimonio y luego de presentarla con la servidumbre la llevó a dar una caminata por la manzana. Se engancharon del brazo del otro, entre tanto conversaban.
―Los vecinos más cercanos, los tengo a medio kilómetro ―confesó Esteban, encogiéndose de hombros―. Mis padres amaban la privacidad.
―Ya, entiendo. ¿Estás emocionada por mañana?
―Sí, fue nuestra primera navidad juntos y ahora recibiremos el año como marido y mujer. Es...estupendo.
―Lo es, María ―cerró él, con un beso abrasador―. Vayamos al mar.
Ella dio brinquitos, cual nena pequeña y aplausos célebres.
Regresaron a la Villa y directamente largaron zancadas a la recámara. La pelinegra escogió un vestido de baño, color carmesí de dos partes. La redondez de sus senos, ahora había aumentado debido a la próxima lactancia que daría a su bebé cuando naciera. Mientras tanto, era su amado quien disfrutaba de ellos, enterrando su rostro en medio de ambos montículos.
Él se enfundó en una bermuda playera, con palmeras dibujadas y una camiseta holgada. Estuvo buscando sus lentes, pero no los encontró; entonces fue que recordó que María los guardó en su cartera durante el viaje en el yate.
― ¿Nena? ―le llamó, desde el pasillo. Ella salía del baño, terminando de amarrar las tiras de su braga del traje de baño―. Guao, mi amor; te ves divina.
―Estoy gorda ―espetó, aniquilándolo con la mirada―. Deja de decirme que estoy linda.
Esteban se acercó y la tomó por la cintura, hasta propinarle un beso en el hombro.
―Quiero que te olvides de la gordura. Además, estás embarazada de nuestro pequeño ―recordó, mirándole con ojos abrillantados que sin duda alguna le transmitían calma. Todo él lo hacía, de hecho―. Es normal que estas cosas pasen, he tenido que verte cambiar de humor cada cinco segundos y contando.
Ella soltó una risotada y lo abrazó.
―Todavía no desarrollan todos los síntomas, no he sido tan antojosa porque tengo asco de comer lo que sea ―siseó, torciendo la boca―. Creo que es cuestión de tiempo, no sé.
Compartieron un beso rápido y bajaron a la playa, luego de que la pelinegra buscara las gafas solares de los dos y se colocara un vestido corto tejido.
― ¿Tus tías no estarán molestas? ―cuestionó de pronto, ubicándose en la arena bajo un paraguas―. Sabes, porque no las invitaste a las vacaciones navideñas.
―Lo más seguro, pero no me interesa ni un poco. Estoy contigo, no necesito nada más ―respondió, sereno. Con una seña, llamó a un encargado y ordenó una cuba libre para él y un jugo de frutas exóticas para ella―. ¿No quieres algo adicional, nena?
―No, muchas gracias ―miró a los hombres y volvió a bajar sus lentes y tapar sus esmeraldas.
Casi a los dos minutos, aparece el mesero con ambas bebidas y se retira dejándolos a solas.
―Me provocó comer langosta, Esteban ―sugirió la mujer, sobándose la panza y sorbiendo por el popote.
― ¿Las has probado?
―Nunca.
―De todas maneras, la pido. ¡Mesero! ―exclamó―. Prepare dos langostas con ensalada cruda, por favor. Sírvalo en el mesón y avíseme.
Acto seguido, María se desprende de su vestido y se suelta el cabello con clara intención de provocar a su esposo. Viéndolo de reojo, sonrió victoriosa y con disimulo al determinar como él la recorría despacio con la mirada. Apretó los labios, evitando decir algo.
― ¿Me pones bloque―
―Por supuesto que sí. ―Se incorporó de golpe, tomando el protector solar de la bolsa―. Acuéstate.
―Primero adelante, vida ―objetó, guiñándole un ojo. María se dejó caer en la tumbona y sonrió enseñando todos sus dientes.
Las personas a su alrededor, parecían fantasmas para ellos. Eran borrones en el paisaje, que no calzaban con la pareja. Los ignoraron, ya que permanecían en la lejanía y eran escasos.
La gruesa y velluda mano de San Román, bailó por el cuello de su mujer y bajó por las clavículas y paseó con ahínco sobre los hombros. Le frotó con fuerza los brazos, disipando las manchas del bloqueador solar. Llegó a los senos y resopló, ahogando la excitación creciendo entre sus piernas, los sobó después de volver a untarse protector en las manos y aplicó la crema masajeándolos.
―Dios ―jadeó María.
Esteban metió la mano por debajo del bikini y apretó los pezones de su mujer, haciéndola dar un respingo.
― ¡Aquí no! ―gritó, lanzando un manotazo.
―Los tenías erguidos, por favor ―dijo, sarcástico―. Mejor continuo.
Descendió por su abdomen, besó su vientre y cerró luego de terminar de echarle en todas las piernas hasta los pies.
María se sentó y dejó que él culminara con su labor. Él dejó un beso en su nuca y se posó frente a ella, para darle uno en los labios.
Bebieron el restante de sus vasos, mientras conversaban y esperaban que estuviera la comida.
―Vamos al mar ―apuntó la pelinegra―. Aún falta y quiero distraerme.
Llegaron a donde la arena se mojaba y siguieron caminando, hasta que el mar les abrazó la cintura.
― ¿Creen que se den cuenta? ―demandó él, tomándola con posesión por las caderas y apretujándola contra su miembro. La vagina de María palpitó.
― ¿De qué? ―Se restregó, permitiéndose sentir el placer y acrecentar las ganas. Lo rodeó por el cuello con sus brazos.
―De lo mucho que quiero hacerte el amor.
―No pierdas tiempo ―siseó, mordiéndole el mentón―. No hagas que me arrepienta.
La cargó por debajo de las nalgas y ella enroscó sus piernas alrededor de su cintura, se besaron sin tapujos y sin importarles demasiado las personas esparcidas por la playa. Las olas rompían a la orilla, entre tanto los pasaban moviéndolos con ligereza.
Esteban arrimó con habilidad las braguitas de María, y sin esperar mucho la penetró al ritmo del agua salada, arrancándole los gemidos más simulados por parte de la futura madre. Se besaron, así acallar los sonidos que podrían alertar a los demás y ponerlos en evidencia.
―Que exci...tante, hacerlo a....sí ―tarareó ella, aferrada a ese cuello.
―Cállate ―espetó, rastrillándole el labio inferior con los dientes.
Unos minutos más tarde, luego de un orgasmo cálido y estremecedor; se hallaban en el restaurante degustándose el paladar con las langostas y la ensalada cruda.
Jugaron en el mar, arrojándose agua con las manos, compartiendo más besos, entre más mejor para ambos. Hicieron formas con la arena mojada, y San Román tuvo la dicha de tocar y hacerla ir al cielo con sus manos, mientras sentados a la orilla, le dio un orgasmo explosivo.
Por la noche, el privilegio de mirar el cielo estrellado desde el balcón de su habitación les fue otorgado. La piel bronceada de la pelinegra, más el olor frutal que desprendía su cabello era todo lo que hizo feliz a Esteban en ese preciso momento. Es que, era tan sencillo con ella, no necesitaba nada, solo eso.
(***)
― ¿Quién podrá ser a esta hora? ―preguntó a su esposa, sentada frente a él tomando su desayuno. Una sirvienta abrió la puerta, enseñando a dos personas muy familiares para ellos.
―Oh no ―masculló María, cerrando los ojos y tocándose el puente de la nariz. Lanzó con disimulo el tenedor, tintineando el plato con la fruta a la mitad.
― ¿¡Qué hacen aquí!? ―exclamó, incorporándose y tirando la servilleta en la silla―. ¿Por qué? ―aniquiló a Alba San Román, con los ojos centelleantes.
―También me alegro de verte, Esteban ―soltó la señora, dejando la maleta a un lado―. Sorpresa ―arrastró la palabra, acompañado de una sonrisa llena de sorna.
―Hola, mijito ¡Mari! ―habló Carmela, con las mejillas rojas de la vergüenza―. Albita lo decidió a última hora.
―Perdón, me retiro ―escupió María, llevándose consigo un vaso de agua y la vitamina correspondiente. Besó en la mejilla a su amor, y subió las escaleras de dos en dos―. Me alegra verte, Carmela.
Se encerró en su recamara, y lloró con amargura. Además, las hormonas no le ayudaban mucho a controlar sus emociones. Desde el sitio, escuchaba la discusión entre su marido y sus tías.
― ¡Es mi luna de miel! ―gritó él―. ¿Qué mierda te pasa?, esto es obra tuya y claro; Carmela de tonta siguiéndote el juego.
―Esteban, no me hables así. Fue por tu bien, pensé que me extrañabas.
―Mijito, disculpa; pero como ésta no escucha ―interfirió Carmela. María no dudó en reírse con tristeza, por la adorable voz.
―Mi mujer está arriba, sola y muy furiosa por tu culpa. ¡Maldita sea, Alba! ―expresó―. ¡Arruinas todo, TODO!
Después, siguió un silencio y ella supo que se había culminado la discusión. Procuró secar sus lágrimas, y lavarse el rostro.
―Mi amor... ―Entró el pelinegro, buscándola con la mirada. Se tranquilizó, al divisarla salir del baño―. Perdón, yo―
―Descuida ―le restó importancia, acercándosele―. No es tu culpa, cariño. Tu tía es... ―resopló―, está siendo imprudente para enojarme y no le di el gusto allá abajo.
―Quiero que se larguen, esto es cosa nuestra.
―Déjalas, no hay problema; es el último día del año y no debemos estar furiosos con nadie.
―Eres demasiado noble, por eso y por todo te amo.
―Te amo más, cielo.
Los ánimos estaban caldeados, al momento de salir a una plaza a recibir el año entrante. María se enfundó un vestido negro con lentejuelas y unos tacones del mismo color. El cabello en una coleta y una cadena de plata, cayéndole en las clavículas. Mientras que Esteban, eligió un esmoquin azul marino, con una corbata roja. Sencillo y elegante.
Alba y Carmela mantuvieron la distancia, por el bien de los cuatro. El reloj del pueblo, indicó que las doce en punto de la noche había llegado. Por inercia, el corazón les saltó y los sentimientos a flor de piel, ocasionaron algunos sollozos.
Entrelazaron sus miradas, sus almas y sus dedos. Unieron sus labios en un beso y se abrazaron por largos minutos. Los fuegos artificiales, adornaron el cielo oscuro, llenándolo de colores y luces. Los pitidos de silbatos y algunas personas alegres, por recibir un año nuevo también dijeron presente.
―Feliz año, para ti ―articuló, con la retina empañada―. Eres lo mejor que me ha pasado, Esteban. Es una bendición y un paraíso tenerte aquí.
―Que sea un año exitoso, mi nena. Feliz y muy buen año, para ambos.
Brindaron por ellos, y le sonrieron a su alrededor.
Prometía ser un excelente año.
N/A:
Perdón la tardanza, chicas. Una vez más, gracias por la paciencia.
Esto está por terminarse, la verdad cargo una nostalgia que no juega carros.
Capítulo dedicado a mi hermosa bebé, la munayer. Te amo, bebé.
Gracias a todas por darme diez años de vida, con sus ocurrentes comentarios. A la Carli, por hacerme reír inconscientemente.
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