𝑽𝒆𝒊𝒏𝒕𝒊𝒄𝒊𝒏𝒄𝒐.
― ¡Viste su expresión! ―Estallaban en risas, a la vez que seguían comiendo las botanas y bebían, ella jugo de naranja y él champán―. ¡No sé cómo me contuve!
Yacían tumbados boca abajo, en la alfombra del estudio con la chimenea encendida. El frío del próximo mes de diciembre, empezaba a hacerse sentir. María se quitó los tacones y las joyas, dejándose únicamente la tobillera y la sortija nupcial. Esteban cargaba la camisa desabotonada, el cabello perfectamente desordenado, el pantalón sin el cinturón y el blazer colgaba del espaldar de una silla.
―Mi tía Alba estaba colérica, solo que no dijo nada fuera de lugar ―agregó el pelinegro, revoleando los ojos―. Se portaron a la altura. Creí que habría un alboroto.
―Agradezco que se hayan comportado ―dijo, apartando los desechos a una esquina del espacio―. Me pareció muy lindo todo. Gracias, una vez más.
―No hay nada que no haría por ti, mi nena. ―La rodeó con sus brazos, estrechándola contra su torso. La calidez los embargó, la chimenea hacía bien su trabajo. Le plantó un beso en la coronilla, y se mantuvieron en silencio por varios minutos.
― ¿Has escuchado a Barry White? ―preguntó de pronto, Esteban.
María se alejó un poco, así verles a los ojos, que desprendían un brillo cansado y permanecían arriba de unas ojeras no tan pronunciadas.
―No he tenido el honor, mi señor.
El hombre se levantó, acercándose a una radio con discos, meticulosamente ordenados y sacó uno y lo colocó. La canción que se reprodujo, era que él deseaba que sonara de primero.
― ¿Me concede esta pieza, señorita? ―La ayudó a incorporarse y con agilidad, bajó las luces artificiales.
Se movieron de un lado a otro con lentitud. La balada hizo estragos en ellos, la letra era pausada y describía como un artista enamorado, se la cantaba a su musa, su inspiración. No dudaron en besarse, sin dejar de bailar, murmuran cuanto se aman y lo ansiosos que la llegada de un bebé los ponía.
―Necesito hacer el amor ―musitó María, cerrando los ojos e inhalando el perfume escaso en el cuello de Esteban.
―Vamos arriba.
―No. ―Lo detuvo, cerrando con pestillo la puerta―. Ahí está Carmela, nos puede escuchar. Mejor aquí.
―Como mande, mi amada.
San Román tumbó a María en el sofá de cuero, bajándole ambas tiras del vestido y ella se deslizaba la cremallera sin hacer ruido. Después, la pelinegra le sacó la camisa y palpó el camino de vellos en el pecho de Esteban. Sonrió risueña, todavía le parecía un sueño, tener como futuro a esposo a su antiguo jefe. En poco tiempo, ya la ropa estaba arrugada en el suelo y ellos se besaban con la pasión que les desbordaba en cada encuentro. Esteban separó las piernas de María, observando el camino a la bendita gloria, se acercó y olfateó el olor que desprendía de la zona íntima, encaminó algunas lamidas, desde el muslo hasta su clítoris y se quedó ahí, saboreando el fluido que lo hacía enloquecer.
― ¡Esteban! ―gritó, con los ojos cerrados. Le haló la mota de cabello, y presionó su cara, como si fuera posible que él llegara más adentro con su lengua. Succionó con fuerza, haciendo que la mujer se retorciera de placer en el sofá―. Ah...Ah...por...favor. ―Arrancó gemidos agudos, casi rompe tímpanos, entre tanto él se divertía en llevarla a la cima, sin penetrarla.
Salió de allí, para acomodarse y embestirla, ejecutando un movimiento limpio y brusco, a lo que ella le respondió con otro grito. Bajó la velocidad, una vez dentro, se movía con suavidad, mientras que María se estiraba y poder atrapar sus labios y mordisquearlos, hasta sacarle sangre. No dejaba de gemir, no podía. Lo que sentía era avasallante, el placer era incomparable. Hacer el amor con Esteban, era su pasatiempo favorito. En cuestión de segundos, aumentaron el número de estocadas y ella se tensó. El vaivén de caderas era eterno, aunque ya estaban cerca de soltar el maravilloso orgasmo que mutuamente se dieron. La música estaba de fondo, sincronizada con el choque de pieles que los hacía enloquecer.
―Estoy lista, Esteban ―lloriqueó, mordiéndose los labios.
―Vente, lo haremos juntos ―gruñó, entrelazando sus dedos y el chorro caliente de semen atacó las paredes vaginales.
Los espasmos la invadieron, sintiendo una corriente eléctrica en las piernas y el abdomen.
―El sudor nos empapa, Esteban ―riñó, ya que él se recostó sobre ella, cuidando no aplastarla.
―A poco te molesta ―bromeó.
―No. Quédate así ―pidió, bostezando.
La canción se terminó, y entonces repitió el número uno.
Estuvieron así un rato largo, fue cuando Esteban vio caer el brazo de María que determinó que el sueño la venció. Se incorporó con cuidado de no despertarla y se vistió con un bóxer y el pantalón. Subió a la segunda planta y entró a su recamara, buscó una sábana y antes de terminar los escalones, se topó con su tía a punto de dormir.
―Mijito, ¿a dónde vas? ―cuestionó en susurros. El silencio embargó la mansión, pasaban las once y la servidumbre ya no moraban ahí. Solo eran él, Carmela y María.
―A dormir con mi mujer, al estudio ―comunicó, guiñándole un ojo―. Está cansada.
―Ya me imagino el cansancio ―soltó, señalándolo con el dedo―. Déjala dormir. Nos vemos en el desayuno mañana. Te quiero, Estebancito.
―Así será, tía. ―Se besaron en la mejilla―. Yo también te quiero, y mucho.
Carmela se enteró que, al día siguiente irían al médico a hacer el primer eco del bebé. Se ofreció a acompañarlos, la idea de un miembro nuevo en la familia la enterneció, no pudo tener hijos, entonces su sobrino era uno para ella. Aseguró que amaría a ese niño o niña, nunca despreciaría a su propia sangre, como su hermana Alba.
Esteban recogió la ropa de la alfombra y apagó la radio, colocó las prendas en un sofá individual y se recostó al lado de su amada, después de estirar completamente el mueble, se trataba de un sofá-cama. Arropó a los dos con la sábana y contempló a María dormida, esa respiración y su carita angelical, que incitaban al pecado era la única paz que necesitaba.
Por la mañana, los tres desayunaban en el comedor e intercambiaban palabras sobre la reunión del día anterior. Después, abordaron el coche y el chófer los llevó a la clínica, donde se llevaron una sorpresa y chocaron con una pareja matrimonial, que salía del consultorio de la obstetra.
―Patricia, Arturo, ¿qué hacen aquí? ―Carmela los saludó con efusión. Esteban y María solo estrecharon manos con ellos.
Los mencionados cruzaron miradas, pidiendo aprobación para soltar su noticia.
―Mi esposa está embarazada ―contestó Arturo, besándole el dorso de la mano―. Tiene tres meses de gestación.
La pelinegra casi dejó caer su quijada al suelo y San Román silbó asombrado.
―Guao, felicitaciones a los dos ―expresó María e inevitablemente, Patricia vio los dedos entrelazados y como el anillo de compromiso destellaba.
―Gracias ―disimuló una sonrisa―. Nos vemos después.
Desaparecieron por el pasillo y Esteban caminó a revisar el turno de su cita.
― ¿Puedo trenzar tu cabello, Mari chula? ―cuestionó Carmela, aflorando una sonrisa.
―Sí, claro.
La señora de mediana edad, empezó con hábiles dedos a trenzarle en dos partes la melena azabache, hasta terminarle la clineja de cada lado.
―Preciosa, te amo ―Esteban la besó y rozó la cima de la trenza―. Te quedó magnífico, tía.
Se sentó al lado a esperar, la mujer que estaba primero que ellos en la lista ya entró a la consulta.
Carmela se excusó y salió a un balcón a fumarse un cigarrillo.
― ¿Será verdad que Soler, está embarazada? ―preguntó, frunciendo el ceño―. Su panza es plana, como la mía. La diferencia, es que yo tengo dos semanas y contando, ella ya lleva tres meses.
―No creo que Arturo me mienta. Es un buen amigo, el único, en realidad. ―Se encogió de hombros, sobando el abdomen plano de su mujer―. Te confieso algo ―dijo, entonces María volteó su cuerpo en su dirección y cruzó una pierna sobre la otra―. Cuando Fabiola y yo éramos novios, siempre trataba de pasar tiempo en el club, en desayunos, almuerzos y hasta cocteles y entablar conversaciones con el grupo. Ahora, solo me llena el hecho de hablar contigo. Una vez hicimos un viaje grupal, la pasamos bien, pero no como para querer volver, ¿sabes? ―Ella asintió, embelesada―. De todos los que son mis socios y amigos, me gusta llevar una relación política, haciéndoles creer que realmente son mis colegas, que los aprecio y que los invito a mi mansión porque les tengo cariño. No es así. A raíz de lo que hizo el desgraciado de Servando, y que Fabiola y Patricia están enamoradas de mí, me alejé. Es un círculo tóxico y no me llama la atención seguir frecuentándolos.
―Guao. Es primera vez que te desahogas de esta manera ―contestó, mojando sus labios resecos―. Me gusta que seas sincero, porque me doy cuenta que también puedo hablarte de ellos sin que te ofendas.
―Nunca me hubiera ofendido. ―Le enseñó sus dientes perfectos―. Mira, de todos puedo salvar a Daniela, Arturo y a mi tía Carmela. Ni siquiera a Alba, es demasiado cizañera y suele asustarme la influencia que tuvo en mí.
―También los salvaría solo a ellos. Bruno y Demetrio no me dan buena espina, Servando lo odio y a tu tía Alba no le caigo bien. El sentimiento es mutuo. Fabiola es tu ex, no me llevaría bien con esa mujer ni porque tú me lo pidieras. Patricia, bueno, solo está esperando el momento y así bajarme a mi novio.
―Futuro esposo ―corrigió.
―Así es.
El turno les llegó y tomados de la mano, dieron paso al consultorio de la obstetra. María siguió las indicaciones, se recostó en la camilla y luego de subirse la camisa, la doctora le llenó de un gel color verde y pasó el ecógrafo, mientras que en la pantalla se transmitía la imagen borrosa del pequeño feto.
―Ese es su bebé, señores San Román ―mencionaba, explicando con ademanes―. Aún no puede verse completa su forma, porque usted tiene tres semanas de gestación exactas. Pero, esta es parte de su cabecita y aquí sus manitas.
―No...no puede ser ―titubeó Esteban, con los ojos clavados en el monitor―. No vi un así jamás.
―Es nuestro, cariño. Nuestro pequeño San Román ―sollozó, encantada con su bendición. Apretó la mano de él.
―Sí, mi amor. Te amo. ―Compartieron un beso frente a la ginecóloga y ésta se sonrojó.
―Felicidades a los dos ―les sonrió―. Pueden pasar a mi oficina, para pautar la siguiente cita y luego por caja para facturar la consulta.
―Voy a pagar ―indicó el hombre, a la vez que María se iba con la doctora.
―Querida, aquí tienes la foto impresa de tu bebé. ―Le entregó varias hojas, donde se aprecia su estado de salud, el peso, la estatura y la talla, adjuntando dos ecografías con el feto―. La próxima cita es dentro de cuatro semanas, aproximadamente.
― Muchas gracias, Doctora...
―García, un placer, señora San Román. ¿Necesita justificativo médico?
―Uno solamente.
― ¿Para su esposo? ―cuestionó, de pronto con curiosidad.
―Negativo. Es mío, debo llevarlo a la facultad.
―Si. Ya me imaginaba yo al dueño de una empresa, explicar el motivo de su ausencia.
Por un efímero segundo, María se puso nerviosa. Entró en calma, cuando recordó que Esteban es reconocido por medio país. Se asustó un poco.
―Hasta la próxima, doc.
Se despidieron y la joven fue en busca de Esteban.
―Mi tía tuvo que irse, ahora es que me avisó ―comentó él, yendo al parqueadero.
― ¿Qué le pasó?
―Alba la llamó, al parecer la necesita para algunas cosas en su apartamento.
―Ah.
Llegaron a la universidad, pues el reloj marcaba las ocho y media. Fernández, llevaba treinta minutos de retraso. Entraron juntos, ganándose la mirada inquisidora de los estudiantes que yacían tumbados en la grama bajo la sombra de un árbol.
―Hola, María. Esteban. ―Carlota los recibió con un abrazo―. Que encuentro tan lindo.
― ¿Cómo te va? ―saludó él, inexpresivo. En cambio, María la apretujó.
―Vengo del médico. Luego te cuento.
―Puede ser en el almuerzo. Claro, si te toca quedarte.
―No me toca, pero comeré contigo. Nos vemos, te quiero.
―Adiós, amiga.
―Eres un odioso de lo peor ―reprendió ella, una vez estuvieron solos―. Como la tratas así.
―Solo fui cortés, no quieras que la bese y la mime. ―Frunció el ceño y se encogió de hombros.
―Tampoco para tanto. Sé más educado, al menos con ella.
Condujeron su cuerpo a un pasillo, entonces se detuvieron en la puerta del salón donde María veía clase de estadísticas.
―Te dejo. Avísame cuando salgas, debo ir a la oficina ―enunció él, besándola con efusividad―. Te amo. Sabes demasiado bien, Dios.
―Te amo más, cuídate mucho.
Unieron sus labios fugazmente y María entró a recibir su clase. Esteban pasó por coordinación y entregó el justificativo. Manejó a la sede principal de su empresa.
(***)
Conforme pasaban las semanas, los síntomas del embarazo primerizo se hacían presentes en María. Las noches eran tortuosas, para ambos, ya que ella corría al inodoro debido a las fuertes arcadas y Esteban se levantaba a sostenerle el cabello y a cuidarla. Más de una vez, tuvo que lidiar con el mal humor de su prometida, y en cuanto a la pelinegra, salirse de clases para irse al servicio y controlar los mareos.
Llegó el primer mes, y por consiguiente su segunda cita con la obstetra. La panza de María, no creció más que unos centímetros, solo pareciera que estuviera empezando a engordar, pero nada más. Les entregaron su segunda ecografía, y partieron rumbo a su pendiente con la organizadora de bodas. Debían montarse en ello.
― ¿Te gusta este? ―inquirió San Román, enseñándole unos folletos que contenían los centros de mesa.
―Es un color muy chillón ―negó con la cabeza y pasó la página―. Me gustaría algo más tenue.
―Les recomiendo el paquete, que contiene los manteles, los vestidos de las sillas y los centros de mesa ―habló la mujer―. Vienen en estos tonos. ―Les entregó la paleta de colores pasteles, y la paleta de colores más fuertes.
―Me parece que este, mi amor ―dijo María, sin soltarle el agarre a su hombre―. Me gusta este color crema.
― ¿Está disponible? ―cuestionó él.
―Por supuesto. Ya mismo lo encargamos. ―Les sonrió y se levantó, pidiendo permiso.
―Estoy emocionada, Esteban ―exclamó, con la retina empañada. Se acercó para besarlo―. Nunca pensé que esto me pasara a mí, una simplona secretaria.
―No eres una simplona secretaria ―expresó, rodando los ojos. María soltó una risotada―. Eras mi secretaria, y ahora serás mi mujer, la madre de mi hijo.
―O hija...
―Te amo.
―Yo mucho más.
―Oh...no creo.
― ¿Lo probamos? ―Enarcó una ceja, sugestiva.
―Aquí no. Deja que lleguemos a casa.
―En casa no tendré ganas.
―Eso lo veremos ―objetó, mordiéndole el lóbulo de la oreja.
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