𝑽𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒄𝒖𝒂𝒕𝒓𝒐.
Después de escuchar la respuesta positiva de su mujer, se sintió desfallecer. María lo agarró con fuerza de las manos, porque lo vio más pálido de lo normal.
― ¿Estás bien? ―inquirió, ladeando su rostro.
Esteban la veía ensimismado en sus ojos verdes, imaginándose a un bebé con su misma cara, sería hermoso. No podía creer que sería papá. ¡Será papá! Estaba en un estado de shock, del cual María había empezado a preocuparse.
―Por Dios, vida mía ―murmuró, pegándola con fuerza de su torso. Ella se sobresaltó, ahogando un grito―. Vamos a ser papás. Te amo, te amo tanto.
―Yo te amo más ―confesó, con la voz quebrada y los ojos húmedos―. Mira, tengo mucho miedo de esto. Pero, sé que juntos vamos a salir adelante y aprenderemos en el camino.
―Deja esos temores atrás, conmigo estás segura, mi amor ―el aire que expulsaba por las fosas nasales, le daba en la frente a María, quien se encontraba sollozando. Muerta de miedo, llena de inseguridades al pensar en cómo cambiaría su cuerpo, pero sobre todo más enamorada que nunca de Esteban, su hombre.
Unieron sus labios, así acallar las voces en su cabeza que les insistían en que debían besarse ya. El deseo crecía cada vez más, haciéndolos retorcerse de placer. Jugaron con sus lenguas, compartieron fluidos y aun así no se soltaban. De pie, en medio de la recamara que era testigo de la entrega que cada noche tenían en la cama, en el sofá, en el tocador...
Como siempre, la falta de oxígeno los hizo separarse. Caminaron hasta la cocina tomados de la mano. Algo detuvo a la pelinegra, algo que no se detuvo a pensar en ningún encuentro sexual con él.
Se soltó del agarre, pasándose una mano por la frente. Bajó la mirada y con la palma de su otra mano, se afincó de la encimera. San Román volteó a verla, con el ceño fruncido.
― ¿Qué pasó?
―La universidad, Esteban ―espetó, la mar de preocupada―. ¿Qué voy a hacer?
―Estudiar, María ―respondió obvio―. No voy a permitir que congeles ninguna materia, si es necesario pagar demás lo haré.
―No creo que permitan alumnas embarazadas ―dijo, insegura y pensando en cómo se tomaría la noticia Jorge, quien le paga la matrícula―. Es un campus prestigioso, estaría mal visto.
―Entonces vamos a otra, no hay rollo ―expresó, haciendo un mohín. Cruzó las piernas, y dejó caer el peso de su cuerpo en la pared.
―No, ya estoy ahí. No pretendo cambiarme. ―Le dio la espalda, fue a abrir el refrigerador―. Voy a dar la noticia a la familia de Carlota, la semana que viene.
―Primero vamos al médico, y te haces unos análisis ―indicó él, acercándose a ella y abrazándola por detrás. María recostó la cabeza, del ancho torso.
―Ajá ―dijo―. ¿Cuándo les dirás a tus amigos?
―Probablemente nunca ―comunicó burlón. Ella se volteó a mirarlo, no sin antes sacar una fruta previamente picada―. No me veas así, no tengo intereses en que sepan. Aunque, Fabiola y Patricia morirán de envidia. Sé que ambas me tienen ganas.
― ¡Y lo dices como si nada! ―exclamó, arqueando una ceja―. Eres de lo peor ―farfulló, propinándole un guantazo en el hombro. Esteban solo reía a carcajadas, tenía la cara colorada de tanto reír. Era una melodía para ella, adoraba verlo feliz, desprendido de los problemas, amándola y protegiéndola siempre―. Me gustaría que hiciéramos una fiesta, aquí en la mansión. Ahí soltamos la bomba. ―Le guiñó un ojo.
―Como tú digas, cielo ―concordó, robándole un trozo de fresa. Lo aniquiló con la mirada centellante―. Puedo imaginar sus reacciones ―soltó otra risotada, más fuerte aún. Hacía eco en casi todo el primer piso. Estaban solos, entonces el silencio reinaba.
― ¡También pensaba en eso! ―comentó, riéndose―. No puedo creer que, Patricia esté casada y aun así le gustes.
―Ni yo ―negaba con la cabeza―, esa mujer está loca. Un tiempo fuimos buenos amigos, era novia de Arturo. Hasta que un día empezó a coquetearme, y empecé a tratarle fríamente.
―Esa noche en la heladería me moría de celos, Esteban ―terminó por confesarle, lo que para ese entonces no se atrevía―. Quería gritarle miles de cosas, es una metiche.
― ¡Lo sabía! Tu actitud cambió radicalmente, ni siquiera me dejaste llevarte ―recalcó, haciéndola dejar la bandeja casi vacía de las frutas a un lado, a fin de irse a otro sitio a conversar―. Vamos arriba, esta conversación está interesante.
Asintió y llegaron a la segunda planta, se sacaron los zapatos y se tumbaron en la cama. Uno al lado del otro. Esteban tuvo la necesidad, de apretarla contra su torso.
―Mi orgullo no me lo permitía ―vociferó, pasándole un brazo por el abdomen y entrelazando sus piernas―. Te has fijado en eso, y has aprendido a conocerme bien.
―Más de una vez, aplicaste tu cruel orgullo conmigo. Me desconcertó mucho.
―Lo sé, pero estaba enojada con la situación. Alguien tenía que pagar esa rabia.
―Justamente yo ―fingía indignación.
―Tú, ¿quién más, si no?
― ¿Dónde conociste a Carlota? ―Siempre tuvo la curiosidad, y hasta ahora fue que pudo preguntarle.
―En la preparatoria. ―Esteban frunció el ceño―. Me gané una beca, que le dieron a mi mamá en su trabajo. El señor Jorge Álvarez del Castillo, también laboraba allí. Entonces, cuando llegué me topé con ella y entablamos una conversación a la que se unieron mis otras dos amigas, Martha y Ana. Yo congenié mucho más con mi rubia, desde ese momento supimos que seríamos inseparables.
―Que ternura, me imagino a una María tímida en el salón de la secundaria.
―Ay sí, no eran tan extrovertida como lo soy ahora.
―No lo eres tanto.
―Imagínate si me hubieras conocido antes. ¿Daniela siempre ha sido parte de tu vida?
―Siempre ―reiteró―. Desde pequeños, pasábamos tiempo juntos al cuidado de nuestra niñera. Primero, nos odiábamos porque ella me robaba el pan del desayuno y yo le halaba el cabello, que lo llevaba en dos colitas.
―Esteban San Román, metiéndose con una mujer, que raro.
―Estás insinuando lo que no es.
―No seas enojón ―riñó―. Estoy bromeando. Además, si no te hubieras metido conmigo, no estuviera yo aquí.
―Eso sí. Te amo.
―Te amo más.
Saciaron las ganas que en primera estancia se cargaban. Ella tuvo el control absoluto de la situación. Esteban se deleitaba de cómo los senos de su mujer, subían y bajan al ritmo de las estocadas. Le encantaba tener esa privacidad, porque no se reprimían los gemidos ni los gritillos. María lo hacía cada tanto, no le apenaba gritar una vez más el nombre de su amado. Pues era quien le daba el placer infinito.
(***)
El momento de soltar la noticia a la familia de su mejor amiga llegó.
Con anterioridad, Esteban llevó a María a realizarle los análisis donde confirmaron lo que ya sabían. Se besaron frente al doctor, que admiró la relación que tenían.
Esa tarde, él no la podía acompañar se quedó en la oficina para una junta de concejo, donde aprovechó de invitar a cada uno de sus socios a la cena de esa noche. También soltaría la bomba ese mismo día.
―Me tienes en ascuas, mujer ¡habla ya! ―Carlota parloteaba, con las manos sudadas. La seriedad con la que María la llamó, y le pidió organizar todo el almuerzo la asustó.
Rosario y Jorge la miraban, tratando de adivinar lo que tenía para contarles. Sentados a la mesa, en sus respectivos puestos y comiendo en ese calor de familia tan típico de ellos.
―Estoy esperando un bebé ―soltó de repente, ahogando a la rubia en un jadeo.
― ¡Muchacha, felicidades! ―Rosario le sonrió y se acercó para abrazarla. La pelinegra le correspondió―. Me imagino la reacción de tu novio.
―Fue épica ―confesó. Jorge se unió al abrazo, apretándolo con fuerza.
―Mi niña María, felicidades para ti y tu pareja. Me alegro tanto, espero que venga sano y crezca feliz ―expresó su más sincera opinión―. ¿Vas a congelar materias?
―Me tocará. Pero, Esteban no quiere. Dijo que haría lo imposible, pero que terminaría la carrera.
Los señores regresaron a sus asientos.
―Seguiré cancelando la matrícula. Los dos primeros semestres ya están pagos ―le aseguró, enseñándole los dientes.
―Mil gracias, Jorge.
La comida transcurrió en silencio, Carlota no comentó nada, ya que trataba de asimilar la noticia que acaba de escuchar. María se desanimó, por la actitud de ella, pero no lo dio a conocer. Se limitó a terminar el platillo callada. Cuando tocó marcharse a la mansión, su amiga apenas le dirigió la mirada. Hasta que quedaron solas en la puerta principal.
―Felicidades, María ―susurró, rodeándola con sus brazos. Ella la imitó, inhalando su fragancia―. Disculpa por no reaccionar antes, no supe como tomar la noticia.
―Despreocúpate, Car. ―La tomó por las manos y le dedicó una sonrisa sincera―. ¡Voy a ser mamá! Me muero de miedo.
―Y yo seré tía, la tía soltera y rica que consiente a su sobrino.
―O sobrina ―le guiñó el ojo.
Se permitieron un último abrazo y se despidieron.
A su vez, Esteban corría con los preparativos de la cena. Su tía Carmela, se encargó de pasar las invitaciones, menos a Demetrio a petición de Daniela. La servidumbre con ayuda del servicio del Catering, decoraron el hall y llenaron la mesa con suficiente comida para toda la noche. En la recamara de ambos, yacía un vestido en el perchero elegido con antelación para María, unos tacones y un collar con unos aretes en conjunto.
Subió a darse un baño, pues ella no tardaría en llegar y también tenía que cambiarse. A pesar de morirse de ganas, por tomarla de todas las formas posibles en la ducha, no se podía. Debía estar abajo con los invitados, que en cualquier momento llegarían.
Una grata sorpresa se llevaría más de uno con la noticia, pero Esteban solo quería sorprender a María, su María. Compró un anillo de compromiso, escogido por él mismo y una dependienta. Observó la cajita de gamuza, color carmesí bien puesta en el tocador, mientras se rociaba perfume. Terminó de acomodarse la corbata, le sonrió al espejo y bajó las escaleras, no sin antes saludar con un asentimiento de cabeza al grupo de violinistas en la entrada de las escaleras.
Siguió al hall, donde se encontraban Carmela, Alba, Daniela, Bruno, Fabiola y Sara.
―Buenas noches ―impuso su presencia, con su tono de voz grave. Todos voltearon y se acercaron a saludarlo―. Bienvenidos.
― ¿A qué se debe tan majestuosa invitación, Esteban? ―inquirió Alba, besándole en la mejilla.
―Pronto lo sabrán todos, debo darles una excelente noticia.
Su tía Carmela le guiñó el ojo y Daniela le sonrió. Ninguna sabía, pero intuían algo.
―Mi querido Esteban, pienso que es mucha comida para una reunión íntima ―agregó Bruno, acomodándose el bigote.
―Nunca será suficiente, si se trata de María, esto es en honor a ella ―espetó, aniquilándolo con la mirada―. Y antes de que digan algo más, les advierto que, al primer comentario ofensivo a mi mujer se tendrán que marchar.
Alba sintió como varias dagas afiladas, traspasaban su cuerpo. Lo fulminó con la mirada, en eso suena el timbre y Esteban alarga sus zancadas a la puerta principal.
―Mi amor ―saluda a María con un efusivo beso en la boca.
―Voy a subir a arreglarme. Te amo. ―Le limpió la comisura, con su dedo pulgar―. Mi hombre está divinamente hermoso.
―Para ti ―ronroneó en su oído, haciéndola sonrojarse y estremecerse―. Arriba tienes un vestido, póntelo.
Ella le dedicó una última sonrisa, y subió de dos en dos las escaleras. Llegó a la habitación, entró al armario y advirtió el vestido en un perchero. Palpó la tela con la yema de los dedos, era un color plateado, con una abertura en la pierna derecha, de tirantes y un escote que cerraba en la espalda baja. Los tacones color negro, con la aguja de cuatro centímetros.
Fue a la regadera y se colocó el gorro de baño, para no mojar su cabello. Frotó con la esponja su cuerpo, y terminó de ducharse en menos de lo esperado. Humectó su piel con algunas cremas, se colocó las joyas que había en el conjunto con el vestido. Sintió el frío de las prendas y se estremeció un poco. Fue al tocador y admiró su cuerpo desnudo, esbozó una sonrisa ladeada y escogió lencería de encaje color negro, esa noche sería mágica para ambos. Enfundó el vestido y de inmediato se le ciñó a la silueta casi perfecta que tenía. Se alzó en los tacones, trastabillando un poco, logró estabilizarse y antes de bajar con sus invitados, pintó sus labios de un tono rojo tenue y recogió su cabellera en una coleta alta.
―Buenas noches ―saludó, repiqueteando sus zapatos en el suelo―. Gracias por haber venido.
Lanzó una sonrisa sarcástica, porque sabía que casi todos asistieron por las ganas incontrolables de saber que se traía entre manos, el millonario más codiciado de todo México. Alba no podía más que aniquilarla con los ojos llameantes de rabia, Carmela y Daniela le admiraban desde lejos su belleza, mientras que Fabiola y Patricia se morían de celos, apretando los labios para no soltar una imprudencia. Arturo le asintió con la cabeza, sonriéndole, Bruno la escudriñaba y Sara y Gerardo solo mantenían la expresión neutra.
―Que hermosa te ves ―le dijo a su mujer, entrelazando sus dedos―. ¿Pasamos a cenar?
―Ay si mijito, me muero del hambre ―expresó Carmela y los presentes se carcajearon, incluida ella misma.
Fueron ubicándose en los puestos asignados, por unas tarjetas con los nombres completos de cada uno. Carlota apareció por el umbral, jadeante pero reluciente a la vez. Se saludó con su mejor amiga y también se fue a su asiento.
Los meseros empezaron a servir la comida, con la delicadeza más pacienzuda del mundo. Colocaron los cubiertos correspondientes, destaparon el champán y llenaron las copas. Se retiraron y cerraron las puertas corredizas del comedor.
―Estás muy chula, mi Mari ―alagó Carmela, estirando el brazo en un brindis por ella―. Como la tienes, Estebancito.
El mencionado se rio con ganas, amaba el humor de su tía.
―Carmela ―objetó Alba, dejando de picar su carne para aniquilar a su hermana―. Cállate y a comer.
María y Esteban se propinaron una mirada cómplice y se sonrieron.
Patricia sostenía la mano de Arturo, por encima de la mesa, apretándola con suma fuerza. Fabiola dejó la cena intacta, solo para dedicarse a beber y rellenar su copa con champán.
― ¿Dónde está Demetrio? ―demandó Bruno, notando a esas alturas su ausencia.
Daniela contuvo aire y dejó de comer.
―No lo invité. No quise ―espetó con recelo San Román.
―Me parece falta de profesionalismo, tomando en cuenta que Daniela es tu mejor amiga y está divorciada recién de él ―secundó Fabiola, aguantando su ira.
―No seas metiche, Fabi ―habló Carmela―. Ese problema es entre ellos.
― ¿Por qué bebes jugo, y no champán? ―Patricia escudriñó a María y su copa, rellena con zumo de naranja―. ¿No sabes beber? ―Se burló, con la intención de fastidiar la reunión.
―Mi estado no me lo permite ―respondió, casi inaudible. Estaba tranquila, porque sabía que morirían con esa noticia que darían.
― ¿Estado? ―inquirió la rubia. Arturo le reprendió por lo bajo.
―Si ―fue el turno de Esteban, para contestar. Se puso de pie, y le dio la mano a su mujer, a fin de que lo acompañara―. Me es grato informarles, que me convertiré en papá. María está embarazada. Estamos esperando un bebé.
― ¿¡Qué!? ―gritó Fabiola―. ¡No, no y no! ¡Tú, maldita sea, no puedes estar embarazada!
―Claro que si ―le sonrió con sorna, la pelinegra―. Ya lo estoy.
Patricia se retorcía en la silla, mordiéndose los labios y atorando los insultos que quería dar. Muy en el fondo, respetaba a su esposo, y no deseaba hacer quedar en ridículo su matrimonio.
―Los felicito. ¡Ahora, seré tía! ―exclamó regocijante, Daniela, al lado de su amigo―. Guao, María. Enhorabuena.
―Gracias, Dani. ―Se abrazaron, a la vez que los demás se incorporaban.
―Felicidades, mi querido Esteban y María ―Bruno se acercó y estrecharon manos, como si se tratara de un negocio―. Un bebé, San Román. Que gratitud y fortuna.
― ¡Mijitos! ―Carmela cargaba una copa en cada mano―. ¡No saben lo contenta que me pusieron! Un bebito en la mansión, que tierno.
―Gracias Carmela, por todo. ―La joven besó en la frente a la señora―. Eres una persona increíble.
Alba no dijo nada. Permaneció al lado de Sara y Gerardo, a diferencia que ellos si los felicitaron. Aunque Gerardo moría de celos, esa pelinegra le gustaba. Entendió que jamás tendría una oportunidad, la manera en la que María veía a Esteban era más claro que mil palabras.
―Bésense ―pidió Arturo. Se encontraban de vuelta en el hall―. ¡Uno de verdad!
Fernández, se le subieron los colores a las mejillas y Esteban la prensó con un brazo en la cintura y sin preguntar si quiera, introdujo su lengua en la cavidad bucal, saboreando el manjar mezclado con jugo de naranja y el lápiz labial. Selló con un pico y le guiñó el ojo.
―Bueno, María... ―suspiró, nervioso―. Llegaste a mi vida, revolucionando por completo mi monotonía. Esa informalidad de pedirme trabajo, la manera como apareciste en tu primer día, nuestro fugaz cruce de miradas, que desde ese punto se entrelazaron y... míranos. Empecé a salir contigo, porque me enganché con tu forma de enternecerte por los demás, como transformas la sencillez en algo inmensamente perfecto. ―La jovenzuela, empañó su vista por el mar de lágrimas que sacó a flote, debido a la confesión amorosa de Esteban―. Me enamoraste con tu particular sentido del humor, tu timidez en la intimidad, tu entrega pasional, el cómo te preocupas por los demás, tu olor... todo, mi amor. Eres la mujer que nació para mí. ―Se arrodilló, con la mano entre los bolsillos del traje. El corazón de María se aceleró, a tal punto de escuchar los latidos, las piernas le temblaron―. ¿Quieres concederme el honor, de convertirte en la señora San Román? ―Sacó la cajita y abrió la tapa, enseñando una sortija de oro, con un diamante incrustado en medio.
Fabiola empalideció, Alba apretó los puños y Patricia quedó muda. Los demás invitados, veían la escena con ternura y asombro. Realmente, tiene que estar enamorado para hacer eso.
― ¡Si quiero, mi vida! ―exclamó, lanzándose a sus brazos. Un par de lágrimas, cayeron en la hombrera, mojándola un poco―. Te amo, Esteban. Quiero pasar el resto de mis días, contigo, llevando tu apellido junto al mío.
Esteban deslizó el anillo por el delgado dedo de la pelinegra, y ambos admiraron lo bien que se le veía. Después de un brindis, juntaron sus bocas en un beso, y el lugar estalló en aplausos.
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