𝑽𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒅𝒐𝒔.
María se despertó, sintiendo vacía la cama. Toqueteó el lado de Esteban, sin abrir los ojos y la mano detectó el frío colchón, con la sábana arrugada. Murmuró algo ininteligible, y estiró el brazo a la mesita que estaba de su lado. Se talló los ojos y después de tomar el reloj de muñeca vio la hora. Ocho y media de la mañana. Se desperezó, y rascándose la nuca llegó al servicio.
Se duchó y cayó en cuenta lo tarde que era.
― ¡Mierda, la universidad! ―exclamó, abriendo los ojos demás.
Corrió al closet, donde encontró sus cosas ordenadas. Sacó un pantalón de jean con la bota acampanada, una camisa roja y unos zapatos marrones. Se vistió apurada, al final adornando su cuello con una cadena de oro que Esteban le regaló hace poco. Se roció perfume y sacó su mochila de una gaveta.
Bajó al primer piso, encontrando sus libretas en el despacho de su novio. Apenas pudo ojearlos, su tarea estaba hecha. Con toda la discusión y la confesión que hizo ayer, se olvidó que él tenía sus cuadernos desde hace varios días, ya que la ayudaría con inglés II y estadística avanzada.
―Niña María, buenos días. ¿Le sirvo el desayuno? ―La cocinera, salía de su sitio de trabajo, secándose las manos.
―Negativo. Estoy atrasada, una manzana estaría bien. Gracias.
La mujer le acercó la fruta, y la dejó sola en la puerta principal.
― ¿La llevo? ―inquirió el chófer, sonando las llaves del coche. Ella asintió, subiéndose al puesto de copiloto―. Disculpe la intromisión, pero va tarde, señorita.
―Sí. No sé en donde está Esteban. ¿Tú lo sabes? ―Masticaba la manzana verde, disfrutando la acidez de la misma.
―Salió temprano, pero me dejó a cargo de usted ―contestó, parando en un semáforo que dio luz roja―. No dijo a donde.
―Qué raro ―murmuró.
―Pero, llámelo ―sugirió el hombre.
―No tengo móvil ―lamentó. Recordó, cuando él le ofreció un celular y ella se negó.
―Si quiere lo puede llamar del mío ―ofreció, sacando el teléfono de su bolsillo sin quitar la mirada de la ventana frontal. Se lo entregó.
― ¿Bueno? ¿Esteban?
―Mi amor, ¿qué tal?
― ¿Dónde estás? Yo voy camino a clases, me quedé dormida.
―Pásame al chófer, necesito hablar con él. Hoy no vas a estudiar.
―Pero, ¿cómo? Necesito entregar tareas. ¿Dónde andas? ―reiteró, molestándose. Estaba evadiendo sus preguntas.
―Entregarás tus cuadernos en coordinación, solo eso. Luego, juntos iremos y excusaremos tu ausencia ―aseguró. María hizo lo que Esteban le ordenó.
―A sus órdenes, mi señor.
―Una vez que lleguen a la universidad y hagan lo pautado, traes a María a la clínica metropolitana.
―Está bien.
―Asegúrate que no coma nada.
―Ya se tragó una manzana, señor.
―Que sea solo eso ―colgó, sin esperar respuesta.
― ¿Qué te dijo? ―cuestionó, sacando las libretas de su morral. Estaban a una cuadra de llegar.
―Que le llevara a una clínica. No entiendo mucho, supongo que allá el hablará con usted.
―A veces, odio a Esteban ―espetó, blanqueando los ojos. El chófer rio―. Solo a veces, eh. ―Ella también se carcajeó―. ¿Puedes entregarlos por mí? ―pidió, con su característica amabilidad. Él asintió, y bajó con el encargo en las manos.
Cuando hubo llegado al clínico, María se bajó del coche y a pasos agigantados corrió a los brazos de Esteban. Se refugió en ese calor, siempre sería un lugar seguro y no estaba dispuesta a dejarlo ir.
Esteban desistió de ir a la mansión, y se fue a la comisaria a firmar unos documentos, luego llamó a Arturo y le contó a medias la situación, haciéndolo prometer que no diría nada aún.
―Nena ―ronroneó, tomándole por las mejillas y acercando su boca a la de él―. Necesitamos hablar, eh.
―Explícame, Esteban. No entiendo que hacemos aquí. ¿Estás enfermo? ―inquirió preocupada. Se tomaron de la mano y entraron al área de laboratorio.
―Para nada ―negaba con la cabeza―. Necesito que te hagas unos exámenes.
― ¿Por qué? ―se puso nerviosa―. ¿A dónde fuiste esta mañana?
―Denuncié a Servando.
― ¡Esteban! ―expresó incrédula―. ¿No te lo negó? ¿No intentó ponerte en mi contra?
―El muy cínico ni se inmutó. Creo que, de algún modo se esperaba que esto pasara. De igual forma, le pegué y me sentí mucho mejor.
―No puede ser ―farfullaba, haciendo muecas―. A mí me dijo que, te haría daño, hundiría tu empresa, te mataría si yo abría la boca. Callé por miedo. Te has vuelto tan importante, que... Me muero si algo te pasa. ―Se aferró otra vez a la espalda de él, y lo abrazó.
―No me pasará nada. Agradezco tu sinceridad, sabía que no eres buena mentirosa.
―No lo soy ―concordó, inhalando la fragancia varonil que desprendía aquel saco de diseñador, hecho a la medida.
―Buenos días ―dijo la doctora―. Esteban, es bueno verte.
―Lo mismo digo, doc. Mi mujer, viene a hacerse unos chequeos, necesitamos los análisis para hoy.
María frunció el ceño, todavía estaba intentando entender de que iba eso.
―Vengan por aquí ―le indicó un consultorio pequeño, dentro del área―. Acuéstate en la camilla, ya regreso. ―Desapareció. Ellos aseguraron, que buscaría lo necesario en farmacia.
―Me explicas ―exigió, sentándose en un banco. Cruzó los brazos sobre su pecho, haciéndolos ver más voluptuosos.
Entonces, San Román le contó todo lo que sucedió aquella mañana con lujo de detalles. Agregándole, que lo retiraría de su lista de socios mayoritarios y minoritarios. Después de que se hunda en la prisión por algún tiempo, la mala reputación de Servando traería consecuencias a las empresas.
― ¿Hiciste tu lavado vaginal? ―demandó él. Si las cuentas no le fallan, el semen de Servando estaría en ella si no lo hizo con los utensilios requeridos. Puesto que, Esteban casi siempre fue cuidadoso y usó protección.
―No lo hice, no sé por qué ―declaró, rodando los ojos―. ¿Qué harán conmigo?
―Análisis, María.
Así llegaron al medio día. Por suerte, los resultados arrojaron pruebas suficientes para incriminar a Servando y terminar de hundirlo.
De camino a la comisaría, ya la pelinegra almorzaba tres tacos al pastor y un agua de Jamaica. Mientras que, Esteban solo bebía de una botella con agua mineral. No le agradaba comer en el auto. Sin embargo, dejó que su chica lo hiciera. Hasta él escuchaba el estómago protestarle.
―Te dejo uno ―informó ella, amarrando la bolsa en un nudo. Echó la cabeza hacia atrás y se bebió el restante del agua―. Me imagino que, ni siquiera has desayunado.
―Que comes que adivinas ―rio―. La verdad, no tengo hambre. Comí fruta antes de salir.
―Estoy un poco nerviosa ―verbalizó, tosiendo―. Desde esa vez, no he visto a ese viejo y ni idea de cómo reaccionaré.
―Ahí estaré yo para apoyarte, descuida. ―Le apretó la mano sobre su muslo, y luego la besó dejándole los nudillos húmedos.
Aparcó en un sitio que el comandante había reservado para él, y se bajó a abrirle la puerta a María. La sintió tensarse.
―Estarás bien ―tranquilizó, acompañando sus palabras con un beso en la frente―. Será la última vez que lo tendrás cerca.
No sería un juicio. El dinero, todavía compraba a los jueces y todos lo sabían. Esteban giró un cheque, para que los medios de comunicación no atestaran el módulo ni escribieran nada sobre el caso en los periódicos.
Llegaron a una sala. Tenían a Servando listo, con el abogado de la contraparte interrogándolo. María se abrazaba a su hombre, mientras miraba por el cristal y esperaba que comenzara a confesar su culpa. Percibió asco, odio y sobre todo coraje. Quería entrar allí, y pegarle hasta que su mano flaqueara, alguna de sus uñas rompiera o hasta que lo matara.
Activaron una función, y ambos pudieron escuchar lo que él decía. Se regocijó narrando como la tomó, cerraba los ojos casi extasiado. Esteban controló las ganas de ahorcarlo.
Nunca fue un hombre violento, no le gustaban las peleas, siquiera verbales. En ocasiones, discutía con María, pero era porque no entendía sus repentinos cambios de humor, que se estaban haciendo costumbre. Además, tener una relación amorosa era nuevo para él. Ya que, con Fabiola jamás se enamoró, quizá era porque le daba miedo la soledad y no contaba con conocer a la mujer de su vida, que prometió no soltar nunca. Por eso, últimamente si peleaban trataba de no gritar o alargarse mucho, odiaba pasar por esa situación. Menos mal, ya todo se está aclarando y ella tuvo el valor de confiar. Pasaron uno de los obstáculos más grandes de una relación.
Le tocaba a ella, así que sacaron a Servando por la puerta de atrás y lo regresaron a los separos. María entró sin Esteban y dictó su testimonio. No quiso recordar tan amargo encuentro, pero una vez que empezó no pudo parar...
―Déjame salir ―ordenó tajante.
―Acabas de meterte en la boca del lobo ―espetó el hombre―. Nos divertiremos mucho.
El teléfono de su escritorio había empezado a sonar, afincó un pie en el pulido calzado de Servando, pero él ya la tenía sujetada por los brazos.
― ¡Me lastimas! ―exclamó. Echó gritillos, confiada en que la agudeza de su voz llegaría a los pasillos, y alguien le ayudaría.
Eso no sucedió.
María pataleaba, hasta sus tacones se zafaron quedando descalza. El viejo la sentó de bruces en el lavabo del final, que es más ancho y longitudinal. Mientras la sujetaba con un brazo, enrollado a su cintura, recibía mordidas, rasguños y jalones. Le desordenó casi toda la camisa y el blazer. Sin embargo, a él no le importaba nada de su aspecto.
―Esteban te matará, viejo inmundo. Te vas a hundir en la cárcel ―escupió con odio. Las mejillas las tenía rojas, y a su vez lloraba desconsoladamente.
Era en vano su lucha, nunca podría contra un hombre de esa contextura. Era demasiado delgada y pequeña.
―Tú no harás nada, ni hablarás con nadie.
Se desataba el cinturón y con habilidad bajó su pantalón. EL muy asqueroso, no cargaba ropa interior. La muchacha veía a la pared del fondo, sin dejar de pelear.
― ¿O qué? ¿Me matarás? ―Se atrevió a preguntar, aunque el miedo se la carcomía a creces.
―Lo mato a él, lo hundo con su empresa. Luego, voy y te mato a ti.
Entonces, sus cartas se rompieron y volaron con el viento.
Una vida sin el hombre que ama, porque, a pesar de no decirle esas dos palabras, era amor lo que sentía por Esteban.
Sin darse cuenta, la falda la tenía arremangada a la altura del abdomen y de un tirón el viejo la embistió.
María gritó sin pudor. Sentía como el dolor y ardor, corría en sus paredes vaginales. Estaba estrecha todavía. Servando ejercía una fuerza inmensurable en ella, haciéndola gritar desgarradamente. Le tapó la boca con la palma de su mano, mientras hacía lo propio. Su orgasmo entraba, hizo el trabajo más rápido y se corrió dentro de ella.
Sollozaba y jadeaba sin control, le dolía mucho su zona íntima, casi como si estuviera sangrando. Le propinó un puñetazo en la mejilla, no tenía mucho para defenderse. Además, el daño ya estaba hecho. El sudor se le concentró en la nuca y la frente. Se bajó del lavamanos con cuidado. Las piernas le temblaban, el corazón saltaba de su caja torácica y mordía sus labios con rabia.
―No te devuelvo el golpe, porque he disfrutado como nunca hacerte mía ―masculló él, acomodando su vestimenta―. Ya estás advertida, mucho cuidado con decirle algo a San Román.
María lo aniquiló con la mirada, mientras lo veía marcharse como si nada.
Revivir esas lagunas, fue una daga en su pecho. Dejó de hablar, para acallar su llanto con ayuda de sus manos en su rostro. Esteban la observaba desde afuera, pero en cuanto la vio decaer entró sin permiso al cuartito y la tomó en brazos.
―No pasa nada, aquí estoy yo ―decía, reconfortándola―. Perdóname por no estar ahí, por permitir que eso pasara.
―No tenías idea ―logró articular.
Esteban le indicó que volvía enseguida. Ella se fue al servicio, con el fin de acicalarse y retocar labial de brillitos.
Se miraba al espejo, pero esta vez no percibía impurezas, más bien estaba tranquila consigo misma. Arriesgarse, valió la pena. Él, vale la pena.
Suspiró y regresó con su novio, quien la esperaba recostado del auto. Le sonrió, dejándola sin aliento. Como siempre.
―Mira, Esteban, yo necesito aclararte que todo lo que dije allá dentro es verdad. Reitero mis disculpas, porque de una u otra forma cometí una infidelidad contigo.
San Román la sostuvo por las caderas, y la acercó a su torso.
―Y yo necesito aclararte, señorita Fernández Acuña ―enfatizó en los apellidos―. Que le creo con firmeza lo que dijiste allá. Y, que no cometiste ninguna infidelidad. Fuiste víctima, mi amor. Descuida, ese maldito lo va a pagar caro.
―Te amo, Esteban.
― ¿Cómo...? ―Anonadado. Pensaba que, para escuchar tan ansiadas palabras tendría que esperar una temporada.
―Que te amo, te amo, te amo. Me encantas, chulo ―parloteaba y se reía. Luego, lo tomó por las solapas del traje y lo besó con delicadeza.
―Yo te amo más, María, mi María.
(***)
Había pasado un mes, desde aquel día. Un mes de haber dejado su trauma atrás, los secretos y de que por fin se entregó como nunca a Esteban.
Servando no dijo quienes habían sido sus cómplices. Existía una esperanza en él, que con su fortuna saldría pronto del reclusorio. No era tan millonario como San Román, pero le hacía la competencia y fuerte. Se estuvo comunicando con Alba por la única llamada, que podía hacer en las tardes. Mientras que, ella le informaba al grupo de buitres lo que pasaba con él allí dentro. Le platicó también, que recibió la golpiza del año por parte de unos hombres que llevaban años encerrados. Le costó tres semanas recuperarse, y una semana más que se desaparecieran los moretones.
María regresó al campus, poniéndose al corriente con sus asignaciones. Era tan buena socializando, pero en esta ocasión no quiso hablar con muchas personas. Solo leía libros en la biblioteca, almorzaba sola o con Carlota, cuando coincidían en el horario libre. Realizaba sus pendientes, para la otra clase e intervenía cada tanto. Esteban la recogía de cuando en vez, o sino mandaba al chófer de la mansión. Ella se sumía en el trabajo que, le rogó a él que le permitiera hacer de la empresa. Era más inteligente en lo financiero, entonces se enfrascaba en las cuentas y manejaba la bolsa de utilidades y la propia del presidente y entregaba buenos resultados en las juntas de concejo.
Por otro lado, Esteban se codeaba de maravilla con su nueva secretaria. Por fortuna, la chica era aplicada, respetuosa y aprendía rápido. Lo único que tuvo que enseñarle, fue a redactar un contrato de confidencialidad, que se les hacía firmar a los trabajadores de cada piso en todas las sedes que había, a los medios de comunicación y a los inversionistas. Ese mes fue excepcional, cerró varios contratos pendientes y tuvo que hacer un viaje relámpago a Monterrey, para conocer la remodelación que mandó a hacer para la sucursal allá. Llegó por la noche, sorprendiendo a su mujer con un regalo.
Cumplieron dos meses, iban de viento en popa. Los altercados, dejaron de ser graves en cuanto se empezaron a contar cada cosa que les sucedía.
Yacían entre las sábanas, terminaban su tercera entrega esa noche y la conformidad no llegaba al tope aún. Permanecieron abrazados, él le acariciaba la espalda desnuda y ella jugueteaba con el vello que tenía Esteban en el pecho. Hablaban de todo y nada.
―Ahora en la sección de farándula del periódico, dice que boté una relación estable por un revolcón ―bufó Esteban, revoleando los ojos―. Estoy seguro que, la noticia la vendió Fabiola. No se queda con nada.
―De seguro ―concordó, rascándose los ojos―. Si supieran que, el desequilibrio y lo riesgoso es lo que buscas.
―Aparte, que contigo si tengo una buena relación. Ni siquiera, sé por qué propuse a Fabiola eso. Mi tía Alba, ya no hallaba que cantaleta echarme para que diera ese paso.
―Qué raro que no ha llamado más ―dijo, con un deje de extrañeza. Días anteriores, la vieja hacía llamadas para saber cómo estaba su sobrino. Para mala suerte de ella, la que contestaba era María y siempre le respondía tajante, no le agradaba y cada tanto se lo dejaba saber.
―Se cansó de escucharte ―bromeó Esteban, resonando la carcajada entre esa cuatro paredes―. Te amo, mi vida.
―Te amo más. Que felicidad y paz, me das. ―Sellaron su amor con un beso, y después de charlar algo más, se durmieron prometiendo soñar el uno con el otro.
N/A:
Feliz navidad, chicas.
Espero la hayan pasado bien, en familia, en sus casitas, como debe ser pues.
Estoy escribiendo otra historia, se llama h i d d e n. Les aseguro, que está re buena, es sobre la pareja tequila, pueden pasarse cuando quieran.
Gracias por todo.
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