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𝑽𝒆𝒊𝒏𝒕𝒆.

La contempló dormida. Su respiración era pausada, un tanto extenuante. Se escuchaban los ronquidos, bajitos, pero ahí estaban. Su estómago, subía y bajaba. De vez en cuando, fruncía el ceño o afloraba una sonrisa torcida.

La comida, servida, tapada y fría sobre una mesa trasladable. Él no quiso probar bocado, se maravilló con la escena de su novia, rendida a su lado, en su cama, su casa.

Nuestra casa, muy pronto.

Se apartó con cuidado, para dirigirse al sanitario y meterse bajo la ducha. De pronto, el cuerpo se le calentó y comenzó a sudar a chorros.

Al salir, ella seguía en los brazos de Morfeo. Ahora, abrazaba una almohada y flexionaba una pierna, mientras que la otra la extendió y la abrió con ligereza.

Esteban sonrió fascinado.

Entró a su closet, buscó ropa cómoda y se enfundó en una bermuda y una camiseta. Luego, bajó al despacho a continuar con su trabajo.

Entra tanto, Alba San Román fumaba un cigarrillo y bebía coñac de un vaso hecho con cristales blancos incrustados. La sonrisa de sorna que se cargaba, era casi igual a la satisfacción que sentía en su ser.

―Brindemos, Servando ―propuso, expulsando el humo por su boca―. Debo confesar, que hiciste todo muy bien.

―Me arriesgué, pero vamos... ―Cerró los ojos, excitado; al recordar lo vivido en la empresa con María―. Como lo disfruté.

―Dile a Venturina, que te maquille el golpe en tu mejilla ―señaló, en esta ocasión bebiendo―. Es muy notorio. Después van a sospechar.

Servando se carcajeó, acariciando el moretón con sus nudillos. Alba le pasó el cigarrillo, para que lo terminara de consumir.

―Maldita mujer, sino es porque me gusta tanto; le fuera devuelto el puñetazo.

―Ya me des cobraré yo por ti ―aseguró, disfrutando el paisaje que le brindaba la terraza de su apartamento―. Ha sido concretado con éxito.

Chocaron los vasos, haciendo sonar el hielo dentro de ellos.

Carmela había salido desde temprano. Así que, Alba San Román aprovechó la ausencia de su hermana menor, para invitar a su viejo amigo Servando y brindar con una buena botella. Entre Demetrio, Patricia y ellos dos, planificaron aquello. Fabiola ni Bruno, siendo más astutos, prefirieron conservar una distancia prudencial. Sin embargo, todos conocían el plan a la perfección.

Llamarían a Esteban, diciéndole con fingida preocupación que María estaba en apuros; que se acercara al parque que queda a unas millas de la empresa. Segundo, un sujeto bien pagado haría el favor de colocar el detalle sobre el escritorio de la mujer, cuidando la escritura, asemejándola a la del presidente. Servando ya estaría preparado en el servicio, para hacer de la suyas. Al final, concluyó como debió ser, según ellos. No pensaron en el daño emocional que le causaron a la pelinegra, ni las consecuencias que eso conllevaría. Lo único que deseaban, era verlos separados, dolidos y así, poder poseer lo que él cree que es de su propiedad.

― ¿No deberías irte ya? ―cuestionó el viejo, agitando un abanico en su rostro―. Tienes que enterarte y ponerme al tanto.

―Prefiero llamar a Esteban, no tengo una buena excusa para ir a la empresa ―contestó, taconeando sobre la baldosa―. Quien se tiene que ir, eres tú. Carmela llegará en cualquier momento, no quiero que te vea.

―Llámame, por favor ―pidió, despidiéndose con un beso en la mejilla. Eran grandes amigos, siempre fueron leales el uno al otro.

Servando se marchó a su mansión, un poco más contento que antes.

Mientras, Alba cogía su móvil y marcaba un número que sabía de memoria.

¿Bueno? ―respondieron. La mujer dio un salto.

―Esteban, cariño ―habló―. ¿Cómo estás?

Bien, tía. ―Sonaba enfadado, distante.

―Me alegro, mi vida ―sinceró. Aparte de sentir amor propio, también lo sentía por su sobrino. Pero, era algo sucio, inmoral―. ¿Te pasa algo? Te escucho mal.

Yo estoy excelentemente ―enfatizó―. ¿Para qué llamas? ¿Me sacarás en cara mi relación con María?

Una quemada, hubiera sido menos dolorosa.

―No soy quién para hacerlo ―mintió. Se moría por recriminarle su decisión―. Con el tiempo, verás que lo que dijo Servando es verdad.

Alba confiaba en que su plan terminaría bien, que los separarían.

Y... Tal vez, solo tal vez, así sería.

No sé qué objetivo quieren cumplir, pero no lo lograrán ―sentenció, bufando―. Si me disculpas, estoy lleno de trabajo. Hablamos después.

―Adiós, Esteban ―colgó.

Maldita María, mil veces maldita ―escupía con desprecio, apretando el celular hasta tener las manos pálidas.

Se dispuso a asear su recamara, allí no contaba con servidumbre ya que casi todas las labores domésticas las hacía Carmela, y no porque ella se lo ordenara, la misma señora confesó que amaba dedicarse a su casa.

Casi al caer la noche, fue que Carmela apareció con cientos de bolsas. Llegaba de hacer su pasatiempo favorito, las compras.

Cristian Dior, Louis Vuiton, Carolina Herrera, Coco Chanel, Gucci.

 Le encanta consentirse. Esa era la respuesta, cuando sus falsas amigas se reunían a tomar el té y le preguntaban por qué despilfarro en tantas cosas de marca.

―No sabes, eh, Albita ―parloteaba, caminando en círculos en la cocina―. Me topé con Diana y su hijo. Es madre soltera, la pobre.

―Qué desastre, ew ―farfulló la vieja, haciendo una mueca de disgusto―. Ahora si la sociedad la aniquilará.

―No creo. ―Negó con la cabeza―. El ex esposo, es quien le fue infiel. Y, tonto de él, porque la que tiene fortunas por doquier es Dianita.

―Eso sí ―admitió―. Bueno, eso no es de nuestra incumbencia.

 Carmela se encogió de hombros, y dispuso su tiempo a preparar la cena.

(***)

Esteban reía a carcajadas, por culpa de un mal chiste que contó María.

― ¡Ya, para! ―exclamaba, a punto de llorar―. Mi barriga duele, mujer.

―No me pidas contar chistes, soy tan pésima ―agregó, riéndose también.

―Apuntado, para la próxima vez.

No almorzaron. María estuvo durmiendo todo el día. Esteban realizó las cotizaciones, los contratos y las llamadas. O sea, hizo el trabajo de su novia. Él encantado de la vida, no le pesaba. Más bien, se regocijó al enterarse lo perezosa que era. Aseguró mimarla y complacerla en un futuro.

Justo estaban terminando su cena, desistieron del espagueti y pidieron pizza doble queso y soda.

―Gracias por la imperfección de esta cita ―verbalizó ella, acercándose a él para besarlo―. No la había pasado tan bien, en años.

―Mi cama te resultó cómoda ―afirmó, sobándole el cabello. Le caía a la mitad de la espalda en hondas―. Te mirabas hermosa.

―Seguro con la boca abierta, y goteando baba. ―Se tapó la cara sonrojada, con ambas manos.

―Y roncando, te faltó mencionar ―jugó él, tomándole por las muñecas.

― ¡Esteban! ―expresó, aún más apenada.

Se hundieron en risotadas, era como volver a la vida, sentir que nada malo ocurrió.

―Las nueve y cincuenta de la noche, Fernández Acuña ―espetó el hombre, revisando el reloj de pared en el despacho. Hace rato, que desecharon la caja vacía, con las latas de soda a la mitad.

―Llévame a casa, por favor ―pidió, pestañeando con dulzura―. Si no llego temprano a la oficina, mi jefe me fusila.

―Qué jefe tan corrupto tiene, me parece.

―Lo que tiene de mandón, lo tiene de guapo ―ronroneó, colocándose los tacones.

― ¿Le gusta el tipo? ―preguntó, enarcando una ceja.

―Estoy perdidamente enamorada ―confesó, en un hilo de voz.

―Puedo asegurarle, que él le corresponde.

― ¿Cómo sabe usted eso?

―Me lo ha dicho en privado. No se detiene a respirar, cuando habla sobre usted. Lo trae loco.

―Te quiero, mi vida. ―Se abalanzó a su regazo, fundiéndose en un beso avasallador.

―Yo más. ―Le dio un pico. Luego ella le limpió la comisura con el dedo pulgar.

―Órale, vámonos. ―Se puso de pie, acomodándose la falda.

―No ―objetó, halándola hasta hacerla caer en sus piernas―. Te quedas conmigo en la mansión.

María quedó muda. La propuesta sin duda, era tentadora. No sabía si era para siempre, o solo por esa noche.

― ¿Cómo crees? Mejor, me voy a dormir a mi casa.

―Te tuve aquí. Te contemplé dormir por horas, en mi cama. ¿Pretendes que te suelte? ¿Qué te deje marchar? Nada de eso, mañana empezamos a empacar tus cosas. Te mudas a la mansión San Román.

Silencio.

Eso ya era demasiado.

― ¿De...de veras? ―inquirió, temerosa a que se tratara de una broma pesada.

―Sí. ―Encogió los hombros, sobrado.

― ¡Ay, no puede ser! ―Lo abrazó con una fuerza arrolladora. Recordó su violación, se echó a llorar, como nunca―. No lo merezco, Esteban. Eres tan bueno, gracias, gracias.

―Creí que te negarías. Había maquinado unas cuantas estrategias, para convencerte de que vivas conmigo ―confesó, llenándole de besos el cuero cabelludo―. Guao ―exclamó, viendo como sollozaba sin parar―. Te moví los sentimientos. Ay, mi niña linda. ―La apretó más, dándole calor y seguridad en ese abrazo.

Ella no lloraba por la invitación. Ni se molestó en negar la suposición de él. De hecho, se alegró que no la bombardeara de preguntas.

―Me quiero ir a bañar ―suspiraba, limpiándose las mejillas con el cuello de la camiseta de Esteban.

―Vamos, entonces.

Se incorporó, cargándola por el trasero, en tanto María le rodaba la cintura con sus piernas y se aferraba anhelante. Enroscó sus brazos por el cuello de su hombre, y posó su cabeza ladeada sobre el hombro izquierdo.

(***)

Temprano en la oficina, platicaban sobre los planes que, sin consultárselo a ella, Esteban organizó.

― ¡Ni siquiera, fuiste capaz de consultármelo! ―gritó María, moviendo lo brazos.

Esa mañana, el cargo de conciencia no dejaba de martirizar a la pelinegra. Durante la noche, durmió cuatro horas, a las seis de la mañana ya estaba despierta. Corrió al baño y se encerró. Lloró como nunca, se miró al espejo y sintió asco de sí misma.

Ahora, que Esteban le ha confesado sobre su búsqueda de una secretaria, no pudo evitar reaccionar impulsiva.

―Cálmate, nena. Mira, sabía que te iba a disgustar, pero al medio día llegan las chicas para la entrevista ―comunicó, sin alterarse.

―No me calmo, San Román ―exclamó, con la respiración agitada. Sus ojos se agolparon de lágrimas. Por fortuna, supo controlarse―. Debiste decirme primero.

―Lo sé. Por eso, te pido disculpas ―dijo, enseñándole una de sus mejores sonrisas―. ¿Cuándo es tu primer día de clases? ―le preguntó, expectante.

María iba a seguir peleando, reclamándole todo. No obstante, su voz interior le martillaba la psiquis, diciéndole que no tenía nada que recriminar.

Hiciste algo mucho peor, y ni siquiera le has dicho.

―Es... dentro de una semana ―confesó, estrujándose la cara―. Abrázame, ¿sí?

Le extendió los brazos, y éste la cargó hasta llegar juntos al sofá y recostarse ahí.

―Esos cambios de humor, mi nena... ―Le besó la cabeza, y colocó la mejilla sobre su coronilla―. Me ayudarás con la selección. Así, estarás más tranquila. Quiero que te concentres en tus estudios, que no tengas ninguna responsabilidad más que esa.

―Pero, tengo que conseguir dinero ―farfulló, haciendo puchero.

Esteban murió de ternura.

La besó en la boca, halándole el labio inferior, hasta sentir que sangraba. Luego, introdujo su lengua y entre los dos empezaron una batalla de pasiones desbordadas. Las manos de María, bailaban por la cabellera oscura de su hombre, mientras que las de él toqueteaban la silueta casi perfecta de ella. Como siempre, la falta de oxígeno los hizo separarse.

―Usted, joven hermosa, no tiene que preocuparse por dinero. Conmigo, lo tiene todo.

―No puedo depender de ti, Esteban ―refunfuñó, rodando los ojos.

―Okey, trabajas desde casa. Nuestra casa.

Nuestra casa.

Qué lindo suena aquello.

A María se le rompió el alma en añicos.

―Igual tendrás asistente, el trabajo aquí es mucho ―aseguró la joven, sonriéndole.

―Como tú digas.

El reloj marcó las doce en punto, y las aspirantes a secretaria presidencial, esperaban puntuales en la recepción del piso quince que fueran atendidas.

María y Esteban no salían del despacho, se besaban a cada tanto y sumían su mente a cualquier conversación innecesaria, pero que para ellos era lo más importante.

Alguien tocó la puerta, entonces espabilaron.

― ¿Quién? ―bramó él.

Señor, hay unas chicas afuera esperándolo ―avisó tras la madera, Fredy.

―Enseguida salgo ―contestó y ayudó a incorporarse a María.

― ¿Las hago pasar? ―inquirió la pelinegra, atándose el cabello en una coleta a la altura de la nuca. Esteban asintió. Se besaron rápidamente, y ella salió a su escritorio.

Dos jovencitas, una de diecinueve y la otra de veintiuno. María se tomó el tiempo de entrevistarlas, analizar su currículum y hacerles algunas preguntas. No quedó conforme con la mayor. Escogió a la otra, despidiendo con un agradecimiento a la restante.

―Espero estar a la altura ―habló Romina, la nueva secretaria de presidencia―. ¡Es Esteban San Román!

María sonrió afable.

―Demuéstralo ―animó, guiñándole un ojo―. Total, el puesto es tuyo.

―Así será, señorita ―exclamó Romina―. ¿El señor está en su oficina?

―Sí. ¿Quieres conocerlo?

La muchacha asintió ansiosa, entonces la pelinegra la guio al despacho del jefe.

―Buenas tardes ―pronunció, tímida. Fernández, le sobó la espalda con el fin de alentarle―. Soy Romina Palacios, la nueva secretaria de presidencia.

―Hola, Romina ―saludó Esteban, con su voz avasalladora. A la joven, le temblaron las piernas―. Bienvenida a las empresas San Román.

―Gracias. Yo siempre lo veía en el periódico, no puedo creer que lo tenga frente a mí.

Los tres rieron. Acto seguido, el empresario se acerca su mujer y la toma con posesión de las caderas. Ella solo atinó, a pasarle un brazo por la espalda.

―Mi novia te enseñará el trabajo entre mañana, y pasado ―anunció él, sonriente―. Por hoy, puedes retirarte. En Recursos Humanos, te entregarán el uniforme.

―Muchas felicidades ―comentó, sorprendida―. Está bien. Nos vemos mañana, adiós.

―Adiós ―contestaron al unísono, viendo a Romina marchar.

― ¿Por qué tan empalagoso? ―indagó María, perdiéndose en esa mirada ámbar.

―Marco la distancia, entre mi nueva asistente y yo. ―Se encogió de hombros, sencillo―. No quiero malos entendidos.

¿Podría ser ese hombre, más perfecto?

Sí.

Esteban San Román, lo puede todo.

―Confío en ti ―le aseguró. Y, a pesar de llevar tacones; igual se elevó para poder besarle―. Te quiero.

―Te quiero más. ¿Irás a casa ya, o me vas a esperar? ―Todavía permanecían abrazados, cerca del escritorio de él.

―Te espero, así dejo todo listo. También, tengo que redactar mi carta de renuncia.

―De eso me encargo yo, descuida.

―Como diga, mi señor.

Su tarde fue placentera. Terminaron de realizar sus pendientes, en medio de risas, tarareos y una que otra bromilla. Pidieron almuerzo en la cafetería, hablaron sobre sus planes a futuro, algunas remodelaciones que Esteban quiere hacerle a la mansión y como llevarían el manejo con los empleados, ahora que ella estaría ahí.

―Hace falta la presencia de una mujer en mi casa, eh ―vociferó, carcajeándose―. Mis tías, sobre todo Alba, han querido imponer su imagen. No me gusta para nada, es algo incómodo. Porque, esa fue propiedad de mis padres en primera estancia.

―Tu tía Alba es tan antipática, no logro soportarla. Sé que ella también opina lo mismo de mí.

―Sí. Pero, bah, no le hagas caso. A veces, me cela mucho.

 ―Muchísimo, diría yo. ―Realizó un mohín―. Pareciera que, te viera más que como un sobrino.

Esteban la observó fijamente, frunciendo el ceño.

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